CAPÍTULO XXVI - 1923

“La única escritura de la que he ESTADO CELOSA”

EL 1° de enero, luego de pasar Navidad en Monk’s House y de regreso en Londres, Virginia se sintió abatida: “Estoy con uno de mis humores, como los llamaban las enfermeras. ¿Y qué es y por qué? Un deseo de tener niños, supongo; de tener la vida de Nessa”. Solitaria y con una vida que, vista bajo esa luz, podía parecer vacía, pero dueña de un “empedernido romanticismo”, se veía a sí misma avanzando sola por la noche, sufriendo estoicamente y admitiendo que no tenía sentido pretender que las cosas que uno no tiene no valen la pena, escribía en su diario: “Nunca pretendas que los hijos, por ejemplo, pueden ser reemplazados por otra cosa”.

Además, a pesar de las recurrentes jaquecas y de sentir, cada tanto, un “brinco en el corazón”, Virginia deseaba una vida social más activa, vida que Leonard vedaba poniendo como excusa su salud. Sin fuerza ni convicción para contradecirlo, ella vertía su desconsuelo en su diario: “No pude quedarme en 46 [de Gordon Square] anoche, porque L. expresó su disgusto por teléfono. Tarde otra vez. Muy imprudente. Tu corazón está mal… y así nuevamente perdí la confianza en mí misma. No tuve el coraje de aventurarme contra su voluntad”.

Evidentemente, Leonard temía que la vida social y familiar tuviera efectos dañinos para la salud de su mujer, y en consecuencia trataba de reducir al máximo las reuniones nocturnas que implicaban trasladarse a Bloomsbury. Vivir en Richmond, lejos del centro de la ciudad, era una buena coartada, ya que cuando las fiestas terminaban, los Woolf estaban obligados a ir a la estación y esperar allí el arribo de los trenes que los conducirían a su casa, donde recién llegaban, exhaustos, a la madrugada. La distancia se transformaba así en un práctico impedimento, por lo que Leonard creía que debían permanecer en Richmond. Pero Virginia comenzaba a elaborar la posibilidad de volver a vivir en Bloomsbury, y eso la llevaba a enfrentarlo más o menos abiertamente: “L., creo, sufre de extrema claridad. Ve las cosas tan claras que no puede nadar, flotar y especular”. Lo cierto es que Leonard sabía de qué manera las ocasiones sociales podían alborotar su ánimo al facilitar encuentros y situaciones que excitaban su atención, siempre predispuesta a captar escenas, personajes y a inventarse posibles historias. Más allá de todo, Virginia disfrutaba de los efectos que estas ocasiones producían en su cuerpo y mente y es así como, la noche de Reyes, luego de una fiesta organizada por Maynard Keynes en el 46 de Gordon Square, escribía en su diario:

 

«Supongamos que el pulso normal de uno es 70: en cinco minutos era 120; y la sangre, no el fluido blanquecino y pegajoso que es durante el día, sino brillante y burbujeante como champagne. Este era mi estado, y el de la mayoría […] usábamos nombres de pila, nos halagábamos, adulábamos, y pensábamos (al menos yo lo hice) en Shakespeare. Al menos pensé en él cuando cantamos. Creo que le hubiésemos gustado a Sh[akespeare] esa noche».

 

Allí estaban, entre otros, Clive, orgulloso de llevar a su amante Mary Hutchinson de un brazo y a Virginia de otro; su hermano Adrian y Karin; también Gumbo (Marjorie Strachey), hermana de Lytton, quien se lució entonando unas distorsionadas canciones de cuna; Lydia Lopokova, que bailó, y el pintor Sickert, que había sido actor en su juventud y recitó soliloquios de Hamlet. Durante la reunión, Virginia observó a Lytton y, pensando en su relación con Ralph y la posibilidad de que fundaran una imprenta rival, aventuraba: “Su bebé tendrá su juguete”. Lo que más le disgustaba era que el asunto hacía aparecer una faceta desagradable de Lytton: usaba su inteligencia para que lo “peor pareciera la mejor causa” y ya sin paciencia con el trío Lytton-Partridge- Carrington, concluía: “El amor es el diablo”.

Como la fiesta se extendió hasta las 3 de la madrugada, para no volver a Richmond a esas horas, Virginia caminó unos pasos hasta el 50 de Gordon Square, la casa de Maynard Keynes, donde pasó la noche. Una vez en la cama, escuchó ruidos que le impidieron conciliar el sueño; creyó escuchar pasos y, de pronto, lo que le pareció un grito de angustia, proveniente de la calle. Entonces, con la imagen de Mrs. Thompson en la mente —una mujer que había asesinado a su marido y que horas después sería ejecutada junto con su amante y cómplice—, percibió pasos en la escalera. Creyendo “inocentemente” que, a menos que se tratase de un accidente o enfermedad, nadie podía estar fuera de la cama a esas horas, Virginia saltó de la cama no sin antes colocarse sus dientes postizos, y se dirigió al pasillo. Allí vio cómo la sombra de Clive se proyectaba en la puerta abierta de su habitación y le preguntó: “¿Pasa algo malo?”. La respuesta fue: “Espero no haberte despertado”. De pronto, ella comprendió lo que sucedía: “Obviamente nada malo pasaba. El alarido fue de Mary”.

Atisbar en la intimidad de los otros era estimulante, lo mismo que participar, a la mañana siguiente y antes de regresar a su hogar, de un desayuno multitudinario. Mientras las campanas sonaban ese día gris en el corazón de Londres, Virginia disfrutaba de encontrarse en una casa llena de Stracheys, Grants, Stephens, Bells y Partridges. Reconfortada por “el parloteo y la excitación” que se daban en las “casas de otras personas”, y en contra de la opinión de Leonard, que aseguraba que esos asuntos eran perjudiciales para su salud, se prometería tomar lo social en sus “propias manos”.

