16:30 horas

 

Una pareja de agentes uniformados se hallaba junto a un coche policial que bloqueaba parcialmente la calle para evitar interrupciones no deseadas. Cerca, había otro camuflado. Ambos vehículos cubrían de manera ostensible las dos entradas al local: la del parking para taxis y vehículos particulares, y la de los que accedían andando.

Ante la presencia policial, tanto los coches que entraban por el callejón como aquellos que pretendían llegar al local a pie aminoraban la marcha hasta la entrada para reanudarla luego a paso vivo, sin detenerse.

—Que no pase nadie hasta nueva orden —les indicó la sargento Páramos a los agentes, que se había quedado en el exterior para organizar la vigilancia perimétrica—, y si alguno se pone tonto me avisáis que lo arreglo rápido —añadió mientras caminaba hacia la puerta del hotel.

Entre el vecindario se levantó cierta expectación al advertir de nuevo policías en un local donde días atrás había sucedido un episodio espeluznante.

El resto del grupo de seis personas que había llegado en los coches vestía de paisano y había entrado en el local antes. Dos eran policías y el otro abogado. Cruzaron la puerta con paso decidido en busca de respuestas.

El interior del establecimiento estaba decorado de manera sobria e impersonal. Olía a ambientador industrial, como en un cine antiguo. Al fondo del vestíbulo había un ascensor y unas escaleras que conducían a las habitaciones situadas en los pisos superiores. Recorría la estancia un mostrador de madera clara del que apenas sobresalía la cabeza de un individuo, que al advertir la presencia de los hombres se dirigió a ellos obsequioso:

—Pasen, pasen, por favor. No se queden ahí. —Se levantó de su asiento al decirlo y se acercó a ellos mientras los observaba con mirada cómplice—. ¿Son tres, eh? Bien, tenemos una suite con cama redonda en donde cabrán los tres perfectamente.

Cabo y sargento se miraron perplejos. El abogado quiso disfrutar con la confusión y, para alargarla, exclamó con absoluta naturalidad y deje afeminado:

—¡Fantástico! Cama redonda, ¡lo que más me gusta!

—Sí —informó el recepcionista sin poder evitar cierta aprensión hacia el entusiasmado abogado—, y además dispone de una amplia bañera de tres plazas también.

Palau se acercó con gesto áspero.

—José Luis, déjalo —pidió mientras rebuscaba su cartera en el bolsillo trasero del pantalón.

—¡Cariño! —soltó el abogado—. ¿Ahora te vas a echar atrás? No seas así, lo pasaremos bien. —Y se inclinó en un amago de besarlo.

Palau irguió el cuerpo para esquivar la acometida y rápidamente mostró la placa insignia.

—Policía —dijo el sargento con firmeza—, ¿es usted el señor Esbértoli?

—Es lo que hay —se oyó que suspiraba el abogado.

El otro, desorientado, se mostró receloso.

—No, no, me llamo Sangriá —cloqueó ante la visita inesperada—. Yo solo soy el camarero, aunque a veces hago de recepcionista. El señor Esbértoli...

—Al señor Esbértoli —interrumpió Sonia Páramos que acababa de entrarle comunica ahora mismo que queremos verle, pero hágalo sin moverse de aquí, por el interfono o a gritos. Y, Sangriá..., precisamente también queríamos mantener una conversación con usted.

Mientras el camarero asentía solícitamente y volvía tras el mostrador, Palau se giró sobre sus talones y descubrió a Pere y a José Luis que apenas podían contener la risa.

—¿Señor Esbértoli? —resonaron las palabras del camarero mientras presionaba la tecla del intercomunicador.

—¿Qué pasa ahora, coño? —gruñó hosca una voz.

—Unos señores preguntan por usted —bajó la voz en un intento pueril de no ser escuchado por el grupo, y susurró al aparato— la madera jefe, la maderaaaa —repitió alargando la sílaba para ser explícito en relación con la presencia policial.

Minutos después se abría el ascensor e irrumpió Esbértoli en la estancia. Su acólito ya le había informado de las circunstancias de la imprevista visita aunque, dados sus antecedentes, la esperaba. Con semblante abotargado y nariz bulbosa cubierta de pequeños capilares rotos, indicativo de una antigua y desmedida afición a la botella, les dirigió una mirada de frío desdén mientras se aproximaba a los policías con lentitud deliberada.

