CAPÍTULO XLI - 1938

Mantener el paso

EL 9 de enero Virginia inició su diario con una admonición: “Sí, me obligaré a mí misma a comenzar este maldito año”. Había terminado el último capítulo de Tres guineas, pero no estaba tranquila y se preguntaba cómo describir la ansiedad que la acompañaba desde diciembre, cuando Leonard no se había sentido bien y encontró sangre en su orina. Mientras que los médicos no precisaban el diagnóstico —decían que podía sufrir problemas de próstata o de riñón—, la vencía la ansiedad. Combatirla con trabajo, como tras la muerte de Julian, resultó un recurso efectivo, pero los Woolf recién recuperaron lo que Virginia llamaba una jornada “espécimen perfectamente normal” cuando, estudios mediante, el 12 de enero finalmente dieron de alta a Leonard.

Los médicos le indicaron reposo, y él debió seguir una estricta dieta libre de proteínas y alimentarse a base de arroz con leche en el almuerzo, el té y la cena. Pero nada evitó que Leonard entrara de lleno en las negociaciones que convirtieron a John Lehmann en socio de la Hogarth Press. En efecto, se ocupó de dictarle a Virginia la carta donde se estipulaban los términos de la sociedad: al comprar la parte de ella, Lehmann adquiría el cincuenta por ciento de la Hogarth, se convertía en socio de Leonard y en su contraparte a la hora de decidir qué publicar. Además debía asumir la dirección de gestión y hacerse responsable de la oficina y de los empleados.

Abocada a la corrección de Tres guineas, Virginia se sentía reconfortada al escuchar, de boca de Leonard, que había demostrado “gran sentido común en la emergencia”. La cuestión era cómo seguir así, más aún cuando, ante la inminencia de la fecha del cumpleaños de Julian, reconocía los sentimientos ambivalentes que la embargaban. Descripto por psicólogos y especialistas, el enojo forma parte de las etapas del duelo. El caso es que Virginia no podía evitarlo y lo dirigía hacia el joven del que pensaba que, a pesar de tener el mundo a sus pies gracias a las luchas de las generaciones precedentes, imbuido de un “deseo innato” de autoafirmación y “de ser una figura”, había hecho “su elección”. Por supuesto, evitaba que su enojo hacia Julian se hiciera patente en las cartas que le enviaba a Nessa, por entonces recluida en Francia, donde además de recordar cariñosamente a su sobrino, subrayaba: “Sabes que haría cualquier cosa que pudiera por ayudarte, y es tan desagradable no poder hacerlo: excepto adorarte como lo hago”. A vuelta de correo, pese a su reticencia a la hora de expresar sus emociones, Vanessa finalmente reconoció que “no podría seguir adelante si no fuese por ti”.

Pero a pesar del dolor de todos, la vida continuaba y a principios de febrero Leonard leyó las pruebas de Tres guineas. Mientras él leía, Virginia calmaba su ansiedad pensando que era inevitable que se produjera una “disminución de fuerza” entre lo que había querido expresar como autora y el efecto, “mucho más leve que el esperado”, que obraría el libro en el lector. En efecto, eso es lo que sucedió con Leonard, que consideró que la sátira era suave y, aunque dijo que se trataba de un “análisis extremadamente claro”, no se mostró emocionado con el trabajo y señaló que no estaba a la altura de sus novelas. Las críticas de su marido no la descorazonaron; más que nada, Virginia apreciaba el “valor práctico innegable” del libro que había terminado en medio del dolor, como si fuera un diálogo con su sobrino desaparecido, y se sentía satisfecha con lo que llamó un “trabajo de mula”. Tres guineas había sido “una espina” que la había atormentado el último verano, pero también había sido un sostén; y la urgencia del tema se había impuesto como una obligación moral, posibilitándole expresar lo que pensaba de la guerra, aun antes de que se declarara.

La sensación de estar a las puertas de un gran conflicto bélico era agobiante. Por eso, a medida que la guerra parecía ineludible, Virginia registraba su impotencia y su angustia en sus diarios; y el 12 de marzo anotaba: “Hitler ha invadido Austria: a las 10 anoche su ejército cruzó la frontera, sin resistencia”. Y agregaba: “Este hecho […] combina con los juicios rusos, como gotas de agua sucia que se mezclan”. La invasión de Hitler, que había sido vivada por las multitudes que lo aclamaban en las calles de Viena, quedaba asociada, en su imaginario, con los juicios de traición a través de los que Stalin eliminaba a sus oponentes. Mientras tanto, en su casa, las reuniones políticas estaban a la orden del día; el Partido Laborista atravesaba un período de desconcierto y Kingsley Martin hablaba de emigrar. Virginia creía que en cualquier momento se anunciaría la guerra “e Inglaterra [sería] humillada”. Solo era cuestión de esperar: “Cuando el tigre, es decir Hitler, haya digerido su cena atacará de nuevo”.

Como paradoja, en esos tiempos de desaliento, los Woolf comprobaban el éxito de la Hogarth Press. Los años había ganado una buena suma, y también era un éxito de ventas Pepita, la biografía de Vita sobre su excéntrica abuela española. Por otra parte, las publicaciones de Isherwood, Upward y Libby Benedict eran bien recibidas por los lectores, y lo mismo esperaban de un nuevo libro de Rose Macaulay. Poco después, las “prodigiosas” ganancias de la imprenta que habían creado veinte años atrás en la sala de estar de la Hogarth House impresionaban incluso a Lehmann.

