CAPÍTULO XVII - 1914
Un matrimonio en construcción
PARA alivio de Virginia, a fines de febrero se despidió la última de las cuatro enfermeras que la atendían, pero mientras ella se recuperaba en Asheham, Leonard, exhausto, padecía impresionantes jaquecas. A principios de marzo, Ka Cox, Janet Case y Vanessa se alternaron para relevarlo mientras él partía al condado de Wiltshire a reunirse con Lytton. Desde allí, en las cartas que le enviaba diariamente, Leonard reafirmaba su amor, le comunicaba la necesidad que tenía de estar junto a ella, la felicidad que le deparaba su compañía y la desesperación de pensar que podrían estar más tiempo separados: “No puedes imaginarte cómo hubieses acabado con mi vida, tan definitivamente, si hubieras tomado con éxito ese mejunje para dormir o si alguna vez me dejaras”.
Escuchar a Lytton leyendo su “Cardinal Manning”, el ensayo que luego incluiría en el libro Eminent victorians, discutir con él la cuestión de Ulster y seguramente compartir reflexiones más personales, proyectos a futuro y sus últimas experiencias con Virginia, tuvieron resultados positivos, y pronto Leonard se sintió recuperado.
En tanto Virginia leía Art, el libro escrito por Clive Bell —considerado pionero en su género en Inglaterra—, donde él aborda la teoría formalista en arte y acuña el término “forma significante” para referirse a las distintas combinaciones de líneas y colores que suscitan emoción estética y hacen que un objeto sea considerado una obra de arte. Aunque el libro le valió reconocimiento y prestigio como teórico y especialista, influenciada tal vez por las opiniones de Leonard, Virginia no se mostró muy entusiasmada con la obra de su cuñado.
Todavía, por prescripción médica, Virginia tenía sus lecturas restringidas, y aunque en febrero Leonard terminó su segunda novela, The Wise Virgins (Las vírgenes sabias), ella no pudo leerla hasta fines de enero del año siguiente. Además, desde 1913 hasta enero de 1916 debió interrumpir su labor periodística, pero como sentía la necesidad de trabajar y se lo habían permitido siempre y cuando no le produjera estrés, optó por tipiar manuscritos de Lytton y leer los manuales cooperativos de Leonard, tareas mecánicas y aburridas, que según los doctores la mantenían fuera de peligro.
En abril, aun sin nueva residencia en Londres, los Woolf se alojaron en casa de Janet Case, pues debían consultar con el doctor Craig. El neuropsiquiatra aclaró que “ella no se encontraba en un estado que permitiese certificar que no necesitaba ir a un hogar”. Sin obtener un alta definitiva, Virginia y Leonard partieron a St. Ives. Pasaron tres semanas en el añorado lugar de la infancia de ella, que disfrutó del reencuentro con el paisaje entrañable que le traía muchos recuerdos queridos. A pesar de algunos altibajos ocasionados por la presencia de extraños y por sus problemas con la comida y la falta de sueño, el entorno fue propicio. Los tres meses siguientes transcurrieron en la “extraordinariamente romántica” casa de Asheham, la misma en la que pasaron su noche de bodas y que inspiró el relato de Virginia “La casa encantada”. Aunque su mejoría era sostenida, Leonard creía conveniente continuar registrando sus síntomas en su diario. Lo cierto es que durante todo este año y también el siguiente, sintieron que llevaban una vida vegetativa, agobiados y suspendidos en una atmósfera de amenaza, como si en cualquier momento pudiera desencadenarse una catástrofe. Leonard también estaba preocupado por la situación financiera y el drenaje económico que significaban las abultadas cuentas de los médicos. Atenta a esto, Violet le había enviado a Virginia un cheque que esta rechazó con delicadeza, asegurándole a su amiga que, de ser necesario, recurriría a ella. También le dijo que, en esos momentos, le era difícil creer en la existencia de personas del tipo de “Kitty [Maxse], o de Nelly [Cecil] o de Katie [Cromer]”, con las que había estado tan ligada.
Su vida había dado un vuelco en muchos sentidos. Leonard, que estaba acostumbrado a medir sus gastos, armaba ajustados y cuidadosos presupuestos anuales que se esmeraba en cumplir, al tiempo que llevaba una contabilidad precisa de los gastos familiares; pero aunque su situación financiera los preocupaba, distaba de ser trágica.
