CAPÍTULO XXXVI - 1933
“Apenas sé cuál soy, o dónde estoy”
“ME gustan las máscaras. Me gusta la desorientación que le dan a mis sentimientos”, anotó Virginia en su diario, después de la fiesta de disfraces con la que celebraron los 14 años de su sobrina Angelica, y a la que asistió vestida “como la reina Victoria en su noche de bodas”, mientras que Leonard lo hizo disfrazado de príncipe consorte.[400] En esa fiesta, el cuñado de John Lehmann comentó las posibilidades cinematográficas que ofrecían Las olas, en tanto la actriz Virginia Isham[401] habló de la posibilidad de hacer una emisión radiofónica basada en esa obra. Eran comentarios placenteros y halagadores, pero no lo único interesante que podían deparar las fiestas y reuniones familiares, que también ofrecían material para su próximo libro. Como solía hacerlo, Marjorie Strachey, la hermana menor de Lytton que había nacido en el mismo año que Virginia, divirtió a todos con sus ocurrencias. El paso del tiempo la había convertido en una “anciana gorda […] con un peculiar toque de genialidad en ser descaradamente obscena. […] debería haber estado sobre un escenario”. El ambiente familiar de estas ocasiones era propicio para analizar los efectos del paso del tiempo en amigos y familiares, pero Virginia también conformaba un cuadro que serviría de sustrato para Los años, que por entonces aún continuaba llamándose The Pargiters.
También los compromisos sociales podían ser estimulantes, y poco después de presenciar la representación del ballet Pomona,[402] con vestuario y escenografía de Vanessa, asistió a una reunión bohemia en su estudio de Fitzroy Square, donde comieron “retorcidas salchichas” que se veían indecentes, “como serpientes negras amorosamente entrelazadas”. Pero no todo era diversión; el caso es que durante el mes de enero vivió sometida a varias tensiones. Por una parte, se exigía terminar su libro y, por otra, intuía el nacimiento de uno nuevo. En su diario, cuyas páginas “gracias a Dios en el cielo” no necesitaban ser corregidas, Virginia se desahogaba y buscaba cierto equilibrio. Lejos de estar entusiasmada con la peculiar biografía de Flush, encontraba pesado el trabajo de reescritura que le demandaba “ese abominable perro”. Y si bien deseaba verse libre de las correcciones para dedicarse de lleno a The Pargiters, reconocía el alivio que ese libro había significado después de Las olas.
A principios de enero, después de registrar que había leído entre doce y quince libros en pocos días, Virginia comparaba su cerebro con un “motor Rolls Royce” que ronroneaba a razón de setenta millas por hora, toda una velocidad por entonces. La lectura no interfería con The Pargiters, sabía que pronto debería enfrentarse al “problema de meter 20 años en un solo capítulo”, y visualizaba el libro “como una curiosa y dispar secuencia de tiempo, una serie de grandes globos, unidos por derechos y angostos pasajes de narrativa”. El proceso de escritura era interesante en sí mismo; su corazón se aceleraba mientras imaginaba las escenas y recitaba frases en voz alta, sentada frente a la máquina de escribir; y se preguntaba: “¿Qué conexión tiene el cerebro con el cuerpo?”.
Por fin, el 26 de enero, Virginia logró despachar Flush a la imprenta. Tenía la sensación de que nadie podría acusarla de tomarse poco trabajo con sus “pequeñas historias”, que, al fin y al cabo, obedecían a un “deseo de la mente por cambiar”. Ese deseo la inducía a transitar nuevos desafíos y pensaba que también había sido importante para Shakespeare, dada su capacidad de pasar de la tragedia a la comedia. En su caso, detrás de The Pargiters escuchaba el llamado de la poesía, pero no debía anticiparse y, de hecho, la escritura de esta novela terminó llevando mucho más tiempo de lo esperado. A comienzos de febrero, comenzó a revisar el primer capítulo del libro y decidió sacar los “intercapítulos” y compactarlos en el texto, de manera que los hechos y las reflexiones ya no estarían separados, con lo que pensaba lograr mayor armonía entre argumento y atmósfera y evitar cierto didactismo que comenzaba a sospechar en el texto y que el año anterior había criticado en Lawrence.
