14:30 horas
Una escultura de hierro que apunta al cielo, para combarse impotente después, abre paso a enormes edificios situados como cubos grises superpuestos. La Clínica Dexeus de Barcelona, un templo pagano erigido en aras de la fecundidad. Con sus sacerdotes vestidos de blanco, verde y azul, según el día y el servicio.
—Sígueme. Es ahí, a la derecha, en el restaurante, por llamarlo de alguna manera —indicó Gomis.
—Parece que conoces el lugar —dijo el policía.
—No, pero la doctora me ha dado las indicaciones. Ha sido ella la que se ha referido al sitio como: «el restaurante, por llamarlo de alguna manera» —contestó el abogado preocupado ante la peligrosa expectativa de volver a comer mal—. En la catedral de la reproducción asistida no se han preocupado de erigir una capillita al apóstol del buen yantar. Entre tanta eficiencia hipocrática, tal vez han olvidado que las penas con pan son menos.
Avanzaron unos metros hasta la puerta del local.
Se sentaron en la terraza, junto a una de las estufas cenitales y bajo unos toldos que tamizaban un pálido sol de invierno.
Pidieron un par de cañas.
—¿Sabes qué pinta tiene? —dijo el sargento tras el primer sorbo de cerveza.
—¿Quién?
—Pues la doctora, hombre. Si no la hemos visto nunca ni ella a nosotros, ¿cómo nos vamos a reconocer?
—Tranquilo, sabe que un abogado y un policía desean aclarar algunos aspectos de una autopsia legal. Somos inconfundibles, yo con cartera y tú con un legajo bajo el brazo y con esa pinta de poli. Aunque, si te parece, nos colgamos un cartel que rece «Doctora De la Moraleja, informe sobre un crimen espantoso», como en los aeropuertos —rio Gomis mientras Palau le amagaba un puñetazo en las costillas.
En ese preciso instante una voz femenina les devolvió a la seriedad:
—Evidentemente son ustedes —interrumpió la recién llegada.
La mujer los miró de hito en hito y se prometió no juzgar por las apariencias, bajo el supuesto de que debían ser unos buenos profesionales a pesar del inicial comportamiento errático de ambos.
Marisol de la Moraleja, la médica.
Era alta y cuando se dirigía al resto de los mortales trataba de encogerse, como disculpándose por su estatura. Ya de pequeña curaba con éxito a sus muñecas de inocuas enfermedades de plástico. Cuando maduró y pasó por la facultad, eligió la anestesia por vocación. Enfundada en bata verde y pijama del mismo color, con un estetoscopio morado al cuello, ahora hacía lo mismo, pero con personas.
—¿Doctora De la Moraleja, médica anestesista, supongo? —preguntó Palau.
—Por supuesto. No voy a ser el doctor Livingstone con esta pinta —contestó con cachaza mientras que bajo un gesto de colegiala se cerraba la bata sin abotonársela.
—Soy José Luis Gomis y él es el sargento Ramón Palau —presentó el abogado.
—Encantada y si no os importa nos tuteamos. Llamadme Marisol. Ah, y no soy anestesista, sino anestesióloga —corrigió al quitarse el coletero y sacudir la melena con vetas rojas—. La terminación en «ista» hace referencia a algo mecánico, como instrumentista...
La camarera se acercó libreta en mano y lápiz en ristre para tomar el pedido. Allí los médicos no solían esperar; tenían poco tiempo y se les priorizaba por delante del resto de mortales.
—He visto las imágenes del cuerpo que me has enviado por correo electrónico —le dijo a Gomis una vez la camarera se retiró—, las que se tomaron en el hotel, y también me he leído el informe. Supongo que queréis información acerca del cloroformo.
—Bien, vamos por partes... —comenzó Palau, que de inmediato fue interrumpido por el sarcasmo de José Luis:
—Eso, por partes, como ha hecho el asesino.
El policía lo miró sombrío y retomó el tema:
—Estamos aquí para aclarar esa información, porque los hechos nos abruman: esta mañana se ha descubierto otro cadáver que podría tener la misma autoría —ella se llevó la mano a la boca—, pero centrémonos ahora en el caso del meublé: la secuencia de hechos indica que la víctima permitió al autor que lo atara a la cama y lo amordazara. Hasta ahí le pareció un mero juego sexual. No creemos que lo forzara a hacerlo, a la vista del orden que reinaba en la habitación y que no han aparecido señales de lucha en el cadáver. Hubiera sido complicado para un único individuo hacerlo sin violencia, y tampoco los encargados del hotel ni los huéspedes de otras habitaciones advirtieron gritos o golpes que los pudieran alertar.
