Resonó un trueno en el cielo gris que amenazaba con romperse, y al poco recomenzó la llovizna.
El estruendo ahogó por unos segundos los sempiternos acordes de Mahler. Lucía descorrió la cortina con la mano y otra vez la vista huyó hacia el exterior. De nuevo la misma sensación: la presencia de lo ausente, la oscuridad, la muerte.
Un relámpago tiñó la avenida con luz de tonalidad índigo.
El dolor persistía y se masajeó el pómulo. Negó con la cabeza y conectó la radio que colgaba del bolsillo del delantal para disipar los pensamientos sombríos que con insistencia querían asaltarle el cerebro.
El aparato emitió la señal horaria. Las diez y media.
Tras las noticias, donde destacó la horrible mutilación y asesinato de un prostituto en un conocido meubléde Barcelona, comenzaba su programa preferido, Via Lliure.
«Buenos días, amigos radioyentes. Empieza Book Crossing, nuestro espacio radiofónico dedicado a los libros —pronunció una cálida voz femenina—. Hoy presentamos un trepidante thriller recién publicado, que tiene como epicentro el Pirineo leridano y un enigma inquietante alrededor de un misterio escondido durante más de siete siglos...».
A Lucía le gustaba la lectura. Los libros resultaban para ella una forma de evasión de su sórdida realidad. Le permitían volar y saborear historias que jamás podría vivir. Suponían una ventana abierta al exterior desde donde poder respirar aire fresco y nuevo. Hacía suyos los ojos del escritor, para ver sus mismas visiones e imaginar iguales fantasías.
Se aproximó paño en mano a una cajonera centenaria del salón, al pie de una cornucopia de moldura dorada que enmarcaba un espejo.
Sobre la superficie de la cómoda, parecía observarla indolente un búho disecado con parte de las plumas caudales rotas. Agitó un pequeño plumero sobre el ave inerte que en su día reinara en la oscuridad de la noche, y que ahora regía una retahíla de retratos junto a una pequeña palmatoria de mecha ennegrecida, con la vela a medio consumir, rodeada de lagrimones resecos de cera.
Tomó uno de los retratos y una vez más, a pesar de tantos años transcurridos, siempre en ese preciso lugar y momento, quedó embriagada por la misma emoción.
Era la fotografía de su abuelo. Limpió con delicadeza el cristal que la cubría. Una imagen de principios del siglo pasado, con un marco rococó, a juego con la cornucopia. El abuelo miraba a la cámara con porte altanero. Con las manos en los bolsillos y la espalda apoyada en el tronco de una palmera, posaba frente a la portalada de un edificio institucional. Llevaba una gorra de visera y en su cara destacaba un espeso y alargado bigote daliniano. Vestía traje oscuro de tres piezas, con un chaleco bajo el que asomaba el corbatín negro. Ante él cruzaba la entrada un grupo de escolares junto a un par de adultos que daban la espalda al fotógrafo. Todos, excepto uno que vestía de uniforme. Un guardia civil, en cuya mano sujetaba el tricornio.
Lucía comprobó que su marido no la miraba, entornó los ojos y conmovida besó el retrato. La piel se le erizó y, como cada día, sintió la vehemente presencia de su abuelo.
Un pasado que no deseaba olvidar se debatía en su mente.
«¿Adónde van a parar los recuerdos cuando se olvidan?», solía preguntarse mientras se embarcaba por rincones de la memoria demasiado peligrosos, por donde debería estar prohibido navegar.
Entonces, como si de una oración se tratase, susurraba al espíritu de su ancestro cosas sobre su vida, aquellas que él jamás llegó a conocer. Y le asaltaban sensaciones recurrentes en las que echaba de menos el calor del cariño del único hombre que de veras la había querido, tras quedar huérfana de padre y madre a corta edad.
La reconfortaba esa plegaria en la penumbra de un piso sombrío, pues a Pepe le incomodaba la claridad del día y los ruidos de la ciudad. Siempre la había obligado a tener las ventanas cerradas y las cortinas corridas. Una suerte de ley del velo en la vivienda, tal vez para garantizar una opacidad que encubriera al maltratador.
Esa norma solo la podía transgredir durante las tareas de limpieza, las que ahora la ocupaban.
Se aproximó al ventanal, desplazó el grueso y pesado cortinaje y abrió el postigo. Aspiró aire fresco con deleite. Sintió cómo las gotas de la lluvia gélida golpeaban su cara. Observó la calle solitaria y el asfalto húmedo del que emanaban los primeros vapores. Un minuto de paz hasta que, de súbito, creyó oír cómo su marido se despertaba, por lo que cerró presurosa la ventana.
Su mirada se abstrajo en el cristal, donde las gotas de la lluvia se deslizaban sobre la superficie con erráticas trayectorias que resiguió desde el interior con la yema del dedo índice. Una de ellas, que suspendida desafiaba la gravedad, inició un camino de trazo sinuoso que la unió a otra, con la que comenzó una caída rápida e inevitable.
«Una metáfora de mi vida», calibró abstraída.
Echó las cortinas y de nuevo la estancia quedó sellada, oscura y aislada del exterior.
Percibió el sonido del repique del cabezal de la cama contra la pared, y eso le dio a entender que Pepe debía de estar levantándose. Un ruido familiar que había quedado clavado en su cerebro años atrás. Retumbaba en sus recuerdos el singular sonido del golpeteo del hierro contra el yeso, que no le permitía olvidar el que quizá fue el peor momento de su vida, un paso más allá del precipicio para despeñarse en una caída tan lenta como perpetua, a la espera del impacto final.
Se tapó los oídos con las dos manos bajo un leve escalofrío.
