CAPÍTULO VI - Fin de una era

La SOCIEDAD: UNA MÁQUINA DESPIADADA

A fines del siglo XIX y a principios del siguiente, “la sociedad era una máquina despiadada y muy eficiente”, que impulsaba a las jóvenes al matrimonio. “Ninguna muchacha tenía la menor posibilidad de escapar de sus colmillos. Ningún otro deseo — digamos, escribir o pintar— podía tomarse en serio”.

En abril de 1900, cuando para reponerse del rechazo de su prometida Flora Russell, y quizá para distanciar a la rebelde Vanessa de Jack Hills, George llevó a Nessa a París, Virginia sintió que estaba madurando. Se veía a sí misma “vieja y respetable y apenas humana”, pero sobre todo extrañaba a Nessa. Melancólica como Hamlet, pensaba que “las hermanas [eran] lujos demasiado caros”, y que la dependencia era lo peor ya que no había manera de “deshacerse de ellas”. Sin Nessa presente en la casa, Virginia debía atender las necesidades de sus hermanos varones y de Leslie. De todas maneras, seguía adelante con sus proyectos y formación. Había descubierto que, luego de la muerte de Julia y de Stella, su relación con Thoby era especial y más reflexiva.

Cierto día, mientras escudaba su timidez subiendo y bajando las escaleras de la casa, él se refirió a la historia de Héctor y de Troya. También le habló de los chicos que admiraba, de sus compañeros de Evelyns, Clifton y Cambridge. Aun así, entre Thoby y Virginia parecía mediar una distancia. “Nunca —escribió Virginia— pudo decir ni una palabra sobre sus sentimientos”. Mientras ella se sentía atraída por la marcha de sus estudios y sus conversaciones con profesores y amigos, Thoby parecía intrigado por el interés y la seriedad con que Virginia abordaba su aprendizaje de griego.

Cierta vez, mientras escribía un ensayo que pensaba presentar a un premio en el Trinity, él la descubrió redactando otro sobre los viajeros isabelinos:

 

«Creo —escribió Virginia— que me consideraba una pequeña criatura sin caparazón, muy protegida en mi cuarto, comparada con él, siempre dispuesta a escuchar sus historias de la escuela con ilusión y candor, sin ninguna experiencia personal que pudiera superar a la suya, pero jamás pasiva; por el contrario, entusiasta, curiosa, inquieta, discutidora.»

 

Cuando Thoby afirmó que todo lo importante se encontraba en Shakespeare, ella no dudó en encarar, a pesar de ciertos prejuicios, su lectura.

Finalmente, terminó declarándose “en la compañía de los adoradores” de Shakespeare. Admitió que había perdido la partida y se preguntaba por qué sus personajes no eran más humanos; ¿o sería que ella tenía una cierta “debilidad femenina en la región superior”? Lo que más la sorprendía era que Thoby parecía basar su relación con Shakespeare en el orgullo, “como el orgullo que se siente por los amigos”. Su lectura no era la del crítico, sino que había convertido el mundo del autor en “otro mundo. El lugar desde donde obtenía la medida del mundo cotidiano. Aquello determinaba su posición y nos juzgaba según esos parámetros”. Era como si Shakespeare hubiera conseguido penetrar en su mente, de modo que Thoby asimilaba cada situación de la vida cotidiana con la expresión de quien está preparado: “Imperturbable, bien dotado, colocando cada cosa en su sitio. Sentí —escribió Virginia— (no solo entonces) que sabía cuál era su lugar y que gozaba de su herencia; sentí que percibía la batalla; y era ya, de antemano, un legislador, orgulloso de ser hombre, listo para interpretar su papel entre los hombres”.

A la vez que amaba y probablemente idealizaba a su hermano, Virginia comprobó cómo se desprendía, día a día, de su piel de niño. Su partida a Cambridge fue un acontecimiento familiar. Virginia descubrió “su belleza” y también que “fumaba pipa”, pero el más importante de sus hallazgos fue conocer la existencia de sus condiscípulos Bell, “Strache” y Sydney-Turner. “Ahora —escribió Virginia—, los hermanos y las hermanas hablan con plena libertad… de todo. Sexo, sodomía, períodos, etc.”. Ellos, sin embargo, no solían referirse a sí mismos; tampoco recordaba “confidencias, ni halagos; ni besos, ni autoanálisis entre él y yo”.[95]

La represión característica de esos tiempos restringía las naturales inclinaciones al diálogo y al descubrimiento, afectaba la comunicación entre hermanos de distinto género y sus efectos se extendían entre las amistades. Las relaciones entre las jóvenes y los muchachos estaban trabadas y limitadas a convencionalismos similares a los que regían la ceremonia del té victoriano. Sobre todo en sus primeras novelas Fin de viaje y Noche y día, Virginia trató esa imposibilidad de comunicación que hacía sumamente vulnerables a los jóvenes sensibles de su época. Todo lo referente a la sexualidad era tabú. Virginia recordaba de este modo el crecimiento de su hermano y el diálogo con él:

 

«Thoby pasó de la infancia a la adolescencia y de la adolescencia a la virilidad, ante nuestra vista, en nuestra presencia, sin decir una sola palabra que pudiera tomarse como un indicio de lo que sentía… ¿Se enamoraron de él otros muchachos? Él no de ellos, con toda seguridad.»