La doctora cabeceó afirmativamente mientras servían la comida.
—Luego —continuó el policía tras una pausa—, debió de intervenir el cloroformo. Se han hallado restos que lo acreditan. El médico forense que intervino en la autopsia, el doctor Falcó, nos explicó que esta substancia no se utiliza en la actualidad y que incluso puede causar daños cerebrales. Nuestras primeras dudas son las siguientes: ¿qué es exactamente el cloroformo? ¿Cómo alguien puede conseguirlo, si ya no se utiliza? ¿Cómo actúa? ¿Es inmediato el efecto narcótico?
Marisol se limpió los labios con la servilleta y, tras un sorbo de agua, extrajo un pequeño frasco de uno de sus bolsillos. Lo destapó para ofrecerlo:
—Solo una leve aspiración, para que sepáis cómo huele.
La primera cata la hizo Palau, luego le pasó la muestra al abogado. Después la anestesióloga empezó a contestar la retahíla de preguntas.
—El cloroformo, durante una época, fue el anestésico por antonomasia. A lo largo de la historia ha habido intentos para paliar el dolor de una intervención quirúrgica «a lo vivo». Ya los asirios, en el año 3000 antes de Cristo, provocaban la inconsciencia al comprimir la carótida a nivel del cuello. La consiguiente isquemia cerebral provocaba un estado comatoso que aprovechaban para acometer la cirugía.
—Supongo que a alguno se le iría la mano y el paciente quedó frito —dijo Gomis.
—Más de uno y más de dos —respondió Marisol.
—Bueno, como aún no había abogados en el mundo —intervino burlón—, nadie alentaría a los familiares del difunto a interponer querellas criminales por mala praxis médica. Es lo que hay.
—Sigamos, por favor —solicitó el policía para retornar al nudo de la conversación.
—A lo que íbamos —prosiguió la médica—. El cloroformo, también llamado triclorometano, parece que fue conseguido por primera vez en 1831 por Samuel Guthrie, cirujano del ejército norteamericano. Es una de las ventajas de experimentar con la milicia, siempre hay material humano —ironizó y se encogió de hombros—. Pero fue realmente descubierto ese mismo año por Eugène Souberain, que destiló cloruro de cal y espíritu de vino. El químico francés Jean-Baptiste Dumas, tres años después, estableció su fórmula definitiva y le dio el nombre por el que lo conocemos.
—Espíritu de vino, claro, un alcohol para añadir volatilidad —aventuró Gomis.
—Sí y no. El alcohol se utiliza solo para la síntesis; la volatilidad se la otorga el gas metano. Aun así, bastante bien para ser de letras —acabó complaciente.
—Doctora, ¿resulta fácil obtener cloroformo? —preguntó Palau.
—Es un anestésico que hace mucho que no se usa. No se vende en farmacias, pero sí que es posible encontrarlo en algunos laboratorios hospitalarios o en clínicas veterinarias. Precisamente he sacado la muestra de nuestra farmacia —dijo al señalar su bolsillo.
—¿Con lo que su uso está sometido a control?
—Sinceramente, lo desconozco. En principio supongo que sigue los protocolos habituales para los productos de farmacia que están en el stock de hospital. En cualquier caso, su utilización sobre el paciente ya no existe en la actualidad. No obstante, a nivel doméstico no resultaría difícil conseguir algo similar al cloroformo.
—Ese dato es relevante. ¿Quieres decir que cualquiera podría fabricar cloroformo?
—Bien, lo cierto es que carece de fórmula magistral y no sé exactamente cuál es el procedimiento de elaboración casero, pero en determinadas condiciones de temperatura y luminosidad puede fabricarse algo muy parecido mediante una mezcla de acetona e hipoclorito de sodio, es decir, lejía, con una base de alcohol etílico. Sería extremadamente volátil, tendría efectos y dejaría rastros posteriores similares. Pero... Permíteme que acabe —atajó con un gesto de mano un intento de pregunta de Palau.