En junio, aliviado por las muestras de recuperación de Virginia, Leonard pudo asistir a la reunión del Women’s Cooperative Guild, en Birmingham. Y si bien podría decirse que, al comienzo de su relación, ella había marcado ciertas pautas, después de sus crisis, Leonard terminó asumiendo el control y Virginia lo aceptó, como lo muestra el contrato que firmó antes que él partiera a la reunión de los cooperativistas:
«Yo, Mandril Sarcophagus Felicissima var. Rarissima, rerum naturae simples (al. Virginia Woolf) juro que los días 16, 17 y 18 de junio yo 1. Descansaré recostada con la cabeza sobre los almohadones durante una hora entera tras el almuerzo. 2. Comeré exactamente lo que comería si no estuviera sola. 3. Me acostaré a las 10.25 todas las noches y me dormiré de inmediato. 4. Desayunaré en la cama. 5. Beberé un vaso entero de leche por la mañana. 6. En ciertas situaciones fortuitas, descansaré en el sofá, no deambularé por la casa ni afuera, hasta el regreso de animal illud miserrisimus, mongoosius communis. 7. Seré sabia. 8. Seré feliz. […] VW. 16 de junio de 1914. Y juro que he hecho eso en todos y cada uno de los aspectos. Firma: Mandril Sarcophagus. F.VR.R.N.S.VW, 19 de junio de 1914.»
Los temores de Leonard no eran infundados y su necesidad de controlar la situación no se debía solo a una peculiaridad de su carácter. El intento de suicidio del año anterior y la lenta pero progresiva mejoría de Virginia lo habían puesto en guardia; de todas maneras, no pudo evitar que, inadvertidamente, confundiéndolo con otro medicamento, ella tomara una dosis de veronal que la puso a dormir durante varias horas aunque no tuvo serias consecuencias.
Si bien la convalecencia de Virginia imponía ciertos ritmos, sería un error pensar que los Woolf vivían en una suerte de limbo signado por la inacción y la pesadumbre, y aunque ella debía moderar su actividad, Leonard, cada vez más compenetrado en su trabajo, escribía para el New Statesman, The Weekly, Co-operative News y The Times Literary Suplement. También comenzó a redactar un libro sobre la historia del movimiento cooperativo —Co-operation and the Future of Industry—, con lo que se convirtió en un referente y una autoridad en el tema. Individuos que de no ser por Leonard no hubiera conocido comenzaron a serle cotidianos, con lo que el círculo de relaciones de Virginia incorporó a un nuevo tipo de personajes. Entre ellos estaban Sidney y Beatrice Webb, el matrimonio de socialistas fundadores del New Statesman, la London School of Economics y el Fabian Research Bureau.
Cuando en agosto de ese año comenzó la Primera Guerra Mundial, los Woolf seguían preocupados por la salud de Virginia, por sentar las bases de su matrimonio y, en el caso de Leonard, afianzarse en el terreno laboral. A pesar del compromiso creciente con la política y de que señaló en sus memorias que la Primera Guerra Mundial había puesto fin a la civilización del siglo XIX, dos días después de declarada la contienda, los Woolf partieron de vacaciones a Northumberland. Luego de unos días en Wooler, se dirigieron a Coldstream y regresaron a Londres a mediados de septiembre. En sus memorias, Leonard escribió que durante el resto de ese año y el siguiente, cuando su “pesadilla privada” llegaba lentamente a su fin, se iniciaba la “pesadilla pública de la guerra”, que sería cada vez más “opresiva y terrible”, y agregaba:
«Durante el primer año de la guerra, estaba tan inmerso en el laberinto de la enfermedad de Virginia —la lucha fisiológica, los constantes problemas con enfermeras y médicos, la sensación de inseguridad cambiante— que no creo haber tenido tiempo de considerar mi relación personal con la guerra y la lucha.»