 

Por entonces los compañeros de escuela resultaban un canal alternativo y liberador de la represión imperante, y las amistades románticas se veían exaltadas. Estas relaciones podían incluir contacto sexual, y muchas identidades se forjaron u orientaron a partir de esas experiencias. Mientras algunos amigos de Thoby tuvieron relaciones homosexuales solo en la adolescencia y primera juventud, y luego se casaron o llevaron adelante vínculos heterosexuales, tal el caso del economista Maynard Keynes; otros, como el escritor Lytton Strachey, siempre se declararon homosexuales. Pero en 1901, cuando aún nadie le había hablado “con franqueza sobre la sexualidad”, Virginia estaba lejos de plantearse interrogantes sobre la vida íntima de su hermano.

En julio de ese año, en vísperas de partir nuevamente de vacaciones a Fritham, Leslie pidió prestados a la biblioteca una serie de libros para ella; por su parte, Thoby se encargó de sugerirle lecturas e incluso prometió ayudarla con una o dos obras griegas. Al tiempo que le pedía asesoramiento, Virginia ponía a su hermano al tanto de sus lecturas:

 

«He leído Antígona —Edipo en Colono— y voy por la mitad de Las Traquinias. Me gustaría volver a leer Antígona, y cualquier otra obra que me aconsejes. Para mi inmenso orgullo encuentro que realmente disfruto de Sófocles, no solo lo admiro.»

 

La afinidad con Thoby planteaba aspectos diferentes de los que caracterizaban su relación con Vanessa, poco propensa a expresarse con palabras. Mientras que con él podía discutir y medirse intelectualmente, su condición de varón lo eximía de las inevitables comparaciones que disgustaban a Vanessa, ya que veía allí la “forma más fácil de criticar”.

A pesar de los cursos en King’s College, Virginia no tenía, como sus hermanos, compañeros de estudio con quienes confraternizar. Sus amigas pertenecían al círculo formado por parientes y amistades de su familia. Y, en eso, Vanessa comenzaba a diferenciarse. En 1901 Nessa aprobó el examen para entrar en la Real Academia de las Artes y logró ser admitida en un cupo que limitaba a veinte el número de mujeres. Allí se hizo amiga de Margery Snowden, con quien compartía su interés por la pintura y de quien Virginia pronto estuvo celosa. Como también necesitaba compartir sus proyectos con otros, Virginia se dedicó a buscar un grupo de lectores que disfrutaran de sus escritos. Todavía no se aventuraba a mostrar su trabajo en público, pero escribía cartas que eran muy bien recibidas por sus corresponsales y en las que desarrolló un particular talento epistolar mientras practicaba su estilo literario.

Virginia descubrió que en sus cartas a mujeres era posible sostener una comunicación íntima y despreocupada. Su necesidad de referentes femeninos hizo que, entre fines de la década de 1890 y principios de la siguiente, encontrara fascinante la amistad con mujeres que rondaban los treinta.

Cuando tenía dieciocho años, sus principales amigas eran bastante mayores que ella: Emma Vaughan tenía veintiséis años; Madge Vaughan, treinta y uno; lady Eleanor Cecil —a quien Virginia llamaba Nelly—, treinta y dos; Kitty Maxse, treinta y tres; Violet Dickinson, treinta y cinco, y Janet Case, treinta y ocho.

Amistad y refugio

Todas ellas eran relaciones que surgían del círculo social y familiar más íntimo. Emma Vaughan era hija de Adeline, la hermana de Julia que murió poco antes del nacimiento de Virginia, y su relación con ella era divertida y cariñosa. Sus cartas a la “queridísima sapo” son fuegos de artificio. Valga como ejemplo aquella en la que le describe su primer baile en el Trinity. En realidad, Virginia cuenta que bailó poco y que se ubicó estratégicamente cerca de su prima Florence, a la que consideraba una cabal descendiente “de nuestras amadas abuelas y bisabuelas francesas”, una mujer “en verdad muy hermosa y lo suficiente como para hechizarte con su encanto”.

Virginia también le comunicaba a Emma sus progresos e intereses literarios. Así le comentaba que se sentía “un poco triunfante sobre la lengua latina como si le hubiese ganado de mano… ¡tan atrozmente difícil como es! En cuanto al griego —agregaba— es mi pan de cada día, y un profundo placer para mí”. Con Emma podía compartir anécdotas, bromear a costa de los primos Fisher, pero también era una confidente con deseos similares; ganar dinero fue una “vieja ambición” compartida, que Virginia pudo comenzar a concretar en 1904 cuando comenzó a escribir reseñas y artículos para el Guardian.

Virginia también se escribía con Marny, otra de sus primas Vaughan. Pero aunque por un tiempo la relación con las hermanas fue bastante íntima, y Virginia compartía con Emma el hobby de la encuadernación y alentaba a Marny con el griego, ambas hermanas, hijas como ella de “hombres con educación”, quedaron asociadas a un estilo más convencional; desarrollaron tareas filantrópicas, nunca se casaron y vivieron juntas en Kensington. De hecho, no pasaron muchos años antes de que Virginia comenzara a sentir que una y otra eran un fastidio, y —desde aproximadamente 1917— se convirtieron en blanco de burla.

El único varón de la familia, William Vaughan, se había casado con Madge Symonds, autora de la novela Days Spent on a Doge’s Farm (1893), a quien por mucho tiempo Virginia consideró un modelo a seguir. Le parecía que sus descripciones campestres revelaban una “verdadera alma de artista”. Madge, que había crecido en los Alpes suizos, a los veinte años se alojó en casa de los Stephen y conquistó el afecto de todos. Cierta vez, Julia le envió un escrito de Virginia, quien nunca olvidaría el “intenso placer, como si yo fuese un violín y alguien lo tocara”, que sintió cuando se enteró de que su madre había dicho que “era tan imaginativo”. Con el tiempo, ambas intercambiaron críticas y manuscritos. Fue uno de los “tiranos y semidioses” de la infancia y Virginia siempre recordaría la ocasión en la que se decía a sí misma, mientras se lavaba las manos en el cuarto de niños de Hyde Park Gate: “En este momento ella se encuentra bajo este mismo techo”.

