Prisión de Girona, primavera de 1924, meses después del golpe de Estado del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera
El hombre deambulaba ensimismado por un rincón del patio. Se detuvo ante el muro perimetral y congeló su mirada en la nada. Luego la elevó y contrajo los puños al comprobar cómo tras la alambrada le contemplaban dos guardias apostados en una de las garitas de vigilancia.
—Hace poco que llegó —farfulló uno de ellos, el más veterano.
—No parece peligroso —respondió el otro, de nombre Martín Boada, joven que se reenganchó al ejército después de cumplir el servicio militar obligatorio y que, tras superar las oposiciones de ingreso en el cuerpo de la Guardia Civil, se le había asignado como destino la asistencia a funcionarios de prisiones. Ese era su primer día de ejercicio.
—Te equivocas, es un auténtico demonio. No te fíes jamás de ninguno de ellos. Este cabrón está aquí por abusar de niños.
Boada se quedó sin habla, pasmado.
—Sí —reanudó el otro la conversación—, ese cerdo tenía retenido en el sótano de su propia casa a un menor, del que abusó de forma reiterada. Se llama Joaquín. Es agricultor, aunque en sus ratos libres realiza tareas como voluntario de un museo de la comarca. Como bedel, a veces, y otras como guía. Al parecer llevaba a menores de visita y luego abusaba de ellos, primero con tocamientos y luego yendo más allá, en especial con los que veía más débiles o proclives a ello. —El otro abrió los ojos como platos—. Si todavía está íntegro aquí es porque tiene influencias y recursos con los que ha comprado respeto y protección; de lo contrario, seguro que hubiera recibido más de una paliza.
Boada observó de nuevo al preso. De mediana edad, en su rostro destacaban unas cejas pobladas y un bigote alargado entre la piel cuarteada por el rigor del trabajo a la intemperie.
El guardia veterano, que además hacía de instructor, reanudó su lección:
—Tal vez sea por eso que, si bien nadie osa ponerle una mano encima, todos lo rechazan. La peor de las respuestas: otorgarle la indiferencia absoluta: convertirlo en un ser transparente para los demás, como si no existiera.
El pupilo escuchaba atento. El otro prosiguió:
—Aquí se forman grupos, ya lo verás, y sin embargo Joaquín está absolutamente solo. Los días se le deben de hacer muy largos. Eso pesa mucho en un lugar como este. Nadie está por él excepto... —se mantuvo pensativo—, sí, excepto ese que acaba de llegar. —Señaló sonriente hacia la arena—. Con ese sí que habla a veces.
—¿Quién es? —quiso saber el joven.
—«El Pintor» —dijo entre risas sonoras—. Un tipo distinto y simpático... Yo creo que está como una chota, pero no es mala persona.
A pesar de la distancia, el aludido advirtió que se referían a él, agitó la mano a modo de saludo y gritó exaltado:
—¡Buenos días tengan ustedes!
No le correspondieron. Boada lo escrutó con detalle. Era un muchacho de estatura media y complexión delgada. En su rostro destacaba la negrura de su cabello, sobre unos ojos saltones e inquietos, casi camaleónicos, de mirada desconcertante, que intentaba abarcar los trescientos sesenta grados para contemplarlo todo sin dejar ningún detalle.
Los centinelas se mantuvieron hieráticos.
—Ese es —insistió en un murmullo por lo bajo— el único con el que a menudo charla el campesino.
—Si la cara es el espejo del alma, apuesto a que es un buen tipo.
—Se llama Salvador. Es estudiante... —titubeó—, sí, de Bellas Artes, en Madrid. No se sabe con exactitud por qué lo han traído aquí, aunque tenemos la certeza de que será por pocos días.
—Cubrir el expediente...
—Creo que goza también de altas influencias. —Se encogió de hombros—, y es nacido en la provincia. —Tras permanecer meditabundo, continuó—: En tan poco tiempo, parece extraño que esos dos se hayan convertido en uña y carne —reflexionó al constatar como otra vez ambos presos iniciaban un parloteo.