Lo cierto es que a comienzos de la guerra corrían falsos rumores por todas partes. En Londres, Clive y lady Ottoline Morrell aseguraban que la situación europea anunciaba el fin de la civilización y que ya la vida no valdría la pena. A pesar de todo, los Woolf consideraron que era el momento propicio para buscar una nueva casa en las cercanías de Londres y mientras la encontraban se alojaron con sus libros y algunos muebles en una habitación que rentaba una mujer belga llamada Mrs. Le Grys. El regreso a Londres implicó una nueva rutina. Los Webb los invitaban cada cierto tiempo a cenar y a conversar, en tanto Virginia retomaba sus lecturas, disfrutaba de la poesía de Thomas Hardy —a la que consideró tan bella como la de Meredith— e incluso se decidió a tomar un curso de cocina en el que se distinguió por cocinar su alianza matrimonial en un budín. La mejoría era evidente y las clases de cocina no fueron la única distracción, ya que pudo retomar, bajo la atenta vigilancia de Leonard, la vida social londinense.
La primera novela de Leonard
A fin de año y ya casi recuperada, Virginia escribía y esperaba la publicación de Fin de viaje. Leonard le había ganado la delantera al publicar antes su primera novela, The Village in the Jungle. Escrita a su regreso de Ceilán, la actual Sri Lanka, la historia está narrada por un cingalés y tiene que ver con su experiencia como administrador colonial, con su fascinación por la jungla y con el sentimiento antiimperialista que desarrolló durante esos años. La novela, que llegó a ser traducida a varias lenguas —incluso al cingalés y al tamil—, resultó muy popular en Sri Lanka y fue llevada al cine.[172] Una de las cosas que más llama la atención es que, en este libro, Leonard demostró un conocimiento acabado de las costumbres y del punto de vista de los lugareños, y un desprecio por la actitud de los ingleses que administraban y dominaban a una civilización que desconocían. Asimismo, también plantea las dificultades que se dan cuando se pretende unir a personas que pertenecen a diferentes sistemas de castas o culturas diferentes.
A principios de 1914, Leonard había terminado su segunda novela, Las vírgenes sabias, y si bien tenía un editor dispuesto a publicar la obra, estaba preocupado por lo que su familia podría llegar a pensar. Finalmente, el libro salió a la venta “el día del inicio de la guerra”, coincidencia a la que él atribuyó su fracaso editorial. En el texto, que comenzó a escribir en su luna de miel, se plantea un conflicto entre jóvenes ingleses que pertenecen a clases sociales y religiones diferentes. El autor relata la historia de un muchacho judío de clase media baja —muy identificable con Leonard— llamado Harry Davies, y sus relaciones con dos jóvenes; una de ellas es Camilla Lawrence, a quien conoce en su clase de arte y que pertenece al mismo medio social y cultural de la propia Virginia. Como ella, Camilla tiene una hermana mayor que responde al nombre de Katherine. Los componentes autobiográficos de Las vírgenes sabias eran tan evidentes que, luego de leerla, Lytton le aconsejó que pospusiera la revisión de la obra y su publicación, y el mismo editor sugirió modificaciones. La lectura del manuscrito provocó la reacción de Rose, la hermana de Leonard, quien dijo: “Es un ataque imperdonable a la familia Woolf y a los vecinos de Putney”. En tanto, su hermano Philip escribió “que él había disfrutado del libro, pero que le pareció deprimente; consideró el retrato de Marie Woolf preciso en extremo, pero dudó que la crítica de la familia pudiera ser tomada en serio”. Por su parte, la madre de Leonard, que se vio reflejada en el poco halagador retrato de madre judía absorbente y quejosa, le advirtió: “Si publicas el libro tal cual está, presiento que habrá una seria ruptura entre nosotros”. Aunque Leonard no llegó a desvincularse de su familia, no todos perdonaron las infidencias, y casi cuarenta años después, en 1953, su hermano Edgar recordaba:
«¡Demostraste lo canalla que eras cuando publicaste Las vírgenes sabias, tras prometer solemnemente que no lo harías!”.»
Pero más allá del retrato familiar caricaturizado, en su novela Leonard exploraba “los tres ‘problemas’ de clase, raza y sentimiento que él mismo enfrentaba en los primeros años del siglo”. De hecho, cuando Harry, el protagonista, visita la casa de las hermanas Lawrence, percibe claramente las diferencias sociales entre ellos y oscila entre admirar a la burguesía acomodada e intelectual de la que forman parte las muchachas y despreciar lo que considera la inercia espiritual, el escaso contacto con la realidad y la falta de pasión de esa gente. Además de dejar en evidencia el desdén o la condescendencia con que los gentiles se refieren a los judíos, el personaje de Harry reconoce, hablando con un amigo de la familia Lawrence, el conflicto que le impone su herencia judía:
—Hablan y hablan: no hay rigor en ustedes. Nunca hacen nada.