Pero la mujer que Virginia llamó “Mamá Vaughan” no llevó a cabo los ideales que había proyectado en ella, y con los años se transformó a sus ojos en una persona “corriente” cuyos rasgos utilizó en el personaje de Sally Seton, la amiga de juventud de la protagonista de La señora Dalloway: una exuberante e imprevista jovencita, que termina transformándose en una convencional matrona.

Su amistad con Violet Dickinson fue mucho más relevante. Se trataba de una amiga y compañera en tareas filantrópicas de Stella, que las hermanas Stephen heredaron. A través de ella,

Virginia estrechó su relación con lady Nelly Cecil, definida en sus cartas como “la mejor de esos viejos aristócratas”. Tanto Violet como Nelly Cecil apoyaron la carrera literaria de Virginia. La relación con ellas se afianzó a partir de 1902, momento en el que Janet Case comenzó a darle clases de griego, completándose así el grupo de mujeres con las que estuvo muy unida por esos años.

Menos íntima pero haciendo valer sus derechos, Kitty Maxse —casada con el beneplácito de Julia con Leo Maxse, editor de la National Review— merece un párrafo aparte. Recordemos que Kitty era una de las tres hijas de una íntima y vieja amiga de Julia que murió muy joven, Susan Lushington. Virginia la retrató formando parte del ramillete que adornaba la mesa de té victoriana, como el arquetipo de mujer mundana que deseaba ayudar a las hermanas Stephen a concertar buenos matrimonios, y finalmente terminó convirtiéndola en musa inspiradora del personaje de Clarissa en La señora Dalloway.

Vanessa pasó con Kitty unos días en el verano de 1900, y Virginia, que se sentía incómoda en su papel de ama de casa, extrañaba a su hermana y estaba celosa. Lo cierto es que todas las amistades de Vanessa caían bajo su mirada crítica, y cuando esta fue dama de honor de la boda de Katherine

Symonds con el pintor Charles Furse, Virginia retrató al pintor y a su entorno con ironía, diciendo que se había tratado de la boda más cómica que había presenciado y que apenas podía creer que estuvieran casados. Pero cuando Charles Furse encontró a Nessa en la National Gallery (Galería Nacional) y la invitó a pasar unos días con ellos en su nueva casa, Virginia debió aceptar la partida de su hermana.

Una nueva desgracia familiar intensificó su necesidad de un espacio reparador, de un mundo en el que solo hubiera espacio para el arte. En abril de 1901, Virginia exclamaba: “Si alguna vez existió una tragedia griega, la familia Fisher es una”. El médico que atendía a Hervey Fisher sugirió internarlo en un asilo, tal vez por eso Virginia soñaba con un mundo sin sufrimiento:

 

«Lo único que hay en este mundo es la música… la música, los libros y uno o dos cuadros. Voy a fundar una colonia en la que no existirá el matrimonio —a menos que uno se enamore de una sinfonía de Beethoven—, no habrá ningún elemento humano —salvo el que proceda del arte—, nada más que paz ideal y meditación.»

 

Por entonces, anticipándose a cuestiones que elaboraría en personajes como el de Septimus en La señora Dalloway, se preguntaba por el límite entre la sanidad y la locura:

 

«Este mundo de seres humanos se vuelve muy complicado; lo que aún me asombra es que no llenemos más manicomios. Hay mucho que decir acerca de la visión enajenada de la vida… quizá sea la sana después de todo: y nosotros, los tristes, sobrios y respetables ciudadanos realmente deliramos en cada momento de nuestra vida y merecemos que nos encierren para siempre.»

 

La dificultad para orientarse en el mundo adulto podía relacionarse con que a pesar de sus actividades artísticas e intelectuales, las hermanas se comportaban como jóvenes victorianas y continuaban asistiendo a reuniones y bailes. Sin embargo, como Virginia le contó a Emma, cada vez era más evidente que placeres como esos les estaban vedados:

 

«Nuestra temporada londinense… resultó de lo más aburrida. Solo fui a tres bailes, y creo que nada más. Pero la verdad es que, como solemos repetirnos, somos un fracaso. De veras, no podemos brillar en Sociedad. No sé cómo se hace. No somos populares: nos sentamos en los rincones y parecemos mudas que suspiran en los funerales. Sin embargo, hay cosas más importantes en esta vida. Por lo que sé, no me van a invitar a bailar en la próxima fiesta, y ese es uno de los motivos por el cual espero ir ahí. Este es el tipo de cosas que le digo a Dorothea [Stephen] y ella resplandece como un atardecer en el Mont Blanc (¿puedes ver desde tu ventana el Mont Blanc como para refutar mi metáfora?), y dice “¡Cállate!”.»

 

Mientras tanto, una nueva era comenzaba. La reina Victoria, cuyo reinado se extendía desde 1837, falleció en 1901. La soberana había regido y pautado los comportamientos de toda la nación por más de sesenta años, y su muerte sensibilizó a los ingleses. Como escribió su biógrafo: “Parecía que estaba por tener lugar una inversión monstruosa del curso de la naturaleza. La vasta mayoría de sus súbditos jamás había conocido un día en que la reina Victoria no reinara sobre ellos”. Aunque vivió momentos turbulentos, y no siempre le fue fácil contentar a su pueblo, los últimos años de la reina fueron “de apoteosis. En la imaginación deslumbrante de sus súbditos, Victoria se elevaba hacia las regiones de la divinidad a través de una nube de purísima gloria”. Pero para muchos, “su naturaleza, en la que la imaginación y la sutileza ocupaban un lugar tan pequeño”, le había impedido comprender los nuevos movimientos sociales, por lo que el final del período que ella simbolizaba generaba nuevas expectativas.

