Introducción El desafío de una escritora

ME llamo Virginia Woolf. Atrápame si puedes: más que una evocación de uno de sus textos,[2] puede considerarse un desafío lanzado a tantos lectores y admiradores de la escritora inglesa, quienes sienten que no pueden permanecer indiferentes ante el misterio de una vida y una obra que los interpela. Lo más curioso es que el convite proviene de alguien que defendió la filosofía del anonimato y nunca quiso dejar de ser una outsider; que rechazó la publicidad de su persona con la clara decisión de dejar que fuesen sus libros los que hablasen por ella. ¿Por qué, entonces, sentimos que nos desafía? ¿Qué nos lleva a desear conocerla, e incluso a creer, a veces, que lo estamos logrando?

Virginia Woolf es y ha sido una escritora célebre; precursora del modernismo y personaje de culto, fue una autora prolífica y una personalidad enigmática que siempre tuvo admiradores y detractores. Y si como autora su obra sigue convocando a los especialistas y cautivando a los lectores, también ha sido considerada precursora por las feministas, sujeto de interés para los estudios queer e incluso, en lo que atañe a su salud mental y a la decisión de acabar con su vida, materia de análisis para psicólogos y médicos. Haber confesado que sufrió el acoso en su infancia y adolescencia disparó especulaciones de parte de quienes llegaron a afirmar que fue “una niña abusada, una sobreviviente del incesto”.[3] Tal vez por eso muchas de las biografías y estudios que la tienen como protagonista eligen como eje alguno de esos aspectos. Abuso, sexualidad, locura, suicidio no son cuestiones para pasar por alto, y los biógrafos han tomado posiciones: ¿fue Virginia Woolf víctima de abusos sexuales?; ¿sufrió trastornos mentales?; ¿cuál sería el diagnóstico actual de sus problemas psíquicos?; ¿qué la llevó al suicidio?; ¿en qué consistió su feminismo?; ¿fue una heterosexual que experimentó relaciones lésbicas o una lesbiana camuflada tras un matrimonio convencional? Los intentos de etiquetarla o clasificarla han fracasado: decididas a profundizar, las feministas ponen sus reparos, considerando que, al fin y al cabo, no propuso cambios radicales; los especialistas en teoría gay y lésbica reconocen en ella una sexualidad poco transgresora, y los profesionales de la salud deben aceptar que, al estudiar sus trastornos nerviosos, no es fácil dar con un diagnóstico preciso y terminante.

Difícil de encuadrar, su compleja personalidad es probablemente uno de los principales atractivos de Virginia Woolf. Durante su vida superó los obstáculos que se le presentaron con la inquebrantable decisión de ser leal a sí misma y con el convencimiento de que la literatura era esencial, ya que veía en ella la posibilidad de arrancarle sus secretos a la vida. Haberlo logrado la convirtió en una de esas personas singulares a las que llamamos artistas. Pero su excepcionalidad no impidió que se interesase por las personas comunes; incluso, se puede afirmar que para ella la materia de la narrativa es lo que le sucede a “una mente normal en un día normal”, punto en el cual el lector se halla comprendido e identificado. Es entonces cuando se produce la peculiar comunicación entre él y la escritora llamada a expresar la vida tal cual es: “Una aureola luminosa, una envoltura semitransparente que está a nuestro alrededor desde el principio de la conciencia hasta el fin”.

La aguda percepción que tuvo Virginia acerca de que albergamos un secreto pudo haberse originado durante su infancia, probablemente en la imagen enigmática de sus padres. Ambos eran viudos al momento de casarse, y en el imaginario de sus hijos esta situación entrañaba un misterio. En el caso de Julia Stephen, su madre, la vida anterior evocaba un reino mítico y perdido. Dada la importancia con la que llegó a revestir esos acontecimientos pasados, podría decirse que la historia de Virginia Woolf comenzó mucho antes de su nacimiento, antes, incluso, del de sus hermanos mayores, y antes de que sus padres se conocieran. Pronto descubrió que, como les sucede a todos los seres humanos, estaba inmersa en una trama familiar previa, en un contexto generacional y social que la antecedía. Advertida, nuestra escritora se describió a sí misma formando parte de una constelación:

 

«Adeline Virginia Stephen, la segunda hija de Leslie y Julia Prinsep Stephen, nacida el 25 de enero de 1882, descendiente de un gran número de antepasados, unos famosos y otros desconocidos; nacida en el seno de una familia numerosa, hija de padres acomodados, aunque no ricos, nacida en un mundo de fines del siglo XIX, muy comunicativo, culto, epistolar, propenso a las visitas y a la elocuencia; de tal manera que, si quisiera tomarme tal molestia, podría escribir mucho aquí, no solo acerca de mi padre y de mi madre, sino acerca de tíos y tías, primos y amigos.»