Por entonces, además de proyectar un viaje a Italia y tomar lecciones de italiano, continuaba su particular relación con Ethel, a quien comparaba con una plaga de langostas, “buenos, vigorosos insectos”, cuyo potencial dañino era innegable; y que tenía la capacidad de hacerla sentir como si fuera “un caparazón de caracol” picoteado por un tordo, ya que “el pico de su incesante voz” le rompía “el cráneo”. A diferencia de la amistad con la demandante compositora, su relación con Vita se planteaba en términos de armonía y fluía con sencillez, y en cartas que le enviaba a Norteamérica Virginia le contaba que, debido a la fama de Orlando, se haría una representación sobre hielo y le decía: “Es un hecho sorprendente: todos los nobles ingleses dicen descender de los cortesanos que inventé, y que todavía tienen las botas de nieve que usaron en la nevada que yo también inventé”. El tono de las cartas que intercambiaban era cordial; Vita le contaba que había cenado con el presidente Hoover, y Virginia respondía con bromas: “Me voy a cenar con el rey Jorge… excepto que nadie, ni siquiera una esnob azul como yo, podría encontrar mucho entusiasmo en ello”. Al catalogarse de esnob, Virginia admitía una identificación negativa de sí misma; es decir, priorizaba una faceta que se oponía a otras, como su ascetismo y capacidad de trabajo, que por lo menos eran tan válidas como aquella. El punto es que su lado social generaba bastantes conflictos con Leonard. De todas maneras, entre mediados de febrero y finales de marzo alternó su vida en Londres con paseos a Hampstead, exposiciones florales y estadías en Monk’s House; también asistió a conciertos y recibió visitas, entre las que se destacan las de las escritoras Elizabeth Bowen y Rose Macaulay. A su vez, una suerte de añoranza por las amistades y afectos más antiguos la impulsaba a escribirle a Vita e insistía en declararle a Nessa su “pasión” por ella. Otra de sus corresponsales era Ottoline Morrell, con quien compartía el recuerdo de Lytton, y que podía entender su comentario de que Flush era una suerte de broma que había comenzado cuando, agotada por el esfuerzo de Las olas, leía en el jardín las cartas de amor de E. Browning: “La figura de su perro —le escribió Virginia — me hizo reír tanto que no pude resistir hacerle una Vida. Quería jugarle una broma a Lytton, era para parodiarlo”.
Tanto en Los años como en sus últimos libros, Virginia retomaría el pasado, recrearía sus fantasmas, volvería a los seres queridos ausentes, se esforzaría por desentrañar una arqueología cuidadosa, en la que a cada período de tiempo le correspondería un estrato histórico claramente delimitado. Esa necesidad de volver hacia atrás, de establecer conexiones, de recordar escenas, tenía que ver con sensaciones que le confiaba a Ethel: “¿Mueres como yo, yaces en la tumba y luego te levantas y ves a la gente como fantasmas? Todos mis amigos están muertos: Gwendolen Cecil, una de mis primeras: y luego nunca fui a cenar cuando ella me lo pidió. Tú sabes, la vida es demasiado multitudinaria: siento que he estado viviendo desde que hubo algún cocodrilo en el Nilo”. Afortunadamente, la escritura de Los años —novela que abarca desde 1880 hasta la década de 1930— también la anclaba en el tiempo presente, y no faltaban ocasiones en las que circunstancias de la vida real sincronizaran con lo que estaba describiendo en la novela. Fue así como, mientras escribía la escena donde Elvira se rebela contra los honores de una sociedad “completamente corrupta”, Virginia rechazaba el ofrecimiento de un doctorado honoris causa de la Universidad de Manchester.[403] Semejante sincronicidad le hacía exclamar: “Apenas sé cuál soy, o dónde estoy: Virginia o Elvira; en los Pargiters o afuera”.
La escritura de un artículo sobre Oliver Goldsmith,[404] en el que trabajaría hasta fin de ese año, reforzaría, seguramente, esa particular sensación de vivir en varias épocas simultáneamente. Además, mientras se acercaba la fecha de su viaje a Italia, corregía las pruebas d e Flush, ilusionada con “romper el molde del hábito” y aceptar el desafío de The Pargiters. Se trataba, una vez más, como sucedía con sus libros más elaborados, de un proyecto muy ambicioso. Deseaba dar una visión completa de la sociedad, en la que los hechos se combinaran con “la visión”, y lograr así una conjunción entre “Las olas y Noche y día”. “Debería incluir sátira, comedia, poesía, narrativa y ¿qué forma ha de contenerlas todas juntas? ¿Deberé poner en juego una obra de teatro, cartas, poemas? Creo que comienzo a asir la totalidad”. En su libro se expresaría la vida cotidiana y “millones de ideas pero sin sermoneo: historia, política, feminismo, arte, literatura; en síntesis un resumen de todo lo que yo sé, siento, aquello de lo que me río, desprecio, quiero, admiro, odio, y demás”. En Los años Virginia volvería a recrear la era victoriana, pero esta vez como punto de partida de un recorrido temporal. Los ocho capítulos del libro llevan por título años diferentes, salvo el último: “Present Day” (Los días presentes), que culmina en la época contemporánea a la escritura de la novela. Como venía demostrando desde sus primeros libros, Virginia tenía una particular sensibilidad con los años victorianos, con el “espíritu de época” de la década de 1880, noción que había utilizado en el Orlando, y que de alguna manera actualizó en Los años. El período de tiempo que intentaba condensar en esta nueva novela reflejaba una época en extremo cambiante y de la que había sido testigo. Además de retomar los roles de la mujer en el sistema patriarcal, su interés era dar una visión completa del presente; un tiempo signado, como lo venía experimentando la autora, por artefactos que modificaban la vida cotidiana y las costumbres.