A principios de abril y mientras esperaba las últimas pruebas de Tres guineas, Virginia comenzó a escribir la biografía de Roger Fry. Estaba convencida de que las pruebas serían una suerte de “horrible anticlímax”, un “baño frío de desilusión”, que a duras penas podría sobrellevar, después de lo que había sido una escritura por momentos compulsiva. De todas maneras se sentía liberada: “Tómenlo o déjenlo, yo me despojé de ello; libre para aventuras frescas… a los 56 años”. Lo cierto es que intentaba mantener su espíritu más allá de las desgracias personales o públicas. Poco antes, en los días de una fría Pascua en Rodmell, los Woolf recibieron la noticia de la muerte de lady Ottoline Morrell. No hacía mucho, y como había sucedido diez años atrás, Virginia había recibido una carta de su marido, Philip Morrell, donde él le declaraba su amor. En su misiva, Philip recordaba los años de Garsington, elogiaba Noche y día y proponía un encuentro a solas. Después de enviarle una respuesta cortés, lejos de desear verlo sin testigos, Virginia había bromeado con Vita: “Tengo un amante. El esposo de una dama de alto linaje. Quiere encontrarse conmigo clandestinamente. Pongo esto para ver si puedo provocar celos […] ¡qué extraño, una flor roja en un árbol gris! (Él es gris: yo también)”.

Dos meses después, Virginia asistía al servicio fúnebre de Ottoline. La “falta de intensidad” de la ceremonia no la conmovió, pero sí tuvo una aguda y personal percepción del vacío que entrañaba esa muerte: “Es extraño cómo la sensación de pérdida adquiere esta forma bastante privada: alguien que no leerá lo que escribo”. Pero no solo perdía lectores, sino que frecuentemente tenía la penosa obligación de escribir los obituarios[494] de sus amigos. Esta vez, a pedido de Philip, redactó sin ganas el de Ottoline para The Times. Se trataba de una tarea deprimente que no le deseaba a nadie; y por eso, en una carta a John Lehmann, nuevo socio de la imprenta, le proponía “ser el invitado del fantasma de Virginia Woolf… el fantasma de la Hogarth”; y agregaba: “¡Y, por Dios! Cuando muera, no le pidas a nadie que escriba unas palabritas sobre mí en The Times”.

Tras el funeral, Virginia visitó a Philip. En su testamento, Ottoline había pensado en ella, y él deseaba que escogiera algunas de sus pertenencias. Embargada por la “sensación de ser un buitre”, eligió con reticencia algunos objetos personales de su amiga. Tiempo después, la muerte de Ka Cox convocó sentimientos diferentes. En los años veinte su relación había declinado; Virginia no había sostenido una amistad que podría hacerla sentir “avergonzada; recordando que ella me había visto loca”. Pero si bien intentaba salvaguardarse, incluso fingir indiferencia ante tantas pérdidas, reconocía en una carta a Ethel que “no [podía] ir al ritmo de todas esas muertes”. La pérdida de los seres queridos y y la crisis europea la reafirmaban en su convicción de que, como le proponía a la escritora china que había sido amante de Julian, “el trabajo es la única manera en que uno puede vivir en este momento”.

Es así como durante abril y mayo Virginia sostuvo a rajatabla sus dos proyectos: una nueva novela y la biografía de Roger Fry. Pero ambas presentaban dificultades. Su intención con la novela era mantenerse ligera, ansiaba dedicarse a algo “azaroso y tentativo” que le permitiera distraerse de Roger, pero que no la obligara a seguir un esquema estricto, ni invocar “las inmensidades cósmicas” que exigirían forzar su “agotado y tímido cerebro”. Aun así, el plan no dejaba de ser ambicioso: rechazando el “yo” y el “nosotros”, buscaría un “todo unificado” que apuntara a un centro: la literatura inglesa discutida con humor:

 

«“Nosotros”… compuesto de tantas cosas… nosotros, toda la vida, todo el arte, los pobres e indefensos… un enmarañado, caprichoso, pero de alguna manera unificado entero. […] Y la campiña inglesa; y una teatral casa vieja… ¿y una terraza donde pasean enfermeras? Y gente pasando… y una perpetua variedad y cambio de intensidad de la prosa».

 

Mientras tanto, la biografía de Roger generaba otros problemas. ¿Cómo podía lidiar con los hechos, “tantos, tantos y tantos”, que surgían de sus papeles? “Por Dios, ¿cómo se escribe una biografía?”, se preguntaba Virginia, con la evidente tentación de eludir los documentos, pero rechazando la idea de ser “meramente ficticia”.

Tres guineas: “el parto más apacible que haya tenido”

A finales de mayo, mientras esperaba con expectativa la recepción crítica de Tres guineas, Virginia era plenamente consciente de lo que sucedía en Europa y de cómo la situación política podía afectar su ensayo: “Hitler […] está masticándose ese bigotito […] todo tiembla: y mi libro podrá ser como una falena danzando sobre una hoguera… consumida en menos de un segundo”.

Sin embargo, la gente seguía publicando sus libros. May Sarton solicitaba su opinión acerca de su primera novela, The Single Hound,[495] y ella eludía el tema diciendo que había “perdido toda fe en las críticas… incluso las mías” y que se sentía “cada vez más reticente a escribir lo que tan solo es un disparo en la oscuridad”. Que desestimara su opinión acerca del libro de otra persona no impedía que temiera lo que pudieran decir de los suyos. Virginia estaba nerviosa, pero afortunadamente las primeras reseñas de Tres guineas la tranquilizaron y la liberaron de sus temores de caer del “pedestal de la fama”. Gracias a la buena recepción del libro, también superó el mayor de todos los miedos: ser considerada una “encantadora charlatana”, y pudo exclamar aliviada: “Este ha sido el parto más apacible que haya tenido”. De todas maneras, estos alumbramientos podían complicarse, ya que poco después de su publicación Tres guineas recibía todo tipo de comentarios. Bastante preparada para afrontarlos, Virginia recordaba que Leonard le había advertido que debía esperar “muchas críticas enojadas de los hombres” y ella había agregado que muchas mujeres también las harían. En efecto, como ambos anticiparon, las aguas de la crítica se dividieron entre aquellos a quienes el libro no les gustó, y se burlaron de él y de su autora, y aquellos otros que lo consideraron un testimonio estimulante y conmovedor.[496]

La reacción de los lectores estuvo íntimamente relacionada con la estructura del ensayo. Tres guineas responde al formato de una carta dividida en tres partes en la que la narradora contesta a un abogado que le pide apoyo para evitar la guerra. Firmar una carta para los periódicos, unirse a su sociedad y hacer una donación económica son cuestiones que ella meditará en su respuesta, donde además de citar que ha recibido otras doce cartas con pedidos de ayuda, dará cuenta de los motivos por los que finalmente posterga, hasta último momento, la donación de la guinea[497] requerida. Después de la publicación del libro, muchos se sintieron compelidos a enviar sus propios comentarios en cartas que Virginia coleccionó como una “valiosa contribución a la psicología”[498] de sus lectores. Con algunos de ellos, incluso, continuó sosteniendo correspondencia hasta su muerte.