 

Pero la acumulación de datos puede ser perjudicial; Virginia Woolf nota que uno de los “problemas del escritor de memorias” es que deja “fuera a la persona a quien le ocurren las cosas”:

 

«La razón es que resulta muy difícil describir a un ser humano. Dicen “esto es lo que le pasó”, pero no dicen cómo era la persona a quien le pasó. Y los hechos significan muy poco a menos que sepamos primero a quién le ocurrieron.»

 

El primer desafío de esta biografía fue, entonces, escribir sobre la vida y la obra de Virginia Woolf para atrapar su peculiar individualidad. La de una mujer que nos legó, además de una extensa obra literaria, varios volúmenes de cartas y diarios personales. Estos materiales iluminan al biógrafo pero le plantean también una empresa ardua pues, al intentar abordarlos, tiene la sensación de sumergirse en un mar de textos en el que corre el peligro de ahogarse. A pesar de disponer de semejante cantidad de información, o por ello, Virginia se nos escapa de entre los dedos como un pez hábil y escurridizo, y mientras huye sigue diciéndonos “atrápame”. La seguimos con la vista y la vemos confundirse con otros peces, comenzamos a entender que de nada nos sirve capturarla, si no hacemos lo mismo con todo el cardumen: la familia, los amigos, las relaciones y el entorno.

De hecho, en las oportunidades en que ella escribió sus recuerdos, lo hizo colocándose entre otros seres, como si parte de su misterio radicara en el vínculo, muchas veces apasionado, que sostuvo con otras personas. Que esos escritos se remitan casi exclusivamente a su infancia y juventud es por demás significativo; Virginia abandona el trabajo cuando debe abordar su vida adulta. Así pues, sus memorias anclan en los ancestros, retoman los primeros años de su vida y no van más allá de los recuerdos de su juventud, anteriores a su matrimonio. Esa particular necesidad de volver al pasado, como si con ello pudiera dar sentido al presente y proyectar un futuro libre de ataduras, fue determinante en la elección de la estructura de la presente biografía, por lo que en la primera parte, además de detenernos en sus ancestros, detallamos, a partir principalmente de sus recuerdos autobiográficos, su infancia y adolescencia.

La muerte del padre de Virginia Woolf ofició como suerte de pasaje entre un mundo y otro. La joven victoriana comenzó a posicionarse, junto con sus hermanos y amigos más íntimos, en la modernidad; ese devenir puede rastrearse en los abundantes testimonios de primera mano, en especial en las cartas que conforman el primer volumen de su correspondencia, que abarca de 1888 hasta 1912, y en sus diarios de juventud, escritos entre 1897 y 1909.

A pesar de los seis tomos de cartas en los que sus editores agruparon lo que se conserva de su correspondencia, ya de por sí abrumadora; de sus diarios de juventud y de los cinco tomos de los diarios personales que escribió desde 1915 hasta su muerte, siempre hay algo de elusivo en su personalidad que la misma Virginia Woolf se encargó de subrayar. Identificándose con una “buscadora”, se refirió al deseo de que hubiera “un descubrimiento en la vida […] Algo que uno pueda coger entre las manos y decir: ‘Esto es…’”: algo que tuviera la capacidad de irrumpir en ocasiones en su conciencia junto con la sensación de la “propia extrañeza” de su ser, andando por el mundo. Aquella extraña que era para sí misma: ¿qué podría decir de su alma?, ¿era posible atraparla, como sucedía a veces con la realidad exterior? Su respuesta es negativa: “La verdad es que no se puede escribir directamente acerca del alma. Al mirarla se desvanece”. Como máximo, Virginia percibe que a través de sus diarios puede observar “cambios, rastrear el desarrollo de los estados de humor”. Curiosamente, en sus ensayos señala que es justamente la biografía la que puede oficiar como “registro de las que cosas que cambian más que de las cosas que suceden”. En esa línea de reflexión, esta biografía pretende dar cuenta del transcurso de la vida de Virginia Woolf registrando el particular movimiento de las cosas que cambian y de las escenas que transcurren, renunciando así a fijar o transmitir al lector una hipotética verdadera Virginia Woolf. Así, a partir de 1904, año en que muere su padre y que junto con sus hermanos se muda a Bloomsbury y comienza una vida independiente, los capítulos de este libro siguen año a año su vida, de una manera que, creemos, no ha sido abordada aún.