Poco después, la excitación y felicidad de esa noche de Reyes tuvieron como contrapartida una mala noticia. El 11 de enero, mientras desayunaba, su empleada doméstica, Nelly, le comunicó que se había enterado a través del periódico de la muerte de Katherine Mansfield. La noticia tomó a Virginia por sorpresa. ¿Qué sentía?: “¿Un shock de alivio? […] ¿un rival menos?”. Pensamientos como este le brindaron una ineficaz protección; los seguían el vacío, la decepción y una depresión de la que no pudo desembarazarse durante todo el día. Además, cuando quiso comenzar a escribir, la invadió la sensación de que no tenía sentido hacerlo pues “Katherine no lo leería”; y, aunque creía que había cosas que podía hacer mejor que ella, exclamaba: “¡Dónde está, quien podría hacer lo que yo no puedo!”.

De pronto, y como si se tratara de un fantasma, Katherine se le aparecía “poniéndose una corona de flores blancas” y abandonando el mundo, como una víctima elegida en sacrificio, a sus treinta y cuatro años. Y aunque por unos días perdió el “estímulo para escribir”, finalmente ese sentimiento desapareció al mismo tiempo que la visión de Katherine con su corona de flores. Pero Virginia estaba convencida de que, puesto que perdía algo que no había encontrado en nadie más, seguiría pensando en ella a lo largo de su vida. El último de sus encuentros había sido extraño. En esa oportunidad, Katherine, que lucía “muy enferma”, se movía lánguidamente, “arrastrándose a lo largo de la habitación, como un animal doliente”, y aun así Virginia no había dado crédito a su sufrimiento. En la habitación, que hacía las veces de escritorio, había visto un vaso de leche, pilas de novelas y una botella de medicina. “Todo estaba muy ordenado, brillante, y en cierta manera como una casa de muñecas”. Con ese marco, y semirrecostada en el sofá, al lado de la ventana, Katherine tenía la apariencia de una “muñequita japonesa”. Durante ese último encuentro, hubo momentos en que, venciendo la reticencia y la timidez, las dos se miraron fijamente, como si hubieran alcanzado “una relación duradera, independiente de los cambios del cuerpo, a través de los ojos”[257] Aunque Katherine tenía experiencias bisexuales, no hay rastros que indiquen que se hubiese sentido atraída por Virginia; aun así, le dirigió besos y sobre todo miradas que prometían “nunca, nunca olvidar”. Por eso, Virginia no pudo comprender cómo, a pesar de las promesas de seguir escribiéndose —“ella dijo que me enviaría su diario para leer, y que siempre escribiría”—, la distancia ganó la partida. De nada sirvió que sostuvieran que su “amistad era real”; la “crítica mezquina y tal vez chismes” interrumpieron una corriente de afecto que, a pesar de la muerte, Virginia sentía que persistía. Aun así nunca llegó a saber cuánto le había importado o cuáles habían sido los verdaderos sentimientos de la Mansfield hacia ella. Además, hubo escollos que les impidieron dar un paso que determinara un encuentro definitivo: se interponía Murry, y “las más mínimas mentiras y traiciones, el perpetuo tire y afloje, o lo que fuere, rebajó considerablemente la sustancia de la amistad”. Virginia había esperado volver a ver a Katherine “nuevamente el próximo verano, y empezar de cero”. Pero la autora de “la única escritura de la cual (había) estado celosa” había muerto dejándola sin interlocutor.

Invadida por la melancolía y con una de sus acostumbradas gripes inhabilitantes, que la mantuvo en cama por varios días, Virginia debió atender su propia salud. Antes de pasar unos días en Cambridge, afrontó las inevitables consultas médicas, que esta vez se debían a que su doctor se inclinaba por extirparle las amígdalas. Cuando pudo viajar, la visión romántica con la que revestía la visita a Cambridge cedió paso a una suerte de “anticlímax”. Sin ser lo que había idealizado, la estadía tuvo sus compensaciones. Allí se encontró con la poeta Fredegond Shove, cuya conversión al catolicismo le daba la apariencia de una nueva Christina Rossetti. También vio a G. E. Moore y visitó las habitaciones de Maynard Keynes, un salón en extremo agradable, gracias a los cuadros, las tonalidades y las cortinas diseñadas por “Bell y Grant”.

De regreso en Londres, tanto Leonard como Virginia comprobaron que estaban deprimidos. “Leonard —escribió Virginia— se considera un fracaso. ¿Y qué caso hay en negar una depresión que es irracional? ¿O acaso no me siento yo siempre un fracaso? Es inevitable”.

Sucedía que se había vendido el periódico The Nation, y a Leonard le preocupaba el quebranto económico que significaba perder su puesto de trabajo. Finalmente sus inquietudes no tuvieron fundamento, ya que su amigo Maynard Keynes se convirtió en el nuevo accionista principal. En principio, creyendo que así podría ayudar al “pobre Tom”, Virginia le escribió a Maynard proponiendo a Eliot como editor literario, pero como este se negaba a dejar su seguro trabajo en el banco por el periódico, finalmente le ofrecieron el cargo a Leonard que, aliviado de que sus temores resultaran vanos, lo aceptó de inmediato. Eso no impidió que mientras duró la incertidumbre, los Woolf temieran que se desvaneciera la estabilidad económica que habían logrado, y luego de un ataque debido a “la usual vieja temperatura”, Virginia añoró una suerte de rescate tan milagroso como el oficiado en La tempestad, de Shakespeare, donde el personaje de Próspero encarna al padre protector y amoroso, que con sabiduría e inteligencia guía y protege a su hija Miranda: “¿No debería una encontrar los ojos de su padre cuando se hunde en lo profundo [The Tempest]? Pero no hay semejante suerte”.

Muchachas como manzanas

Presionada por mil situaciones que tironeaban todas a la vez, Virginia debía apañárselas entre una vida social cada vez más activa y sus deseos y urgencia de escribir. Por otra parte, sumaba a los viejos amigos un grupo de jóvenes mujeres y hombres que no ocultaban su admiración hacia ella. Las muchachas “como manzanas verdes crudas y duras: sin halo, moho ni plaga” le contaban sus experiencias amorosas. “Seducidas a los 15, la vida no tiene recovecos ni rincones para ellas”, escribía, con cierta admiración, aunque deploraba que la hicieran “sentir tal vejestorio”. Cuando les preguntó cómo se las arreglaban para no tener hijos, contestaron que leían a Marie Stopes.[258] “Antes de perder la virginidad —concluyó Virginia—, ¡los jóvenes de nuestra época devoran los libros de Stopes! Asombroso”.

