Londres, alborada del 7 de septiembre de 1873

 

El traqueteo del cabriolé sobre los adoquines y el restallar furioso del látigo del cochero por encima del lomo del caballo eran los únicos sonidos que turbaban la quietud de la madrugada.

—No veo la urgencia de la visita —rezongó el médico para sí, molesto por lo intempestivo de la llamada, mientras trataba de acomodarse lo mejor posible en el mullido interior del coche, frente a los vaivenes a los que el carruaje se veía sometido por el adoquinado que alfombraba las calles de esa privilegiada zona de la ciudad.

Apenas una hora antes, el único ocupante del carruaje había recibido el mensaje en su residencia, que a la par albergaba su lujosa consulta médica, en Marylebone, uno de los barrios más elegantes de la capital británica. La nota la entregó en mano un criado de los hermanos Verreaux, los célebres naturalistas franceses, muy bien considerados por lo mejor de la sociedad londinense, ávida del horror y la atracción morbosa que suscitaba la exhibición de fenómenos de feria con fines pseudocientíficos, embrión de especímenes para las colecciones de historia natural del mundo civilizado.

El mayor de los dos, Jules, fue conservador en el Museo de Historia Natural de Londres. Pero ya no lo era, pues el propio médico había certificado su muerte a las seis de la tarde del día anterior, de ahí que no viera la emergencia en dar atención médica a un cadáver.

Con un relincho del caballo y el quejido de muelles y maderas, el coche se paró frente a un vetusto y hermoso edificio de tres plantas.

El postillón, situado en un pescante adosado a la parte trasera del coche, golpeó con suavidad la portezuela practicable en el techo del camarín con la mano que empuñaba el látigo. No lo hizo con la otra que sostenía las riendas y que siempre trataba de preservar, ya que como a la gran mayoría de cocheros londinenses, le faltaba varios dedos por lo duro de su trabajo y las inclemencias del tiempo en la capital británica.

—Hemos llegado, señor —anunció el chófer cuando se abrió la portezuela, y se retiró el embozo con que cubría parte del rostro y boca, dado el relente frío y húmedo que se enseñoreaba de Londres incluso en esas fechas de tardío verano.

A través de la escotilla y sin una sola palabra, el galeno pagó la carrera con largueza.

El doctor Gold-Murzeiball, médico de cuerpos y mentes.

Era una rara amalgama de orígenes. Había nacido en Natal, de padre inglés y madre bóer, ascendencia materna esta que trataban de soslayar sus progenitores, dada la tensión creciente entre los afrikáners y el Imperio británico. La extensa granja de sus padres lindaba con la frontera de las tierras de Senzangakhona, uno de los más sanguinarios reyes que habían gobernado Zululandia. De niño, prefería las correrías con sus amigos zulúes que los encorsetados encuentros con los retoños blancos que vivían en granjas vecinas. Junto a sus compañeros de infancia, que llegarían a convertirse en belicosos guerreros, había jugado en los kraals como otro niño más, sin importar el color de su piel, y había conocido de la mano de chamanes antiguos cultos con sus particulares y terribles demonios, así como sus dioses, no menos pavorosos que los anteriores, pero justos y respetuosos siempre con la madre tierra. Para su desazón, sus padres, dada la elevada posición económica, le enviaron a Londres a fin de cursar estudios de Medicina en el University College, la primera facultad laica de Gran Bretaña. Se licenció con éxito en Cirugía y Medicina, y se especializó en enfermedades de la mente, sobre las que aplicó las más revolucionarias técnicas en boga.

Pero jamás olvidó el corazón que late en las tinieblas, el que de niño escuchó en África.

Se apeó y bajó los dos escalones que con chasquido metálico el cochero había desplegado de la caja del vehículo.

—Espéreme aquí para una segunda carrera a mi domicilio. No creo que tarde mucho —le dijo al palafrenero mientras pensaba que quien requería sus servicios era ya cadáver desde hacía horas.

—Lo que ordene su señoría —contestó el cochero al destapar una petaca con su mano mutilada y echarse al coleto un largo trago de grog, bebida que usaba y de la que abusaba desde sus años de servicio como artillero de primera en un navío de línea de Su Majestad.

Gold elevó la vista para observar de nuevo el edificio.

Era una construcción de trazos sobrios de estilo Regencia, con dos columnas que sostenían un friso neoclásico sobre el acceso principal al edificio.

Con paso ágil, ascendió la media docena de escalones que lo llevaban a la puerta, y golpeó con la aldaba de bronce en forma de cabeza de león la hoja de la puerta. Con asombrosa inmediatez, casi como si presintiera su llegada, un lacayo de librea abrió. Era el mismo que horas antes le había franqueado la entrada del edificio y que luego le acompañó a la salida. Un hombre alto, calvo, entrado en años, de acuosa mirada azul y con espesas patillas que enmarcaban hasta la quijada un rostro adusto y alargado. Gold recordaba que su nombre era Womper.