En este punto, también se hace necesario hacer algunas consideraciones acerca de la pertinencia de una nueva biografía de Virginia Woolf. En principio creemos, con nuestra biografiada, que “hay historias que cada generación debe contar de nuevo”. Esta creencia no es arbitraria, ya que permite una toma de distancia no solo del protagonista o la protagonista de la biografía, sino también de las pasiones de su entorno. Refiriéndose a las memorias de William Rothenstein, en las que es mencionada junto con su madre, abuela y hermanas, Virginia Woolf le preguntó a su cuñado, Clive Bell: “¿Crees que todas las memorias sean tan mendaces como esta? Me refiero a cada uno de los hechos, todos de un solo lado”. Esta pregunta, que alude a la parcialidad del género memoria, puede proyectarse a la biografía, en especial cuando el que la escribe está demasiado involucrado con su protagonista. Eso sucedió con Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf, autor de su biografía autorizada. Comprometido con la necesidad de transmitir una visión familiarmente consensuada de su tía, la de Bell, magnífica sobre todo por ser material de primera mano, falla al dar una visión “all on one side” (de un solo lado). Que ella no haya sido discreta en sus cartas y diarios, y que se haya referido con ironía e incluso con cierta crueldad a sus sobrinos y cuñado, podría explicar en parte la parcialidad de Quentin Bell, quien en numerosas ocasiones tiende a explicar las acciones, pensamientos o reflexiones de su tía, refiriéndose a su “locura”[4]

Con respecto a la pertinencia de escribir una biografía en castellano, hay que decir que a la barrera que supone la lengua para acceder a las muy completas e interesantes biografías académicas en inglés y no traducidas a nuestro idioma, se le suma la desventaja, para un lector no anglohablante, de que estos trabajos dan por sentado saberes que no son tales por parte de los hispanoparlantes, como ciertos movimientos culturales o personalidades destacadas en su país que no han trascendido las fronteras inglesas. Por otra parte, no existe aún en nuestra lengua una biografía que, como la que presentamos, dé cuenta de trabajos relevantes editados en los últimos cuarenta años y que permita al lector, gracias a las citas propias de un trabajo académico, recurrir a las fuentes cuando desee profundizar alguna de las cuestiones o temas planteados. Además, nuestra biografía prioriza el avance cronológico —una perspectiva encarada también por Quentin Bell—, mientras que algunos de los trabajos mencionados tratan la vida por temas, es decir, se refieren a su infancia, al llamado grupo de Bloomsbury, a su matrimonio o a los trastornos psíquicos, y otros toman como eje la obra y tratan en paralelo aspectos de su vida. Si bien la perspectiva cronológica supone un abordaje dificultoso para el investigador, ya que se corre el riesgo de que se pierda la ilación temática, el esfuerzo es recompensado porque lo que se obtiene es una visión no segmentada sino integral de la vida de Virginia Woolf. El lector está invitado a “ver” su desarrollo como si fuera un espectador o un testigo de las escenas que se suceden en el teatro de la vida.

