22:00 horas
—Llevar este caso te va ayudar a no pensar en otras historias —dijo Gomis dibujando con los labios una sonrisa esquinada—. ¿Cómo te sientes?
Departían en el restaurante japonés YÛ, donde Gomis había invitado a cenar a Palau.
—Apenas he dormido...
—No tienes buen aspecto, sinceramente —le interrumpió con humor.
—El día ha sido largo y por mis manos han pasado un montón de expedientes policiales sin saber exactamente qué es lo que busco...
—Ya, pero ¿cómo te sientes? —repitió.
El sargento comprendió el alcance de la pregunta.
—Cada día un poco mejor. He recibido el apoyo de todos. Al final, el asunto ha quedado en un expediente disciplinario por abandono del puesto de trabajo en medio de unas investigaciones. Oficialmente, ni aquí ni en Uganda consta que... —calló para tomar aire—. Aún no puedo creer que pudiera acabar con una vida —dijo mientras se observaba las palmas de las manos.
—No te mortifiques. Acabaste con un hijo de perra que trató de matarte y que pocos días antes también quiso asesinarme a mí. Aún me duele el cuerpo de la deflagración.
Se cruzaron las miradas.
—Y tú, ¿cómo te encuentras de tus lesiones? —se interesó Palau.
—He perdido algo de oído, como ya sabes. A menudo sangro por la nariz, y el dolor en las costillas es un suplicio para dormir. Voy a sesiones de fisioterapia para el brazo, hace pocos días me sacaron la escayola. Es lo que hay.
Se produjo una pausa, hasta que Gomis quiso centrar la conversación.
—El de este caso no es un criminal como tantos otros.
—No —se reafirmó conciso el sargento.
—¿Algún sospechoso?
Escogió bien las palabras antes de decirlas.
—Esbértoli es un cabrón, por muchos motivos, pero no creo que haya cometido un acto tan espantoso. Necesito tiempo y eso es precisamente lo que no tenemos. Cualquier detalle podría ser determinante. Debo encontrar precedentes, móviles, motivaciones...
—Tiene que ser un maníaco. Jamás alcanzaremos a comprender sus razones.
—Tanto es así que mañana recurriré a una psiquiatra del Cuerpo. Y esto, ¿es judía verde? —dijo mientras les servían unos edamame.
El abogado sonrió.
—Más o menos. Es soja, ideal como entrante. —Tomó una con los dedos y se la llevó a la boca para comer las semillas y desechar luego la vaina vacía en otro plato—. ¿Lo ves? Se come así. —El sargento lo imitó—. ¿Una psiquiatra?
—Oye, está muy rico. No tenemos restaurantes japoneses en la Alta Ribagorza. Sí, una tal Evelyn... No recuerdo el apellido.
—Rivali —se apresuró el abogado mientras le servía una copa de vino—, Evelyn Rivali. La conozco. Argentina, pero nacionalizada española. Pertenece a la policía científica. Hemos coincidido en algunos juicios. Muy profesional y... —sonrió y miró a su amigo con complicidad— muy guapa.
El comentario fue acogido con indiferencia.
Les sirvieron dos platos más: yakisoba y maki de anguila.
—Es muy posible que la autoría del crimen del meublé coincida con la del cadáver que hallaron los ciclistas. Hay demasiadas coincidencias entre ambos —aclaró Palau, que luego cogió los palillos e inició una pelea estéril contra los fideos. Miguel, el encargado del establecimiento, no pudo menos que esconder una risita.
—Creo que podríamos estar ante un asesino en serie.
—Tal vez, aunque... ¿Quieres un tenedor? Con los palillos no acabarás nunca —propuso Gomis al comprobar la torpeza de su amigo—. Resulta extraño.
—Extraño o no... Sí, prefiero un tenedor, ¡coño!
El abogado se rio y avisó a una camarera de rasgos orientales.
—Al decir «extraño» me refiero a que esa tipología de criminales no es nada frecuente en nuestro país. Casi no hay precedentes de asesinos en serie. Ahora mismo solo recuerdo el famoso Gilberto Chamba, el Monstruo de Machala.
—¿El Monstruo de qué? —preguntó Ramón, que por fin pudo llevarse unos fideos a la boca gracias al tenedor.
—De Machala. Mató a ocho mujeres en Ecuador. Luego vino aquí y su novena víctima murió en Lleida. Deberías conocerlo, tú que llevas allí un montón de años. Es curioso, porque los que lo conocieron lo recuerdan como un buen hombre.
