14:10 horas
Apareció de nuevo la llovizna gélida.
Evelyn, afligida, esperaba con el paraguas abierto en el punto de encuentro.
Frente a la esquina, un taxi. En su interior Palau pagaba la carrera. Se observaron a distancia con expresión abatida. Abrió la puerta, puso pie en la calle y anduvo presto hasta refugiarse bajo el mismo paraguas.
Se besaron. Sus labios temblaron en un beso largo e intenso, como un intento por curar heridas.
—No tengo estómago para comidas.
—Yo tampoco —coincidió Palau, que la volvió a besar—. ¿Sabes algo de José Luis?
—Me ha pasado un mensaje. Está a punto de llegar, a unos pocos minutos de aquí. —Buscó los ojos del hombre—. Ha sido horrible, aún estoy en estado de shock. Cuando llegué todavía conservaba algo de vida, pero murió sin remedio, entre mis manos. Había perdido demasiada sangre. No pude hacer nada.
El sargento la abrazó con intensidad. Se mantuvieron así durante unos segundos.
—Lo entiendo. Lo que no comprendo es cómo puede ocurrir algo así en un calabozo. Deberán dar muchas explicaciones.
—Nadie encuentra razón alguna, más allá de la constatación de haberse encontrado en la celda un instrumento cortante con el que se seccionó las venas.
—¿Cómo pudo introducir algo así en una celda?
—Fácil. De un cigarrillo extrajeron el filtro y quemaron un extremo. Luego lo pisaron hasta que se convirtió en un filo duro y cortante.
—¿Extrajeron? ¿Quemaron? ¿Por qué hablas en plural?
—Porque no creo que atentara contra su vida. No creo que se trate de un suicidio. Quiso darme un último mensaje —afirmó emocionada Evelyn.
—¿Cómo dices?
—Antes de morir, balbuceó para decirme algo. Me acerqué para poder oírlo. «No he sido yo», esas fueron sus últimas palabras. Luego no le he entendido bien, me ha parecido oír «Ellos».
Palau se mostró confundido.
—Quiso dejarte clara su inocencia.
—Si te refieres al crimen del Zonga, tal vez... Aunque me estremece pensar que se refería a la herida que le causó la muerte —elucubró suspicaz.
—¿Qué insinúas?
—Sería raro que un suicida proclamara su inocencia en sus últimas palabras. Le debería traer sin cuidado. Creo que se refería a lo ocurrido en el calabozo. Pienso que intentó decirme que lo mataron.
El sargento se quedó pensativo hasta que un bocinazo lo devolvió a la realidad.
Gomis saludó desde el interior de un coche.
—¡Voy a aparcar! —gritó al volante.
Asintieron. Palau insistió con sus cavilaciones:
—¿En el calabozo? Esto sería tanto como afirmar que alguno de los nuestros está metido hasta el cuello de mierda.
—Se precipitan los acontecimientos.
—Hay algo que no sabes, Evelyn.
Ella lo miró atenta.
—Han hallado al camarero del meubléde Esbértoli asesinado. —Ella se llevó una mano a la boca—. Algo terrible, un crimen digno de la peor de las mafias, un aviso al resto. —El se masajeó las sienes—. Opino que confluyen dos líneas criminales, que si bien se hallarían relacionadas y podrían condicionarse la una a la otra, son distintas. Solo así comprendería lo que está ocurriendo. Podría ser un error para la investigación ponerlo todo en el mismo saco. No sé, necesito tiempo para pensar...
—Esta ya no debe ser nuestra preocupación. Estamos fuera del caso.
Llegó el abogado ante la puerta del restaurante.
—Entremos —propuso.
—Hemos perdido el apetito.
—Entiendo —dijo Gomis—, pero comamos o no, nos refugiaremos de la lluvia, aunque sea con un café. Además, tengo algo interesante que contaros.
Tomaron asiento en una mesa, junto al ventanal que daba a la calle.
—Todo esto es muy extraño —comenzó el abogado después de que Evelyn y Palau le reportaran lo acaecido—. Tampoco yo creo en el suicidio.
—Desde que lo detuvieron, insistió repetidamente en su inocencia —apuntó Evelyn—. Es lo que hacen todos, pero no es propio de mentes suicidas.
—Y por lo que respecta a Sangriá, ¿de quién podría ser un objetivo?
Palau aportó:
—Otra vez Esbértoli se abre paso.