Cuando emprendí la escritura de esta biografía, no tenía demasiada conciencia de la magnitud del trabajo que depararía. Aunque había leído con fervor sus principales obras, no sabía mucho acerca de la vida de Virginia Woolf hasta que encontré casualmente, en una librería, una edición en castellano de Vanessa Bell/Virginia Woolf, el libro de Jane Dunn centrado en la relación de las hermanas, que me resultó muy sugerente y me llevó a leer las biografías de Virginia disponibles en castellano. Se trata de trabajos publicados en su mayoría hace muchos años, en los que si bien encontraba abordajes interesantes y complementarios, no alcanzaban a darme una visión que se ajustara a mis deseos —convertidos en necesidades— de conocerla en profundidad. Fue entonces que me decidí a acceder directamente a sus cartas y diarios personales; todas estas lecturas me estimularon a escribir sobre ellas. Había iniciado un trabajo detectivesco que oficiaría como motor del proyecto, ya que, junto con la obra literaria, los datos que iba acumulando comenzaron a darme una imagen o visión de Virginia Woolf que quise transmitir y que luego complementé con la lectura de la bibliografía que figura al final de este libro. Ya había iniciado la escritura cuando de pronto, en mitad de la tarea, tuve la sensación del nadador que en medio del río se pregunta si siguiendo la corriente se dejará llevar al punto de partida o si, en contra de ella, con más preguntas que respuestas, hará el esfuerzo y se aventurará a la otra orilla. ¿Había sido temeraria al proponerme escribir su biografía? En cierta manera, sí, y las bromas de mi entorno sirvieron de acicate. La pregunta: ¿quién le teme a Virginia Woolf?, era más que nunca: ¿quién le teme al Lobo Feroz?[5] Solo puedo decir que así como al principio me lanzó a la empresa aquel desafío de atraparla, fue la misma Virginia quien me hizo tomar conciencia, a medida que avanzaba en el trabajo, de las dificultades que implica delinear una personalidad: allí estaban sus textos autobiográficos, sus obras de ficción, sus ensayos sobre narrativa, y también todas las referencias al género biográfico.[6]

Lectora ferviente de autobiografías[7] biografías y memorias, Virginia Woolf consideraba que “la fascinación que entraña la lectura de biografías es irresistible”, pero también denostaba el afán esquemático de algunos trabajos, que disponen a los habitantes del pasado como si se tratara de figuritas, “en toda suerte de dibujos, de los cuales ellos nada supieron en su día, pues creyeron que estaban vivos y que podían ir adonde quisieran y como les viniera en gana. Una vez que uno se encuentra en una biografía, todo cambia”. A su entender, lo que se les escapa a esas biografías no son los hechos, la verdad, lo fidedigno (“algo dotado de la solidez del granito”), sino la personalidad (“que posee lo intangible del arco iris”). Al señalar que el arte del biógrafo debía poseer “la sutileza y la osadía necesarias para presentar esa extraña amalgama de sueño y realidad, ese perpetuo maridaje del granito con el arco iris”, también indicaba las posibilidades del género. Así, Virginia Woolf invitó a sus lectores a estar atentos: “Vamos a buscar, quizá no tanto en lo escrito sino entrelíneas”. Ella misma, cuando escribió la biografía de su amigo Roger Fry, experimentó la necesidad de eludir ciertas cuestiones relacionadas con su sexualidad; y escribir sus memorias la llevó a nuevas reflexiones: “He estado pensando en los censores, en cómo nos amonestan los visionarios”. Pero además de los censores internos, que impedían que ni siquiera en sus diarios tratara ciertos temas privados o íntimos, al final de su vida reconocía lo que podríamos denominar otra dificultad que enfrenta el biógrafo: “La falsa V. W. que llevo como una máscara por el mundo”. La conciencia de la censura, propia y ajena, lo mismo que la idea de que hay una personalidad social y otra íntima y reservada, no alcanzaban, sin embargo, a opacar su curiosidad cuando se trataba de leer biografías, y de alguna manera confiaba en el biógrafo que “ha de seguir por delante del resto de nosotros, como el canario del minero, sondeando el ambiente, detectando falsedades, irrealidades, la presencia de convenciones obsoletas”.

También a través de su personaje de Mrs. Dalloway, Virginia Woolf me dio a entender que mi tarea sería tan fascinante y tan imposible como conocerse cabalmente a uno mismo. Si bien hacemos el intento hasta el fin de nuestros días, lo más probable y lo más honesto es que digamos, como ella, que no nos atrevemos “a afirmar de nadie, ahora, que fuera esto o aquello”, del mismo modo que “no se habría atrevido” a afirmar de ella misma “soy esto, soy aquello”.

Convencida de la imposibilidad de fijar descriptivamente a uno mismo u a otra persona, no es de extrañar que en sus cartas Virginia se preguntara “por qué los sucesos de una vida son tan irracionales que un buen biógrafo se vería forzado a ignorarlos por completo”.[8] Sea como fuere, en la vida, como en la biografía, estamos dispuestos a presentar batalla, a tratar de llegar lo más cerca posible de ese conocimiento que siempre se escapa. Por eso, mi deseo fue hacer propias sus palabras respecto de lo que puede ser “el arte de la biografía”:[9] “en lugar de saber de antemano lo que sucederá”, tenía que estar dispuesta a encontrarme “a cada paso, como sucede en la vida misma, desorientada y tratando de comprender”. Así fue como el desafío y el deseo se convirtieron en la convicción que me sostuvo hasta el final: era posible escribir una biografía que pudiera ofrecer una visión real de Virginia, pero que al mismo tiempo evitara fijarla y apresarla en el relato.