Cabal representante de la era victoriana, a sus setenta años Leslie se acercaba a la imagen de profeta hebreo que Virginia supo retratar. Pero también había en él un espíritu innovador y, según su biógrafo Noel Aman, fue un pionero en el estudio sociológico de la literatura, señalando, entre otras cosas, que la demanda del público lector tiene destacada influencia en la producción literaria. Para él, que los conocía y frecuentaba, Thomas Hardy, Henry James y George Meredith solo eran amigos talentosos. No veía en ellos un genio particular, se quejaba de que a diferencia de lo que ocurría en su juventud, “para la generación en ascenso” nadie simbolizaba lo que Mill y Carlyle habían representado para la suya. Tampoco encontraba entre ellos “un novelista realmente bueno ni un poeta de alto rango para reemplazar a los viejos ídolos”. Es llamativo que este hombre, que valoraba la literatura sobre todas las artes, no entendiese demasiado de pintura ni de música, e incluso, a diferencia de muchos de sus contemporáneos que sentían que ese era un viaje iniciático indispensable, nunca había visitado a Italia.

Leslie tenía una particular relación con la naturaleza y había preferido otro tipo de viaje; agnóstico y adherente a las teorías evolucionistas de Darwin, en su juventud fue un destacado montañista y editor del Alpine Journal. Entre sus hazañas, se contaba que había recorrido en doce horas las sesenta millas que separan Oxford de Londres. También fue el primero en escalar el monte Schreckhorn, en Suiza.

En 1902 mucho de eso pertenecía al pasado. No sabemos si Virginia leyó toda la obra de su prolífico padre, pero sí que consideró Atardecer en el Mont Blanc lo mejor que escribió. Lo cierto es que Leslie, que recibió distinciones honorarias de Cambridge, Edinburgh, Harvard y Oxford, en 1902, el mismo año en que su salud se deterioraba, fue nombrado caballero (Knight Commander of the Bath).[96] Por entonces, sintiéndose enfermo y con el presentimiento de que su vida acababa, consultó con su médico. A pesar de lo grave de su estado, la familia pasó su tercera temporada en Fritham. Debido a su enfermedad, Leslie estaba más tiempo en la casa, y el verano de 1902 transcurrió sin grandes problemas. La familia no perdió la costumbre de recibir visitantes, y ese año se destacó la presencia de Clive Bell, amigo y compañero de estudios de Thoby y de Violet Dickinson, cada vez más cerca de la familia.

Gracias a que Violet guardó la mayoría de las cartas que Virginia le envió, se pueden rastrear casi día a día sus preocupaciones e intereses de ese tiempo. Entre 1902 y comienzos de 1904, Virginia le escribió a Violet constantemente; durante la enfermedad de Leslie su amistad se hizo cada vez más estrecha y se han podido conservar cerca de cien cartas de ese período. Hay que considerar que en su correspondencia publicada —la edición inglesa es de seis volúmenes— se han recopilado alrededor de tres mil ochocientas cartas, dispersas en colecciones privadas y públicas. Después de tan arduo trabajo, los editores de la correspondencia dieron en llamarla corresponsal compulsiva, ya que, además de las editadas y considerando todas las que se habrán perdido, es inevitable pensar en la extraordinaria cantidad de cartas que debe haber escrito a lo largo de su vida. No sabemos cuántas, pero el número debe ser impactante, ya que hay registros de que llegó a escribir hasta siete cartas por día.

En abril de 1902, Virginia se encontró otra vez al frente del hogar. La familia pasaba unos días en Hindhead; allí estaban Leslie, Gerald, Thoby y Adrian, ya que Vanessa y George habían programado un viaje a Italia. De pronto, Leslie no se sintió bien, y el médico sugirió que regresara a Londres a ver a un especialista. Le diagnosticaron cáncer de intestinos y se hicieron interconsultas. El doctor Savage, médico de la familia, opinaba que no debían operarlo, pero el cirujano lo recomendaba. Su enfermedad marcó el retorno de George y Vanessa; y aunque indicaron la intervención quirúrgica, luego se suspendió. Según pasaban los meses, Virginia sentía la necesidad de ver con más asiduidad a Violet Dickinson, a quien le escribía: “Ahora quisiera realmente que estuvieras aquí. Estamos completamente solas; me llevo bien con Nessa, pero se aburre tanto conmigo (aunque también me tiene mucho cariño)”. La foto de 1902,[97] que muestra a Virginia de perfil y que se ha convertido en imagen icónica[98] de la escritora, corresponde a este nuevo período de duelo.

Mientras que Virginia tomaba sus clases de griego con Janet Case y pasaba mucho tiempo junto a su padre, Vanessa asistía a la academia, donde conocía gente nueva y se sentía fascinada por la personalidad y la obra del pintor John Singer Sargent, de quien recibía tres clases semanales. Él era un espléndido maestro y Vanessa estaba en los cielos. Las horas en la academia le permitían desarrollar su vocación y también huir de la densa atmósfera de Hyde Park Gate. El antagonismo que sentía hacia su padre la liberaba de la preocupación y de la pena de Virginia, quien tampoco podía compartir sus sentimientos con sus hermanos varones, ya que tanto Thoby como Adrian vivían en sus respectivos colegios y la mayor parte del tiempo se mantenían alejados del ámbito hogareño. Así pues, cuando

Virginia se encontraba sola entre Leslie y su hermana —la tía Caroline Emelia (apodada Nun)— se quejaba de la densidad de la atmósfera y exclamaba: “Solo mi cuerpo entre aquellos dos”.