En el primer capítulo, o primera carta, Virginia retoma uno de sus temas predilectos: establece un paralelo entre diferencias de educación y de género. Cita la biografía de Mary Kingsley, en quien ve una representante de todas las “hijas de hombres con educación” que durante generaciones sacrificaron su propia instrucción, contribuyendo a sostener la costosa escolarización de sus hermanos. Virginia llama FEA (fondo de educación para Arthur) al “receptáculo voraz” que sostuvo durante generaciones los privilegios de la educación masculina en Oxford y Cambridge. Paralelamente, hijas y hermanas sufrían privaciones: “ropa interior con agujeros, piernas de carnero frío […] mientras el portero cierra la puerta de la universidad en nuestras narices”. Según la voz narradora, estas diferencias en la educación tienen su correlato en la dispareja mirada sobre la guerra de hombres y mujeres. Considera que mientras que el instinto de lucha o de matar es característico de los hombres, las mujeres, cuya única profesión hasta 1919 fue el matrimonio, comprenden tanto como ellos la psicología humana. Tras investigar las distintas opiniones de los hombres sobre la guerra en numerosas biografías, autobiografías y periódicos, y comprobar que tampoco la Iglesia presenta una sola voz al respecto, recurre a unas fotografías de la guerra civil española, que muestran cadáveres de hombres, mujeres y niños. Ante este testimonio definitivo, concluye: “La guerra ha de evitarse a toda costa”. Identificada con una mujer común, la narradora siente que tiene escasas posibilidades de acción: no tiene influencia política, ni poder[499] económico o religioso. De ahí que sienta la necesidad de estudiar la “influencia” que históricamente se les ha atribuido a las mujeres y finalmente analizar los cambios producidos a partir de 1919. Si bien reconoce que desde entonces se había abierto la posibilidad de que ellas accedieran a nuevas profesiones, y las mujeres cuentan con nuevas casas de estudio, destaca que hasta el momento, en Cambridge, “los colegios universitarios femeninos […] no pueden ser miembros de la universidad”. Además de hacer un llamamiento a las mujeres, urgiéndolas a que se nieguen a recibir distinciones que perpetúen el sistema jerárquico patriarcal, e incluso invitándolas a no lucir uniformes porque entiende que hay relaciones entre “el atuendo y la guerra”, la narradora dice que debe donar su primera guinea a un colegio de mujeres que le ha solicitado una contribución. Si bien esta donación es incondicional, advierte que considera que los colegios de mujeres deberían apuntar a una educación experimental que no perpetuara las convenciones, las competencias ni las jerarquías. En ese cambio radical intuye la verdadera solución al problema de la guerra, ya que cree que solo así se podrá revertir un proceso iniciado en 1914, cuando gracias a la guerra las mujeres lograron salir del círculo opresivo de la educación hogareña, dispuestas a hacer cualquier trabajo con tal de escapar de la opresión: “Conscientemente, deseaban ‘nuestro espléndido imperio’; inconscientemente, deseaban nuestra espléndida guerra”.

En la segunda carta se plantea un tema de actualidad. Se considera que, como sucede con los hombres que se desempeñan en “la esfera pública”, las amas de casa deben recibir un sueldo del Estado por su desempeño en “la esfera privada”. También se refiere al difícil acceso de las mujeres a las profesiones, a las dificultades que encuentran en sus carreras y a que, por el mismo trabajo que realizan los hombres, reciban sueldos menores. La narradora esgrime, contra la guerra, la posibilidad de que las mujeres ingresen en las profesiones adquiriendo “el arma de la opinión independiente basada en los ingresos independientes”. Como señaló en Un cuarto propio, la independencia económica y el acceso a las profesiones son más importantes, a su entender, que haber obtenido el voto. Por otra parte, advierte el riesgo de que el fin de “la gran lucha victoriana entre las víctimas del sistema patriarcal, de hijas contra padres”, conduzca a las mujeres a convertirse “en las adalides del sistema capitalista”, sumándose así a “la procesión” masculina, y convalidando un sistema que lleva a la guerra. Virginia Woolf se vale de la Antígona[500] de Sófocles para ejemplificar “cuáles son las lealtades irreales que debemos despreciar y cuáles son las lealtades reales a las que debemos rendir culto”. “Por libertad con respecto a lealtades irreales se entiende que debe despojarse, ante todo, del orgullo de nacionalidad; también del orgullo religioso, del orgullo de la universidad, de escuela, de familia, de sexo y de todas las lealtades irreales de ellos dimanantes”, escribe.

La segunda guinea es para ayudar a las mujeres a “ganarse la vida mediante las profesiones”, ya que considera que solo a través de una educación que no responda a las jerarquías y valores que reciben los varones, modificando “las tradiciones y la educación del hogar”, renunciando a las “lealtades irreales” y accediendo a las profesiones, las mujeres tendrán “una influencia independiente y desinteresada” que promueva evitar la guerra.