—¿Por qué crees que es tan importante hacer cosas?
—¿Por qué? Porque soy judío, ya te lo he dicho. ¡Soy judío!
Más adelante, en una reunión en la casa de campo de la familia Lawrence, Harry se siente la actitud condescendiente u hostil de algunos invitados y sus evidentes prejuicios; sobre todo, no le pasan inadvertidos los de Arthur Woodhouse, un personaje fácilmente identificable con Clive. Otro paralelismo entre la novela y la vida de Leonard se da en la atracción que Harry experimenta tanto por Camilla como por su hermana, hacia la que —como le había pasado a él con Vanessa— se siente físicamente atraído. Incluso la diferencia entre la realista y sensual Katherine-Vanessa y la soñadora y lejana Camilla-Virginia no hace más que subrayar esas analogías.
En la novela, la dificultad para desentrañar sus propias emociones y sentimientos torturan a Harry hasta que, finalmente, cae en la cuenta de que está enamorado de Camilla y le declara su pasión. La “actitud de deseo, expectativa y excitación” de Harry deja “completamente fría” a Camilla, que repentinamente dice: “Pero no estoy enamorada de ti, Harry”. Cuando él se marcha, Camilla siente que solo puede responder al deseo de Harry con piedad y la voz narrativa advierte: “Tal vez ella era incapaz de amar, tal vez no deseaba que esa extraña convulsión, la pasión, destruyera su vida”. Tiempo después Camilla le escribe a Harry una carta en la que se reconocen los ecos de aquella carta que Virginia le envió a Leonard, antes de aceptar casarse con él:
«Es la parte romántica de la vida lo que quiero; es la travesía[173] lo que importa, las cosas nuevas y maravillosas. No puedo, no miraré más allá de eso. Quiero todo eso. Quiero amor, también, y quiero libertad. Quiero hijos inclusive. Pero no puedo entregarme, la pasión me deja fría. Pensarás que pido todo sin dar nada. Tal vez sea verdad.
Y además hay tantas cosas en el matrimonio ante las que retrocedo. Parece acallar y apagar a las mujeres. No estaré atada por las pequeñeces y convencionalismos de la vida. Debe de haber alguna salida. Uno debería vivir su propia vida, como dicen las novelas.»
Rechazado por Camilla, Harry finalmente se une en matrimonio con Gwen, una joven amiga de su familia que está enamorada de él, lo persigue, se introduce en su habitación y con quien se siente obligado a casarse después del encuentro sexual. En el momento en que asume lo inevitable de su casamiento, Harry siente que ha llegado el “fin de los sueños y de lo romántico de la vida”. En este punto se acaban los paralelismos evidentes entre la vida y la novela. A diferencia de la historia de Leonard y Virginia, en la novela, Harry no logra casarse con Camilla. Si se considera que Leonard comenzó su libro durante su luna de miel y que lo terminó a principios de 1914,[174] es evidente que eligió una resolución diferente a un conflicto similar al que había vivido. Como sucede con Harry y Camilla, Leonard y Virginia llegaron a sentir que sus naturalezas eran incompatibles y solo luego de una dificultosa adaptación lograron encaminar su matrimonio.
También Virginia exploró en Fin de viaje cuestiones similares con un claro componente autobiográfico. Esta primera novela, que comenzó en el verano de 1907 y que recién envió a la editorial en 1913, sufrió muchísimas modificaciones. En sus memorias, Leonard dice que Virginia quemó una montaña de manuscritos que encontró en un placard, y que “había escrito (creo) desde principio a fin cinco veces”. De todas maneras, sobreviven varios manuscritos de esta novela que llamó primero Melymbrosia.[175] Es posible que algunos cambios tuvieran que ver con su deseo de experimentar maneras menos convencionales de tratar el argumento y los personajes, cuestión que requería salirse de los cánones establecidos. Así pues, en el proceso de la escritura, Virginia reconoció: “Mi atrevimiento me aterroriza”.