Finalmente, el 12 de diciembre, sir Frederick Treves, el cirujano que había atendido a la reina Victoria y trataba al nuevo rey, operó a Leslie. Su estado era delicado y la operación se convirtió en “una cosa horrible” que tampoco podría curarlo. La evolución fue favorable, pero a nadie se le ocultaba que no había esperanzas, y esa Navidad pasó inadvertida: “Tal vez sea un síntoma de la edad y muchas ilusiones perdidas”, escribió Virginia, que apenas tenía veinte años.

A pesar de la enfermedad de Leslie, todos trataban de llevar una vida normal; continuaban con sus estudios y con su vida social. Pero la particular belleza de Virginia no alcanzaba para que calificara como una correcta damisela de sociedad. Así lo relata en una carta:

 

«Fui a Dos Bailes la semana pasada, pero creo que la Providencia decretó inescrutablemente otro destino para mí. Adrian y yo bailamos un vals (¡al ritmo de una polca!), y Adrian dice que no puede concebir cómo alguien puede ser tan idiota que llegue a parecerle divertido bailar; y veo cómo lo hacen, pero siento que todas las bonitas damiselas están muy lejos, en otra esfera —lo cual es tan patético— y daría todo mi profundo conocimiento del griego por bailar realmente bien, y Adrian también daría cualquier cosa.»

 

El 25 de enero de 1903, Virginia cumplió veintiún años. Ese mismo día recibió una carta de felicitación de sus primos Madge y William Vaughan, y vio en ese delicado homenaje un gesto que la rescataba de la “desesperación”, haciéndola “sentir joven otra vez, como cuando un cumpleaños era un cumpleaños”.

Las pérdidas y duelos habían signado su adolescencia, se sentía joven y vieja a la vez; y mientras ciertos rasgos de su personalidad se veían forzados a madurar rápidamente, en otros aspectos seguía siendo una niña desvalida. Julia fue una madre idealizada, pero, en cierta medida, ausente; casi nunca la veía a solas. Esa añoranza por la madre lejana contribuyó a la necesidad de rodearse de figuras maternas, y a la idealización y amor con que Virginia revistió a mujeres que, como Vanessa y Violet, tenían características maternales.

Por entonces, la embargaban sentimientos e impresiones que salían del marco de lo cotidiano, y experimentaba lo que llamó “la sensación de ser un extraño”. En principio asoció ese sentimiento con la visión de George, el acróbata del circo victoriano que le hacía sentir que tanto ella como Nessa solo eran espectadoras de aquella exhibición. Es verdad que tenían buenas localidades, pero no se les permitía tomar parte del espectáculo: “Solo se esperaba de nosotras que admiráramos y aplaudiéramos a los hombres de la familia cuando realizaban las diferentes figuras del juego intelectual”. En realidad, el sentimiento de exclusión fue una consecuencia que las hermanas debieron pagar como tributo a su sensibilidad y respectivas vocaciones. Tanto Vanessa como Virginia comprendieron que podían sentirse solas aun rodeadas de gente. Y es esa sensación de extrañamiento o inadecuación la que explica situaciones como la que relató en una carta a Violet, en las que se refiere a sí misma como “Sparroy”.[99] Allí estaría ella, presente-ausente, rodeada por la marquesa de Bath y lady Cromer: “Alice y lady Bath y Katie y Beatrice se sentarán todas alrededor como las magníficas aristócratas que son, y no habrá un lugarcito para Sparroy, literata ágil e ingeniosa, pero enteramente de clase media”.

Ese tipo de mujeres siempre ejercerían fascinación sobre ella, y Virginia no dudaba en declararse “susceptible a los encantos femeninos”. Aunque rechazaba la frivolidad y superficialidad de las reuniones sociales, e incluso podía sentirse humillada si percibía que no estaba a la altura de las circunstancias, también podía disfrutar de conversaciones leves e intrascendentes y le gustaba observar a la aristocracia en su elemento. De hecho, esta ambivalencia entre rechazo y admiración se traslada a sus novelas y a la toma de una u otra posición de sus personajes. Desde Fin de viaje en adelante, las reuniones sociales y fiestas reciben este particular tratamiento, que alcanza su máxima expresión en La señora Dalloway, donde el deseo de lograr que la fiesta que organiza sea perfecta impulsa a la protagonista, y esa actitud genera el rechazo de Peter Walsh, su amigo y enamorado de juventud, que lamenta que ese aspecto de Clarissa opaque otros mejores.

Aunque Violet Dickinson respondía al prototipo de la mujer victoriana de clase alta y muy bien relacionada con familias de nota y aristócratas, como también tenía aspiraciones y gustos intelectuales, se convirtió en una amiga imprescindible. En 1902 Leslie observaba que Violet retribuía el cariño de Gima y aprobaba que pasaran gran parte del día discutiendo sobre literatura y otros temas. Además, como los informes médicos se contradecían y Virginia notaba que su padre se debilitaba día a día, decidió, en lugar de compartirlos con él, enviarle a su amiga los ejercicios literarios a los que se dedicaba con empeño. Entre agosto y septiembre de 1902, Virginia escribió unas memorias de Violet y se las dedicó con afecto. El tributo, titulado FriendshipS Gallery, que escribió durante las vacaciones en Fritham House, es un bello documento que la amiga atesoró, lo mismo que sus cartas.

