17:15 horas
—Criminales irrecuperables. —Evelyn Rivali tomó aire tras decir esto—. Sé que afirmarlo crea controversia, que es políticamente incorrecto, pero es científicamente así.
Andaban a paso lento por los amplios pasillos de la Ciutat Judicial, entre ríos de personas que transitaban en todas direcciones.
—Por lo general, son varones, de raza blanca y mediana edad. Peligrosos por tratarse de sujetos amorales —prosiguió ella—, mucho peores que los inmorales. Matan por placer, para aplacar un ansia que se halla por encima de cualquier cosa o persona. —Se detuvo, y Palau hizo lo mismo—. Por eso ha vuelto a hacerlo. Y si no nos damos prisa, esta no será la última vez.
—Una carrera contrarreloj —dijo él.
—Sí. La experiencia nos dice que estos hechos jamás quedan ahí, en un único acto. Habrá más episodios. —Retomaron el camino hacia el exterior—. Cuando les surge una necesidad son incapaces de controlarla y cometen crímenes que les aporten la satisfacción deseada. Por eso su conducta se torna adictiva, y ahí subyace la alarma. Con el crimen quedan saciados, pero siempre resulta efímero, por lo que no tarda en aparecer otra vez la ansiedad tan secreta como imperiosa. Así se engendra el asesino en serie: alguien que obedece a una búsqueda sin fin.
Pero hay algo más que los hace realmente peligrosos: carecen de sensibilidad hacia los demás, y eso se traslada a su sistemática delictiva. Como un depredador: ¿qué crees que siente un tigre cuando se hace con su presa? Algo parecido sucede con esta clase de criminales. Dan pavor porque son incapaces de sentir piedad. Paradójicamente, uno puede ver en ellos sentimientos, pero son casi siempre falsos, como un disfraz.
Al oír eso el sargento apretó los labios y tragó saliva. Evelyn prosiguió:
—Tienen unas connotaciones propias dentro del amplio abanico de tipología criminal. Poseen una personalidad diferente al resto: a menudo se presentan como respetables vecinos, cuando en realidad son máquinas de matar. Faltos de emotividad alguna, son ególatras, manipuladores y mentirosos patológicos. Para sus conocidos próximos pueden llegar a ser encantadores e incluso buenas personas, pero lo cierto es que no cuentan con la más mínima empatía para entender el dolor que provocan a las víctimas o los daños colaterales que infligen. Son calculadores, demuestran una total frialdad ante situaciones de estrés. Y también son vengativos, pero no como el resto de mortales. Esperan el tiempo que sea necesario para planificar y dar una respuesta quirúrgica y contundente a su objetivo. Nada perturba su potente prioridad: saciarse. Son... —meditó sus palabras— como otra especie de homínidos. Yo los llamo los 3-D: demoledores, devastadores y destructores. Su psique, en ciertos aspectos, está más próxima a la de un animal salvaje que a la de un humano.
—¿Cómo puede convertirse alguien en un monstruo así?
Evelyn inclinó la cabeza y se retiró con gesto sugerente un mechón de cabello que le caía sobre la cara.
—Algunas teorías afirman que estas mentalidades se forjan en la infancia. Hay quien apunta a orígenes congénitos. En cualquier caso, y a diferencia de otros criminales, se conjugan factores genéticos y ambientales junto con una psique especial, ya que la mayoría se corresponde con mentes débiles que presentan problemas graves de personalidad, nula autoestima... Suelen empezar con traumas infantiles, desde el rechazo de sus familias, a menudo desestructuradas. Casi siempre se trata de sujetos que han sido maltratados o sometidos, lo que los convierte en seres incapaces de amar. Parten de hogares sin afecto y reproducen conductas antisociales emulando a sus maltratadores. —Saludó con la mano a alguien que se cruzó en el camino—. A pesar de que suelen simular lo contrario, son sociópatas. Con todo ello se forma un cóctel demoledor, un sumatorio de experiencia personal con el entorno y la base congénita, cuyo resultado es un ser que crea vínculos inseparables entre el placer propio y el dolor ajeno. Carecen de capacidad para sentir culpa, remordimientos, y mucho menos arrepentimiento. Juegan con ventaja.
—¿Qué quieres decir?
—Las emociones nos debilitan. Ellos, sin embargo, no arrastran el pesado lastre emotivo.
—Enfermos mentales —calificó él.
—¡En absoluto! A menudo la gente confunde los términos. Sí es cierto que se trata de un trastorno de la personalidad, pero el asesino en serie no entra en el espectro de los enfermos mentales. A diferencia de estos, sabe distinguir entre el bien y el mal. Despliega un método en sus atrocidades. Es plenamente consciente de lo que hace y, por lo tanto, desde un punto de vista penal, es responsable de sus actos.
—Sin enfermedad, entiendo que no puede haber terapia y por lo tanto tampoco curación —apuntó el sargento.
—Exacto. Por eso, el sistema no debería dejar jamás en libertad a criminales sistemáticos como asesinos en serie, violadores reincidentes... Siempre intentan perpetrar un nuevo crimen. Siempre, jamás se detienen.