Nadie hizo ni tan siquiera el gesto de acortar las distancias. Con clara hostilidad revestida de una capa de falsa cortesía, tras mesarse con ambas manos una grasienta cabellera vetada de gris y que peinaba hacia atrás, estrechó la mano de Palau que era el que encabezaba el grupo.

—Soy Pedro Esbértoli. ¿En qué puedo servirles?

El sargento le devolvió el saludo y le preguntó sin preámbulos:

—¿Él es Ramón Sangriá, el camarero que descubrió con usted el cuerpo? —quiso confirmar mientras señalaba con un gesto de cabeza al recepcionista.

Sin disimular su servilismo, el aludido se apresuró a responder:

—Para servirle a usted y a Dios, señor policía.

—Queremos hacerles algunas preguntas. A los dos, aquí y ahora o en comisaría. Ustedes eligen. —Y se encogió de hombros indiferente a la espera de respuesta.

—Ahora mismo hay clientes en el hotel —contestó Esbértoli—, tenemos una habitación aún sellada, lo que no hace puta gracia a los parroquianos, salvo a algún jodido morboso que me ofrece el oro y el moro por follar ahí —dijo pensativo ante la posibilidad de romper los precintos y alquilarla a un precio exorbitante—. Además, no entiendo a qué viene esto: ya declaramos lo que sabíamos. Hemos colaborado —rezongó señalando a la sargento Páramos.

—Le dije que volveríamos —respondió la aludida.

—Pero deberíais avisar antes. Esto es un atropello —se quejó Esbértoli con gesto adusto—. Esto hace daño al negocio, compañeros. No sé si... si podríamos arreglarlo de alguna manera...

Palau le sostuvo la mirada y dijo:

—Mire usted. No sé si por cuna o educación me gusta respetar las formas, por tanto le ruego que las mantenga con nosotros o de inmediato le detenemos por tentativa de soborno.

La sargento Páramos añadió:

—Y yo no veo aquí a ningún compañero salvo ellos —ironizó en referencia a Brugal y Palau.

—De acuerdo, está bien —resopló y levantó las manos conciliador para claudicar—. Vamos a mi despacho y allí hablamos. Los clientes que ahora ocupan las habitaciones cuando quieran salir ya avisarán, y supongo que mientras dure el cambio de impresiones, ya os habréis ocupado de que no entre nadie en el local.

—Eso es, señor Esbértoli, observo que recuerda el protocolo a la perfección —intervino de nuevo Páramos.

«Debí haberme deshecho del cuerpo y no avisar a la policía», se maldijo Esbértoli mentalmente.

Anduvieron unos metros acompañados por el sonido atenuado de pisadas sobre una larga alfombra color burdeos, hasta una puerta ante la que Esbértoli sacó una tarjeta magnética del bolsillo para abrirla. Un detector de movimiento hizo que las luces cobraran vida y alumbraran un despacho de enormes proporciones.

Tal vez por deformación profesional, lo primero que hizo Ramón Palau fue examinar con detalle el entorno. En un extremo, un camastro y una percha con ruedas, de la que colgaban trajes y camisas. Estanterías vacías contra las paredes circundaban una mesa de madera con una solitaria fotografía enmarcada sobre su superficie, donde un Esbértoli, con treinta años menos, estaba rodeado de aparatos electrónicos y equipado con unos auriculares.

Este se dio cuenta y quiso explicarse mientras se dejaba caer en el sillón que había tras la mesa:

—Estaba en una emisora. Desde joven soy radioaficionado. Todo lo relacionado con las ondas me apasiona —explicó para distender un tanto el tono de la conversación—. Pero aquí supongo que estamos por otra cosa, y no para hablar de mis aficiones. Tomen asiento —les invitó al tiempo que encendía un pitillo y retomaba su actitud desafiante.

Sangriá colocó sillas para la entrevista y permaneció de pie, al lado del escritorio.

—Ustedes dirán —dijo el encargado antes de dar una intensa y larga calada al cigarrillo.

—Señor Esbértoli —inició Brugal mientras leía algunas líneas en su libreta de mano—, estamos aquí para aclarar algunos extremos que no quedaron claros en sus declaraciones iniciales, y para recrear los hechos que ocurrieron el pasado viernes por la noche.

—Queremos oírlo todo otra vez, desde el principio —les indicó Palau, que atravesó con la mirada al camarero—, desde que la víctima con su acompañante pusieron los pies aquí.

Esbértoli giró la cabeza en dirección a Sangriá y con una mueca le autorizó a hablar.