Finalmente, en la tercera carta señala que una vez adquirida la deseada educación y libertad intelectual, las mujeres no deberían usar las mismas armas que los hombres. Por el contrario, les propone constituir una “Sociedad de Outsiders”’ negarse a prostituir sus mentes o a cometer “adulterio cerebral”, advirtiendo, por ejemplo, que “cada periódico está financiado por un grupo diferente” y que “si quienes escriben los periódicos fueran personas cuyo único objetivo al escribir consistiera en decir la verdad sobre política y la verdad sobre arte, no creeríamos en la guerra y creeríamos en el arte”. El objetivo de la sociedad de outsiders sería alcanzar la igualdad, la libertad y la paz “por los medios que un sexo diferente, unas diferentes tradiciones, diferente educación y valores diferentes han puesto a nuestra disposición”. En ese sentido reivindica a las feministas[501] y llama la atención de su interlocutor advirtiendo que ellas no luchaban solo por los derechos de las mujeres sino por los de todos, “eran la vanguardia de su movimiento, señor. […] Luchaban contra la tiranía del Estado patriarcal de la misma manera que usted lucha contra la tiranía del Estado fascista”.

En Tres guineas Virginia establece un interesante paralelo entre las dictaduras y persecuciones sufridas por los judíos y otros grupos acosados por el fascismo, y las mujeres. Así pues, señala: “Ahora ustedes sienten, en su propia persona, lo que sintieron sus madres cuando se las encerraba y se las hacía callar, por ser mujeres. Ahora a ustedes se les encierra y se les hace callar porque son judíos, porque son demócratas, por su raza, por su religión”.

La persecución y el exterminio de los judíos perpetrados por el nazismo hicieron que, como muchos de sus contemporáneos, Virginia revisara sus propios prejuicios y la visión estereotipada de los judíos que caracteriza sus diarios de juventud. Sus prejuicios también se reflejaron en su insistencia, al comprometerse con Leonard, en advertir a sus amigas acerca de su condición judía. Ese afán revisionista se daba ya en 1930, cuando recordaba, en una carta a Ethel Smyth: “Qué esnob que era” y “como odié casarme con un judío”. Pero no era fácil destrabar prejuicios tan arraigados. Incluso en 1937, su editor norteamericano rechazó su narración “La duquesa y el joyero”[502] alegando que, a causa de los extendidos prejuicios raciales en los Estados Unidos, su cliente había rechazado publicar “un estudio psicológico de un judío”. Después de una relectura y de las sugerencias de Leonard, Virginia intervino el texto, cortó y modificó la historia que finalmente fue publicada en 1938 en la Harper S Bazaar en Londres y Nueva York.

Para Virginia, negarse a someterse a “lealtades irreales” era el paso necesario para luchar contra las tiranías tanto en la esfera privada como en la pública. En efecto, consideraba que en ese rechazo estaba la clave que permitiría dejar atrás las tiranías del sistema patriarcal, en el que señalaba el importante papel de lo que llamó la fijación infantil de los padres hacia sus hijas[503]. Su convicción era inapelable: “El mundo público y el mundo privado están inseparablemente relacionados, […] las tiranías y las servidumbres de uno son las tiranías y servidumbres del otro”. Por eso, con relación a la guerra, invita a preguntarse: “¿Es que no tenemos que ayudarla [a la mujer] a aplastar a este dictador en nuestro país, antes que nos ayude a aplastarlo en el exterior?”. Por otra parte, al advertir que no podemos disociarnos de la figura del dictador, “ya que nosotros somos esta flgura”, Tres guineas anticipa al escritor Julio Cortázar, que muchos años después invitó a sus lectores a vigilar al enano fascista que todos llevamos dentro.[504] Finalmente, la voz narradora concluye que la mejor manera de ayudar a evitar la guerra es “hallar nuevas palabras y crear nuevos métodos” que se adecuen a las nuevas realidades y, desde su posición de outsider, otorga “libremente” la última guinea al solicitante.

Ya que lo que se debatía allí eran argumentos políticos y feministas, tanto los lectores comunes como los amigos y críticos se posicionaron ideológicamente frente al libro. Además, la fervorosa exposición repleta de ejemplos históricos y actuales, resultado de los recortes de periódicos, extractos de sus lecturas, fotografías y cartas[505], resultó perturbadora. Virginia no podía esperar que su pacifismo a ultranza — cualquier cosa era peor que la guerra— fuera aceptado sin discusión en un momento en el que estaban en juego valores humanos universales, opuestos al racismo y a los planes de exterminio de Hitler. Por eso no podía llamarle la atención que las reseñas cubrieran un amplio espectro que abarcaba desde la condescendencia hasta el entusiasmo, pasando por las decididamente negativas. De hecho, en tanto la editora del semanario feminista Time and Tide celebró el libro y el TLS llamó a Virginia la más brillante panfletista de Inglaterra, en el Spectator Graham Greene señalaba que, aunque brillante, se trataba de un ensayo algo anticuado y provinciano. Pero como cabía esperar, la crítica más agresiva fue la de Queenie D. Leavis en Scrutiny, que calificó Tres guineas como un libro con “dialéctica nazi, sin la convicción del nazismo”. Además de desatender esta crítica, aduciendo que la autora[506] se sentía desairada por los integrantes de Bloomsbury, Virginia aseguró que no la leyó hasta el final, y la desestimó totalmente cuando recibió una carta elogiosa de la doctora Janet Harriet Walter, que había reseñado Tres guineas en el Journal of the Medical Women ’s Federation.

OUTSIDER

Despreciar a los críticos, esas “pobres viejas prostitutas”, era más sencillo que sentir que sus propios amigos le hacían “el vacío”. Y si bien tenía la sensación de que, comparada con la de otros escritores, su reputación era “ambigua”, Virginia consideraba que ser una outsider, hacer su trabajo “contra la pared”, escribir a “contracorriente” “en cierto modo [significaba] un alivio”. Era muy propio de ella identificarse a sí misma con una outsider, categoría ambigua que se problematiza si pensamos que, dado que pertenecía a la burguesía, tenía rentas y hasta su propia imprenta donde expresar sus opiniones e influir sobre la opinión pública, su posicionamiento social e intelectual distaba mucho de ser marginal o periférico. En todo caso, es interesante señalar que siempre sería una outsider si tomaba como parámetro de exclusión la educación universitaria que le había sido negada; por ello, desde una perspectiva biográfica, muchas de sus obras, especialmente Un cuarto propio y Tres guineas, podrían entenderse como reivindicaciones que expresaban un resentimiento nunca del todo superado. Así pues, tras una visita en la que Maynard Keynes no dijo nada de su libro pero Lydia le contó que a él no le había gustado, Virginia se instó a sí misma a mantenerse firme y a no dejarse influenciar: “Ahora hay que recordar que soy un ser humano independiente y perfectamente posicionado: nadie puede patotearme: y a su vez nada me reducirá a una mártir o a una amarga persecución maníaca […] me yergo sobre mis propios pies. Maynard y el resto solo pueden resoplar”.