En su usual gesto, el sargento cerró los ojos y se masajeó las sienes con intensidad.
—¿Hay algún método de detección precoz?
—Sí, aunque casi siempre suele llegar tarde. Existe la llamada Lista de Verificación de Hare. Analiza un amplio abanico de aspectos en combinación con la biografía del paciente. El resultado es una cifra entre cero y cuarenta, cuyo máximo se correspondería con un psicópata de manual.
Evelyn esbozó una sonrisa picara.
—Quid pro quo —dijo—, ese era el pacto. —El sargento se encogió de hombros—. Te toca, ¿qué ocurrió en Uganda?
Palau bajó la mirada al suelo.
—Otro error más —pronunció en un hilo de voz—. He cometido tantas equivocaciones... Sí, mi vida es una suma de errores, aunque curiosamente el resultado se me presenta como positivo. —Buscó los ojos de Evelyn—. Maté a un hombre y lo que me aterra es sentir cierto orgullo por lo que hice —confesó alicaído al salir al exterior por la puerta rotatoria.
—¡Sargento Palau! Creía que te habías tomado unos días de descanso —resonó a su lado el vozarrón.
Evelyn se sorprendió. Palau quedó desconcertado, entornó los ojos y reconoció al subinspector Zaragoza.
—Así es —respondió forzado—, esto que ves es solo una visita de cortesía para despedirme.
—De acuerdo —dijo con sorna—, descansa y pásalo bien.
Ella dedicó una mueca de desprecio a Zaragoza mientras este se mezclaba entre el gentío del interior del edificio.
—Fíjate, ya me he hecho incómodo incluso aquí. Mi compañía hasta podría perjudicarte.
—No digas tonterías.
Palau consultó su reloj.
—Si tienes tiempo podríamos ir un lugar más discreto —propuso.
El sol desapareció de súbito tras un nubarrón y el cielo adquirió un barniz ceniciento. Evelyn señaló la terraza de una cafetería adyacente, dentro del complejo judicial.
Tomaron asiento. Ella se acodó sobre la mesa, unió las palmas de las manos, como en posición de rezo, y retó con mirada penetrante a Palau. Este se recostó en el respaldo de la silla y cruzó las piernas. Sintió el calor de la estufa cenital que colgaba de un farol. Observó por un instante las palomas que se contoneaban arrogantes a su lado, revoloteando alrededor de unas migajas.
—No es extraño lo que dices. La vida está repleta de equivocaciones —coincidió Evelyn— y, sin embargo, un potente instinto de supervivencia nos lleva a aceptarnos. Nos miramos al espejo y atendemos solo a las semejanzas de la persona que vemos reflejada con aquella en la que querríamos convertirnos. Es un mecanismo de autodefensa.
—¿Autodefensa?
—En el significado psicológico de la palabra. Si no lo hiciéramos así, pereceríamos en el intento de soportar cualquier adversidad. Algunos lo consideran una forma de evasión. Yo a eso le llamo coraje con el que superar el dolor y el sufrimiento. —Suspiró—. Estoy absolutamente segura de que en Uganda hiciste lo que debías.
Él no dijo nada. Ella captó en la expresión de Palau cierta incomodidad.
—Si lo prefieres no hablamos del tema, aunque las heridas al aire sanan. Es bueno canalizar el sufrimiento hacia afuera.
Palau no respondió. Ella insistió:
—A veces nos escondemos en la soledad para mitigar nuestra fragilidad, pero eso puede convertirnos en asociales.
—Todo es muy reciente aún —suspiró—, pero no me importa hablar de ello, y menos contigo. —Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo de Evelyn al escuchar aquello—. Todavía aspiro el polvo africano, y mis manos tiemblan cuando toman consciencia de que acabaron con una vida. —Se observó las palmas—. La investigación del Caso Boí me llevó hasta Uganda, donde unos sicarios iban a matar a un súbdito español, Arnau Miró, el epicentro del caso. Decidí iniciar un periplo que transformó mi alma, en contra de lo que indica el protocolo: debí derivar el caso a instancias supranacionales. Se supone que iba a defenderlo. Llegué tarde, y Arnau fue asesinado a sangre fría. Pensé que habían matado también a Carola, su compañera sentimental. Sigue viva, pero creí lo contrario y perdí la cabeza, enloquecí...
Calló con los ojos húmedos. Evelyn tomó con calidez las manos de Palau. Algo intangible les poseyó.