La posibilidad de tener un automóvil propio tenía que ver con esa evolución de las prácticas, y a principios de 1933 los Woolf adquirieron uno nuevo. Se trataba de un descapotable de marca Lanchester, que llamaron “El diluvio” y que Virginia describió en su diario: “En color y forma está más allá de los sueños más descabellados […] elegante verde plateado, hermosamente compacto, modelado firme y no demasiado rico… no un auto de adinerados”. El auto se había convertido en un elemento esencial de sus vidas; los Woolf lo utilizaban para llevar los paquetes de libros a destino, les daba autonomía en sus desplazamientos y representaba una facilidad adicional cuando debían hacer las compras para abastecerse. Junto con la cocina a gas y la heladera, se sumaba a las adquisiciones que colaboraban para que pudieran independizarse del servicio doméstico. Se trataba de artefactos a través de los cuales se ganaba una libertad adicional: gracias a la heladera[405] ya no debían hacer las compras a diario; con el auto estaban pronto donde quisieran; y la nueva cocina a gas permitía cocinar rápidamente, sin tener que preparar antes el fuego, a leña o carbón. La conciencia de todos estos beneficios hallaría eco en la relación entre la cocina de la casa victoriana y la de las casas modernas, una de las cuestiones planteadas en Los años. Pero la misma década que mediante la invención de nuevos artefactos facilitaba la vida de las clases medias y altas, presentaba una faceta cada vez más preocupante: antes de partir a Italia, los Woolf conocieron al director de orquesta alemán Bruno Walter, que había abandonado Alemania en enero, forzado a dejar la dirección de la orquesta Gewandhaus de Leipzig, después de que Hitler hubo asumido el poder. Aunque a Virginia no le pareció una persona inteligente “para nada el ‘gran director’” y creyó que estaba “casi loco” porque no podía arrancarse el “‘veneno’ de Hitler”, prestó atención a sus palabras. Walter insistía en señalar que lo que sucedía en su país no se trataba solo de una cuestión que afectaba a los judíos, sino que un “horrible reinado de intolerancia” asolaba Alemania. También decía que había espías por todos lados, y que los soldados invadían las calles marchando incesantemente.
“Nada forma un todo a menos que ESTÉ ESCRIBIENDO”
Durante el viaje a Italia, que iniciaron el 5 de mayo, Virginia tuvo ocasión de observar por sí misma el fascismo italiano. Una vez en el continente, condujeron su Lanchester por la Riviera francesa y llegaron a Siena. Pero también registró escenas cotidianas, como la protagonizada por una mujer que cosía una seda verde sentada a la mesa de un restaurante y que le impresionó porque, aunque estaba rodeada de gente, parecía aislada en un mundo propio, liberada de temores y de expectativas. Muy otro era el caso de la empleada de hotel “con ojos honestos”, que, a diferencia de las matronas que parecían aceptar su destino y tejían frente a sus puertas, les había dicho que los envidiaba porque podían viajar. Virginia pensaba que el hecho de que la joven tuviera conciencia de las diferencias de oportunidades, de clase social y de educación, era un síntoma de que “la vida la aplastaría inevitablemente”.
Además de estudiar a los italianos, en Pisa los Woolf visitaron la última casa donde vivió Shelley y los parajes donde se ahogó después de que su pequeña embarcación naufragara. Allí, Virginia se dejó llevar por otro tipo de escenas, se le antojó que ni los paisajes ni la gente habían cambiado mucho desde entonces, e imaginó esa casa abierta al mar —pero “¿qué palabra hay para lleno de mar?”— en la que Mary Shelley esperó en vano el regreso del poeta; y luego como una visión, o escena, reconstruía mentalmente el momento en el que quemaron su cuerpo en la playa. Sin embargo, nada de esto la distraía lo suficiente como para olvidar el nuevo libro que tenía entre manos. Después de leer The Sacred Fount, de Henry James, y cada vez más convencida de que “el signo de un escritor magistral es su poder de romper su molde cruelmente”, se preguntaba “¡cómo puede alguien, aparte de una orquídea en un invernadero, fabricar semejante sueño de orquídea!”. Estas observaciones se daban en el marco particular de una “Italia fascista”, donde se sentía la presencia de “camisas negras bajo la ventana”. La sensación de amenaza contribuía a que ni siquiera los bellos paisajes de la Toscana o de Siena la distrajeran lo suficiente. Virginia deseaba volver a su entorno y trabajar en The Pargiters y se decía a sí misma que no podía vivir “sin ese intoxicante”. Como había sucedido el año anterior en Grecia, volvían a su memoria recuerdos de sus primeros viajes, y escenas que estimulaban su imaginación, ya exaltada por las ideas que tenía para el nuevo libro. Finalmente, con la noticia de que durante su ausencia la Book Society había elegido Flush como el libro del mes, y que contaba con un premio de 1000 o 2000 libras, emprendió el ansiado regreso a Londres.
A pesar de sus expectativas, cuando a finales de mayo llegó a la ciudad, sintió que no podía escribir, se deprimió y se identificó, nuevamente, con un caparazón de caracol vacío. Mientras The Pargiters se le escapaba, se esforzaba por terminar —“vacía con un bloque frío de cerebro”— el artículo sobre Goldsmith, acechada por la tortura de “cabecear contra una pared en blanco”. En momentos como ese se interrogaba acerca de la esencia de su ser, y concluía: “Escribir es lo único que lo compone: [,] nada forma un todo a menos que esté escribiendo”. Escribir también era un esfuerzo, una desesperación, una “angustia inefable”. Una actividad que relacionaba con la soledad; y tal vez por eso, un día, mientras paseaba por los jardines de Sussex, cuando divisó las figuras de lady Nelly Cecil y Violet Dickinson no pudo afrontar la idea de detenerse a conversar con ellas y se escondió detrás de unas azaleas.