Era imposible borrar de la memoria ese episodio que truncó su existencia hasta hacerla añicos y que la sumergió en una laguna de angustias asfixiantes.
Su mirada quedó colgada en el vacío al recordarlo: ese día también llovía, a cántaros. Las gotas de la lluvia se estrellaban implacables en el asfalto y los coches que transitaban sobre los charcos salpicaban sin remedio a los transeúntes.
Ella volvía a casa tras hacer la compra en el mercado, cargada con tantas bolsas que no pudo abrir el paraguas. A pesar de vivir cerca, la ropa quedó empapada y el cabello apelmazado sobre la cara.
Al salir del ascensor, dejó la carga en el rellano mientras rebuscaba las llaves en el bolso.
Le extrañó oír un traqueteo metálico, una inusual reiteración acompasada, como un martilleo.
Al abrir, el sonido se amplificó. Agarró las bolsas y dio un paso más para cerrar la puerta de espaldas, con el talón, aunque no lo hizo con la fuerza suficiente, por lo que quedó entornada.
El golpeteo se mezcló con sutiles suspiros. Comenzó a entender, y el corazón se le aceleró hasta casi estallarle. Dejó de nuevo la compra, ahora en el interior del vestíbulo, y anduvo unos metros. La brisa fluyó por el pasillo.
Suspiros que se tornaron en lamentos de placer, y estos en gemidos lascivos, hasta que emergió un alarido mezclado con el crujido armónico de los muelles del somier.
«No puede ser, no puede ser...», lamentó al comprender lo que sucedía.
Con sigilo entreabrió la puerta de la habitación.
Su habitación conyugal.
El cabezal de la cama golpeaba con frenético compás contra la pared. Ese era el origen de un ruido para ella insólito, pues jamás lo había oído entre sábanas tras tantos años de matrimonio.
Era él, Pepe, su marido, ahora infiel.
La imagen se le clavó como daga en el pecho. Apenas podía respirar. Un nudo en la garganta le impedía emitir palabra alguna. Notó que desfallecía al reconocer, tendido en la cama boca abajo, con una almohada bajo el vientre para elevar la cadera, con los brazos en cruz y la vista extraviada a un lado, a Javier, el joven mayordomo a quien Pepe había contratado una década antes, y que ahora se hallaba encima de él.
Lucía no hallaba oxígeno. Notó un súbito mareo y su piel se cubrió de un sudor frío. Incapaz de seguir contemplando aquella escena que se le presentaba como irreal, se obligó a desviar la mirada y deambuló a trompicones hasta el comedor.
No podía dar crédito, se negó a aceptarlo y por un instante confió en despertar de una pesadilla.
Se apoyó en la superficie de la cómoda hasta que se recuperó del vahído. Vio su patético semblante reflejado en el espejo junto al búho disecado, que parecía observarla burlón.
A Javier, más que contratarlo, lo adoptaron, tras rescatarlo de la miseria con tan solo dieciséis años. Pepe se lo presentó como un diamante en bruto que nunca podría relucir sin un trabajo. Llegó con una recomendación de la parroquia a la que asistían cada domingo. A ella le conmovió la historia del muchacho, aunque años más tarde comprendería que todo era falso y sabría que el joven mayordomo ejercía la prostitución en los locales más abyectos de Barcelona, donde Pepe era un cliente habitual.
En ese momento, recordó las advertencias que le había hecho meses atrás una vecina entrometida. Las había relativizado por considerar que se trataba de uno de tantos chismes que corrían por el vecindario.
Observó otra vez el retrato de su abuelo, bajo la cornucopia. Su imagen le dio fuerzas de forma inconsciente.
Cayó en la cuenta de que, a pesar del dolor, no había derramado ni una sola lágrima, y la asaltó el convencimiento de que la perfidia había sido su compañera desde que conoció a Pepe.
Había fracasado en su pretensión de cambiarlo.
Irguió su cuerpo y dio un fuerte manotazo al búho, que tras un breve vuelo póstumo, acabó por los suelos. Tomó aire, se armó de valor y retrocedió sobre sus pasos.
Se toparon los tres en el pasillo. Ellos, alertados por el estrépito que había causado el puñetazo al ave rapaz, y sorprendidos de que Lucía volviera a casa antes de lo previsto.
Javier se retiró cabizbajo.
Pepe y Lucía cruzaron sus miradas con intensidad. Eran gélidas, insensibles, casi metálicas. Se produjo un lapso eterno en el que no hubo palabras.
No era la infidelidad lo que más daño hizo a Lucía, el sangrante sentimiento de haber sido engañada, sino la total frustración, como mujer, por la incapacidad de satisfacer los deseos más recónditos de su marido.
Al fin, ella lamentó:
—Jamás podré ofrecerte lo que él.
Pepe, hombre de pocas palabras, se mantuvo callado.
Con un temblor en los labios, ella afirmó desolada algo que sabía que no tendría réplica:
—Nuestro matrimonio fue un error.
Sin pestañear y recobrado del estupor inicial, Pepe le propinó un bofetón con tal fuerza que la derribó. Entonces sí lloró. Acuclillada en un rincón de la estancia, reventó en un llanto que duraría años. Apenas le dolió la cara; fue el alma la que quedó magullada para siempre.
Pepe se recluyó en el estudio.
A los pocos minutos Javier abandonó para siempre la vivienda, maleta en mano, no sin antes pronunciar con acusado abatimiento:
—Lo siento mucho, señora.
Ella debió hacer lo mismo y, sin embargo, no tuvo valor para ello.
Al contrario: se entregó a su marido como una ola que se lanza contra un acantilado insensible que la rechaza una y otra vez.
A partir de ese día, todo languideció.