Pararse sobre sus propios pies significaba asumir plenamente a la mujer y a la escritora en que se había convertido. Pero algunos de sus lectores y críticos objetaron que el libro, centrado en la problemática de lo que Virginia llamó “las hijas de hombres con educación”, había dejado de lado a las clases trabajadoras.[507] La respuesta de los varones no fue homogénea, pero el libro no pasó inadvertido. Mientras que incluso al año siguiente un soldado le escribió desde el frente, elogiándolo, otros, como su sobrino Quentin Bell[508] y Nigel Nicolson, el hijo de Vita, fueron sumamente críticos. A Virginia no se le escapaba que a esos jóvenes privilegiados el libro les resultaba revulsivo; por eso, tiempo después, dispuesta a mostrar hasta dónde quería llegar con sus propuestas subversivas, le señalaba a Nigel que en Un cuarto propio y en Tres guineas: “[había hecho lo que pudo] por destruir a los Sackville y a los Dufferin” Esta bravata también podía irritar a Vita, que había dicho que se trataba de un libro “muy provocativo”. Aristócrata al fin, Tres guineas no le había gustado, e incluso llegó a escribirle: “En un momento encantas con tu adorable prosa y en el siguiente exasperas con tus argumentos engañosos”. Pero Vita también decía que no discutiría sus argumentos públicamente. “Siempre perdería por puntos en la esgrima —argumentaba—, aunque si se tratara de boxeo yo podría llegar a noquearte. Mientras juegues como un caballero, con la técnica de los caballeros, tú ganas”. Que se pusiera sobre el tapete la cuestión de su honestidad excedía lo que Virginia estaba dispuesta a conceder; como escritora, lo había subrayado más de una vez en sus textos, siempre había intentado ser honesta; y ciertamente amargada por las insinuaciones de Vita respondía:

 

«Si yo dijera que no estoy de acuerdo con tu concepción del personaje de Juana de Arco, sería una cosa. Pero si yo dijera que tus argumentos acerca de ella son “engañosos” ¿no estaría diciendo Vita ha cocido los hechos de una manera deshonesta para producir un efecto que ella sabe que es falso? Si a eso te refieres con “engañosos” entonces deberemos encarar el tema, sea con espadas o con puños. Y no creo que con cualquiera que usemos, tú puedas, como dices, noquearme. Puede ser un libro tonto, y no estoy de acuerdo con que sea un libro bien escrito; pero ciertamente es un libro honesto: y me tomó muchas molestias recoger los hechos y plantearlos llanamente. Sin embargo, me atrevo a decir que hay más lecturas que lo acusan de “engañoso” de lo que podría contener. Pero ¡oh, Dios!; cuánto me enferma todo eso acerca de la “adorable prosa” y encanto cuando todo lo que quería era plantear un muy intricado caso tan llanamente y legible como pudiera».

 

Asustada por el cariz que tomaba la discusión, Vita le envió un telegrama (“horrorizada por tu carta”) que ameritó las disculpas de Virginia, quien optó por no continuar la discusión y respondió que releyendo lo que ella había escrito, advertía que no había sido la intención de Vita acusarla de deshonesta. Lo cierto es que Vita criticaba la visión de las mujeres que se desprendía de la lectura de Tres guineas, señalando que podían ser tan belicosas como los hombres. Por un tiempo Virginia siguió resentida, sentía que su amiga no se había molestado en reflexionar acerca de lo que había querido decir en su libro, y por eso evitó leer el manuscrito de Solitude, nuevo poema de Vita que publicaría la Hogarth, pensando que no sería ecuánime[509].

Era evidente que la crisis política y la amenaza de guerra condicionaban la lectura y la recepción pública de Tres guineas. Incluso Ethel, que siempre se había declarado su más fiel admiradora, cuestionaba su patriotismo. Virginia reconocía que su ideal de ese concepto no tenía relación con el llamado a las armas, sino con otros elementos. Desde su proclamada posición de outsider, ella creía posible salirse de fórmulas trilladas.

«Patriotismo. Mi querida E… por supuesto que soy “patriótica”: eso es inglés, el idioma, las granjas, los perros, la gente. Pero debemos ampliar el imaginario y evaluar las emociones. Y estoy segura de que puedo hacerlo, en parte porque soy una outsider; puedo salirme del interés personal incluso mejor que Leonard… que es judío».

 

Como señala Naomi Black, Tres guineas es un libro feminista que, entre otras cosas, intenta que las mujeres tomen conciencia de la exclusión sexista. Si aceptamos que para Virginia Woolf lo sexual es político, entendemos que, al establecer el vínculo entre fascismo y estatus social de la mujer, apunta a lograr cambios radicales en la sociedad. En ese sentido, la guerra no es el tema principal del libro, sino un producto más del sistema de poder y dominación, característicos del sistema patriarcal. El feminismo de Virginia Woolf[510] ha generado análisis complejos; tanto su propia ambivalencia hacia el término, como su decisión de no adscribir ni militar en ningún movimiento o sociedad, le da un carácter singular a sus reivindicaciones de género. Habría que señalar que lo que sus contemporáneos criticaron como una suerte de anarquismo naif, adquiere nueva dimensión en nuestros días. Al señalar las conexiones entre lo público y lo privado —todo es política—, Virginia Woolf fue una precursora de los estudios culturales y como tal fue retomada, a partir de los años setenta, por los estudios feministas y queer.