Joaquín alzó los brazos y señaló al cielo. El pintor retrocedió sobre sus pasos mientras un grupo de reclusos se alejaba de ellos. Se paró en un punto del patio y con el zapato barrió la tierra polvorienta hasta que un pequeño recuadro quedó limpio. Se acuclilló, tomó una pequeña rama y esbozó en el suelo un extraño rostro. Joaquín lo contempló desde lejos y con lentitud se fue acercando a él. La expresión de su cara se iba transformando a cada paso.
—Cada vez se le parece más —le confirmó Joaquín ya a su lado al contemplar absorto el boceto. Sus miradas se cruzaron con complicidad—. El amo y señor de mis sueños.
—Sí, empieza a tomar forma en mi mente —susurró Salvador con risas entrecortadas e histriónicas—. Es curioso, cada mañana, cuando me levanto, experimento una exquisita alegría por ser quien soy —dijo sin que el otro lo atendiera—, y me pregunto entusiasmado qué cosas maravillosas seré capaz de hacer hoy.
—Con solo verle la primera vez me atrapó su mirada vacía, la expresión perpetua, la inmortalidad... —explicó Joaquín emocionado.
—Debo reconocer que a mí también me cautivó —le confesó el pintor—. Cuando lo descubrí, contaba apenas quince años de edad. Recuerdo ese instante como si fuese ahora. Hay cosas que jamás se olvidan. Por primera vez sentí sin temor alguno la fragilidad de las dimensiones. Comprendí que la realidad se diluye con solo mirarla, percibí la infinidad de multiversos que se abren como racimos a nuestro alrededor... —Joaquín frunció el ceño perplejo al no comprender una sola palabra de lo que Salvador decía—. Vislumbré la transfiguración de los individuos, de la que mis padres tanto me habían hablado: la reencarnación de mi difunto hermano en mi persona.
Salvador aspiró el aire con fruición y puso la mano sobre el hombro de Joaquín, mientras este le confiaba:
—Tampoco yo me asusté al sentir su llamada. A pesar de la rareza, comprobé que no estaba muerto, era solo un cuerpo inerte. Como un suave susurro pude oír el clamor que pronunciaron sus labios agrietados. Algo seguía vivo allí dentro, capaz de transmitirme su angustia, su sufrimiento. ¡Pude oírlo! —gritó ante el pasmo de Salvador—. Un lamento especial, callado... como un silbido maléfico del mismo infierno. Desde entonces tengo contactos oníricos con el chamán.
—Prometo que él y tus sueños sobre el inframundo quedarán plasmados en mi lienzo —confirmó Salvador.
—Gracias a ellos sé que murió injustamente, víctima de un asesinato a sangre fría. Vi cómo el mal se liberaba tras un disparo despiadado, muy lejos de aquí. Bajo un calor intenso, junto a una charca donde los animales abrevaban, entre dunas rojizas por el sol naciente... Tras la detonación, la negrura total. Luego lo profanaron. Alguien debe pagar por ello. —Tomó aire con calma y estuvo pensativo durante un instante—. Sí, a pesar de que sé que no fue nada premeditado, la aberración se desencadenó tras un error fatal.
—Todos los errores tienen un carácter sagrado —cortó el joven pintor con otro descabellado argumento—. Y aquí no estamos nosotros para corregirlos. Al contrario, lo que procede es racionalizarlos y compenetrarse con ellos de forma integral. Solo así se pueden subliminar para que entren a formar parte de nuestro subconsciente.
Joaquín, que seguía sin entender el lenguaje de su compañero, quiso añadir desde su singular delirio:
—Ahora sé que me necesita. Debo convertirme en su instrumento.
Salvador enarcó las cejas. El otro no se contuvo:
—Solo con sacrificios puedo devolverle a la vida. A cambio, me ha prometido concederme el don de la inmortalidad.
Salvador quedó atónito al escuchar aquello, mientras Joaquín tomaba dos piedras del patio y proseguía sus entelequias:
—Primero fue con partes de animales: órganos como el corazón, extremidades, miembros... Se los ofrecí. Funcionó al principio y recobró vigor, pero de pronto me di cuenta de que no era suficiente. Fue cuando quise ofrecerle mis pupilos. Pretendí atraerlos con juegos sexuales para luego culminar el sacrificio, pero algo hice mal, y aquí estoy —lamentó mientras se agachaba y disponía las piedras a modo de ojos sobre el dibujo—. Debes pintarlo así... ¡Es Él! —clamó entusiasmado— ¡Él, Gkawama, el maligno! ¡Oh, Gkawama!, desencadenaré por ti la ira y el horror. Yo seré la herramienta de tu venganza y legaré el brazo ejecutor que tras de mí dará a conocer al mundo tu victoria.