Una de las muchachas jóvenes que la rodeaban, Marjorie Thomson, se había incorporado como empleada en la imprenta y por el momento compartía tareas con Ralph Partridge, quien finalmente dejó su puesto en marzo. La convivencia no había resultado fácil y a Virginia la deprimían “comer y tomar el té todos los días con Marjorie y con Ralph, y la necesidad de mantener una conversación brillante”. La voz de la nueva empleada y sus maneras —no era, como le hubiese gustado, “una lady”— la incordiaban casi tanto como la testarudez de Partridge. Por otra parte, como muchos de sus síntomas continuaban y los médicos sospechaban que padecía tuberculosis, vacunaron a un conejillo de Indias con su saliva. El pobre animalito, escribió Virginia en una de sus cartas, “murió, pero nadie sabe de qué… de todas maneras, no de tuberculosis, como descubrió un estúpido doctor”. Sentirse “el fregadero de 50 millones de gérmenes de neumonía con una temperatura más baja de lo normal” influía en la poca paciencia que tenía con los diagnósticos errados de sus médicos. De todas maneras, la enfermedad no le impedía registrar el progreso de sus diarios, que deseaba que se convirtieran “algún día en un diario real: algo en lo cual poder ver cambios”. Esos cambios, que registran claramente sus lectores, pueden considerarse un reservorio en el que aún hoy palpitan cada uno de los días allí fijados. De hecho, Virginia se proponía la escritura de un tipo de diario distinto de los que recordaba habían sido los de su prima Katherine Stephen —retirada de su puesto de directora del Newnham College—, en cuyos cuadernos alineados todos iguales y prolijos, los días se seguían unos a otros “como guijarros en una playa: mañana, noche, tarde, sin variaciones”.

Lejos de reiterarse, sus diarios le permitían monitorear su escritura, pero también eran un eficaz recurso para registrar sus estados de ánimo. Gracias a ellos sabemos que consideraba que, tras recibir visitas, su alma organizaba listas de cosas pendientes, tan extensas, decía, que en “los cuarteles generales de mi maquinaria […] mi esencia se reduce a la cabeza de un botón”. Por entonces, y sin anunciarse, llegaron inesperadamente Vita Sackville-West y su marido, Harold Nicolson. Aunque su amiga Ethel Sands le había advertido que Vita era “una declarada safista” (recordemos que Virginia Woolf se refería a las mujeres homosexuales como safistas y a los varones homosexuales como sodomitas) que tenía su “ojo puesto en ella”, Virginia no parecía demasiado halagada ni impresionada; pero reconociéndose esnob, y aventurándose en el rastro de las pasiones de Vita hasta “500 años atrás”,[259] las encontraba “románticas […] como un viejo vino blanco”. Incluso poco después, en una comida en la que también estuvieron presentes Vanessa, Clive, Duncan y Lytton, Virginia aventuró en su diario, refiriéndose a los Nicolson:

 

«Los juzgamos a ambos incurablemente estúpidos”».

 

Lo cierto es que en esos momentos, Vita y Virginia estaban lejos de convertirse en amigas íntimas. En 1923 solo se encontraron alrededor de tres veces, y aunque la aristócrata admiró desde un principio la inteligencia y la escritura de Virginia, por entonces sus intenciones amorosas se dirigían hacia Geoffrey Scott y Dorothy Wellesley.

Por su parte, Virginia estaba ocupada en la corrección de las traducciones de Las cartas de amor y de un libro de conversaciones, de Tolstoi, ambas realizadas por Koteliansky y que serían publicadas por la Hogarth Press. Además planificaba su próximo viaje a España. Hasta entonces, su salud había sido un impedimento para salir del país y, bastante frustrada por ello, en diciembre último le había escrito a Gerald Brenan:

 

«“Mis ojos están enteramente grises de Inglaterra, nada excepto Inglaterra por diez años”».

 

Por fin el 27 de marzo, los Woolf, que efectivamente no salían de Inglaterra desde su luna de miel en 1912, iniciaron su viaje. Luego de cruzar el canal vía París, se detuvieron en Madrid, de allí pasaron a Granada y continuaron en ómnibus y mula hasta Sierra Nevada, donde vivía Gerald Brenan, con quien pasaron unos diez días. Él los acompañó por Almería, Murcia y Alicante, dejándolos sanos y salvos en Valencia. Durante su encuentro en España, Brenan encontró a Virginia “tan excitada como una colegiala de vacaciones”. A ella le resultaba interesante este joven escritor que había elegido el aislamiento, y cuya soledad y la multitud de libros de su biblioteca le recordaban a Shelley. Ambos sostuvieron largas charlas sobre sus vidas y sobre literatura, que continuaron luego en una sostenida correspondencia; además, como Brenan había estado en la guerra, Virginia pensaba que podía ayudarla con el retrato de Septimus, en La señora Dalloway. Brenan y Ralph Partridge eran los representantes más cercanos de una generación de excombatientes reinsertada en la sociedad, y deseaba conocerlo mejor.

Los Woolf también visitaron Perpignan y Montauban. Conquistada por la calidez de los latinos, y luego de asistir a unas procesiones católicas imposibles de ver en Londres, Virginia le escribía a Vanessa: “¿Por qué no educar a los niños como católicos romanos? Creo que tendrían el corazón más cálido”. En España todo era pintoresco, y como una típica turista se sentía complacida de sentarse en un café, rodeada de “una banda, diez millones de españoles jugando al dominó, y viejecitos intentando vender boletos de lotería”. También disfrutaba de la cocina mediterránea, “deliciosa comida de arroz y tocino y aceite de oliva, y cebollas e higos y azúcar mezclados”. Sin embargo, la desconexión con Inglaterra no era total y durante el viaje las negociaciones entre Leonard y The Nation continuaban, por lo que él debió regresar a Londres unos días antes que Virginia, que esperaba poder encontrarse con Nessa en París. Fue hasta allí con la excitación de “una muchacha de 16 años”, deseando hablar francés aunque fuera por milagro, ya que sabía “las palabras” pero no se le ocurría “cómo convertirlas en una frase”. Dado que Vanessa falló a la cita, terminó recorriendo la ciudad sin su hermana, algo solitaria y, como ocurría las pocas veces que estaban separados, añoraba a Leonard, a quien le escribía: “Estoy tendida y pienso en mi maravillosa fiera, que me hace más feliz cada día e instante de mi vida de lo que había creído posible. No hay duda; estoy terriblemente enamorada de ti. Y, pensando en lo que estarás haciendo, tengo que detenerme; me dan ganas de besarte”.