—Entraron dos hombres —empezó el camarero—. A uno le conocía, el pobre que luego... —dejó la frase en el aire y respiró con dificultad—, al otro no le había visto nunca. —En ese momento se contuvo nervioso para volver la vista hacia su jefe.

—Siga —ordenó Palau—, y no le mire a él, somos nosotros quienes hacemos las preguntas.

—El joven solía venir aquí con sus clientes. Le llamábamos Portu, porque era de Portugal —dijo forzando una sonrisa—. Sé que trabajaba solo y habitualmente lo hacía en El Demonia.

—¿Qué quiere decir «trabajar solo»? —preguntó el sargento.

—Bueno, hay algunos que lo hacen para otros... ya sabe.

—Que no tenía chulo, vamos —soltó Esbértoli—. A las cosas por su nombre, que aquí nadie se la coge con papel de fumar, y menos la señora —remachó y observó ceñudo a Sangriá por la información que acababa de suministrar.

Palau miró a su compañera y esta cabeceó para que obviara la grosería.

—Eso es —confirmó Sangriá—, lo que ganaba el Portu era exclusivamente para él.

—Díganme —y el sargento se dirigió ahora a ambos—, ¿cómo pueden saber eso, si al final se trata de meros clientes?

El gordo tragó saliva mientras el camarero esquivaba las miradas. Ninguno de los dos respondió.

Sonó un timbrazo.

—Es un cliente —explicó Sangriá mientras tomaba el interfono—. Sí, señor, sí, ahora subo a buscarles, enseguida les acompaño al parking. —Volvió a colgar el aparato—. Disculpen, pero los de la 203 han acabado y se marchan...

—Yo le acompaño, si no es molestia —dijo Palau con cierto cinismo al ver las expresiones de perplejidad en sus interlocutores.

—No, no..., vaya, vaya..., ya le esperamos —asumió Esbértoli—. Ustedes, ¿quieren tomar algo mientras tanto?

Los otros negaron con la cabeza, pero Gomis, que aún no había abierto la boca, aceptó la invitación.

—¿Puede ser una copita de cava?

Mientras Esbértoli abría el frigobar, Palau y Sangriá abandonaron el despacho y se dirigieron a la recepción para tomar el ascensor.

—Sangriá, dígame —preguntó Palau—, cuando alguien desea abandonar la habitación, ¿siempre les avisan previamente?

—Sí, claro, es una norma —contestó con seriedad mientras pulsaba el botón del segundo piso—. Al llegar se les indica siempre que para salir deben llamar al número nueve desde el teléfono que tienen en una de las mesillas de noche, para que los acompañemos a la salida o al parking directamente, según sea. Así evitamos encuentros incómodos en los pasillos entre los que entran y los que salen. La discreción lo es todo en este negocio, señor agente.

—Con lo cual, podemos presuponer que ningún otro cliente pudo ver a Magalhães con su acompañante. Ni tan siquiera Esbértoli, solo usted, ¿estoy en lo cierto?

—Así es, los recibí yo y fui yo quien los acompañó. Es parte de mi trabajo, además de hacer la cama y pasar la bayeta cuando han acabado. La limpieza general la hace un servicio externo a primera hora de la mañana, cuando hay menos trabajo —quiso explicar mientras salían del camarín y se detenían frente a una puerta. La golpeó suavemente con los nudillos para anunciar su presencia.

—Ahora salimos —contestó amortiguada una voz masculina desde el interior.

La puerta se abrió y salieron un hombre y una mujer que se retocaba el maquillaje a la espera del próximo cliente. Al ver a Palau, el hombre no pudo evitar un gesto de sorpresa. Ambos eran policías, de la misma promoción.

—Ramón, tú por aquí —saludó con aplomo.

—Hola Ortega —lo llamó por el apellido—, yo de servicio. No resulta tan raro a tenor de lo que ocurrió el viernes.

—Sí, sí, claro... —Tomó a la mujer por la cintura en claro ademán de marcharse—. Pues yo no, ya lo ves —contestó pícaro el hombre.

Una vez hubieron acompañado a la pareja al garaje, Sangriá le dijo:

—¿Ve lo que le digo, señor agente? Aquí vienen muchos policías. Gente de todo tipo, y ese compañero al que conocía es un habitual, amigo del jefe, aunque él no viene a trabajar precisamente.

Palau carraspeó molesto.

Cuando el camarero se disponía a reintegrarse a la reunión, lo retuvo por el codo y le preguntó:

—Señor Sangriá, ¿tiene usted familia?