“Inglaterra está prácticamente sin descubrir…”

El 16 de junio, los Woolf partieron en automóvil, junto con su perra Sally, hacia el norte de Inglaterra y a Escocia. Virginia tomó notas durante el viaje y leyó traducciones de poesía griega. Disfrutó de esos paisajes que sentía que poco habían cambiado desde la época de las legiones romanas, admirada por las “millas y millas de soledad color lavanda”. En Haughton Castle tuvo la sensación de estar en la Inglaterra de Shakespeare, e incluso se remontó hasta los tiempos del emperador Adriano. Además de conocer los románticos parajes que circundaban la tumba de sir Walter Scott, visitó la casa de Wordsworth y el lago Ness donde, pese a sus expectativas, no vio monstruo alguno. Tanto ese tipo de tradiciones, como la gente, los paisajes y los monumentos, despertaban su vena patriótica. Le pareció que Crowland Abbey era la más fina iglesia inglesa, y sintiéndose en un entorno propicio y poético, exclamaba: “Inglaterra está prácticamente sin descubrir y es increíblemente adorable”.

A principios de julio, de regreso en su hogar, Virginia consideraba que Tres guineas y Los años formaban parte de un solo libro, y se sentía liberada de los seis años de mucha agonía y algún éxtasis por los que había transitado escribiéndolos. Deseaba otra vez “ser privada, estar a solas, sumergida”.[511] Pero las demandas de sus amigos y los extenuantes “minúsculos detalles” que leía en los papeles de Roger la agobiaban al punto de pensar: “Es extraño cómo los amigos la atormentan a una”. Y si bien por entonces Virginia apenas registró el casamiento de Anne, una de sus sobrinas, el fantasma de Julian siempre estaba presente. La Hogarth Press trabajaba en la publicación de un libro suyo, pero Nessa no estaba de acuerdo con las modificaciones que había sugerido John Lehmann y, enfurecida con él, creía que el trabajo de su hijo quedaría desmerecido. Aunque de otra índole, Virginia también tenía conflictos con Lehmann. El socio de la Hogarth le había pedido una contribución para su revista New Writing, pero aduciendo que era una “incorregible outsider” y que solo deseaba escribir para la Hogarth Press, Virginia pudo eludir el compromiso por un tiempo. Lo cierto es que desconfiaba del propósito que podría esconder la mencionada revista. Insistente, Lehmann no se dio fácilmente por vencido, y por fin, un par de años después, consiguió publicar La torre inclinada.

En agosto y durante sus vacaciones en Rodmell, Virginia analizaba la biografía de Roger: “¡Qué proyecto! Las 2 vidas de R. alcanzan para hacer 6 libros: emoción y arte”. Aunque muchas veces había dicho que las memorias y biografías eran sus lecturas favoritas, escribirlas podía ser un trabajo arduo. La tarea resultaba extenuante y no cumplía su promesa de no dejarse absorber demasiado por el libro; es posible que tanto apuro y ansiedad tuvieran que ver con la sensación de que debía hacer el trabajo sin dilaciones, ya que reflexionaba: “Tengo ya 56 años; y pienso que Gibbon se concedió 12 años y murió instantáneamente”. Era evidente que el trabajo y la guerra amenazaban su necesidad de un “período de aguas tranquilas” y mera contemplación, y después de escuchar a Harold, el marido de Vita, que anunciaba por radio que se estaba a un paso de la guerra, concluía: “Esto será la total ruina no solo de la civilización en Europa sino de nuestros últimos años”. En ese contexto, la visión de los tanques bajando por las colinas la exasperaba, sentía que había “niñitos jugando juegos idiotas por lo que [ella pagaba]”.

Mientras tanto, las tropas de Hitler desplegadas en los montes Sudetes amenazaban invadir Checoslovaquia. Si eso sucedía, los tratados internacionales obligarían a Francia, Inglaterra y Rusia a intervenir. Asumiendo, como había señalado en Tres guineas, que como mujer común no le correspondía ningún poder de decisión, Virginia escribía en su diario: “Una deja de pensar en ello… eso es todo. Continúa discutiendo la nueva habitación, nueva silla, nuevos libros. ¿Qué otra cosa puede hacer un mosquito sobre una brizna de pasto?”.

La bucólica visión de Inglaterra que había tenido durante su viaje se desvanecía y, a pesar de que en ocasiones contemplaba extasiada el cielo y las colinas de Rodmell, Virginia tenía sentimientos encontrados hacia los aldeanos. El accionar político de Leonard y las reuniones del Partido Laborista contribuían a que existiera un contacto frecuente con los pobladores de Rodmell, y a ella le agradaba que Leonard, dispuesto a sociabilizar con la gente del pueblo, ayudara al viejo cartero a hacer su testamento. Pero mientras Virginia rechazaba la estrechez de miras, las convenciones y los prejuicios de algunos de sus vecinos, muchos de ellos, sobre todo los conservadores, no veían con buenos ojos las reuniones políticas que se realizaban en Monk’s House. Por su parte, la gente de Rodmell sabía que Virginia era una escritora reconocida y solían verla atravesar el pueblo y los campos vecinos durante sus largos paseos, tal vez gesticulando o diciendo frases en voz alta. Pero por el momento, había paseantes más perturbadores: a mediados de agosto, una pobre mujer a la que querían desalojar de la granja donde vivía, y que tras la muerte de su hijo vagaba por las colinas con su perro, se suicidó tirándose al río después de haber matado al animal. Su cuerpo apareció cerca de Piddinghoe, uno de los “paseos habituales” de Virginia. Si bien la historia la impresionó fuertemente, el flujo de los acontecimientos europeos apenas permitía detenerse en los destinos individuales, por más trágicos que fueran. Todos los ingleses estaban en vilo, y un aterrado Kingsley Martin llamaba a Leonard instándolo a que regresara a Londres a escribir artículos. “¡Como si los artículos importaran!”, escribía Virginia en su diario, más preocupada por entender: “¿Qué significaría la guerra? Oscuridad, tensión: supongo que posiblemente la muerte. Y todo el horror de los amigos: y Quentin… Todo eso yace sobre el agua en el cerebro de ese ridículo hombrecito. ¿Por qué ridículo? Porque nada encaja. No encierra realidad alguna”.