La primera novela de Virginia
Rachel Vinrace, la protagonista de Fin de viaje, queda huérfana de madre a los once años y es criada por unas tías en Richmond. Transcurre el año 1905, y Rachel y su padre, Willoughby Vinrace, un constructor de buques, navegan en uno de sus barcos, junto con una pequeña tripulación a la que se suman Helen y Ridley Ambrose, tíos de Rachel. El barco hace una parada en Lisboa, donde se embarca el matrimonio formado por Richard y Clarissa Dalloway. Se puede decir que Fin de viaje refleja claramente las preocupaciones que mantuvieron en vilo a Virginia durante su adolescencia y primera juventud, siendo centrales cuestiones como las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes, la ignorancia sexual y el lugar en la sociedad que ocupaban las jóvenes de su clase, la influencia de su escasa educación e incluso el efecto de la muerte prematura de la madre. Mientras que Rachel toma muchas características de la propia Virginia, su tía Helen recuerda a Vanessa. Entre los otros personajes reconocibles, aparece Clarissa Dalloway —basada en Kitty Maxse—, que preferiría morirse antes que sentarse a la mesa con el vestido que ha usado toda la tarde. Su marido Richard es un personaje pomposo, un político conservador que se manifiesta en contra del voto femenino y que saca provecho de la inexperiencia de Rachel, a quien le da un beso inesperado: “Estrechándola con fuerza, la besó con tal pasión que ella llegó a sentir la rigidez de su cuerpo y la aspereza de su mejilla presionados contra los suyos”.
—Me tientas… —dijo él. El tono de su voz era espantoso. Parecía atragantado de terror.
Al aprovecharse de la ingenuidad de Rachel y luego culparla por presuntamente seducirlo, Richard Dalloway no hace más que alimentar el prejuicio por el que se responsabiliza a la mujer por los abusos perpretados por sus acosadores. Después de atravesar esa experiencia, Rachel tiene una pesadilla en la que se encuentra sola y atrapada en una bóveda junto a un hombrecillo deforme de largas uñas, que está sentado en el suelo y habla de manera ininteligible. Es difícil no pensar que Virginia pudo recrear allí sus vivencias tras las incestuosas aproximaciones de George, su hermanastro.
Durante el viaje, Helen convence a su cuñado para que Rachel la acompañe un tiempo en Santa María, la isla sudamericana a la que se dirige. Los Ambrose y Rachel se alojan en una casa no lejos del hotel ocupado en gran parte por turistas ingleses. Helen se propone hacerse cargo de su sobrina, a la que considera poco preparada: parecía no darse cuenta, hasta que ella se lo explica, de que los hombres desean a las mujeres. Como piensa que mantener en la ignorancia sexual a las jóvenes “es del todo contraproducente, y cuando empiezan a comprender se lo toman demasiado en serio”, Helen se impone la tarea de guiar a su sobrina. Este es el punto de partida de lo que puede considerarse una suerte de educación espiritual, le proporciona “una habitación para ella, independiente del resto de la casa, un cuarto donde poder tocar música, leer, meditar, desafiar al mundo, habitación que podía convertir en fortaleza y santuario a la vez”. También le suministra una “medicina en la que confiaba”… ¡Hablar! conversar sobre cualquier cosa, con libertad, sin prejuicios. Confianza, un cuarto propio, falta de protocolo, lecturas y música libremente elegidas integran una experiencia que recuerda la de Virginia cuando se instaló en Bloomsbury. El cuadro se completa con la incorporación de dos jóvenes amigos, que se alojan en el hotel del lugar, Terence Hewet y St. John Hirst, y que recuerdan a Thoby, Clive y Lytton. Frente a ellos, Rachel lamenta su deficiente educación, se siente apabullada por la inteligencia inaccesible de Hirst y finalmente advierte que puede enamorarse de Terence Hewet. Él la induce a hablar de sí misma y de su vida —en extremo parecida a la que Virginia llevaba en Hyde Park Gate—, dominada por el reloj y las obligaciones sociales.
