17:00 horas

 

Evelyn entró en casa y cerró la puerta de un codazo. A lo lejos oyó un maullido. Sin dar un paso más, se deshizo de la cazadora y la lanzó sobre la silla del vestíbulo.

Solo Tommie, su gata, vino a recibirla. Con la cola en alto se arrimó coqueta a su tobillo entre maullidos quebradizos, a la espera de un mimo.

Evelyn se desabrochó la riñonera donde portaba la pistola. La soltó y todo cayó a sus pies. Apoyó la espalda contra la puerta y la dejó resbalar vencida por las circunstancias hasta quedar en cuclillas. Acarició a Tommie, cuyo ronroneo rasgaba el mutismo de un hogar en soledad. Se sentó sobre el terrazo con el animal entre sus piernas cruzadas, consternada aún por lo que acababa de ver en el Institut de Medicina Legal. Al poco, se llevó ambas manos a la cara. Tommie se restregó con más ímpetu en el regazo de la mujer.

Conturbada, las preguntas se arremolinaban en su cerebro.

Hay lugares de la experiencia humana demasiado peligrosos como para arriesgarse a explorarlos. Y sin embargo, ella no podía evitar hacerlo.

La invadía otra vez el desasosiego por sentir cerca una maldad que trascendía lo mundano, por la frustración de no hallar respuestas sensatas, que la obligaba a silenciar aquello en lo que creía pero que no podía razonar.

Miró a su alrededor. Salvo la gata, nadie con quien consolarse y poder recomponer el alma herida tras otra jornada difícil.

 

A esa hora la avenida Diagonal es una encrucijada de vidas que transitan de un lado a otro.

Insensible al sufrimiento que había dejado atrás, andaba con determinación, maletín en mano, sorteando palmeras y jardineras, viandantes y bicicletas. Había cambiado su habitual abrigo por una desgastada gabardina, y su acostumbrado sombrero por un gorro de invierno, por debajo del cual sobresalía una espesa melena, testimonio de su lejana juventud.

Se detuvo y tomó asiento en uno de los bancos de la parte norte del paseo. Respiró profundamente e intentó relajarse. La mente se le perdió entre el ajetreo y los ruidos de la ciudad. Necesitaba tiempo para planificar el siguiente paso.

 

Sin que ninguno de los dos se percatara de la presencia del otro, en ese mismo instante Manuela atravesaba el paseo de la misma avenida con la satisfacción del deber cumplido en el rostro.

Entreabrió el bolso que le colgaba en bandolera del hombro y comprobó que en su interior estaba la copia de la denuncia que acababa de interponer en la comisaría.

Ahora tenía el convencimiento de que Pepe debería rendir cuentas.

Caminaba con paso decidido hacia la zapatería, donde esa tarde había dejado a Teresa al frente.

Consultó su reloj y aceleró el paso.