—Jamás había oído hablar de él, a pesar de que creo conocer bien el tema. ¡Riquísimo! —exclamó entre bocados—. Según un reciente estudio estadounidense, los asesinos en serie obedecen en general a un patrón determinado: varones, de raza blanca y mediana edad.
—Sí, esos son los parámetros, y con esos datos... frente a ti podría haber uno —rio Gomis mientras el camarero servía una bandeja de deliciosos sushi y sashimi.
—Pero él es japonés —apuntó Ramón en un susurro.
—Me refería a mí.
—Sí —rio—, tal vez podrías ser tú, porque además en ese mismo informe se afirma que a esos sujetos les gusta jugar con la policía. —De repente adoptó un semblante circunspecto—. Poca broma. Necesito conocer todos los datos posibles sobre la psique de un asesino en serie. Podría ser importante para la investigación.
—Lo que cobra más fuerza es la motivación sexual.
—Cabría una razón así, solo considerable para saciar una sexualidad anómala. No se encontró semen en el escenario del crimen, ni indicios de penetración previa o agresión sexual en el cuerpo de la víctima.
—Eso no significa nada —aseguró el abogado—. El acto de la muerte en sí podría ser lo que le excitara. Y luego está lo de la extracción de los genitales... ¿Te parece poco?
—Lo sé, pero siempre me sorprenderá cómo puede excitarse alguien con algo tan brutal —titubeó.
—La sexualidad es distinta en todos y cada uno de nosotros —dijo el abogado—. Lo vivimos y lo interiorizamos de diferente forma, aunque siempre dentro de unos estadios de respeto mutuo. Traspasadas ciertas líneas rojas, estaríamos ante chiflados.
—Te equivocas. Los chiflados, como les llamas, son en muchos casos buenas personas. Sin embargo, estos criminales no son precisamente chiflados. Al contrario, suelen ser muy inteligentes.
—¿Inteligentes? Tal vez.
—Sí, y te diré más: se dividen en dos categorías, según se muestren organizados o no. Los primeros lo calculan todo milimétricamente. Creo que nos hallamos ante uno de ellos: la cita previa con la víctima, maniatarla dentro de un juego sexual encubierto y, finalmente, narcotizarlo para extraerle trozos de su cuerpo.
—Con cloroformo.
—Sí, pero según parece, no lo aplicó para evitar que la víctima sufriera, eso le tenía sin cuidado. Se lo administro para poder trabajar sin oposición, sin lucha. Luego suponemos que el desdichado despertó y tal vez el asesino disfrutó viéndolo morir. ¿Locura sexual? ¿Sadismo? ¿Rito satánico? ¿Quién sabe?
Callaron unos instantes, hasta que Gomis alzó la copa:
—Daremos con él.
Entrechocaron los cristales en un brindis decidido.
—¿Los genitales han aparecido?
—No. Sostengo la hipótesis de que deseaba llevárselos en las mejores condiciones posibles. Igual que los ojos, que también le extrajo.
—Joder —espetó Gomis mientras soltaba en el plato una porción de tori no teriyaki que pretendía llevarse a la boca. Apuró el vino para contrarrestar la repugnancia y desvió la mirada al infinito.
—¿Qué te pasa por la cabeza, José Luis?
—Pensaba que podría acceder a una anestesióloga a través de un colega que la defendió en un caso.
—¿Y eso?
—Ganó el juicio. La acusaban de mala praxis cuando en realidad es una buena profesional. Tal vez ella podría asesorarnos sobre el tema del cloroformo. Podría ser interesante su opinión. ¿Quieres que intente contactar con ella?
Antes de contestar, el sargento analizó durante unos instantes la propuesta.
—Por supuesto, pero debería ser cuanto antes. Me angustia pensar que podemos llegar demasiado tarde al próximo crimen.
Sonó el móvil del sargento.
—Palau —contestó—. Sí, sí... Me lo temía. Muy bien... ¡Perfecto! No le perdáis de vista ni un instante. Buen trabajo.
El abogado estaba a la expectativa.
—Esbértoli acaba de verse con Paco López. En un multicine, dentro de una sala. Han hablado unos minutos y se han intercambiado un sobre —Gomis se había quedado sin palabras—. Se nos abre una vía.
Acabó su plato e hizo ademán de levantarse.
—¿Tienes planes para esta noche? —preguntó el policía al ver que el otro no se movía, presa de la sorpresa.
—Ha llegado el momento de visitar El Demonia —anunció Palau.