A su regreso en Londres, luego de un período de pocas colaboraciones periodísticas, Virginia escribió “con infinito trabajo” su artículo “Rumbo a España”, para The Nation. Si bien los Woolf no consideraban al periódico sangre de su sangre, el puesto de Leonard significaba “seguridad, incluso lujo”. En el nuevo orden de cosas, Virginia, que era responsable de la sección de libros que se publicarían, se veía en la difícil situación de tener que rechazar los que le ofrecían muchos escritores; pero además de ser un lugar de poder, el nuevo puesto significaba un reconocimiento a las trayectorias de ambos. Aun así, ejercer el periodismo a conciencia demandaba poner al margen algo más que sus lecturas: “Un artículo al mes se paga alrededor de £15. Y eso precisamente consume el tiempo que tengo para escribir mi novela”.

Si pensamos en todas las actividades que la ocupaban, no entendemos la imagen pasiva que por entonces, y debido a que el trabajo de Leonard implicaba más tiempo fuera del hogar, Virginia tenía de sí misma, “esperando a que L. ‘vuelva de la oficina’” y que la llevaba a concluir: “Me fastidia ser como otras esposas”. Más dispuesta a analizar la crisis que atravesaba su hermano Adrian que la propia, y pensando que el psicoanálisis parecía haberlo dejado “completamente deshecho”, consideraba que los traumas y sufrimientos de Adrian tenían relación con su infancia, y asumía parte de la responsabilidad: “Su alma se rasgó en pedazos con miras a la reconstrucción. El doctor dice que él es una tragedia: y esta tragedia consiste en que no puede disfrutar de la vida con entusiasmo. Yo probablemente sea responsable. Debería haberme emparejado con él, en vez de aliarme con los más grandes. Y así él languideció, pálido, a la sombra de hermanos y hermanas vivaces”.

Aunque estaba dispuesta a asumir algo de culpa, Virginia dudaba de “que la vida en familia tenga todo el poder de maldad que se le atribuye, o el psicoanálisis de bien”. Pero como el reconocimiento por parte de los demás era un factor que en los Stephen jugaba intensamente, sentía que no haber reconocido lo suficiente a Adrian era un factor determinante en la infelicidad de su hermano.

Nuevos experimentos y la prisión SUBURBANA

También a ella la movilizaba la opinión de los otros y en mayo, cuando Morgan Forster le contó que había conversado con Raymond Mortimer —“es Oxford […] todo ángulo y pulido”— y que ambos coincidieron en que los únicos novelistas cuyo futuro les interesaba eran D. H. Lawrence y ella, Virginia sintió alivio al comprobar que el reconocimiento de sus pares, aunque esquivo, no la eludía. De hecho, mientras estaba en España había declinado participar en el PEN Club, explicándole a Vita Sackville-West, quien la había propuesto como nueva integrante, que como vivía en Richmond no podía pertenecer a “[dining clubs] grupos que se reunieran a cenar”.

En cuanto a su nueva novela, sentía que El cuarto de Jacob había quebrado los moldes tradicionales de la narrativa, pero todavía pensaba que era un meritorio “experimento” y tenía sus “graves dudas acerca de la forma” de lo que estaba escribiendo y de cuán lejos se podía “sugerir el carácter sin realismo”. Por otra parte, seguía atentamente las reseñas periodísticas, divididas entre aquellos que festejaban su intento de aplicar el método de Lunes o martes a una novela, y la incluían entre los modernistas —comparándola con Joyce y Dorothy Richardson—; los que describían la novela como “impresionista”, y quienes la encontraban demasiado pretenciosa. Pero ni los elogios de Morgan Forster, que decía que en El cuarto de Jacob se había “adentrado más en el alma […] que cualquier otro novelista”, ni los de Raymond Mortimer, movilizaron tanto a Virginia como las críticas de John M. Murry y de Arnold Bennett. El primero señaló que brillantes autores como Katherine Mansfield, D. H. Lawrenece y Woolf habían dejado de lado el interés en el argumento o historia, y en consecuencia la novela había llegado a una suerte de impasse. Por su parte, Bennett, en un artículo titulado “¿Está la novela en decadencia?” subrayaba que aunque pocas veces se daba la oportunidad de leer un libro tan inteligente, luego de analizar El cuarto de Jacob, dudaba de la capacidad de Virginia, a la que veía obsesionada por detalles de originalidad e ingenio, en desmedro de construir personajes que resultaran vitales y perdurables.[260] Esta crítica le molestó especialmente, y como se entroncaba con las opiniones acerca de la inferioridad de las mujeres que Bennett había expresado en “Our Women: Chapters on the Sex-Discord”, publicado en 1920, no estaba dispuesta a dejarlas pasar fácilmente. En vista de esto Virginia escribió su ensayo “El señor Bennett y la señora Brown”, que dio pie a acertadas reflexiones de la crítica que señalan que “el sexismo de Bennett y el feminismo de Woolf subyacen en el fondo de su disputa pública”.

“El señor Bennett y la señora Brown”, definido como “uno de los más influyentes manifiestos del modernismo literario”, apareció publicado, primero en el New York Evening Post, poco después en The Nation & Athenaeum (N&A) y finalmente, en febrero de 1924, en el Living Age de Boston. En este artículo, Virginia Woolf sentó las bases de su ensayo “Character in Fiction” que leyó en Cambridge en mayo de 1924, y que fue revisado y publicado en julio de ese año en el Criterion, donde Eliot era editor.[261] Haciéndose eco de la crítica de Arnold Bennett, pensaba en sus personajes y consideraba que en La señora Dalloway, debería “ir hacia las cosas centrales, aunque no apunte, como de todos modos debería hacerlo, al embellecimiento en el lenguaje”. Más que un desafío, esta novela era “una lucha endiablada”, con un “plan tan extraño y dominante” que apenas le daba respiro. Virginia tenía claro a lo que quería llegar, deseaba que su escritura fluyera rápida e impetuosa, aunque sabía que era imposible y que al cabo de unas semanas terminaría agotada.