Pero era imposible evitar a todo el mundo y, además de corresponder las obligaciones familiares y sociales, Virginia tuvo que asistir al jubileo por los cincuenta años del Women’s Cooperative Guild. El hecho es que el discurso de la ceremonia no le pareció convincente; que dijeran que estaban en vísperas de un nuevo mundo y que triunfarían los ideales cooperativistas sonaba hueco y vacío frente a la amenaza real del fascismo. Ni una palabra encajaba en ese ambiente “gaseoso” en el que fluían “emociones elementales”; y no obtuvo nada positivo de esa “mera conglomeración, el revuelo, la multitud”. La convicción de que había más realidad en The Pargiters que en todo eso la confirmaba en su deseo de escribir y “anhelaba volver, trabajar”. Esta novela, más que una posible participación política, sería su manera de unir autobiografía, literatura, política, feminismo: la historia personal y social sería revisada, lo mismo que sus libros anteriores y sus lecturas. Finalmente, los primeros días de junio, sumergida en una caudalosa “corriente”, Virginia escribía los capítulos que comenzaban en 1880 y terminaban en los años treinta, ninguno de los cuales le llevó más de seis semanas. Lo fundamental era dar con la forma de expresar “argumentos intelectuales en forma de arte”.
Pero a comienzos de julio unos dolores de cabeza interrumpieron el proceso. Los primeros síntomas se dieron en Londres. Virginia caminaba en un estado de “negra desdicha” por Regent’s Park, cuando experimentó las conocidas subidas y bajadas de ánimo tal vez “menos violentas […] de lo que lo solían ser”, pero en las que persistían la penumbra, el dolor, el conocido “deseo de morir”. A finales de julio, instalada nuevamente en Rodmell, volvió a sentirse fatigada, “tenía escalofríos y temblaba”, estaba completamente agotada, ni siquiera podía terminar sus oraciones, “visitando los reinos silenciosos nuevamente”. En extremo alerta, se preguntaba por esa corriente subconsciente que la reclamaba para sí y en la que se sumergía. Sin duda, “el esfuerzo de vivir en dos esferas: la novela; y la vida [era] una tensión” que cobraba su tributo. Otra vez más, debía comportarse “con circunspección y decisión delante de extraños”. Por eso Leonard evitó que recibiera a Ethel, que había ido de visita a Monk’s House. Los consecuentes reclamos de su amiga no se hicieron esperar, y tras ellos la respuesta categórica de Virginia: “Ese es el problema con las hijas de generales —las cosas son negras o blancas; hay sollozos o ‘gritos’— mientras que yo me deslizo de semitono en semitono [,] tú nunca oyes la diferencia entre uno y otro”.
En esas circunstancias, tres días de soledad e introspección se transformaban en “tres perlas puras y redondas” que las visitas amenazaban disolver. Y Virginia exclamaba: “Qué criminales, desperdiciar una perla; no saben lo que hacen”. Ser “completamente privada” y defender la soledad pasaba a ser tanto un deseo como una necesidad. Así pues, en lugar de asistir al Central Hall, en Westminster, para escuchar y ver a Ethel dirigir su famosa The March of Women —oportunidad en la que Rebecca West habló de los derechos de las mujeres—, permaneció en su casa, sentada junto al fuego, leyendo.
Trabajar en The Pargiters la llevaba a leer copiosamente, como cuando era joven, disfrutando la “vasta fertilidad de placer” que encontraba en los libros. Aparte de revisar a Montaigne, Antígona, biografías e historia, acumulaba notas, también recortes de prensa. Sentía que tenía “suficiente pólvora como para volar St. Paul”. Es decir, había recolectado una buena cantidad de material en el que basarse para denunciar a la sociedad machista y patriarcal, uno de los temas de su nuevo libro. Pero también debía lograr un trabajo compacto. En ese sentido, Turguenev[406] le ofrecía el ejemplo de autor que escribía “y volvía a escribir para desligar lo verdadero de lo no esencial”. Virginia intuía que allí estaba el secreto tanto en la escritura como en la vida; por eso, después de que Clive anunció bruscamente que Francis Birrell tenía un tumor en el cerebro y que debía ser operado, tuvo un sueño que manifestó, como solía suceder en ese tipo de sueños, “la esencia de una relación que en la vida real nunca encontrará expresión”. Ante la enfermedad y la muerte de sus amigos, Virginia volvía a preguntarse: “¿Qué habría sentido yo de ser él? ¿Y por qué no fui él?”. Pero recordando a Montaigne se daba ánimos en su diario: “No pensemos más en muerte. Es la vida lo que importa”.