Por entonces, Violet tenía alrededor de treinta y siete años. No era una mujer bella, y llevaba su imponente figura y sus cabellos canos con gracia y simpatía. Podía ser el alma de una reunión, pero había mucho más en esta cuáquera ligada a la aristocracia. Toda la familia la apreciaba. Incluso Leslie, que, sin perder el sentido del humor, escribió: “Su único defecto es que mide 1,83”. Satisfecho, él comprobaba que se había “encariñado con las niñas” y que admiraba la inteligencia de Ginia. Dedicada a la filantropía, Violet acostumbraba visitar a los enfermos mentales del London Hospital y a criminales con problemas psíquicos. Optimista, modesta, generosa e independiente, su presencia fue cada vez más necesaria para Virginia, y su relación pasó rápidamente a la intimidad. Al principio, como la diferencia de edad exigía un trato formal, Virginia encabezaba sus cartas con un “Mi querida Miss Dickinson”, pero pronto pasó al afectuoso “Mi querida Violet” y finalmente al más íntimo “Mi querida mujer”.

El cariño quedaba demostrado en las despedidas, donde Virginia terminaba: “your lovef ” (tu amante) o your loving goat” (tu cariñosa cabra). Y también en las firmas al pie, donde utilizaba su nombre o sus apodos cariñosos: Sparroy, “monkey” (mono), canguro o wallaby, animalitos, todos ellos, necesitados de cuidados y atención. Como sustituto de la figura materna, Virginia reclamaba de Violet afecto nutricio y presencia; la relación de ambas se hacía más intensa y apasionada, y a fines de 1902 Virginia le escribía acerca de sus proyectos literarios:

 

«Voy a escribir una gran obra de teatro… Trata de un hombre y una mujer… mientras pasan de la infancia a la edad adulta, sin encontrarse jamás, sin llegar a conocerse, pero todo el tiempo sentimos que cada vez se acercan más y más.»

 

En la época victoriana, la llamada amistad romántica implicaba compromiso, pasión, intimidad y confidencias. Analizando con los criterios actuales, el lenguaje utilizado por Virginia podría considerarse “descaradamente lesbiano”, pero no hay documentos que atestigüen y sería muy atrevido concluir que la relación amorosa e intensa con Violet haya tenido implicancias sexuales.

En 1903, por deseo de Leslie, la familia pasó las Pascuas en una casa en las afueras de Londres. Tanto a él como a Virginia les agradaba el lugar, y ella le escribió a Violet:

 

«Thoby y Adrian están aquí. Adrian se va mañana, pero Thoby se queda hasta el domingo. Es una criatura encantadora e incapaz de expresarse, con torrentes de cosas dentro de él. Adrian, por el contrario, habla sin parar, quince años menor que todos nosotros.»

 

Atenta a las contradicciones de los médicos y a las diversas opiniones de las enfermeras acerca de la salud de Leslie, Virginia no podía evitar sentirse alterada. Oscilaba entre etapas de negación en las que le parecía que su padre era el mismo de siempre, y otras en las que lo veía cada vez más debilitado. Durante todo ese año de agonía, y experimentando el dolor de la próxima pérdida, pasó la mayor parte del tiempo con Leslie y rodeada de médicos y enfermeras. Su trato cotidiano con los doctores, que databa de la crisis que sufrió después de la muerte de su madre, se incrementó durante la enfermedad de Leslie, ya que en algunas oportunidades lo atendieron hasta cinco profesionales.

Esa misma variedad provocaba situaciones de conflicto, porque el enfermo ponía tan pronto su confianza en un médico como en otro. Pero lo cierto es que ninguno podía hacer demasiado. A las crisis seguían momentos de calma, registrados minuciosamente en las cartas que Virginia le escribía a Violet, donde además reconocía la importancia que su amiga había adquirido en su vida:

 

«Mi adorada mujer:

Tus cartas son como un bálsamo para el corazón. De veras pienso que debo hacer lo que nunca hice antes: tratar de preservarlas. Nunca guardé ni una carta en toda mi vida, pero esta amistad romántica debería de conservarse. Muy pocas personas tienen sentimientos que podrían expresar —al menos de afecto o de compasión— y si los que tienen sentimientos no los manifiestan —los mundos como una luna apagada—, vida para los Sparroys y las Violets.»

Una extraña pausa

En mayo de 1903, cinco meses después de la operación, el doctor Treves visitó a Leslie y se sorprendió de verlo “vigoroso de mente y alegre”. Su pronóstico era que, de no mediar complicaciones, viviría cerca de seis meses, y aconsejaba que “hiciera todo lo que sentía que podía hacer: caminar, trabajar y ver gente”. Virginia, cuya tarea consistía en escribirles a amigos y parientes sobre el estado de salud de su padre, sufría al ver el contraste entre la aparente buena presencia que Leslie conservaba y la realidad de su enfermedad y los pronósticos médicos.

Además, lamentaba la falta de estímulo intelectual y le escribía a Thoby: “No consigo que nadie discuta conmigo ahora […]. Tengo que nutrirme de los libros, dolorosamente y a solas, lo que obtienes cada tarde sentado junto al fuego y fumando tu pipa con Strachey, etc.”. Si bien sentía que hacía ese trabajo lo mejor posible y con el mayor esfuerzo, le parecía que su conocimiento era escaso y estaba convencida de que la mejor manera de adquirir una buena formación intelectual era a través de conversaciones con condiscípulos y maestros.

Mientras las mujeres de la casa supeditaban sus estudios y actividades artísticas a la atención que Leslie requería, los varones seguían con sus quehaceres. Aun así, para Vanessa y Virginia era un alivio verse liberadas de sus compromisos sociales, por lo que contemplaban indiferentes como George y Gerald asistían todas las noches a los bailes o a la ópera.