Joaquín rio sin atisbo de alegría. Era una risa cínica e insensible. Le asaltaron tics y movimientos estereotipados. Salvador lo contemplaba con una mirada inquieta.
El resto de los reclusos se alejaron un poco más de la escena, e inconscientemente quedaron apelotonados en un rincón. Ambos personajes les generaban repelencia y un extraño e indescriptible temor. Habían detectado algo tan especial como repulsivo en ellos, que les había llevado a esa decisión tácita.
—Vamos —indicó el guardia veterano—, debemos intervenir.
El aprendiz tragó saliva y un temblor le asaltó cuando puso pie en el patio. Salvador se levantó de súbito y adoptó una expresión adusta. Guardó en el bolsillo la caña que había utilizado como pincel, mientras borraba con el pie lo que había dibujado.
—¿Otra vez de guasa, Joaquín? —intervino el veterano—. O te tranquilizas o nos vamos de nuevo a la celda.
El pintor clavó su mirada en la boca del guardia. Este se dio cuenta.
—¿Y a ti qué te pasa?
—Tiene usted los labios del farmacéutico de Figueres —dijo divertido, tal vez para distraer la atención.
—¿Quieres acompañarle también? —soltó con rudeza—. Dime, ¿qué habías dibujado ahí? —Señaló con el arma al suelo.
—Al maligno —respondió Joaquín lacónico.
Sus pupilas se encontraron. El guardia instructor sonrió burlón y dijo:
—Nada de eso, lo que había dibujado era una solemne mierda. Una mierda pinchada en un palo.
—Tal vez usted tenga razón —intervino el pintor—: el mal gusto es creativo. Es el dominio de la biología sobre la inteligencia.
El guardia hizo ademán de incomprensión. Boada se mantuvo sin decir nada mientras su compañero advertía:
—Oye, Salvador, eres un buen chaval. No nos lo pongas difícil.
—Claro, claro... —respondió—, pero necesito hacerlo. Tenga usted en cuenta que el verdadero pintor es capaz de pintar escenas extraordinarias en medio de un desierto vacío. Por eso me veo obligado a pintar aquí y así.
—Mi cometido ahora es transmitir el sufrimiento de Gkawama —se interpuso Joaquín con extraños gestos y una modulación de voz desequilibrada—. ¡Tomaré con gusto tu legado! ¡Ay del que no quiera ver ni escuchar!
—¡Silencio! —gritó Boada—. Basta de sandeces.
—¡Lo asesinaron, pero yo sé que jamás murió! ¡Profanaron su cuerpo, y ahora él me susurra en sueños lo que debo hacer! ¡Sus ojos inundados de amargura exigen un desagravio con sangre!
—¡Que te calles! —ordenó el veterano—. Cada día estáis peor —apostilló, mientras se golpeaba la sien con el dedo índice y les dedicaba una mueca de hastío.
Una insólita sensación jamás sentida antes invadió a Boada. Le trepaba por la garganta algo que llevaba rato removiéndose en la boca de su estómago. Sujetó con más fuerza el fusil. Se mantuvo silente y expectante ante la posible reacción del preso.
—Todos ustedes creen que estamos locos, ¿verdad?
Nadie contestó la pregunta que había lanzado Salvador.
—Pues sepan que se equivocan. —El joven pintor alzó la mano y describió un arco en el aire—. ¿Sabe cuál es la diferencia entre un loco y nosotros? —Su brazo finalizó el trayecto al señalarse a sí mismo con exagerada contorsión. No esperó en esta ocasión respuesta alguna—. Que el loco no sabe que lo está, en cambio nosotros sí —dijo con renovada vehemencia, entre estúpidas risotadas—. Mentecatos, mediocres... Solo con mis provocaciones consigo vuestra atención ¡Neocubismoooooh! ¡La vida debe ser siempre una fiesta continua! Per la Mare de Déu d'agosttt, a les set ja és fooooossssc.[1]
Algunos reclusos les dedicaron peinetas y cortes de manga.