Flush
Aunque le había costado terminar de corregir este libro, en sus inicios Flush había sido un proyecto conectado a lo vital y a la diversión. Además de jugar con la idea de parodiar las biografías de Lytton, el interés de Virginia por el género se remontaba a su niñez, cuando su padre dirigía el Dictionary of National Biography. Por otra parte, siempre fue una exhaustiva lectora de biografías, autobiografías y memorias, y su disposición a renovar el género puede remontarse a las historias que escribió en su juventud, incluso a algunos intentos reflejados en el periódico familiar de Hyde Park Gate y, por supuesto, al Orlando. En el marco de su proyecto “Life of the Obscure”, Virginia llegó a escribir una biografía imaginaria de la criada de la poeta Elizabeth Barrett. En “Aurora Leigh” poema que leyó en 1931, Barrett trataba temas caros a su sensibilidad: “La función de la mujer como artista, los efectos de la clase social sobre cómo debe comportarse una mujer, y la necesidad de indagar más acerca de sus experiencias corporales”. Pero como señalaba en su ensayo sobre el poema, publicado en El lector común, Virginia reconocía que, para sus contemporáneos, la historia de amor de Barrett[407] era más atractiva que su poesía. Finalmente, disfrutando de la ironía, se convirtió en biógrafa de su perro de compañía Flush, hijo de un “auténtico spaniel de la variedad cocker”. Algunos críticos han leído el libro como otro de los ataques de Virginia contra el sistema patriarcal; esta vez, la voz narradora relata la historia desde el punto de vista del perro, registrando las impresiones que imaginariamente podrían encauzar el pensamiento de Flush, dando prioridad a sensaciones olfativas. Así pues, el biógrafo señala el impacto que Flush recibe la primera vez que entra en el cuarto de Elizabeth y siente el perfume del agua de Colonia, o describe su especial manera de descubrir la ciudad de Londres: “Olores más complejos y corrompidos, y que ofrecían un contraste más violento y una composición más heterogénea que cuantos oliera en los campos de Reading, olores fuera del alcance de la nariz humana”.
La relación con la poeta, recluida en su cuarto, impone un ritmo al que Flush cede por amor; de hecho, en una carta Elizabeth Barrett señaló: “Es mi amigo, mi compañero, y me prefiere al sol que tanto le atrae desde fuera” En el libro, queda claro que el idilio llega a su fin cuando la poeta comienza a recibir a Mr. Browning: “Y mientras hablaban, Flush se sintió horriblemente solo”. Nunca más acapararía la atención de su ama. “En conjunto, aquel invierno — 1845-1846— fue el más angustioso que pasó Flush en su vida”. Incluso un día llegó a morder a Browning, a quien de todas maneras termina por aceptar.
Las aventuras de Flush incluyen un rapto con pago de rescate, que permite a Virginia recorrer no solo la calle donde vivía la poeta, Wimpole Street, sino sumergirse en los oscuros suburbios londinenses de la época. Finalmente, el turning point está dado por el momento de decisión de Barrett, quien ante la oposición paterna decide huir con Browning, llevándose consigo a su fiel criada Wilson y a su mascota. Flush la acompaña en su renacer italiano; para él también se inaugura una “nueva libertad”, una época lejos de las ataduras victorianas. El perrito viaja nuevamente a Inglaterra y luego regresa a Italia, donde viven los Browning hasta el final de sus vidas.
En los cuadernos donde Virginia anotaba sus lecturas —publicados en 1983, con el título Reading Notebooks—, se comprueba que se hizo de una exhaustiva documentación para escribir su libro; no solo recurrió al poema “To Flush, my dog”, sino especialmente a las cartas de Barrett y el libro British Dogs, de Hugh Dalziel. El cocker spaniel de pelo dorado de la poeta cedió lugar, en la cubierta de la primera edición, a una foto de Henry, el cocker negro de Vita, padre de Pinka. Todo un símbolo que unía, a través del tiempo y del amor a los animales, a varias generaciones de escritoras.
Frente al egotismo, la filosofía DEL ANONIMATO
Después de una comida con Bernard Shaw, en la que tuvo la sensación de que “nada florecía. Todo lo dicho moría al ser enunciado”, y de ver, en otra ocasión, cómo Ethel intentaba “teatralizar una pelea y falló… falló, pobre vieja, en todos sus efectos”, Virginia analizaba el comportamiento social de los escritores y artistas, y sacaba sus propias conclusiones. A pesar de compadecer la vejez que la sordera y el egotismo de Ethel no hacían fácil de llevar, cuando esta le pidió su opinión acerca del manuscrito autobiográfico de su próximo libro, Virginia aprovechó la oportunidad de darle una sacudida y esgrimir sus teorías en defensa de su concepto de anonimato. Le dijo a Ethel que lo más interesante y convincente del texto estaba en “la parte impersonal y objetiva”, de donde surgían hechos valiosos y rescatables, pero criticaba lo que llamaba “la autobiografía”. Estaba convencida de que los detalles personales disminuían “inmensamente el poder del resto”, y también afirmaba que detestaba “a cualquier escritor que hable de sí mismo”, aduciendo que adoraba “el anonimato”. De lo que se trataba era de posicionarse frente a la exaltación y omnipotencia del yo y al egotismo. En realidad, ávida lectora de memorias y autobiografías, instaba a sus amigos, entre ellos a Ottoline o a Walpole, a escribirlas, sugiriendo incluso que lo hicieran en varios volúmenes. De todas maneras, despreciaba la omnipresencia del yo y señalaba que su sola mención era en extremo potente: una “profunda mancha violeta… una en una página es suficiente para colorear un capítulo”. Vigilar la propia escritura, impedir que remitiera solo al “Yo”, no impedía que pensara, como le había escrito a Walpole, que “solo la autobiografía es literatura: las novelas son lo que pelamos, y llegamos finalmente al carozo, que es tan solo tú o yo”.