—No, no —dijo nervioso por la pregunta.

—¿Nadie?

—Bu-bueno... mi hermana, con la que me veo a menudo.

Palau lo observó comprensivo.

—¿Soltera?

—No. E-e-está casada —balbuceó—, y tiene una pequeña preciosa. Diez añitos. Un encanto. Yo soy su padrino...

—Señor Sangriá, sé que algo se esconde aquí, lo puedo oler. Y sepa que la ley no solo condena al autor del delito, sino también al que, conociéndolo, lo encubre. Por las razones que sea, incluido el miedo a declarar. ¿Me entiende?

—Sí, sí, señor.

—¿Sabe que tengo indicios suficientes para ordenar su inmediata detención? ¿Qué pensaría de usted su ahijada? —amenazó Palau esperando que no se notara que era absoluto farol.

—Señor policía, nosotros no hemos hecho nada.

—¿Ah, no? Y dígame, ¿cómo saben distinguir tan bien si sus clientes trabajan para ellos o dependen de terceros?

—Bueno, eso con el tiempo se sabe...

—Y ¿por qué resulta tan habitual que vengan agentes de policía, y que además usted lo sepa?

—No... no... no sé... —Se derretía por la tensión que lo atenazaba—. Supongo que por haber sido mi jefe policía también.

—Señor Sangriá —lo señaló enérgicamente con el dedo—, ahora entrará de nuevo en el despacho tan libre como salió antes, pero le aseguro que lo abandonará esposado y directo a un furgón policial si esquiva mis preguntas.

—Pero señor...

Le tomó de nuevo el brazo con gesto conciliador esta vez.

—Sangriá —le confió el policía—, usted no es como Esbértoli. Es un hombre de familia, me lo acaba de decir, pero sepa que ambos son los principales sospechosos de participar en un hecho atroz, además de ejercer una actividad que cabe en lo probable que se lucre directamente de la prostitución, presumiblemente bajo el cobro de un porcentaje sobre los servicios sexuales de mujeres y hombres, y no únicamente con el alquiler de habitaciones y sábanas, algo que es absolutamente legal. Incluso es posible que dispensen atenciones especiales a miembros de la policía para que miren hacia otro lado.

—Dios mío, Dios mío —se desmoronó—, le juro por todo lo que usted quiera que soy inocente.

—Dígame, ¿cómo sabían que el Portu no trabajaba bajo la batuta de un chulo? ¿A ustedes qué más les da si tienen macarra o no? —quiso sonsacarle.

—¡Oh! ¡Dios...! Señor agente, lo que le voy a decir no puede saberlo el señor Pedro. Me partiría la crisma o algo peor —dijo visiblemente aterrorizado.

—Nadie le va a hacer nada, se lo garantizo.

Sangriá bajó el volumen de sus palabras hasta un susurro apenas audible para confiar:

—Es Esbértoli el que controla a los chulos, y estos a su vez le pagan un porcentaje sobre cada servicio de sus pupilos y pupilas —confesó con un hilo de voz—. Controla la actividad de putas y putos, sobre todo extranjeros, casi siempre de la mano de... —miró a su alrededor—, de la mano del Boxeador, un mal tipo... el portero de El Demonia.

—¿Paco? ¿Paco López?

Sangriá lo confirmó con deje servicial.

—¿Qué comisión?

Se encogió de hombros.

—¿Qué parte se llevan? —insistió el sargento.

—El cincuenta por ciento... En ocasiones más.

—¿Le incomodaba que Magalhães trabajara solo, sin un macarra que le controlara y a quien cobrarle comisión?

Asintió.

—Sí, no le gusta, dice que es malo para el negocio.

—Esbértoli controla a los chulos, bien, pero... —calló y clavó una mirada intensa en las pupilas vacilantes de Sangriá antes de continuar—, ¿quién hay por encima de Esbértoli?

—Por favor, se lo suplico, aquí no o soy hombre muerto.

El sargento extrajo una tarjeta de su bolsillo y la introdujo en el de la pechera del camarero. Notó el corazón desbocado de Sangriá.

—Luego le repetiré algunas de las preguntas que le acabo de hacer. Quiero que las responda con su jefe delante. Aquí tiene mi teléfono móvil. Créame, por su bien, llámeme y confíe en mí. Podemos protegerlo.

El camarero, resignado, bajó la cabeza.

—Bien, ahora, vamos otra vez dentro, estamos tardando demasiado.