—Eso —terció Gomis—, deja que siga. Es policía Marisol, lleva en la sangre lo de interrogar.
—El cloroformo es un gas con un olor dulce, nada desagradable, al contrario que el éter, que apesta, y como os podéis figurar, fue una revolución en su tiempo. Se acabó el dolor atroz de la intervención. Se extendió su uso como anestésico en cirugía e incluso en los partos. Y ahí, con la Iglesia hemos topado, pues Roma se opuso a su uso en los alumbramientos por la cita bíblica «parirás a tus hijos con dolor».
—Génesis, capítulo 3, versículo 16 —volvió a intervenir Gomis ante el asombro de los otros dos—. ¿De qué te sorprendes? —se dirigió ahora a su amigo—. Fui a un colegio de curas y no reniego de ello. Es parte del pecado original al que Dios condena a Adán y a Eva. Y en cuanto al uso del cloroformo, está clara la posición de la Iglesia: como era altamente improbable que un cura se quedara embarazado, y más aún que pariera, a ellos el tema del dolor no les iba ni les venía.
Ramón percibió una incipiente sintonía entre su amigo y la doctora, que reanudó su lección magistral:
—La polémica se zanjó cuando lo puso en práctica por consejo médico la reina Victoria, en su séptimo parto. El método vino a llamarse «la anestesia de la reina». Consistía en empapar una esponja con cloroformo y dejar que la paciente se la llevara con sus propias manos a la boca. Al hiperventilar con las contracciones, respiraba el fármaco, se aturdía y como consecuencia su brazo caía a renglón seguido para dejar de inhalar el cloroformo. El efecto del gas no duraba mucho, y en cuanto se reanimaba y empezaba a sentir dolor, repetía la maniobra. La propia paciente se administraba la anestesia ad libitum.
—¿Ad qué? —preguntó el policía que no quería perder comba en la explicación.
—Ad libitum, a placer —tradujo Gomis a pesar de su oxidado latín, un barniz que le dieron en su segundo año de bachillerato.
—Eso es —dijo la mujer—. Y ahí viene la espantosa consecuencia a la que se llega en el informe que me habéis enviado y sobre la que estoy de acuerdo.
Ambos hombres miraron a la mujer.
—Te refieres a la duración de sus efectos en la víctima —inició el policía.
—Eso es —aprobó y advirtió en el policía una intuición especial—. Los restos de cloroformo eran escasos e insuficientes para determinar su origen. Seguro que se administró una sola vez. Nada más. Las incisiones confirmarían esta hipótesis.
—¿Las incisiones? —se extrañó Palau.
—Figura en el informe. El instrumento que utilizó el asesino se corresponde con un cuchillo grande y pesado. Con hoja monocortante de un solo filo, pero muy afilado. Podría ser un cuchillo de caza, pero sin dentado ni sierra en el lomo, sino liso. Los cortes sin embargo, aunque realizados con habilidad, no son limpios —concluyó Marisol.
—Explícate, por favor —solicitó Gomis.
—Hay pequeños desgarros junto a las incisiones.
—¿Adónde quieres llegar? —sondeó Palau.
—Para hacer lo que hizo necesitó fuerza física y cierta destreza. A pesar de que los cortes son correctos, por decirlo de alguna manera, no son quirúrgicos. En absoluto son obra de un cirujano. Hay algunos precisos, pero también desgarrones y trayectorias de la hoja que se desvían del objetivo, que es extraer esa pieza anatómica, es decir, lo que se llevó.
—¿No querrás decir que...?
—Sí —confirmó—, eso quiero decir. No es que el asesino flaqueara y de ahí surgieran las incisiones imprecisas. Es que la víctima se revolvía. Vano intento. El pobre desgraciado que tenía bajo el cuchillo, despertó posiblemente a la primera incisión. En su situación no podía llevarse a la boca la esponja con cloroformo, como la reina, y por supuesto el carnicero que lo estaba destrozando no tenía el mínimo interés en mitigar su sufrimiento.
—Espantoso —musitó el abogado serio de repente.
—Cuando le arrancó la cubierta superior del paquete abdominal, el pene y los testículos, probablemente estuvo consciente todo el rato. Todo el rato —repitió Marisol apesadumbrada para finalizar con un estremecimiento—: Tenéis una bestia suelta.