—Según me ha comentado Clavé, respecto del crimen del Zonga, el cambio de hábitos es demasiado radical: no hay cloroformo, la víctima no apareció atada, y las amputaciones de órganos en este caso son post mortem —argumentó Gomis—. Sostengo que no son crímenes perpetrados por el mismo autor.
—¿Un emulador? —propuso Palau—. Lo que es incontestable es que el detenido no responde a la complexión física de los retratos robot con los que contábamos.
—Y poco podrá aportar para su defensa a partir de ahora.
—Tal vez, quizá tenga razón Abadía... —musitó ella.
Ante las miradas inquisitorias de Gomis y Palau, se apresuró a aclarar su comentario:
—Ninguna de las huellas halladas en el lugar de los hechos coinciden con las encontradas en los escenarios de crímenes anteriores. Pero estoy de acuerdo con vosotros: algo señalaría que se trata de un autor distinto.
—¿Y bien? —indagó el sargento.
—Tú lo sabes: los ojos —respondió con un nudo en la garganta—. La víctima de esta noche no presenta agresión alguna en los ojos. Tampoco el preso que presuntamente se ha suicidado en los calabozos.
—Y las prisas... —dijo Palau—, la rapidez con la que Castro quiere dar carpetazo. Parece que urge cerrar el tema.
—¿Y qué me dices de los claroscuros que rodean a la manera como se te apartó del caso? —dijo Gomis—. También a mí me aterra pensar que se vislumbra algo que va mucho más allá del primer asesinato del meubléde Esbértoli.
—Pere me ha confirmado que ayer por la noche nadie ordenó dispositivo especial alguno para vigilar los prostíbulos.
—Sin embargo, hubo un contingente frente al Zonga que pudo detener al presunto asesino, convertido ahora en víctima —aportó Evelyn.
—No creo en las casualidades —sentenció Gomis—. Mataron a Román Sangriá, el camarero del meublé, y ahora lo del presunto suicidio en los calabozos. No, nada encaja, salvo... —se detuvo pensativo.
—¿Salvo qué? —inquirió su amigo.
El abogado levantó la mano, como solicitando tiempo para construir una hipótesis, hasta que la lanzó al aire:
—Salvo que necesitaran contar con un cabeza de turco con el fin de dar por cerrado el caso del meublé, para luego liquidar a quienes podrían hablar demasiado: Sangriá y Leo. Todo para eludir la presión policial e impedir que se destape algo distinto, algo pestilente que emerge ante nosotros y cuya magnitud desconocemos. Pero sin duda, y a la vista de los hechos, debe ser algo gordo. Alguien procura que no queden cabos sueltos. Es lo que hay.
Todos callaron ante tal conjetura.
—Se entrevé una inquietante punta de iceberg —rompió el mutismo otra vez Gomis.
Ramón desvió la mirada al exterior. La lluvia arreciaba. De súbito, irguió el cuerpo y el corazón se le aceleró.
—Joder —musitó.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Evelyn ante el pasmo del abogado.
No respondió y hurgó en su bolsillo hasta hacerse con el móvil. Miró repetidamente hacia la calle mientras marcaba un número. Esperó ansioso la respuesta. Solo escuchó una voz robotizada al otro lado: «El número marcado no existe».
—Nos vigilan —dijo nervioso el sargento.
—¿Cómo? Pero...
El abogado se quedó con la palabra en la boca.
Palau se levantó y, sin querer, lanzó la silla por el suelo al salir del restaurante con atropello. Cruzó a la carrera la calle bajo la tormenta y aporreó una camioneta con los cristales traseros tintados que se hallaba estacionada a pocos metros del restaurante. Intentó abrir la puerta del vehículo mientras este se ponía en marcha y arrancaba precipitadamente. Un golpe del costado lo arrojó al asfalto, cuando Evelyn y Gomis abandonaban alertados el establecimiento para socorrer al sargento.
El abogado, atónito, observó cómo la camioneta no respetó el semáforo en rojo y atravesó un cruce para perderse entre el tráfico. Nunca había sido hábil con los números, pero aun así memorizó su matrícula y leyó el rótulo que imperaba en su puerta trasera: CHROMIA. ROTULACIÓN Y PINTURA.
Evelyn abrazó a Palau mientras este hacía esfuerzos para incorporarse.
—Estoy bien —dijo.