—Uganda es un país caótico. Quise vengarme, así que fui a por los culpables. Iba desarmado, no temía por mí, no me importaba morir. Mi vida no tenía ningún valor. —Aspiró con vigor—. Siempre he pensado que el verdadero valor son los motivos, más allá de las personas y las cosas. Sentía que tenía una última misión que cumplir. En mi búsqueda hallé a uno de los asesinos, que retenía a un hombre, una mujer y un bebé. Cuando fui a por él, me apuntó con su pistola y apretó el gatillo para dispararme a quemarropa. —Clavó sus pupilas en las de la mujer—. Lo recuerdo como en cámara lenta. En ese instante sentí que moría. Mi mirada se cruzó con los ojos enrojecidos de ese hombre. Fue como mirar a la misma muerte. A él se le encasquilló el arma. ¿Tuve suerte? No sabría qué responder... Yo tenía una misión. Debía llevarla a cabo antes de morir y olvidé mi condición de policía. Aproveché la situación para clavarle un destornillador una vez tras otra, sin piedad alguna, hasta matarle, tal vez como esos criminales que me has descrito. Sí, quizá todos seamos asesinos en potencia.
Evelyn quiso objetar:
—Es diametralmente distinto. Por lo que me cuentas, está claro que él quiso matarte primero. No tuviste alternativa: eras tú o él —le mintió compasiva.
Palau se sumergió en su desdicha. Tras unos segundos, Evelyn añadió:
—La vida y la muerte se tocan. Creo que hiciste lo correcto.
—No, no... Me dejé llevar por los sentimientos. Si debo serte sincero, no crucé medio continente por mi condición como policía, ni para proteger a Arnau, ni tampoco para ampliar la investigación. Tampoco maté por ello —confesó al fin.
Evelyn arqueó las cejas perpleja.
—Lo hice por Carola, de la que estaba enamorado. Cuando creí que la habían asesinado, la vengué, por ella maté.
—La querías.
El sargento afirmó con la cabeza.
—Sí. Hay quien mataría por su patria, otros por defender sus pertenencias. Yo lo hice por la persona a la que amaba. Por ella hubiera dado mi vida.
—¿Puedo abrazarte? —solicitó ella ante la sorpresa del sargento.
De inmediato se levantaron y se fundieron en un abrazo largo e intenso. A ambos se les erizó el vello. Palau percibió el aroma que desprendía su cabello dorado. Ella sintió su hombro como refugio. El camarero rompió el momento de magia al servirles las consumiciones. Se separaron con lentitud y un leve temblor atravesó sus cuerpos hasta que tomaron de nuevo asiento.
—¿Aún la amas?
—Hay preguntas en la vida que no tienen un sí o un no como respuesta. Todo es más complicado y no existen simples contestaciones binarias —dijo esquivo.
—¿Aún la amas? —insistió.
Se hizo otro dilatado mutismo, que finalmente rompió Palau en el deseo de no responder a la pregunta y con la intención de retomar el nudo de la conversación:
—Ahora me toca a mí. ¿Por qué crees que el asesino mutila a sus víctimas, les saca los ojos y se lleva trozos del cuerpo?
Evelyn sonrió ante la evasiva. Luego adoptó un semblante serio al contestar:
—Construyen sus propios ritos. Suelen ser fetichistas. Sostengo que para nuestro asesino, los miembros que extrae de los cuerpos son como trofeos, una reafirmación de su ego... Miembros, ropa interior, cabellos, incluso fotografías, qué más da, al final todo es lo mismo.
—Con la zapatera cambió de estrategia.
—Se llevó el zapato en lugar del trozo del cuerpo, que acabó en el escaparate, donde posiblemente lo lanzaría por los aires a tenor de las manchas de sangre. Pero no deben sorprenderte los cambios en sus macabras acciones. Los manuales de antropología criminal nos hablan de variaciones en sus hábitos. Además, afirman que suelen dejar pistas, a menudo confusas, para engañar a la policía. Mentiras, coartadas, evasivas, todo para despistar. Cada crimen intenta superar el anterior. Como un juego. En el interior de esos tipos brama una lucha desgarradora entre lo que son y lo que realmente querrían ser.
Al decir eso le brillaron los ojos.
—Nadie es como desearía ser. Esa mirada de autodefensa al espejo, a la que antes te referías, no siempre funciona —dijo Palau descorazonado.
—Cierto, la clave está en cómo cada uno gestiona sus propias frustraciones y fracasos, porque detrás de ello podría engendrarse un monstruo.
Evelyn puso la mano sobre la de Palau.
—No te preocupes —le alentó—, verás cómo todo saldrá bien. Gomis pondrá todas sus capacidades y recursos para ofrecerte la mejor defensa ante los de Asuntos Internos. Ahora vuelve a ser mi turno. ¿Dónde nos quedamos? —dijo sarcástica bajo una expresión quebrada—. ¿Aún la quieres?
Palau solo pudo esbozar una incomprensible mueca. Pensó en la cara de bobo que debía de tener y recordó el consejo de su amigo: «¡Lánzate!», pero al final consultó la hora en su reloj y salió de nuevo por la tangente sin responder, aunque con una proposición:
—Te invitaría a cenar, si bien supongo que alguien debe esperarte en casa, ¿no es así?
—Sí, así es. Tommie me espera —confirmó.
—Es un hombre afortunado —dijo con una pizca de envidia.
Ella rio por dentro.
—Pero podría dejarle la cena servida —contuvo la sonrisa—. Entenderá que deba asistir a una reunión de trabajo.