—¡Cállate ya, idiota! —soltó el guardia instructor.
Salvador le retó con la mirada.
—Usted es hombre con gusto —le dijo con sorna—: sus cejas combinan bien con la alfombra de mi casa.
—¡Gkawama! —gritó Joaquín manteniendo un absurdo diálogo de besugos—. Comparto tu ira, ¡el mundo maltrató a tu hijo! ¡Gkawama, soy tu humilde servidor! Transmitiré tu huella, el sufrimiento por tu dolor, el rastro del espanto, ¡la traza de tu odio, oh, Gkawama!
El guardia le dio un fuerte empellón.
—¡Se os acabó el paseo a los dos! ¡Vamos! —ordenó y señaló hacia el interior.
—¡Casi un siglo desde que ultrajaron su cuerpo! —Joaquín clamó con una perorata cuyo eco resonaba en los pasillos del centro mientras los dirigían a sus respectivas celdas—. Noventa y cinco años desde que dieron muerte al chamán. Su espíritu no pudo ver la luz. —Se aproximó al joven guardia y pronunció en un susurro—: No se lo permitieron. Durante el tránsito, sus asesinos, lejos de compadecerse, deshonraron sus restos. Por eso ha desencadenado la venganza a través de mí. Le devolveré la luz que le robaron y que se desvaneció.
El policía le asestó un leve golpe en la espalda con la culata del fusil.
—¡Vamos!
Pero el hortelano obsesionado no quiso oírlo.
—He ofrecido mi alma al maligno —continuó mientras el policía lo agarraba con energía del brazo—, y ahora su furia se abrirá como un racimo malévolo. ¡Jamás nos detendremos! —Volvió a reír, ahora con descaro, a pesar del empujón de Boada al encerrarlo en la celda. Un sonido metálico crujió al girar la cerradura.
El guardia veterano hizo lo propio con Salvador que, aunque más tranquilo, se postró en el catre sudoroso y jadeante para decirles en voz alta:
—No se preocupen, no estoy enfadado con ustedes. —Los guardias contuvieron la risa—. Aunque parezca curioso, me interesa más hablar con gente como ustedes que con aquellos que piensan lo mismo que yo.
Indiferente a las palabras de Salvador, el instructor felicitó a su pupilo al verlo un tanto consternado tras la trifulca:
—Bien, muchacho.
Joaquín, con los ojos enrojecidos, no cesó en la matraca desde el interior, mientras sus manos luchaban inútilmente contra las rejas de la diminuta ventana por donde entraba la luz escasa que iluminaba el aposento:
—Algún día, aquí mismo, alguien sabrá interpretar lo que no queréis ver, y esa persona dejará de ser de este mundo. Su vida ya no le pertenecerá y como yo, se ofrecerá al maligno.
—¿Lo oyen? ¡Hay otros mundos, señores! —vociferó Salvador—. Y aunque todos están aquí, solo son perceptibles para aquellos que tenemos la sensibilidad suficiente. La mayoría de los mortales no están preparados para captarlos... e incluso darían la vida por defender el único mundo que conocen. —Tomó aire. El policía negó con la cabeza—. ¡Mis manos dibujarán estas emociones! Soy el único que convive con la transfiguración. —Se carcajeó—. Para mí no existen las distancias y las perspectivas son infinitas. Todo se descompone, las líneas se retuercen en el espacio y el tiempo se transforma. Nuestro contexto se disuelve y todo se deshace para recomenzar la Creación. Solo yo puedo alcanzar horizontes y recordar el futuro. Sí, haré que algún día, entre estas paredes, alguien se dé cuenta de ello... —finalizó con desolación.
—¡Alcanzar horizontes, dice el pirado ese! —soltó burlón el funcionario—. ¡Eso es lo que harás cuando te excarcelen: comenzarás a andar hasta el horizonte que más te guste, pero lejos, muy lejos de aquí!
—Ya nos hallamos en el horizonte, agente —respondió—, para aquellos que nos contemplan desde el otro lado.