Frente a ese “fárrago de irrealidad”, frente a ese amargo compás de espera, jugar a los bolos,[512] arreglar un ramo de dalias naranjas que refulgían en la noche oscura, contemplar la nueva habitación vidriada de Monk’s House eran cosas mínimas pero significantes. Pero nada, ni siquiera trabajar su biografía de Roger Fry, evitaba a Virginia tener que “escuchar [la] loca voz vociferando”, la de Hitler transmitida por la radio.

Huir hacia adelante

Lo incierto del futuro invitaba a refugiarse en el pasado, y es así que en una reunión del Memoir Club, donde evitaron hablar de política, Nessa apareció luciendo un gran sombrero “más ella misma que nunca antes”, mientras que Maynard Keynes impresionó a Virginia con sus recuerdos de Cambridge. Como Nessa, sus hijos y Duncan, que adictos a su refugio francés planeaban un nuevo viaje a Cassis, todos intentaban continuar con sus vidas según sus costumbres, pero las noticias eran más que preocupantes. El 13 de septiembre los alemanes de los Sudetes causaron disturbios y el gobierno checo declaró lo ley marcial. En lo que fue una constante de sus últimos años, Virginia oyó la “voz aterradora” de Hitler; ese “ridículo hombrecito” cuya “loca voz vociferante” los tenía en ascuas. Después de escuchar su discurso hasta el final, anotó en su diario: “Un aullido salvaje como de una persona torturada; luego aullidos de la audiencia; luego una frase más espaciada y moderada. Luego otro ladrido […] Miedo de pensar en las caras. […] ¿Cómo puede la gente tolerar estos disparates?”.

El caso es que, en medio de la desesperanza, Virginia sentía que con Tres guineas había pagado su deuda con una civilización que la guerra amenazaba; se avecinaba un nuevo “1914, pero sin siquiera la ilusión de 1914”. Y otra vez volvía a soñar con Julian. En su sueño, ella le imploraba que no fuera a España, y él se lo prometía; pero luego veía sus heridas. También aparecía Roger, como si no hubiera muerto; hablaban de Cézanne y ella le decía que admiraba su escritura. Esos sueños nostálgicos, o de despedida, revelaban su deseo de que las cosas hubieran sido diferentes. Pertrechada en sí misma, Virginia intentaba no hacer planes; lo importante, decía, era sentirse libre, pasara lo que pasase durante “los 10 años que quedan”. Y durante unos días pudo conseguirlo: “A un viejo, muy viejo, ritmo de lectura regular, primero este libro luego aquel, [le seguía] Roger toda la mañana; caminar de 2 a 4; bolos de 5 a 6.30; luego Madame de Sévigné; cenar 7.30; leer Roger; escuchar música; conectar el Candide de Eddie; leer Siegfried Sassoon, y así a la cama a las 11.30 más o menos”.

Ella no era la única que no se sentía preparada para aceptar la guerra. La mayoría de los ingleses querían evitar el conflicto, incluso los políticos. Por eso, aun a costa de sacrificar a los checos y permitir la autodeterminación de los alemanes de los Sudetes, el primer ministro Chamberlain viajó a Alemania a negociar con Hitler. Esto generó una fuerte oposición de parte de Churchill, y también de parte del Partido Laborista, ya que consideraban que ceder era una invitación a que los checos “se suicidaran”. Entre tanto, un desesperado Kingsley Martin insistía en que Leonard regresara a Londres para mediar entre los liberales y los laboristas. Finalmente, bajo una copiosa lluvia, los Woolf emprendieron el viaje y el 25 de septiembre llegaron a la ciudad. Mientras esperaban el resultado de la entrevista entre Chamberlain y Hitler, los londinenses conseguían máscaras de gas, veían cómo se construían refugios antiaéreos y se cavaban trincheras en los parques. Esa noche Kingsley Martin comió con ellos; melodramático e histriónico, aseguraba que el plan de Hitler era bombardear Londres con intervalos de veinte minutos durante cuarenta y ocho horas, y destruir caminos y ferrocarriles. En tanto iba de un lado a otro de la habitación insinuando que se suicidaría, llamaba a un contacto que tenía en la BBC para enterarse de las últimas novedades.

Al día siguiente, Virginia fue a la Biblioteca de Londres a buscar material para la biografía de Roger. Estaba leyendo las reseñas de The Times para la muestra postimpresionista de 1910, cuando un empleado le dijo gentilmente: “Nos están diciendo que nos probemos nuestras máscaras”. Si bien ella creyó que el ataque aéreo había comenzado, en realidad, hasta entonces solo se trataba de una voz que por altoparlante se dirigía a la gente, urgiéndola a buscar sus máscaras de gas. La voz del megáfono la acompañó hasta la Galería Nacional, donde “un agradable viejito brindaba a una atenta audiencia, una conferencia sobre Watteau” “Supongo que todos estaban dando un último vistazo”, escribió a su hermana. Sintomáticamente, ella, como tantos otros, volvía a los escenarios privilegiados de su civilización, perfectible pero la única que tenían, para dar ese “último vistazo”. Pero también debía ocuparse del futuro de la Hogarth Press y de sus empleados. Antes de regresar a su refugio de Rodmell, los Woolf se reunieron con ellos y les aseguraron que les pagarían sus sueldos hasta que les fuera posible. Virginia tuvo la sensación de que no había mucho más que pudieran decir, y le pareció que abandonaban a aquella gente a los peligrosos bombardeos que temían que se cernieran sobre Londres. Aunque se sintió “bastante cobarde”, intentó tranquilizarse recordando el pedido del gobierno: todos los que pudieran abandonar la ciudad debían hacerlo. Con Lehmann a cargo de la Hogarth, los Woolf partieron otra vez bajo la lluvia. Solo se llevaron una máquina de escribir y un abrigo, y Virginia tomó las cartas que Roger le había enviado a Vanessa. Una vez en Rodmell se probaron sus máscaras de gas. Como se esperaba que cerca de “9000” niños del East End arribaran a Sussex y “50” a Rodmell, cabía la posibilidad de que ellos hospedaran algunos en su casa.

