21:39 horas

 

—Deprisa, deprisa —solo sabía decir Palau a la heterogénea unidad parapolicial que, por circunstancias de premura, mandaba.

Llegaron en el mismo momento que otros coches patrulla. Pasos apresurados sobre aceras recién regadas por la lluvia. Cerraron tanto los accesos como las salidas del club. Para su desazón, a los amantes que deseaban el momentáneo techo común, se les vedaba el paso. Entre las parejas ya amadas, con la libido por los tobillos y las sábanas a la espalda, cundía la preocupación por el anonimato y porque se les impedía salir.

—Deprisa, deprisa —apremiaba otra vez el sargento entre susurros.

Avanzaban encorvados, con rapidez y sigilo. Ligeros todos, incluso Olivares, a pesar de su edad. Pere lo hacía con su pesado ariete, como un apéndice adquirido de su persona.

Les salió al encuentro García, el camarero del Ósmosis. Detrás de él, otro trataba de atisbar sin éxito por encima del hombro del primero.

«Parecen de dotación. Adscritos al local como los siervos a la tierra en la Edad Media —vino a la mente de Palau un pensamiento fugaz y ajeno al asunto que les traía—. Uno con pinta de rufián brutal, el otro bandeja en mano y paso renqueante, similares a los otros».

—¡Agente Palau, agente Palau! —llamó García con su pinta de macarra, mientras nervioso se frotaba el fondillo del pantalón—. Han tardado más de lo que esperaba.

—¿Dónde está? —exigió Ramón.

—En el primer piso, están en el primer piso, en la habitación ciento dos. ¡Vigilen! Hay espejos sobre el cabezal y en la pared. Yo he colaborado, ¿verdad? Vayan con ojo, por favor —pronunció casi con un lamento—. No turbemos la tranquilidad de los demás clientes. Este es un lugar respetable.

Antes de que acabara, el pequeño grupo subía ya por la escalera, con Brugal a la cabeza, que demostró conocer el lugar como la palma de su mano. Empuñaron las armas. El chasquido metálico de las correderas indicaba que las habían montado, listas al disparo.

Llegaron a la puerta. Se oía un golpeteo rítmico. No dejaba de ser el habitual en aquel tipo de establecimiento.

—Tira abajo la puerta —ordenó en un susurro Palau.

—No sabemos si realmente es ella la que está aquí —dijo Gomis cauto.

—Tírala —repitió.

—Las habitaciones de hotel se consideran domicilio. Gozan de la misma protección constitucional —recordó Gomis de nuevo.

—Pues eso, a tirarla —contestó un resuelto Brugal y atacó con decisión la puerta.

Nuevo crujido aquella noche.

Bastó un golpe para que saltara. Era más endeble que la del piso.

Entraron.

A ella no se la veía, pero sin duda estaba allí, en algún lugar de la habitación.

El minúsculo pasillo desembocaba en una sala en la que la práctica totalidad era cama. Al fondo una puerta abierta, la del baño.

Sobre la cabecera de la cama, había un espejo móvil que se accionaba con mando a distancia. Al frente, un sofá de dos plazas. La ropa de ella, aunque de hombre, plegada con cuidado en el canapé; la de él hecha un revoltijo en el suelo.

A un lado, sobresalía una bolsa de lona impermeabilizada abierta. Estaba llena de sal, a fin de iniciar el proceso de deshidratación de una mano que sobresalía rebozada como un siniestro escalope.

Su propietario, atado y amordazado sobre el lecho y cubierto por un enorme charco de sangre, agitaba el muñón en una desesperada cadencia que trazaba arcos carmesíes en las paredes. Era la causa del sonido que habían oído. Tenía media cara colgando, destrozada. Lucía no había tenido tiempo aún de cosechar esa otra pieza. En la mesilla, dos piedras pulidas estaban a punto de sustituir a los ojos.

Brugal accionó el mando del espejo. Lo hizo bascular en dirección al baño hasta que apareció un reflejo diabólico. Allí estaba. El azogue devolvía la imagen de una mujer desnuda, manchada de sangre ajena, con fuertes músculos. Lucía los observaba con su mirada cruel de tiburón. En su mano, un cuchillo.

Clavó los ojos en Brugal.

—Eres hermoso, en verdad lo eres —balbuceó— ¡Quiero tu cara! ¡Gkawama, dame fuerzas! —rugió al abalanzarse sobre el cabo.

No hubo tiempo para más. Sonaron dos disparos. El olor a cordita se mezcló con el del miedo y la sangre en aquella habitación.