A principios de junio los Woolf pasaron un fin de semana en Garsington. Leonard volvió primero, y luego lo hizo Virginia, con Lytton. El frívolo ambiente de Garsington se adecuaba a sus necesidades literarias, ya que en La señora Dalloway pensaba “mostrar lo escurridizo del alma”. Por otra parte, luego de leer fragmentos del diario de Katherine Mansfield, recientemente publicados, donde la escritora neozelandesa resaltaba la importancia que le asignaba a “sentir las cosas intensamente” y también a la “necesidad de ser pura”, Virginia se preguntaba qué pasaba con su propia escritura: “Uno debe escribir desde el sentimiento profundo, dijo Dostoievsky. ¿Y acaso lo hago? ¿O fabrico con palabras, amándolas como las amo? No, creo que no. En este libro tengo casi demasiadas ideas. Quiero dar vida y muerte, cordura y locura; quiero criticar el sistema social, y mostrarlo en funcionamiento, en su forma más intensa”.

Con estos parámetros, en La señora Dalloway bosquejaría un estudio de la locura y el suicidio: “El mundo visto por cuerdos y locos, lado a lado”. Clarissa Dalloway representaría el lado sano, y Septimus Smith, su contraparte. Las expectativas eran que pudiera mostrarlo todo, “vida y muerte, cordura y locura”. Pero escribir sobre la locura y los estados mentales que atravesaba Septimus la ponía “tan a prueba”, y la tensión era tal, que creía que apenas podría enfrentar “las próximas semanas abocada a ellos”.

Poco después de enunciar su plan de trabajo, Virginia recibió la visita de Eliot y su mujer, Vivienne, cuyas crisis nerviosas eran conocidas, y hacia quien nunca sintió demasiada simpatía ni consideró tomar como modelo para Septimus. La conversación resultó variada y también difícil. Por entonces, James Joyce visitaba Inglaterra con su familia, y aunque no conoció a Virginia, ella supo que a Eliot le había caído muy bien. En su diario Virginia no hace alusión a que Eliot rechazó publicar en The Criterion su historia “La señora Dalloway en Bond Street”, pero sí se refiere al aspecto de Vivienne y al nerviosismo de la pareja. En el momento en que Tom le sugería con insistencia a su mujer que pusiera brandy en su té, Virginia se puso del lado de Vivienne: “A una no le gusta tomar medicinas delante de sus amigos”. La injerencia de los maridos en las cuestiones referidas a la propia salud era un tema que sufría en carne propia. Por entonces, en contra de lo que creía Leonard, su deseo de tener una vida social más activa confluía en el convencimiento de que ya no era necesario vivir fuera de Londres.[262] Solo le faltaba persuadir a su marido, pero su decisión era terminante, y Virginia sentía que lograría imponer su deseo; no en vano atravesaba la cuarta década de la vida, había cosas que no estaba dispuesta a sacrificar y pensaba que vivir lejos de la ciudad mitigaba su aliento vital. Con el deseo de vivir “a toda marcha”, y en plena contradicción con Leonard, que invocaba el “viejo rígido obstáculo” de su salud, estaba pronta a rebelarse y pensaba en las posibilidades de una vida menos suburbana: “Podría ir a oír música o mirar un cuadro o encontrar algo en el British Museum o aventurarme entre seres humanos. A veces debería meramente caminar por Cheapside. Pero ahora estoy atada, aprisionada, inhibida”.

En la batalla con Leonard, su diario íntimo era un aliado que le permitía “lanzarse a sí misma por la hoja como un leopardo sediento de sangre”, aunque el meollo de su queja era simplemente “el tener que ser por siempre suburbana”. Deprimida y desconcertada, pensando en sus antagonismos, reconocía: “¡Cuánto le debo! ¡Lo que me da!”, pero creía que podrían “conquistar más de la vida de lo que obtenemos”. Aunque lo planteaba como hipótesis, se preguntaba si él no era “demasiado puritano”; consideraba que había sido adiestrado “a través del nacimiento” y que a través de una “drástica disciplina” había alcanzado el autocontrol de un “espartano”. Era evidente que el lado “intelectual” de Leonard colisionaba con el “lado social”, que era “muy genuino” en ella. Y como no deseaba reprimir esa faceta de su personalidad, que resumía como “una joya que heredo de mi madre… una alegría al reír”, no estaba dispuesta a ceder.62 Sentía que debía interaccionar libremente, conocer gente, cosa difícil en Richmond, ya que como una Cenicienta, tras sus “frenéticas huidas hasta Londres”, huía, con culpa, “mientras el reloj da las 11”

La actividad de Leonard, quien además de dirigir la imprenta seguía con su trabajo en el Partido Laborista, editaba columnas literarias en The Nation y solo cuando tenía tiempo escribía su libro After the Deluge, también lo obligaba a viajar constantemente a Londres, y él también estaba agotado. Recluida en Richmond, dedicada por la mañana a su escritura, Virginia acostumbraba trabajar por la tarde en la imprenta, leía manuscritos, envolvía paquetes y colaboraba con Marjorie. La Hogarth Press tenía un peso considerable en sus vidas cotidianas y vivir en la misma casa en que funcionaba la imprenta, imponía un ritmo diferente:

 

«La prensa es peor que 6 niños al pecho simultáneamente. […] Leonard y yo vivimos apartados… él está en el sótano, y yo en la sala de impresiones. Solo nos vemos en las comidas, a veces tan cruzados que ni podemos hablar, y generalmente sucios. Sus triunfos siempre coinciden con mis desastres. Cuando uno está bien, el otro está mal».