Virginia Woolf en la mira

Los antecedentes de lo que hoy se considera género biográfico pueden remontarse a ese tiempo antiguo e impreciso en el que los seres humanos comenzaron a comunicarse, a establecer genealogías, a contar sus experiencias y las de los otros hombres y mujeres que los precedieron o fueron sus contemporáneos. En su largo recorrido, las biografías pasaron de ser obras pensadas y construidas con ánimo encomiástico —reflejaban vidas ejemplares, con propósitos morales o políticos, y establecían versiones aceptadas y canonizadas de los biografiados— a ser escritos que brindaran a sus autores la posibilidad de la caricatura, la ironía, la parodia y, por qué no, la venganza. La ilusión de omnipotencia es un peligro para el biógrafo, aunque también se ha señalado que la biografía puede ser entendida como una forma de autobiografía.

Los biógrafos de Virginia Woolf no escaparon a estos dilemas. Tanto aquellos que interpretaron su suicidio en términos de debilidad o cobardía frente a la guerra, como los que lo atribuyeron a la locura, contribuyeron a presentar una imagen segmentada o distorsionada de su personalidad. Durante los veintiocho años que siguieron a su muerte, el más influyente de estos intérpretes fue sin duda Leonard Woolf. Él se encargó de publicar Entre actos en julio de 1941, aclarando que el libro estaba casi terminado y que seguramente Virginia solo hubiera realizado “pequeñas correcciones y revisiones”. Pero, como sostuvo John Lehmann, es probable que ella hubiera querido hacer más que eso. Ese tipo de intervenciones y apropiaciones de la figura del escritor, tan características del dominio póstumo que ejercen sus viudos, viudas y demás ejecutores de su obra, perfila supuestas versiones autorizadas que tienden a cristalizar en el imaginario del público. El deber del biógrafo también es advertir que eso sucede; su tarea no deja de ser apasionante, por eso se escriben una y otra vez biografías de las mismas personas; y uno de los desafíos que enfrenta el escritor de una biografía es tratar de esclarecer ese tipo de construcciones. Desde las que realiza el escritor a través de su vida y de su obra, hasta las que establece su público, sus ejecutores, sus comentaristas y también las que surgen del trabajo de sus otros biógrafos.

El primero en ocuparse del tema fue el mismo Leonard, que asumió mucho más que la tarea rigurosa de ejecutor testamentario, editor y compilador de la obra de su mujer. Durante veintiocho años, él fue el dueño de la obra y la imagen de Virginia Woolf;[10] es decir, ejerció un control casi absoluto y, en ese rol, se ocupó de pedirle a su sobrino Quentin Bell que escribiera su biografía. Cuando esta apareció en 1972, Leonard ya había muerto. Con él desaparecían un poder y un dominio sobre la verdadera historia de Virginia Woolf que a Quentin no le fue posible recuperar del todo. A la luz de los estudios posestructuralistas, feministas, de la teoría del discurso y de los estudios culturales, mientras Quentin publicaba la biografía de su tía, se desestabilizaban, entre otras cosas, las nociones de autor[11] y de género. De hecho, en 1973 Hayden White consideraba en Metahistoria “los textos historiográficos como un tipo particular de textos literarios, sujetos a arreglos formales y usos retóricos comunes a las obras de ficción”; es decir, especificaba que en los textos, aun en los históricos, hay una clara implicación ideológica del historiador o biógrafo, ya que utilizan los mismos recursos de la narrativa. Como al mismo tiempo que se producían estos discursos, Quentin Bell se arrogaba un propósito “puramente histórico” al pretender brindar “una relación clara y verídica del carácter y desarrollo personal de [su] tema”, ya entonces sus pretensiones podían considerarse cuanto menos discutibles. Si bien por un tiempo gran parte de las reseñas y de las críticas han defendido la autoridad de la biografía de Bell, como si ella revelara la “verdad” (como él mismo aseguró) acerca de Virginia Woolf, inmediatamente después de su publicación surgieron cuestionamientos a su versión oficial y autorizada. Además de preguntarse si como sobrino no tenía un interés consciente o inconsciente en dar a conocer un retrato de Virginia adecuado a los deseos familiares, o incluso producto de sus propias reacciones afectivas[12] numerosos estudios se han ocupado de estudiar las operaciones retóricas a través de las que Bell reproduce un supuesto documento histórico, que, como sabemos en la actualidad, no puede eludir su carácter narrativo. Como señala Brenda Silver, generalmente han sido mujeres quienes discutieron “un retrato basado en el supuesto de que sí, ella era un ‘genio’ precoz (y el abuso de la palabra genio tanto en la biografía como en las críticas la vacía de todo significado) y una compañía muy agradable, pero que también era difícil, delicada, frígida, apolítica y a menudo estaba desconectada de la realidad”. Y agrega:

 

«“Casi no es necesario decir que las familias suelen clasificar a sus miembros o ponerles etiquetas que pocas veces coinciden con las que otras personas que los conocieron lesasignarían”.»

 

Lejos de la imagen de escritora esteta que prefería estar al margen de las cuestiones políticas, planteada por Quentin Bell,[13] la supervivencia del debate y los miles de libros y estudios académicos que se siguen publicando dan cuenta de la vigencia de las preocupaciones políticas y literarias de Virginia Woolf. Su zarandeada reputación literaria también estimula a los críticos. Cuando se publicó Entre actos, mientras que algunos contemporáneos, como John Lehmann e incluso Leonard, consideraron que era uno de sus mejores trabajos, el acérrimo crítico de Bloomsbury y catedrático de Cambridge, F. R. Leavis, dijo que se trataba de una novela “insustancial y vacía”.

Del estudio de la recepción que hizo la crítica literaria de la obra de Virginia Woolf según las épocas o según la pertenencia académica de esos trabajos, surgen cuestiones por demás interesantes.[14] Los ecos de su influencia se rastrean tempranamente en Hispanoamérica gracias a las valiosas traducciones y publicaciones gestionadas por la argentina Victoria Ocampo.[15] Pero más allá del ámbito literario, incluso en esas latitudes, su perfil adquiere, como bien señaló Brenda Silver para la esfera anglosajona, la fuerza del mito. Según sostiene esta autora, en la década del sesenta, en parte debido a la obra de teatro de Edward Albee, Who’s Afraid of Virginia Woolf? [¿Quién teme a Virginia Woolf? ] —llevada al cine por Mike Nichols y protagonizada por Elizabeth Taylor y Richard Burton—, aun quienes no la habían leído o ni siquiera sabían que había sido una escritora comenzaron a familiarizarse con el nombre de Virginia Woolf.

Por otra parte, desde la aparición de su retrato en la revista Times en 1937, después de que Los años se convirtiera e n best seller, y más aún cuando comenzó a divulgarse su famosa foto de perfil —una de las postales más vendidas de la National Portrait Gallery—, se fue dando un proceso singular que originó una verdadera iconización. Notoriedad literaria y estrellato icónico prosiguieron diversos recorridos, incluso entrecruzamientos. Como los íconos son eminentemente visuales, contar con la famosa imagen del perfil de Virginia Woolf resultó fundamental, y la foto aludida ha circulado resignificándose cada vez. En los años setenta, mientras la estrella de Leavis, el crítico de Cambridge que tanto hizo por mantener al grupo de Bloomsbury fuera de los claustros universitarios, se iba apagando, en los Estados Unidos emergían los estudios feministas y culturales a la luz del posestructuralismo y el posmodernismo, con una fuerza que las últimas décadas han potenciado. En ese contexto, se publicaba la biografía de Virginia Woolf escrita por su sobrino Quentin Bell. Completando todos estos elementos, el mercado encontraba un buen nicho en las imágenes de escritores y artistas famosos, y tanto sus caras como sus frases célebres se imprimían en todo tipo de objetos, desde lapiceras, tazas y platos hasta bolsos, remeras, pósteres, postales y toda clase de objetos.

En este mundo, hegemonizado por la cultura del espectáculo, un aura nueva, no ya la aludida por Benjamin para la obra de arte clásica, sino un aura mediática con gran poder evocador, cristalizó tanto en la fotografía de perfil de Virginia Woolf, como en las fotografías de Marilyn Monroe, John Lennon, Elvis Presley, Albert Einstein, Sigmund Freud o Lady Di. En Virginia Woolf Icon, Brenda Silver realiza un extenso análisis de las representaciones visuales de Virginia Woolf que han circulado en la cultura angloamericana “otorgándole una visibilidad, inmediatez, y celebridad, muy rara en los escritores vivos y más extraña aún para los del pasado”.