Lejos de la rutina, la estadía en la isla, las conversaciones con Helen y el contacto con los dos jóvenes intelectuales transforman a Rachel, y lo mismo le sucede a Terence cuando se da cuenta de que la ama. Él también siente la necesidad de indagar en las diferencias entre hombres y mujeres, y bajo el título “Mujeres” escribe, en un papel: “No son más vanas que los hombres. La falta de confianza en sí mismas trae como consecuencia los más graves errores”. Sin dejar de pensar en lo que distingue a hombres y mujeres, Terence cree que su amigo Hirst es una suerte de fenómeno incomprensible para ellas y le explica:
«Su mente es como un torpedo lanzado contra la falsedad. ¿Qué sería de nosotros sin hombres como él? […] Pero nunca lo comprenderás porque, a pesar de tus grandes virtudes, ¡no te interesa y jamás te interesará dedicarte con cada fibra de tu ser a la búsqueda de la verdad! No respetas los hechos, Rachel; eres esencialmente femenina.»
La voz narradora advierte que, por su parte, Rachel “no se tomó el trabajo de contradecirlo”, ya que es mucho lo que ella atesora del hecho de hablar libremente. La comunicación los enriquece, e ilusionados creen en un futuro en común, distinto del matrimonio. Esos proyectos no sacan a Rachel de su ensimismamiento, que sigue sin comprender “cómo había llegado a su situación actual” y reflexiona:
«Lo más extraño es que jamás sabemos hacia dónde vamos ni qué queremos; seguimos adelante a ciegas, sufriendo en secreto, mal preparados siempre, llenos de asombro y sin entender nunca nada. Una cosa nos lleva a la otra, y poco a poco algo adquiere forma de la nada, y por fin alcanzamos la calma, la quietud, la certeza, y este es el proceso que la gente llama vivir.»
Aunque con el amor de Terence se siente más libre, calma y segura, Rachel percibe que “a pesar de casarse con él y de vivir con él treinta, cuarenta o cincuenta años, de pelearse y de estar tan cerca de él, era independiente de él.
Ya se sentía independiente de todo lo demás”. Las posibilidades e imposibilidades del matrimonio son analizadas y vistas desde la perspectivas de varios personajes. El matrimonio de los tíos de Rachel, y el de Clarissa y Richard Dalloway, son una suerte de antimodelos que ella y Terence quieren superar. Por otra parte, cada personaje define su identidad en oposición a la de los otros. Desde su primera novela, Virginia Woolf quiere expresar lo múltiple de la realidad, lo que tiene de inexplicable, de subjetiva y misteriosa. Así, Evelyn, una mujer todavía joven, observa dos parejas que se han comprometido en esos días:
«Se movían tan despacio porque ya no eran individuales, sino dobles. Susan quería a Arthur y Rachel a Terence, y por ese hombre renunciaban a todos los demás, al movimiento y a las cosas reales de la vida. Amar estaba muy bien, y las cómodas casitas con la cocina abajo, y arriba el cuarto de los niños, resguardadas e independientes, como pequeñas islas en el torrente del mundo. Pero las cosas reales eran, sin duda, las cosas que sucedían. Las causas, las guerras, los ideales, que ocurrían en el gran mundo exterior y seguían su curso más allá de esas mujeres, volcándose en silencio y bellamente hacia los hombres. Las miró fijamente. Eran felices y estaban contentas, pero tenía que haber cosas mejores que eso. Sin duda, era posible acercarse más a la vida, obtener más de la vida, disfrutarla más y sentir mucho más.»
De pronto, Rachel cae en cama presa de fiebre: “A intervalos hacía un esfuerzo para volver al mundo normal, pero se daba cuenta de que el calor y la incomodidad que sentía habían abierto una brecha entre su mundo y el mundo normal, y que ya no era posible cerrarla”. A merced de un dudoso médico, cuya impericia recuerda al que atendió a Vanessa en Grecia, la fiebre avanza. Agobiado, Terence no sabe qué pensar, sacudido por lo imprevisible, sus reflexiones son un eco de las vivencias de la joven Virginia frente a las enfermedades y la pérdida sorpresiva de su madre, de Stella, de su padre y de Thoby:
«Nunca antes había comprendido que bajo cada acción, bajo los actos sencillos de cada día, yace el dolor, inmóvil, listo para atacar. Parecía capaz de ver el sufrimiento como si se tratase de un fuego, trepando por los bordes de todos los actos, corroyendo la vida de hombres y mujeres. Comprendió por primera vez el sentido de las palabras que antes le sonaban huecas. El rigor y la lucha por la vida. Ahora sabía por sí mismo que la vida es muy dura y que está llena de dolor. Miró hacia abajo las luces dispersas de la ciudad y pensó en Arthur y Susan, en Evelyn y Perrott, arriesgándose inconscientes y exponiéndose a sufrimientos como ese, a través de su felicidad. ¿Cómo se atrevían a amar de aquella manera?, se preguntaba. ¿Cómo se atrevió él mismo a vivir como había vivido, vertiginosamente y sin cautela, pasando de una cosa a otra y amando a Rachel como la había amado? Ya nunca volvería a sentirse seguro. Ya no creería en la estabilidad de la vida, ni olvidaría los abismos de dolor que yacen bajo las alegrías pequeñas y los sentimientos de júbilo y seguridad.»