A pesar de vivir la situación con culpa y experimentar dolor, Virginia debía intuir que la muerte de Leslie era el pasaporte para la libertad. El precio de la emancipación era alto, pero era evidente que todos comenzaban a pensar en lo que les deparaba el futuro. Jack Hills opinaba que Thoby debía ir a la corte y convertirse en magistrado.

Imaginando que sería un juez justo, cuyos juicios no se verían afectados por los sentimientos, Virginia le escribía a su hermano: “Si la razón estuviera de mi parte, deberías ser mi abogado”.

La tarea de contestar las cartas de amigos y parientes que preguntaban por Leslie acentuaba lo lúgubre de esos días. De todas maneras, había momentos alegres. A menudo Virginia veía a su padre de buen humor, incluso animado. Según parece, Leslie pasó de manera pacífica su último año de vida. Tal vez hubo menos arrebatos en su conducta; esto y el hecho de que nunca hiciera preguntas acerca de su salud —como si secretamente supiera lo que pasaba y no quisiese hablar de ello— contribuyeron a que la relación atravesara por un buen momento. Virginia escribió acerca de esos días:

 

«El calor es bastante malo para papá, pero está muy alegre, y escribe y le gusta mucho conversar. Algunos días se lo ve tan bien, que no se puede creer. Es una extraña pausa y no pasa mucho más; y el mundo sigue su curso como de costumbre.»

 

Virginia se atormentaba porque pensaba que su padre no hablaba de su enfermedad pero que era consciente de lo grave de su estado, y se sintió especialmente conmovida cuando, fiel a sí mismo, le preguntó si le gustaba a Violet Dickinson. Virginia le escribió a su amiga contándole: “Y se puso contento como un niño, o un Sparroy, cuando le dije que sí. Le conté que disfrutaste de su charla… y él dijo, espontáneamente, que eras una mujer encantadora. Es un terrible flirteo”. Este tipo de alusiones poblaba las cartas entre las amigas, donde un lenguaje juguetón daba lugar tanto a las bromas como al erotismo o a la demanda de atención por parte de Virginia. Tanta era la intimidad que este hecho llevó a que muchos años después, en 1936, Virginia le rogara que no dejase que nadie más leyera “aquellas cartas”.

A mediados de 1903, la salud de Leslie seguía deteriorándose, y muchos parientes pensaron que ese era el momento de convertir a los hermanos Stephen. Tal fue el caso de Dorothea Stephen que, mientras conversaban sobre cristianismo, insistió en demostrarles que ciertas partes de su alma estaban vivas; “mientras que las nuestras —escribió Virginia en una carta — estaban atrofiadas”:

 

«Una suerte de instinto (probablemente milagroso) la llevó hacia la única Biblia en la habitación, y acaba de leer un salmo en voz alta, algo acerca de ser salvada de una perra y de sus entrañas. Tratamos de aparentar que estábamos en la iglesia. Adrian se derrumbó completamente. Ahora canta a través de la nariz, con voz inspirada y sonora. Oh, mi Violet, qué confusión que es el mundo.»

 

Lo cierto es que la familia podía ser un engorro y los veranos, en Salisbury, alentaban la convivencia con los tíos y primos Fisher que alquilaban una casa cerca, lo que deprimió a Vanessa y Virginia. Es de suponer que el comportamiento de las Stephen no fuera del gusto de algunos de sus parientes, y como resultado hubo discusiones con la tía Mary y ruptura de relaciones con la duquesa de Bedford, que llegó a acusar a Virginia de hacer del intelecto un dios.

De hecho, es posible que a mediados de 1903, a Virginia le interesara más que nada continuar con sus ejercicios de escritura —muchos de los cuales están reunidos en A Passionate Apprentice—, y todos podían percibir su firme decisión de convertirse en escritora. Por entonces Violet era su mayor referente, solía enviarle sus escritos y esperaba ansiosa su crítica. Recordando esa época de múltiples intentos, Virginia escribió:

 

«Por ese entonces estaba escribiendo un ensayo largo y pintoresco sobre la religión cristiana, llamado Religio Laici, creo, para demostrar que el hombre necesita a Dios; pero el Dios era descrito en proceso de cambio. Y también escribí una historia sobre las mujeres y una historia sobre mi propia familia… todo ello muy prolijo y al estilo isabelino.»

 

Virginia se sentía acompañada y comprendida por Violet, y lamentaba que Vanessa no tuviera una experiencia similar en su relación con Kitty Maxse, a quien no dejaba de criticar. Incluso le decía a su hermana que su amistad con Violet era como una roca “en medio de las arenas movedizas de las Kitties y las Snows”.[100] El carácter de Kitty, y su búsqueda de figuración social, el hecho de que estuviera “en el mismo corazón de la política, en Birmingham”, le producían el mismo rechazo que George, quien en ese tiempo tocaba “el cielo con las manos” porque había conseguido un puesto en el Tesoro. En realidad, no era la política en sí la que la sacaba de quicio, sino cómo la encaraban los Georges y las Kittys. Con el tiempo, y gracias a la influencia de Leonard Woolf, Virginia modificaría su actitud aunque seguiría asociando lo político a manejos que en algún momento dejaban de ser claros.