 

Para comprender un poco mejor cuál era el nudo de ese conflicto, hay que considerar que los Woolf se habían constituido en personalidades lo suficientemente famosas como para que el círculo de sus amistades se ampliara; y si bien Leonard podía prescindir de los cantos de sirena de la sociedad, ese no era el caso de Virginia, no precisamente en el momento de escribir sobre la absolutamente social Clarissa Dalloway. La fama alcanzada también tuvo como correlato que varias publicaciones —entre ellas, Vanity Fair— solicitaran sus colaboraciones.

Freshwater o la necesidad de DIVERTIRSE

Como si en ello encontrara un respiro o recreo a la tensión que acompañaba la escritura de La señora Dalloway, Virginia retomó una obra teatral —la única que escribió, con el solo fin de hacer una representación privada— que había ideado como divertimento en 1919. Su título, Freshwater, hace referencia a la casa que tenía su tía abuela, la fotógrafa Julia Margaret Cameron en la isla de Wight. Tanto Julia Cameron como los personajes que la frecuentaban ofrecían posibilidades de paso de comedia, por lo que de manera libre y vigorosa Virginia escribió esta pequeña obra que completó recién en 1935 para ser representada en el estudio de Nessa. La obrita era un brioso divertimento comparado con La señora Dalloway, a la que ya consideraba una obra con “serios méritos”.

Freshwater[263] comienza con un grupo de amigos que preparan un viaje a la India, retrasado porque la dueña de casa, Julia Cameron, espera el arribo de dos ataúdes sin los cuales no quiere partir. Entre tanto, el aclamado pintor G. F. Watts retrata a su mujer, la actriz Ellen Terry, y el célebre poeta Tennyson camina a las zancadas recitando pasajes de su Maud. En el segundo acto Ellen se encuentra con su amante, John Craig, oficial naval con el que planea escaparse para vivir en… ¡Bloomsbury! La obra termina con la partida de Cameron y los ataúdes, y con Ellen Terry anunciando que huye con Craig; por su parte, Tennyson y Watts declaman que abandonan todo en aras del arte. Repentinamente hace su aparición la reina Victoria, quien condecora a los grandes hombres. Como Virginia tenía poco tiempo para seguir trabajando en esta obra y el “asunto era más comprometido” de lo que pensaba, por muchos años “el manuscrito de Freshwater penetraría sigilosamente en el cajón sin fondo de las buenas intenciones”. De hecho, Virginia tenía otras cosas en mente; debía repartirse entre la revisión y escritura de los ensayos que agruparía en El lector común, y la escritura de su novela, a la que por entonces todavía llamaba Las horas y que con el tiempo se convertiría en La señora Dalloway.

Balance y proyectos

Antes de partir para sus vacaciones en Rodmell, Virginia hizo un balance de esa primera parte del año. Se había sentido “variable como un barómetro ante los cambios” y reconocía haber estado “quejona, exigente, excitada y de mal humor”, pero en su diario se declaraba convencida de que a los cuarenta años solo cabían dos posibilidades: o aceleraba el paso o lo volvía más lento. Decidida partidaria de la velocidad, estaba “trabajando diversamente y con intención” en su capítulo de Chaucer para El lector común y en su novela. Creía que su libro de ensayos sería una suerte de testimonio, “una áspera, pero vigorosa estatua testificando antes de morir la gran diversión y placer que me ha traído el hábito de leer”.

Por el momento, escribía en su diario: “Me siento lo suficientemente libre de cualquier influencia extranjera: Eliot, o quienquiera que fuere: y esto debo celebrarlo, ya que a menos que sea yo misma, no soy nadie”. El desafío de ser fiel a sí misma podía complicar también las relaciones familiares, y aunque ese verano siguió disfrutando sus visitas a Charleston, no todas las veces se sentía bienvenida. De todas maneras, si lo tomaba con buen ánimo, podía rescatar escenas memorables, como cuando encontró allí a Roger, Nessa y Duncan sentados alrededor de una mesa frente a un modelo que se esmeraban en pintar. Por momentos la charla se interrumpía, debido a la concentración de los pintores, pero Virginia disfrutaba de un ambiente familiar muy diferente del que vivía en su casa, y que la ponía en contacto con sus sobrinos, especialmente con Angelica:

 

«Tras el té, Angelica hizo un tea party para sus muñecas en la ventana, y golpeó a Clive, y cuando él lloró, por propia iniciativa corrió a buscar una flor para él —lo cual fue un acto sensible y femenino. Ella es sensible… le afecta que se rían de ella (como a mí). Dijo querer una “tranza” en su cabello. ‘No te rías de mí”, le dijo, insolentemente, a Roger».

 

Por otra parte, la aliviaba la sola presencia de Nessa, que estaba lejos de ser “un talento literario” y solía, sin percibirlo, a la manera de Sancho Panza, unir un refrán con otro. Pero ese verano, como no pensaba descuidar su trabajo, Virginia tendría pocas posibilidades de disfrutar del distendido clima de Charleston, en tanto que la soledad de Rodmell resultaba adecuada para repartirse entre su novela y el libro de ensayos. En principio le preocupó la manera de agrupar los ensayos, ya que nada debía descuidarse: ni la calidad ni el esfuerzo. Recolectar artículos ya publicados no era un método que pudiera llamar “artístico”, pero tampoco podría sumar esfuerzos adicionales, como tratar de engarzarlos de una manera original. De lo que estaba convencida era de que deseaba “investigar realmente la literatura con la intención de responder a ciertas preguntas acerca de nosotros mismos. Los personajes han de ser meramente opiniones: la personalidad ha de evitarse a toda costa”. A esos efectos, pensó que debía incluir un texto sobre los griegos, por lo que se imponía releer en idioma original a Eurípides, a Sófocles y la Odisea.

 

Entre tanto, La señora Dalloway estaba probando ser uno de sus “más atormentadores y refractarios libros”. Creyendo que había partes muy malas y otras muy buenas, se sentía “demasiado interesada” en el proceso creativo como para detenerse a intentar dilucidarlo.74 De todas maneras, a finales de agosto hablaba de su “descubrimiento”, de la manera en que excavaba “hermosas cavernas” detrás de sus personajes logrando “humanidad, humor, profundidad”. El 15 de octubre, “en plena escena de la locura en Regent’s Park”, constataba otro gran hallazgo:“Me tomó un año de búsqueda a ciegas el descubrir lo que llamo mi proceso de hacer túneles, por el cual narro el pasado en episodios, a medida que lo necesito”. Es evidente que estaba trabajando a destajo y aunque hubo momentos en los que pensó que debía abandonar el libro, también existían los otros, cuando tocaba “el resorte escondido” y sentía la libertad de utilizar cualquier cosa en la que alguna vez hubiera pensado.