Además de las esperadas apropiaciones feministas, posfeministas y queer, y del singular uso de su poder icónico, oficiado por la cultura del merchandising, la obra y la vida de Virginia Woolf han sido objeto de múltiples versiones y apropiaciones cinematográficas y televisivas.[16]

El turismo cultural hace lo propio. Monk’s House pertenece hoy al National Trust, y la casa y los jardines son visitados por miles de visitantes cada año. Lo mismo sucede con la casa de Vanessa Bell en Charleston. Además de los cuadros expuestos en la Tate Collection y en otras colecciones y museos, se conservan los murales pintados por Vanessa Bell, Duncan Grant y Quentin Bell en Berwick Church. Lamentablemente, Talland House en St. Ives ha perdido mucho de su encanto, está rodeada de construcciones. Por otra parte, si bien la casa de Asheham ha desaparecido, todavía está en pie Round House en Lewes; lo mismo que Hogarth House, en Richmond. Muchas de las casas en las que vivió Virginia Woolf ostentan la característica placa azul con letras blancas con la que se indican, en Londres, los lugares de residencia de personalidades relevantes. Y si bien Tavistock Square debió ser demolido, y ahora hay allí un hotel, la de Fitzroy Square y las casas que ocuparon los integrantes de Bloomsbury en Gordon Square lucen las placas características. Mención especial merece el 22 de Hyde Park Gate, ahora dividido en departamentos. Hace un par de años visité el lugar y me entretuve filmando la fachada. De pronto, una mujer se asomó a la ventana, y cuando me preparaba a disculparme, asegurándole que me marcharía, me pidió que la esperara en la puerta. Después de contarme que ocupaba uno de los departamentos en los que se había dividido la casa y que rentaba habitaciones, y de dejarme pasar al hall de entrada, me ofreció unas postales de la casa pintadas por una amiga suya, que por supuesto no pude dejar de comprar.

Párrafo aparte merecen los Jardines de Kensington, Regent’s Park, St. James Park, el British Museum, con sus mármoles de Elgin y su sala de lectura, y todos los sitios históricos que Virginia registró en su obra y que forman parte de cualquier recorrido literario por Londres. Entre la gran cantidad de libros sobre Virginia Woolf publicados desde los setenta, las guías de Bloomsbury y del Londres woolfiano son los que mejor facilitan recorridos biográficos y literarios de la ciudad. Confieso haber disfrutado de algunos de ellos, como el paseo de Mrs. Dalloway, desde Westminster, pasando por las cuatro calles en las que se especula que podría haber vivido, y la librería, Hatchards, hasta llegar finalmente a Bond Street. Atentos a la virginiamanía, en el Hotel Russell instalaron un restaurante llamado Virginia Woolf, y también se puede visitar el Ivy, donde Virginia solía comer con sus amigos.

Por otra parte, los lectores de Woolf no pueden visitar Cambridge o el Newnham College sin pensar en Un cuarto propio, o Sissinghurst, y no relacionarlo con Orlando.

La vigencia y la cercanía de Virginia Woolf tienen que ver con la imposibilidad de permanecer indiferentes ante una escritora que ha difuminado los límites entre lo público, lo político y lo privado; entre ficción, historia y biografía; pero también con el interés por dilucidar al ser humano que se expresa a través de sus diarios y cartas. El tiempo transcurrido desde su muerte, lejos de convertirla en polvo y ceniza, ha construido una imagen cambiante, le ha otorgado una vida nueva; como ella misma intuyó: “Un ser que cambia es un ser que vive”. En ese sentido, el misterio del ser, que siempre se nos escapa, tiene que ver, lo advirtió nuestra escritora, con lo social y con la historia:

 

«Consideremos las enormes fuerzas a que la sociedad somete a cada uno de nosotros, cómo cambia esa sociedad década tras década y también clase tras clase. Si no podemos analizar esas presencias invisibles, sabemos muy poco acerca de las memorias, y de nuevo la escritura de la vida se vuelve inútil. Me veo como un pez en una corriente; desviado, sostenido, pero no puedo describir la corriente.»

 

Los lectores del siglo XXI, inmersos en la corriente de nuestro tiempo, podemos buscar respuestas en la vida y en la escritura de una mujer que nos antecedió en más de una centuria, pero que todavía tiene mucho por decir.