Lo que le recriminaba a Ethel no hacía más que reflejar sus propias preocupaciones. Virginia insistía: “Tu caso consiste en que hay miles de otros. Deja el tuyo fuera del asunto; y el de ellas será mucho, mucho más fuerte”. Ese distanciamiento era esencial, y ella misma lo había experimentado en la escritura de Un cuarto propio, forzándose a sí misma a mantener su “propia figura de manera ficticia; legendaria”, evitando decir lo que sin embargo era su verdad: “Mírenme aquí estoy yo sin educar, porque mis hermanos usaron todos los fondos de la familia”. En oposición a la actitud de Ethel, Virginia prefería espejarse en estilos de mujeres como Vita, e incluso Vanessa, que no parecían prestar demasiada atención a la fama. De hecho, aun después del éxito alcanzado con la instalación de una Sala de Música en la Lefevre Gallery, el año anterior,[408] y a pesar de los numerosos encargos que recibía, Vanessa cultivaba una suerte de anonimato. Por su parte, Virginia se negaba a caer en las redes de la celebridad y de la fama y desconfiaba del prototipo de “gran hombre”, característica del sistema patriarcal, tema que volvía a estar en el tapete en The Pargiters.
Cuando después de regresar de seis meses en Harvard, Tom Eliot, que había decidido separarse de Vivienne,[409] pasó un fin de semana con los Woolf, Virginia lo analizó como si fuera el modelo de escritor consagrado que ella rechazaba. Lo cierto es que Eliot parecía rejuvenecido tras su decisión, “un glorificado niño scout en pantaloncillos y camisa amarilla”, a la vez “hermético y brillante como una cochinilla”. Aunque le gustaba hablar con él, le molestaba que se acomodara a la idea de “ser un gran hombre”, y se asombraba de la “queer [extraña] vanidad que había detrás de eso”; también le incomodaba que mencionara los libros que lo nombraban, ya que, por su parte, ella estaba lejos de “citar a Holtby con el mismo candor”.
Si bien los conflictos sociales y políticos eran cada vez más preocupantes, y en octubre Virginia acompañó a Leonard a una conferencia del Partido Laborista, donde se habló de la carrera armamentista de Alemania y de Francia, lo que más parecía inquietarla era lograr armonía entre su necesidad de soledad y de vida social. En la intimidad de su diario, aceptaba:
«“La verdad es que me agrada cuando la gente viene; pero amo cuando se va”. Esta necesidad de calma o aislamiento hallaba expresión en su “filosofía del anonimato”; y con la exigencia de no perder creatividad ni fosilizarse, Virginia se autoimponía: “No seré ‘famosa’, ‘grandiosa’. Seguiré aventurándome, cambiando, abriendo mi mente y mis ojos, rehusando ser etiquetada y estereotipada”».
Incluso a través de una carta publicada en el New Statesman, emitió una suerte de documento donde hizo explícita esa necesidad y también propuso medidas para evitar intrusiones. Adelantándose a su era, Virginia hablaba “contra los métodos de publicidad empleados por una cierta sección de la prensa” que acosaba a sus víctimas. Llamadas telefónicas insistentes, cámaras fotográficas indiscretas y omnipresentes, gente sitiada por periodistas y fotógrafos en busca de una noticia: “el cuento” se hacía interminable. Y si bien reconocía que no se podía “culpar a la prensa” por tomar ventaja de la disposición de la gente a buscar reconocimiento,[410] refería también los casos de personas que no deseaban exponerse y podían sucumbir a tanta presión. “Lo que se necesita — decía en su carta— es una sociedad, con fondos, con una oficina y algún título pretencioso —Sociedad para la Protección de la Privacidad o algo por el estilo—, a la cual puedan pertenecer aquellos que honestamente abominan de semejantes prácticas”. Lejos de aceptar las leyes de la oferta y la demanda, y rechazando convertirse en objeto de consumo para una comunidad de espectadores, Virginia aseguraba que, hasta que no se fundara semejante Sociedad, “no tenemos derecho a quejarnos si la prensa da por sentado que la publicidad es dulce, y nos fotografía mientras nacemos, nos casamos y descendemos a la tumba”.