Por otra parte, y tal como acostumbraban, los Woolf seguían recibiendo invitados en Rodmell. Ese verano, entre los jóvenes que abiertamente se declaraban admiradores de Virginia estaba Raymond Mortimer, que no dudaba en afirmar que rendía “culto a Bloomsbury” y también Franckie Birrell, con quien ella podía hablar de Tennyson o de su madre, y enterarse de que a la familia de él no le gustaba mucho Julia y que rendía “culto a Minny”, la primera mujer de Leslie e hija de Thackeray. Por carecer de parentescos aristocráticos, Raymond Mortimer podía quedar fuera de este diálogo. En la clase social a la que Virginia pertenecía, este tipo de árbol genealógico era por demás importante, y aunque desde muy jóvenes tanto Vanessa como Virginia fueron refractarias a la vacuidad de la mera aristocracia, ciertas contradicciones de clase nunca les fueron ajenas. Si bien algunos miembros de Bloomsbury pertenecían a la intelectualidad —como Leonard—, otros a la aristocracia campesina — como Clive—, quienes tenían un pase especial al grupo eran los que podían justificar —como las hermanas Stephen y el propio Lytton— una estirpe en la que se fusionaran lo aristocrático y lo intelectual.

Mientras tanto, los invitados a Rodmell se habían multiplicado con los años, pero dado que a veces creía que no necesitaba a nadie y deseaba estar sola, y otras apreciaba “hasta la compañía de una babosa”, Virginia vivía esas situaciones con ambigüedad. De todas maneras, como la literatura era un buen altar al que ofrendar todas esas vanidades y la vida social se podía instrumentar de tal forma que rindiera frutos literarios, aprovechó una visita que realizó en septiembre a la casa que Maynard Keynes había alquilado en Dorset. Su objetivo principal era estudiar a su novia, la bailarina rusa Lydia Lopokova, posible modelo del personaje de Rezia, la mujer de Septimus en La señora Dalloway.

Una tarde de té y calor, Lydia “se enfadó, frunció el ceño, se quejó del calor, parecía a punto de llorar, precisamente como una niña de 6” Como ya había sucedido en otras ocasiones con aquellos que pretendían ingresar en su círculo íntimo,[264] la inclusión de Lydia no fue fácil. La joven rusa se sintió confundida cuando se enteró de que Leonard la había incluido, junto con Virginia, en el grupo de las sillies (tontas/locas). En verdad, Leonard había querido significar que le interesaba el tipo descripto por Tolstoi en su autobiografía y retratado por Dostoievsky en El idiota. Los sillies se comportaban de manera absurda según los estándares de los hombres prácticos y eran “terriblemente simples y al mismo tiempo trágicamente complicados”. Por su parte, en sus cartas, Virginia describía a la bailarina con menosprecio:

 

«Lydia tiene el alma de una ardilla: es imposible imaginar algo más lindo: se sienta por horas frotándose la nariz con sus patitas. Pero pobrecita desgraciada, atrapada en Bloomsbury, ¿qué puede hacer excepto aprenderse a Shakespeare de memoria? Te aseguro que es trágico verla sentada para King Lear. Nadie puede tomarla en serio: todo amable jovencito que pasa la besa. Luego, en un estado de furia que vuela, dice que es como Vanessa, como Virginia, como Alix Sargant-Florence [Strachey], o Ka Cox [Arnold- Forster]: una mujer seria»

 

«A pesar de todo, el dominio que Lydia tenía de su cuerpo y su gracia natural lograban impactarla, como sucedió durante un paseo por un cementerio, cuando Virginia la contempló yaciendo sobre la tumba de un obispo, simulando estar muerta, inmóvil, con “sus musculosas piernas de bailarina envueltas en medias blancas de seda”».

Una noche de angustia, alucinaciones y otras narraciones interesantes

A fines de septiembre, ya en Londres y sin renunciar a su intención de establecerse en la ciudad, Virginia comenzó a interesarse en algunas casas para mudarse. Ni los deseos contrarios de Leonard, ni cierta culpa por los gastos de la mudanza««y todos los trastornos que ocasionaría la detenían. En cuanto a Leonard, si todavía no estaba decidido a complacerla, una noche que volvió más tarde de lo esperado, debió enfrentar el hecho de que, quedarse en Richmond en esas condiciones, no aseguraba el equilibrio de Virginia.

“Con propósitos psicológicos”, ella registró en su diario lo que había pasado: “¡Qué intensidad de sentimientos alcanzaron esas horas!”. Todo se desencadenó cuando fue a buscar a Leonard en la estación, era una noche “húmeda y ventosa” y de pronto tuvo una sensación: “Ahí está, el viejo demonio ha mostrado su espalda a través de las olas. […] Y la sensación fue de tal fuerza que me quedé agarrotada. La realidad, pensé entonces, había sido revelada. Y había algo noble en una sensación como esa, trágica, en absoluto insignificante”.

Mientras veía cómo las luces blancas iluminaban los campos, la gente y los ómnibus pasaban, se sentía sola. “Pero todavía podía jugar con eso, al menos controlarlo, hasta que súbitamente, después de la llegada del último tren, sentí que era intolerable permanecer allí, y que debía hacer un último intento e ir a Londres”. En estado de pánico, y creyendo que el último tren había llegado sin Leonard, decidió ir a Lewes en su bicicleta, y allí tomar un tren para Londres. La oscuridad y el viento en contra hacían difícil la travesía: Virginia montó en su bicicleta, pedaleando contra el viento, sintiendo cómo medía sus fuerzas “con elementos poderosos, como el viento y la oscuridad”. Así lo registró:

 

«Luché, tuve que caminar; volví a montarme; seguí andando; se me cayó la linterna; la recogí, y así nuevamente sin luces. Vi hombres y mujeres caminando juntos; pensé: “Ustedes están seguros y felices, yo soy una paria”; tomé mi boleto; me sobraban tres minutos, y luego, doblando la esquina de las escaleras de la estación, vi a Leonard, acercándoseme, bastante inclinado, como una persona que caminara muy rápido, con su impermeable. Tenía bastante frío y estaba enojado (como tal vez era natural). Y entonces, para no revelar mis sentimientos, salí y le hice algo a mi bicicleta».