De repente, un estruendo de metal contra metal les hizo girarse.
—Joderrrrr —arrastró Gomis la sílaba.
Lo pudieron observar con claridad, dada la disposición de la ciudad, en pendiente y de cara al Mediterráneo. En el siguiente cruce y de nuevo sin respetar el semáforo rojo, un turismo espantosamente tuneado en fucsia impactó en el costado de la furgoneta y la empotró contra la hilera de vehículos aparcados.
—¡Vamos! —gritó Palau con aliento renovado, mientras renqueante por la caída iniciaba otra vez la persecución. Los otros dos lo siguieron.
Del vehículo hortera, plagado de pegatinas adheridas entre estériles alerones, salió un individuo vestido con chándal amarillo. Con aspavientos amenazadores, se golpeó el pecho en un aire de macho dominante y se dirigió a la furgoneta empuñando un bate de béisbol.
Palau y sus compañeros se acercaban a la carrera y cuesta abajo. Incluso a esa gran distancia pudieron percibir nítida la música máquina que atronaba en el interior del coche violeta.
El individuo del bate tironeó de la manija de la puerta del furgón. Estaba cerrada por dentro.
—¡Sal, maricona, que te voy a chafar la cabeza! —espetó.
El sargento, seguido de un resuelto Gomis que recordaba sus tiempos como marathon man, junto con Evelyn que llevaba el arma en ristre, se encontraban ya a una cincuentena de metros de su objetivo.
—¡Abre, cabrón, que te voy a cortar los huevos! —gritó de nuevo altanero el individuo.
Apenas treinta metros los separaban de la reyerta.
—¿¡Qué!?, ¿¡te vas a rajar, moñas, me cago en tu puta madre!? —gritó cada vez más envalentonado, al ver que el conductor de la furgoneta, jugando entre la primera y la marcha atrás, trataba de zafarse de la tenaza que suponía el coche incrustado—. ¡Que te he visto la matrícula mamón! —berreó el tipo más violento aún.
A veinte metros y ya entre jadeos, los perseguidores tenían el portón trasero del furgón cerca.
—¡Son nuestros! —animó Palau.
Limando las gotas de lluvia que se depositaban sobre la superficie del vidrio, con un chirrido apenas audible, el cristal tintado de la ventanilla del conductor bajó como la pesada hoja de una guillotina. Asomó el alargado cañón de una Nagant, la mítica pistola rusa. La empuñaba una mano enguantada en cuero negro.
«Quince metros apenas», calibró Palau entre zancadas.
—Tranquilo, hombre, tranquilo... —rogó contemporizador el energúmeno del bate al verse amenazado por la mira del arma—. Aquí no pasa nada, tío. Hacemos el parte y que pague el seguro —dijo con risa falsa, arrugándose como un gusano mientras dejaba caer la maza que repiqueteó inofensiva sobre el asfalto.
—¡No! ¡Alto! ¡No lo haga! —gritó Palau al prever lo que estaba a punto de pasar.
Un disparo hendió la lluvia. Un chasquido de hueso. El hombre se desplomó con un balazo en la frente, muerto antes de que su cuerpo se encontrara con el suelo.
La furgoneta, entre la humareda de un chirrido doliente de metales y neumáticos, se liberó del cepo que suponía el vehículo y los coches aparcados, para arrancar y unirse al habitual tráfico monocorde, de ese día, de esa hora, de esa ciudad.
Gomis y Evelyn se detuvieron tras la carrera. Palau remó dos pasos más para caer derrotado.
—Estoy bien —repitió por segunda vez, vencido ante la evidencia de la huida de la camioneta, a la vez que continuaba arrodillado y constataba una nueva muerte—. Matan y no les importa hacerlo. Son ajenos al dolor.
Elevó el rostro hacia sus compañeros mientras acunaba el cuerpo del hombre. La sangre que le empapaba las manos se disolvía con el agua de la lluvia.
—Ramón... —empezó a decir Gomis, que se interrumpió por quedarse sin palabras al ver la expresión de hastío de su amigo.
La tormenta los dejó a los tres calados entre miradas curiosas de transeúntes que habían presenciado horrorizados la muerte de una persona.
Palau se levantó, se sacudió la chaqueta, y luego pronunció solemne:
—No me rindo. Nada ha acabado. Esto no ha hecho más que comenzar.
Resonaron las primeras sirenas acercándose.