La respuesta los dejó otra vez desconcertados.
—¡Siguen sin entender nada! —aulló Joaquín—. ¡Una maldición legendaria me concedió poderes ocultos que jamás ustedes podrían imaginar!
—¡Callaos ya! —ordenó hosco el centinela veterano y, con un gesto, invitó a Boada a volver a los puestos de vigilancia. Anduvieron hacia la garita sin poder evitar oír los delirios de Joaquín cada vez más atenuados por la distancia:
—Junto a estas paredes, muy cerca de aquí, en quince años se ejecutará a inocentes. Ustedes formarán parte del pelotón de fusilamiento. Sí, con esas mismas armas ganarán en tiempos de guerra, pero luego verán la derrota cuando lleguen tiempos de libertad. Usted, ¡usted, el más joven! —dijo en referencia a Boada—, sí, usted me recordará cuando, en poco más de cuarenta años, vea la inocencia vestirse de horror y las aguas del río teñirse de sangre —auguró y pateó diversas veces la puerta.
Los alaridos cesaron.
Durante la andadura hacia el exterior, quiso sosegar al joven guardia civil con más detalles sobre los presos:
—Ni caso. El campesino es un enfermo mental. Debería estar en un manicomio y no aquí. El otro... El otro es algo raro. Extraño, porque el expediente dice que tiene una destreza privilegiada con el pincel. Vete a saber por qué lo echaron de la universidad, aunque me consta que cuando salga de aquí, lo van a readmitir. Malas lenguas dicen que frecuentaba ambientes afeminados, aunque no creo que Salvador sea invertido...
Boada se quedó sin palabras, mientras el guardia veterano intentó explicarse mejor:
—Sí, hombre, invertidos... ¡Maricones, joder! Ayer mismo recibió la carta de uno de ellos. Un poeta —rio—. Ya sabes que por motivos de seguridad leemos la correspondencia antes de trasladarla.
—¿Y qué decía la carta? —quiso saber el joven pupilo una vez llegaron a la garita.
—¡Bah! No tiene mayor importancia. La remitía un tipo que al parecer está completamente enamorado de Salvador. Me contaron que el sobre estaba pespunteado con dibujitos, cuyos motivos conformaban la secuencia de un juego de seducción.
Entre risas y cháchara acabó la jornada sin más incidentes.
Tras la cena, a la hora establecida que en esa época del año coincidía con la puesta de sol, todos los presos entraron en sus respectivas celdas, para luego cerrarse una a una.
Se impuso el obligado silencio y la oscuridad se adueñó del lugar. Pero esa noche reinó luna llena, que brillaba con una claridad inusual. Su fría luz se filtró por todos los rincones a través de las diminutas ventanas que salpicaban la fachada del centro.
Salvador se acurrucó en la cama. Miró el deformado colchón, donde una araña recorría unas hojas de papel que habían quedado esparcidas. Observó de cerca al insecto.
—Ha llegado el momento. Ocho patas, ocho: dos círculos encadenados en la verticalidad, los infinitos que se rozan tangencialmente, dos mundos paralelos, la pareja, bulbarrona y piturrino. Entiendo... —musitó para sí—. Hay días en que pienso que voy a morir de una sobredosis de satisfacción.
Esa noche no durmió. Sabía que a la mañana siguiente sería liberado. Disponía de poco tiempo.
Contempló el cielo a través de la ventana. Otra metáfora visual, la de su presidio: entre él y el satélite, unas gruesas rejas rebozadas de óxido.
Insomne, se incorporó para tomar lápiz y papel. Era su última oportunidad para llevar a cabo su particular designio. Pasó toda la noche trazando esbozos, uno tras otro. Fueron decenas, tal vez hasta un centenar de dibujos que de madrugada, antes de abandonar el lugar, dejó olvidados.
Bocetos de un rostro cuyos ojos irradiaban el mayor horror concebible y que evocaban la angustia y el sufrimiento procedentes de un pasado desconocido.
Unos dibujos que quedaron diseminados por la estancia y que, por alguna razón, eran capaces de despertar un misterio latente para transfigurarlo dentro de la mente de quien los contemplara.
El hijo robado.