—Doctor —saludó sin preámbulos. Y antes de que el médico pudiera abrir la boca, continuó—: Monsieur Verreaux le espera en la biblioteca. Si tiene la amabilidad, sígame.

—Le sigo, Womper —se limitó a contestar lacónico el médico mientras se encogía de hombros e iniciaba la marcha, no sin antes haber observado las gotas de sudor que perlaban el rostro del lacayo y de detectar la ansiedad con la que le impelía a seguirlo, con constantes miradas hacia atrás. El mismo criado que esa tarde le había recibido y despedido con esa pizca de desdén que se esperaba por etiqueta de un sirviente de alto rango, frente a un médico de las colonias, por más brillante que fuera la trayectoria profesional de este.

Empezaron a caminar por un oscuro pasillo mientras, paso a paso, el corredor se iba iluminando con la llama de un quinqué que el criado portaba en alto.

—Es aquí doctor —le indicó, y abrió una pesada puerta taraceada en bronce sobre oscuro roble, que daba paso a una estancia con paredes tachonadas de anaqueles y que atesoraban volúmenes viejos como el tiempo.

—¡Doctor Gold! —elevó la voz Édouard, el menor de los Verreaux, al levantarse de un salto de un sillón de orejeras situado frente a un hogar, donde chisporroteaban rabiosos unos leños. El libro encuadernado en piel sospechosamente pálida y tersa que sostenía entre sus manos cayó al suelo con estrépito. Era el célebre Necronomicón, un mito entre los estudiosos de las ciencias ocultas de todos los tiempos.

—Monsieur —saludó Gold irrumpiendo en el círculo de luz que delimitaba el fuego—. He venido en plena noche por la consideración y respeto que le tengo a usted, y que en vida le tenía a su difunto hermano, pero, con toda sinceridad, no acabo de ver la necesidad de mi presencia.

—Doctor —contestó Édouard—. No sabe hasta qué punto son esenciales sus conocimientos, que ni yo ni nadie posee en Londres. —Acabó la frase con un estremecimiento mientras recogía con veneración el volumen del entarimado—. Ya ve, llevo parte de la noche y la madrugada con indagaciones en la biblioteca secreta de mi hermano y no he obtenido respuesta.

—Usted dirá —pronunció el médico con un suspiro de cansancio.

—Se trata de Jules —susurró mientras lo miraba por encima del hombro, inquieto, en dirección a la oscuridad que reinaba en el ángulo más oculto de la inmensa biblioteca—. Mi hermano no puede morir.

—Monsieur, a todos nos llega la fatal hora, y a su hermano también, por más importante que fuera su obra en vida —contestó el médico armado de paciencia, mientras calibraba aumentar en un cincuenta por ciento su futura minuta de honorarios, dado lo absurdo de su visita y lo intempestivo de la hora.

—Doctor, es posible que no me haya explicado bien o no me haya entendido: Jules no puede morir.

—Su hermano no morirá, claro que no, su obra le sobrevive y usted la continuará por él —trató de consolarlo Gold con nula convicción, e hizo uso como arrimo de los tópicos a los que recurría como fórmula en esas ocasiones.

—Sé que no puede morir, le digo —contestó con creciente nerviosismo mientras se mesaba los ralos cabellos que conservaba.

—El hecho de la muerte es algo natural. Es consustancial al ser humano. —Posó una mano en el hombro del menor de los Verreaux y decidió de súbito que lo adecuado era aumentar la factura en un cien por cien—. En mayor o menor medida todos nos resistimos a desaparecer, fervientes católicos y recalcitrantes ateos. Es un salto al vacío, el terror a lo desconocido —insistió el médico con manidos argumentos.

El naturalista de nuevo repitió la mirada por encima del hombro y dijo:

—Doctor, creo que lo mejor es que lo vea usted con sus propios ojos —contestó y se levantó con resolución—. Si tiene la amabilidad de acompañarme... —Señaló la puerta por la que antes el médico había entrado en la imponente estancia.

Al otro lado de la pesada hoja esperaba el mayordomo de pie con el candil prendido.

—Womper, a los aposentos del señor —ordenó.

—Señor, yo le ruego que no... —trató de esquivar el mandato.

—Te lo ordeno —susurró ronco Verreaux—, por tus inmemoriales servicios a nuestra familia, por tu devoción a mi hermano, te lo imploro —acabó en otro tono Édouard.