Parte del acoso de la prensa se debía al enorme éxito de Flush, cuestión que también tenía sus aspectos positivos, ya que gracias a las ganancias del libro podía solventar, con placer, ciertas “extravagancias” como el arreglo del viejo estanque en los jardines de Monk’s House y la construcción de uno nuevo, obras que Leonard estaba supervisando. Pero la popularidad también implicaba pedidos de entrevistas, gente que quería conocerla y fotografiarla. Virginia había temido que catalogaran a Flush de librito “encantador” y “femenino”, e incluso “popular”; y su energía, ahora que el libro estaba en dominio de los lectores, se concentraba en su nueva novela. Sucedía como si cada circunstancia de su vida estableciera conexiones con The Pargiters, incluso una reseña que escribió para un ballet de Lydia Lopokova,[411] la mujer de Maynard Keynes, o los textos que leyó en una reunión del Memoir Club.[412] Pero además, durante todo ese año, después de revisar sus diariosy aspectos de su autobiografía, Virginia comprobó que el pasado la atraía, no ya desde una posición melancólica o de revisión individualista, sino como posibilidad de proyectarlo en su novela. En ese sentido, visitar una muestra homenaje por el bicentenario del pintor Burne-Jones, amigo de sus padres —en la que ratificó que ni por poco era uno de sus pintores preferidos—, le sirvió para rememorar, con cierto romanticismo, la ceremonia del té que tenía lugar en Hyde Park Gate.
Las escenas de 1880, en The Pargiters, convocaban esos fantasmas. Y Virginia tenía la sensación de que todo parecía confluir en su escritura: desde la vida de Mrs. Parnell,[413] que le interesaba lo suficiente como para pensar que podría escribir sobre ella, hasta la lectura ávida y confesa de una novela de Vera Brittain,[414] en la que esta relataba sus experiencias en la guerra. Todo era material para el nuevo libro, al que a principios de septiembre le buscaba un nuevo nombre. Evitando competir con otras sagas[415] familiares, pensó en diferentes títulos, entre ellos: Here & Now, también lo llamó: Sons & Daughters, Daughters & Sons, Ordinary People Incluso, antes de que alcanzara el título definitivo, Los años, y mientras no encontraba uno que se ajustara a lo que deseaba, fue el libro “sin nombre”.
Por entonces, Virginia tuvo una experiencia tan extraña como interesante, protagonizada por la autora de un plagio que pasó inadvertido a Bunny Garnett, editor literario del New Statesman. Una jovencita de catorce años había enviado una carta al periódico, con un fragmento, que había incluido como suyo, de Un cuarto propio. Cuando se hizo público el plagio, se pensó que la niña no existía, pero una sobrina del editor la conocía, y el embrollo terminó con Virginia llamando a la madre, angustiada porque su hija había “deshonrado el apellido de la familia”. Era este tipo de episodios, asociados con la fama y el éxito de sus libros, y no la vida social que elegía a conciencia, lo que sentía que conspiraba con su deseo de “ser completamente privada”.
“Esto es la muerte: la pérdida del CONTACTO HUMANO”
Al mismo tiempo que le molestaba cualquier invasión a la privacidad, Virginia reforzaba su dependencia de los viejos afectos. Una gripe de Leonard podía preocuparla, lo mismo que cualquier problema de salud que sufrieran los integrantes de su familia. Cuando su sobrino Quentin, con un diagnóstico de tuberculosis, viajó a Suiza y vio cómo se perdía de vista el avión en el que también viajaba Nessa, tuvo una sensación de angustia: “Esto es la muerte, dije, sintiendo cómo se perdía completamente el contacto humano”. Días después esperaba ansiosa el llamado de Vanessa confirmando su regreso, pero debido a la neblina el avión se retrasó y, como el llamado no llegaba, no pudo evitar pensar que hubiera habido un accidente.
Respecto del “contacto humano”, a Virginia le sucedía algo similar a lo que experimentaba con el trabajo: era difícil establecer las graduaciones e intensidades y poner límites cuando uno y otro amenazaban con convertirse en situaciones invasivas o atormentadoras. Por lo que se ve en sus cartas y diarios, su vida social era intensa: estaban las obligaciones, como asistir junto con “22 judíos y judías” a la celebración del cumpleaños de la madre de Leonard, ante quienes lució un magnífico vestido de terciopelo púrpura; y “una verdadera fiesta”, como la que dio Mary Hutchinson en su casa, a la que acudió con el mismo vestido. Ese era el tipo de reuniones que prefería, relacionadas con el círculo más íntimo de sus afectos, cuyo relato solía volcar en sus diarios y correspondencia. Por entonces, intercambiaba novedades con Quentin y le informaba que Barbara Hutchinson — la hija de la que había sido amante de Clive— estaba a punto de casarse con Victor Rothschild, “el joven más rico de Inglaterra”. Después de conversar con los novios —¿eran prejuicios lo que la inducían a pensar que ese matrimonio fracasaría?—, concluyó que él no le caía en gracia.[416]
Este era uno de los casos en los que podía mostrar sus prejuicios y preconceptos. La diversidad, lo diferente, la otredad no tenían lugar en su horizonte, actitud que conectaba indirectamente con su autoproclamada necesidad de anonimato. Anclada en sus hábitos y valores, Virginia era poco propensa a entender y aceptar la diversidad. Son muchas las cartas a Ethel en las que insiste en cuán opuestas eran: “Somos fatal e incorregiblemente distintas”. Las peculiaridades de su amistad con Ethel favorecían que Virginia pusiera en perspectiva lo fluida y fácil que era su relación con Vita. Pero ni siquiera este tipo de relaciones escapaba a la intrusión de extraños; y cuando Virginia se enteró de que la madre de Vita le había dicho a su nieto, Ben Nicolson, que Vita mantenía relaciones lésbicas con Virginia y otras mujeres, y que su padre tenía relaciones con hombres, “escuchó… con la cabeza agachada” y luego dijo: “‘Deberían matar a la anciana de un tiro”.