Aunque Terence acompaña a Rachel hasta el final, cuando ella muere, desaparece de escena y ya no sabremos nada de él. Agotado por las emociones de los últimos días, las últimas palabras de la novela corresponden a su amigo Hirst, que al llegar al hotel se encuentra con unos pocos huéspedes; cierra los ojos y siente cierto alivio al percibir “una procesión de objetos, negros e indistintos, siluetas de personas que recogían sus libros, sus naipes, sus madejas de lana y costureros, y pasaban a su lado, uno tras otro, en dirección a sus habitaciones”.
En el proceso de revisión y reescritura de su novela, Virginia suavizó el feminismo de Rachel, mientras que el carácter de Evelyn es significativamente diferente en Melymbrosia y en Fin de viaje. Entre las distintas lecturas críticas y académicas, están las que sugieren la atracción homosexual entre Helen y Rachel, y las que asocian el encuentro de Rachel y Evelyn, en la habitación de esta última, como un intento de seducción. Lo cierto es que Helen tenía tanto de Vanessa que Clive le escribió a su cuñada: “No me atrevo a hablar de Helen, pero creo que conseguirás que Vanessa crea en sí misma”. La relación entre Helen y Rachel —como la de las hermanas Stephen— no excluye sentimientos de celos y posesividad. Además, Helen triangula la pareja de los protagonistas; en principio, goza de la supremacía y el dominio sobre su sobrina, y siente celos cuando la pareja de Rachel y Terence escapa a su influencia.
Aunque es la muerte de la joven protagonista y no su rechazo lo que impide la unión de la pareja, tanto en la novela de Leonard como en la de Virginia, la relación de los jóvenes protagonistas se ve frustrada. La cuestión sexual no se aborda, y en el caso de Fin de viaje, allí reside una suerte de felicidad:
«No, ella había dejado de respirar. Tanto mejor… eso era la muerte. No era nada; solo dejar de respirar. Era la felicidad, la felicidad perfecta. Ahora tenían lo que siempre habían querido tener, la unión que había sido imposible mientras vivían. Inconscientemente, sin saber si estaba pensando o si pronunciaba las palabras, él dijo: “Nunca dos personas han sido tan felices como lo hemos sido nosotros. Nadie ha amado nunca como nos hemos amado nosotros”.»
En Fin de viaje Virginia tenía mucho que decir; critica al sistema patriarcal, al matrimonio convencional, a la subordinación de las mujeres; expone las diferencias de educación, de perspectivas y de entender la vida de mujeres y hombres jóvenes e intenta definir en qué consiste el amor. Esta serie de conflictos obliterados en la novela por la muerte da lugar a la felicidad estática que por un momento experimenta Hewet, que parece decir que la comunicación entre los sexos es imposible; el matrimonio de los protagonistas es tan deseado como irrealizable y cuando Rachel enferma queda aislada del resto del mundo, “enteramente sola con su cuerpo”. Presa de visiones y finalmente vencida por el delirio se hunde en las aguas profundas: “No deseaba otra cosa en el mundo”.
Como las de Stella y Thoby, la muerte de Rachel imprime un destino trágico que deja a los sobrevivientes aletargados, sin palabras; esas mismas palabras que Virginia Woolf persigue porque son su arma, su defensa, la manera de enfrentar los dolores, elaborar sus propias visiones y aferrarse a la vida.