Tras un casi imperceptible gesto de asentimiento, el mayordomo abrió la marcha y ascendió por una suntuosa escalinata. Una vez ya en el primer piso, avanzaron por un largo pasillo cubierto de alfombra color burdeos con un extraño diseño de triángulos superpuestos y figuras que recordaban a terribles cefalópodos. A su paso, la llama del quinqué revelaba la particular decoración de la planta.

Un águila de cabeza blanca con las alas extendidas les observaba con falsos ojos de vidrio amarillo en el ángulo que formaba el corredor principal con un nuevo pasillo, que flanqueaba la gruesa pared exterior del edificio. Una vez quedó atrás la espléndida rapaz que fue en vida, la llama iluminó una completa colección de hermosas mariposas de Borneo, inmovilizadas mediante alfileres clavados en su tórax, en una vitrina adosada al muro. Un tótem indio polícromo con espantosas deidades talladas en altorrelieve, hallado en las sinuosas riberas del río Miskatónic. Al avanzar en dirección a las habitaciones privadas de los hermanos, las piezas de la colección se tornaron más inquietantes: tanques de formol daban cobijo eterno a seres que presentaban las más terribles malformaciones genéticas, desde un ternero con seis patas, hasta un feto humano aquejado de una espantosa hidrocefalia.

Con sonido mortecino de pasos, la pequeña comitiva llegó a la puerta del aposento del que no hacía mucho había sido un notable naturalista.

Sin necesidad ya de un permiso para entrar en la estancia, el mayordomo abrió la puerta e invitó a los señores a pasar con un ademán, para a continuación quedarse fuera, evitando dirigir la mirada al interior de la habitación.

Édouard penetró en la dependencia seguido de un cada vez más hastiado Gold. Era el mismo lugar donde, la tarde del día anterior, el médico había asistido al último hálito de vida del hombre que yacía de espaldas sobre un lecho con dosel, vestido con tosco sayal y con un crucifijo entre las manos cruzadas sobre el pecho. Como buen hijo de Francia, a pesar de sus dudas, se acogió a la fe heredada de sus antepasados.

A ambos lados de la cama titilaban a media luz dos lámparas de gas que dotaban al rostro inerte del cadáver de un tono entre ambarino y céreo. Contra la pared opuesta al lecho se adivinaba el fulgor cristalino de una urna de cerca de dos metros de altura por uno de base, dentro de la cual se vislumbraba una pequeña figura erguida y oscura que sostenía una lanza en una de sus manos.

—¿Y bien? —preguntó Gold con la paciencia colmada, para dirigir una mirada de soslayo a la silueta que se recortaba tras el cristal.

—Doctor, examine a mi hermano —solicitó Édouard tajante.

—Monsieur, no hace aún doce horas que yo mismo certifiqué su defunción.

—Se lo suplico —rogó ahora por segunda vez aquella madrugada abandonando el tono altanero.

Con un suspiro el médico se aproximó al cuerpo e inició el trámite a fin de comprobar otra vez el fallecimiento que poco antes había acreditado.

Puso la mano sobre la piel de la frente del que fue en vida Jules Verreaux para comprobar la ya evidente frialdad cadavérica. «Toquen, toquen. Jamás se les olvidará el frío de la muerte», recordó palabras de su profesor de Medicina Legal, el doctor Von Griera, eminente forense alemán. Palpó la carótida y auscultó un silencioso corazón. Observó las livideces que formaban manchas vinosas en las zonas del cuerpo sobre las que reposaba el cadáver, y evidenció el proceso de rigor mortis.

—Está muerto. Y lo está hace horas —concluyó el médico adusto.

—Doctor Gold —dijo lentamente Verreaux—, acerque el oído a su rostro.

—Será lo último que haga Monsieur, se lo aseguro. —Cabeceó para subrayar su ya visible enojo.

Acercó el oído a la boca entreabierta del cadáver.

—Nada —certificó.

—Doctor, por lo que más quiera, llámelo por su nombre y luego, escuche. Se lo imploro, por la paz de su alma inmortal.

Aunque estaba desconcertado, accedió. A escasos centímetros de la máscara pétrea que en vida fue semblante animado, llamó:

—Jules...

Aterrado, el médico oyó o creyó oír:

—Quiero irme, pero él no me deja.

Un susurro que pudo ser viento atravesando los resquicios de las ventanas, un ronquido que debió ser producto de la imaginación o de gases de la descomposición progresiva, el olor fétido del inicio de la putrefacción de un cuerpo que debía volver a la tierra, de donde en su día partió para vivir vida terrena.

Pero el Gold niño que había oído hablar del demonio del polvo africano lo sabía: esa madrugada había vuelto a escuchar el corazón de las tinieblas.