Por otra parte, Virginia asumía que el deseo de conocer gente o mantener relaciones interesantes era constitutivo de su personalidad social y de su identidad como escritora. El material que obtenía en esas ocasiones era disparador de numerosas reflexiones, como tuvo ocasión de comprobar a mediados de noviembre, después de posar para Nessa. O cuando asistió con ella a una muestra del pintor Walter Sickert. “Siempre he sido un pintor literario, gracias a Dios, como todos los pintores decentes. Sé la primera en decirlo”, le dijo Sickert, y ella aceptó el desafío y al año siguiente publicó el ensayo “Walter Sickert: A Conversation”, texto que revela la importancia que Virginia le daba al elemento visual. Allí destaca que Sickert se encontraba entre “los mejores biógrafos”, porque mientras estos “se enredan con esa miríada de estorbos miserables que llamamos realidades”, él lograba que los rostros de sus retratos, reflejaran “la totalidad de la vida que se ha vivido”. Sus cuadros, agregaba, podrían considerarse novelas, compuestos “al milímetro [,] con el mismo esmero de Turguenev al cual no pocas veces recuerda”.
Aunque Virginia se sentía mucho más atraída por el mundo creativo de artistas y escritores que por el mundo académico, al que consideraba limitante y algo estéril, un antiguo y adolescente respeto por la educación superior, que le había sido vedada por ser mujer, todavía podía tentarla a aceptar la invitación de su primo Herbert Fisher, director del New College de Oxford, y en diciembre, Virginia se alojó en la Warden’s Lodgings, residencia oficial del director desde 1370.
Allí pudo comprobar, otra vez, cómo la gente que “acepta las convenciones” halla en ellas “una cierta fuerza”. Mientras su primo contaba sus recuerdos del gabinete y rememoraba la época en que había trabajado junto a Arthur Balfour y a Churchill, Virginia reconocía que “cuando una está con ellos, acepta sus estándares”. Sin embargo, lejos de sentirse cómoda, ni siquiera estuvo a gusto rodeada de jóvenes estudiantes con los que no sabía de qué conversar y a los que solo se le ocurría preguntar qué año cursaban. No le gustaban esos institutos, “donde un timbre anuncia la cena, y un timbre anuncia las plegarias”, y su primo llegó a parecerle “tan hueco como la vaina del maíz”. Como hecho destacable, pero sin detenerse mucho, registró en su correspondencia que conoció al “gran Isaiah Berlin, un judío portugués por sus rasgos, la principal luz de Oxford; un comunista, creo”.
Días después de esa visita al mundo reglado, casi inmutable, de la universidad, Virginia caminaba por la calle cuando leyó en un afiche que había muerto un notable novelista. Como en idioma inglés no hay un artículo femenino y otro masculino, tuvo la intuición de que podía tratarse de Walpole, pero enseguida supo que Stella Benson había fallecido de neumonía en China. “¿Por qué?” —se preguntaba—. “¿Por qué no mi nombre en los afiches?”. Volvía a su mente la imagen de Katherine Mansfield. Recordaba que había recibido a Stella Benson en Rodmell, y que en la puerta de la casa, cuando se despedían, le había propuesto un trato más informal: “Nada me gustaría más”, contestó la otra escritora, a la que vio por última vez. Virginia evocaba sus finos y pacientes ojos, su débil voz, y el sentimiento de opresión que transmitía una mujer con quien, de no ser por la muerte, habría podido establecer una amistad.
Pero dados sus progresos con The Pargiters —cuyo título provisorio era Aquí y ahora—, apenas cabía espacio para la melancolía, o para dejarse abrumar por la fragilidad de la vida. A mediados de diciembre, Virginia se permitió una mañana contemplativa y dedicada a la relectura de sus diarios de la Primera Guerra, y al borde de las lágrimas recordó sus peleas y reconciliaciones con Leonard. Refrescaba su memoria para el capítulo 1914 de su novela y luego pensaba en el presente: “Somos muy felices”. La vida brotaba a su alrededor, los jóvenes escritores querían conocerla y concluía: “En suma, hicimos algo bueno con ese extraño preludio”.
Antes de partir a Monk’s House, y mientras dejaba que el capítulo de la guerra se cocinara “a fuego lento”, Virginia se recluía en una intimidad propicia y creativa. Y el 21 de diciembre escribía la última entrada del año en su diario, “Un día de muestra” (Specimen Day): Goldsmith por la mañana; pasear a Pinka; compras en Oxford Street; en casa a las cuatro. Y finalmente, después de una visita a Nessa —“Angelica estaba recortando animales de papel plateado”—, el regreso y la cena; la lectura de un manuscrito; una sinfonía de Haydn; y luego a la cama.