Puede decirse que en 1902 la amistad entre Virginia y Violet se profundizó al extremo de que, liberadas de ciertos convencionalismos, ambas expresaban sus puntos de vista acerca de los más variados temas, incluso dejaban claro qué pensaban de los Duckworth:

 

«Georgie y Gerald son un par maravilloso. Las cenas con ellos son tema de risa hasta diez días después. El temperamento de una persona es lo que me divierte. Dios mío, son cómicos. Gerald un poco celoso y Georgie el buen muchacho, cuya virtud ha sido recompensada. Si alguna vez escribo una novela, esos dos aparecerán tal como son en persona. “La gente siempre me dice que George debería haber sido diplomático”, dice Gerald. “Pero ahora creo que yo también hubiese sido un buen diplomático”… Y espera nuestra respuesta. ¡George nos explica muy serio que siempre hay que levantarse para abrirle la puerta a una dama en la casa de un diplomático! Pixton [el hogar de la condesa Carnarvon] es una casa diplomática para él.»

 

Puede verse que a medida que se atenuaba el recuerdo de Julia, también se extinguía la relación armoniosa que ella había logrado imponer dentro de la familia. Los Duckworth y las hermanas Stephen eran claramente antagónicos, y los hijos de Leslie coincidían en que, después de su muerte, no tenía sentido que siguieran viviendo en la misma casa con sus hermanastros. Sin embargo, la decisión no podía tomarse a la ligera e implicaba una serie de negociaciones y secretos. En principio, acordaron que Nessa hablase al respecto con Gerald, y todos se sintieron aliviados cuando él tomó la decisión de buen grado.

Los hermanos supusieron que George iba a resistirse al cambio, y Virginia le escribió a Violet señalando que el temperamento moderado de los Duckworth —incluidas sus filiales relaciones con condesas— era apropiado para “hermanas y madres pero no para esposas”. Era obvio que George no renunciaría fácilmente a sus hermanas, y había que actuar con sigilo.

Gerald habló con él y le comunicó su decisión de mudarse por su cuenta, pero George seguía en sus trece y aseguraba que, pasara lo que pasase, él continuaría viviendo con los Stephen. Sus protestas sonaron persuasivas y casi convencen a Virginia, quien, olvidando las irritantes maneras de George, y de alguna manera negando los episodios de abuso del que años después dejaría profuso testimonio, llegó a considerar que podían llegar a llevarse “muy bien juntos”.

Lo cierto es que era muy difícil que mujeres jóvenes como Vanessa y Virginia pudieran defender su independencia sin ser atacadas. Aunque tiempo antes, y en un acto de insurgencia, Virginia había llegado a su casa blandiendo ante George, como un estandarte, la ropa interior que se le había desprendido en una reunión, la sociedad y la familia no estaban preparadas para aceptar rebeldías. El carácter y el comportamiento de las Stephen merecían acusaciones y reclamos de diferente tipo. Entre ellos, los pronunciados por la tía Fisher, que se sentía herida al comprobar que sus sobrinos no tenían intención de ser formales en sus relaciones.

Las cosas empeoraban y la tensión acumulada provocaba explosiones y escenas emotivas que Virginia deploraba. La enfermedad de Leslie culminó un proceso que había comenzado con las muertes de Julia y de Stella, y tanto Vanessa como Virginia rechazaron desde entonces los intentos de quienes querían coartar su libertad y deploraron cualquier situación que exacerbara el histrionismo o dramatismo exagerado. Por entonces, refiriéndose a la activa presencia de familiares y amigos, Virginia escribió:

 

«Pululan los parientes y allegados […]

Tres mañanas he pasado mientras me tomaban de la mano y trataban de que afloraran mis emociones, sin mucho éxito. Son buena gente, lo sé, pero sería mucho más misericordioso si pudieran mantener sus virtudes y afectos, y todo el resto, para sí mismos.»

 

Otro punto delicado y que provocaba su aprensión estaba relacionado con los médicos. Virginia experimentaba un sentimiento de desconfianza y rechazo que aumentó cuando un cirujano consultado aseguró que las medidas del doctor Seton habían complicado el estado del paciente. Los diagnósticos equivocados, la impotencia de los doctores ante lo inevitable y sus órdenes y contraórdenes contribuían a esos sentimientos. Pero a esto se le sumó otro elemento. Es probable que, durante la convalecencia de Leslie, Vanessa comenzara a temer por la salud de Virginia, y fue en ese momento cuando, superando con gran esfuerzo el pudor y la vergüenza, le contó al doctor Savage de los avances incestuosos de George. Cómo ya señalamos, sin inmutarse, el médico le aseguró a Nessa que las atenciones del hermanastro estaban dirigidas a aliviar el dolor de la joven por la fatal enfermedad de su padre “que estaba muriendo, tres o cuatro pisos más abajo, de cáncer”.

El 14 de noviembre, demasiado débil para escribir, Leslie le dictó a Virginia sus últimas palabras en el Mausoleum Book. Allí agradece el cariño y la ternura de sus hijos durante esos últimos años y se despide de ellos con las siguientes palabras: “Me reconforta pensar que todos ustedes se quieren tanto que cuando me haya ido estarán bien capacitados para vivir sin mí”.

En Nochebuena Leslie intentó en vano recitar la “Oda a la Navidad” de Milton. Debilitado en extremo, logró vivir hasta el cumpleaños de Virginia, ocasión en la que le regaló un anillo —el primero “que tuve en mi vida”— y se mostró agradecido de tenerla como hija.

Virginia atravesó el final de esa etapa con plena conciencia de que la muerte sería liberadora para Leslie, y con la certeza de que lo echaría de menos. Todos estaban sorprendidos de su extraordinaria fortaleza y resistencia. Finalmente, la noche del 21 de febrero, Leslie perdió el conocimiento y falleció a las siete de la mañana del día siguiente. Una nueva era comenzaba.