De manera mecánica, pero aliviada, Virginia volvió a la boletería, pidió el reintegro del dinero, y regresó a su casa hablando con Leonard de temas relacionados con su trabajo:

 

«Y todo el tiempo pensaba: ‘Mi Dios, se terminó. He salido de esta. Se terminó”. Realmente, era un sentimiento físico, de levedad y alivio y seguridad. Y sin embargo había algo terrible, a decir verdad, en este dolor que continuó varios días. Creo que lo sentiría otra vez si hiciera el mismo camino de noche. […] Pero no he logrado asimilarlo, de ninguna manera».

 

Dado que durante septiembre y octubre Virginia escribió sobre las alucinaciones que sufre el personaje de Septimus, no parece forzado ligar su experiencia de terror nocturno con la tensión a la que se sometía escribiendo y buceando en sus propias experiencias pasadas. Además, era un año especial; tanto Virginia como Leonard se involucraban en su trabajo totalmente, lo proyectaban con precisión y, en el caso de la Hogarth Press, les resultaba en extremo difícil encontrar empleados a la altura de sus expectativas. El caso es que era difícil que la gente que contrataban estableciese con la editorial un vínculo afectivo de igual magnitud que el de ellos, y hasta el momento, iban de fracaso en fracaso. Como tampoco Marjorie Thomson cumplía con las expectativas, se alegraron cuando apareció otro postulante: se trataba de George Rylands, a quien sus amigos llamaban Dadie, un joven egresado de Cambridge que había sido elegido entre los Apóstoles, y que había llamado la atención de Maynard y de Lytton. Virginia lo conoció en Tidmarsh ese año y en octubre los Woolf ya pensaban en la posibilidad de contratar a ese joven que decía querer “dedicar su vida con devoción a la Hogarth Press”. De hecho, Virginia pensaba que él se haría cargo del trabajo, se convertiría en un personaje cada vez más importante, e imaginaba:

 

«Seremos los benefactores de nuestra era y tendremos un negocio, y disfrutaremos de la compañía de los jóvenes, y nos rebuscaremos y sumergiremos en el gran pastel de salvado, de manera que nunca, nunca dejaremos de trabajar con el cerebro o con los dedos de las manos o de los pies hasta que nuestros miembros vuelen en pedazos y el corazón se pulverice. Tal es la imagen con que fantaseo».

 

Transcurría noviembre y la posibilidad de mudarse a Londres era otra razón de aliento. Virginia se entusiasmaba pensando en la facilidad con la que podría disponer de su tiempo. Mientras seguía buscando una casa en Bloomsbury, su vida social no decaía y, en un almuerzo en lo de lady Colefax, conoció a Hugh Walpole. Si bien no le pareció “un hombre impresionante” e intuyó que podía albergar “algún rencor contra los intelectuales inteligentes” a los que sin embargo respetaba, tuvo la sensación de que era “realmente incapaz de proyectar una sombra siquiera” sobre ella y pudo comprobar que, en cambio, él sí se sentía “levemente atemorizado” ante su presencia.

En cuanto a su anfitriona, también podía retratarla, juzgarla y exonerarla: “Si a ella le gusta escuchar una charla interesante y comprarla con un almuerzo de cuatro pasos y buen vino, no veo nada malo en esto. Es un gusto, no un vicio”. El grupo de Bloomsbury era famoso, y mientras Virginia, Clive, Lytton y Desmond estaban preparados para las invitaciones que la fama les deparaba, ni Vanessa ni Leonard —que sí podía componer, en su imprenta, durante extenuantes y laboriosas horas, “The Legend of Monte Sibilla”, un poema de Clive que apareció en diciembre— se ajustaban a ese patrón.

Los últimos días del año Virginia estuvo inquieta, se sentía agobiada con “toda suerte de trabajo, todo tipo de relaciones sociales y toda clase de planes”. Entre las novedades del momento, durante una cena con Eliot fue interrumpida por un llamado de Nessa, que le anunciaba que Adrian y Karin se separaban.[265] “Podrían haberme derribado con una pluma”, reconoció Virginia en su diario, donde exclamaba: “¡La pareja devota e inseparable!”. Lo cierto es que los dos decían que habían sido infelices durante años, y días después, cuando se encontró con su hermano, él estalló “en llanto. ‘¡Es una agonía!’, gritaba. Así que subimos la escalera tomados de la mano”. Consolar a su hermano puso a Virginia en el mismo punto que antaño, cuando le parecía que Adrian respetaba más a Nessa que a ella, y creyó que, al menos en ese caso, podría identificarse con su cuñada: “Karin lo sintió más que él. Ella sintió todo lo que yo solía sentir: el desaire, la restricción, el reproche, el fastidio, el letargo. ¡Pobre viejo Adrian!”.

Virginia tomaba distancia de la separación de un hermano con el que la unía una relación conflictiva. Su relación con Nessa y sus hijos era diferente, y el 28 de diciembre, luego de pasar la Navidad en Monk’s House, los Woolf cenaron en Charleston con Clive, Nessa y sus hijos. Dado que sus sobrinos tenían un periódico familiar, como ella en su infancia, Virginia se prestó a colaborar con una historia que tituló “Escenas en la vida de Mrs. Bell”. Esa no fue la única vez que trabajó junto con sus sobrinos; en sus Relatos completos se puede leer la entretenida narración “La viuda y el loro: una historia real”,[266] ambientada en Rodmell, un lugar donde es posible soñar con tesoros escondidos, con ancianas generosas y con portentosos animalitos, “una historia llena de guiños y sorpresas que mantienen el suspenso hasta el final”.