Entre tanto, Chamberlain había aceptado la autodeterminación para la región de los Sudetes, pero Hitler iba por más y exigía la anexión del territorio. De no suceder así, ordenaría la invasión el 1° de octubre. Francia e Inglaterra ordenaron la movilización: la guerra era una certeza. El 28 de septiembre, la BBC daba instrucciones para evacuar Londres. También informaban que pensaban matar a todas las serpientes y animales peligrosos del zoológico, y Virginia tuvo la visión de una Londres estragada por “cobras y tigres”.

Paz sin honor

Un día antes, el 27 de septiembre, los Woolf habían sintonizado la radio para escuchar al primer ministro Chamberlain. Esperaban que dijera “que se había declarado la guerra. Sin embargo ‘Mr. Chamberlain hizo un anuncio sensacional. Herr Hitler [lo invitaba] a encontrarse con él [al día siguiente], junto a Signor Mussolini y Daladier en Munich. La movilización se [posponía] por 24 horas’”. Desde su lugar en el Parlamento, Harold Nicolson había presenciado la escena: mientras Chamberlain daba su discurso, recibió una nota que transformó su rostro. Se trataba de la invitación de Hitler para reunirse con él en Munich. El 29 de septiembre se firmó allí un acuerdo del que ni los checos ni los rusos participaron, donde se decretaba la cesión y ocupación de los Sudetes por parte de los alemanes. Con la sensación de que era como “la vida después de la muerte”, Virginia intentaba convencerse a sí misma que de esa manera se evitaba una gran masacre; que podría viajar libremente; y que su vida cotidiana continuaría sin sobresaltos. Atrás quedaba su idea de que vivirían a base “de manzanas, miel y repollo”; y si bien consideraba, como gran parte de los ingleses, que después del acuerdo Hitler se volvería más poderoso, no podía “evitar estar contenta con la paz”. Por su parte, desde Francia, Nessa y su familia esperaban las noticias que ella enviaba: “Nunca, nunca, ha habido tiempos semejantes”.

La paz obtenida era inestable, y aunque Virginia evitaba leer los diarios y deseaba “paz para nuestra vida: ¿por qué no intentar creerlo?”, pronto sus ilusiones se desvanecían: “El residuo es ahora enojo y vergüenza, por encima del puro alivio cobarde”. Y si bien Leonard advertía que el acuerdo les daría “paz sin honor por seis meses”, en Monk’s House ella intentaba sostener la ilusión:

 

«Gracias a Dios; estaremos solos; jugaremos a los bolos; luego leeré a Sévigné; luego comeremos jamón a la parrilla y hongos en la cena; luego Mozart… y por qué no quedarnos aquí por siempre, disfrutando de este ritmo inmortal, en el cual tanto el alma como el ojo descansan. Dije esto, y por primera vez L. dijo; No eres tan tonta como pareces. Estamos tan sanos; tan felices; y luego, entré; puse la pava en el fuego; corrí escaleras arriba, miré los cuartos; todo listo; el hogar a leña estaba precioso, […] y estaba a punto de llamar a L. para que bajara de la escalera arrimada al árbol alto, donde se veía tan hermoso que mi corazón se detuvo con orgullo de que se hubiera casado conmigo».

 

Todavía era posible creer que todo seguiría igual o ilusionarse con un viaje a Cassis, para reunirse con Nessa.

Pero además, Virginia seguía escribiendo e imaginaba la posibilidad de juntar en un solo volumen sus “innumerables notas para el TLS: considerarlas material para alguna especie de libro de crítica: ¿citas?, ¿comentarios? abarcando toda la literatura inglesa: tal y como la he leído y anotado durante los últimos 20 años”.

A mediados de octubre, pocos días después de un nuevo regreso a Londres, escribía en su diario: “Sabía que el corte sería discordante, pero no que sentiría la mezcla de humillación y disolución que siento hoy, tras una píldora para dormir”. De hecho, era difícil sostener la actividad social de preguerra y seguir con la biografía de Roger, lo que implicaba recordar una y otra vez el pasado.[513] Así pues, el 30 de octubre se sintió sepultada por “palabras, palabras, palabras, tantas y tantas… que creo son la vocalización de mi pequeña sensación esta mañana”.[514] En el trasfondo de su desesperación podía estar la dificultad de amalgamar ciertos hechos; en efecto, debía resolver cómo presentaría la relación entre Vanessa y Roger, y tanteando su opinión le escribía a su hermana: “Roger mismo es tan magnífico, estoy tan enamorada de él”, “¿Qué he de decir acerca de ti? […] cómo lidiar con el amor para que no estemos todos sonrojándonos”.

Pero, antes de lidiar con ese tema, tuvo que enfrentar otro, también relacionado con Roger y sus amores. Helen Anrep, la última pareja de Roger, estaba preocupada por su situación financiera y creía tener un descubierto importante.[515] Por eso, en tren de ahorrar, había prescindido de ayuda doméstica y había planteado el problema a sus amigos. En un impulso que después dedujo que era una manera de demostrar su afecto hacia Roger, Virginia ofreció prestarle la suma que necesitaba, pero cuando cayó en la cuenta de que sobrepasaba lo que había imaginado sintió que no podía darse el lujo de ser tan dispendiosa, y durante meses se atormentó pensando que debía ser “más cuidadosa en el futuro”. De hecho, siguió obsesionada por el tema del préstamo hasta el año siguiente, cuando incluso se molestó porque el hijo de Helen compró un automóvil nuevo antes de que le devolvieran el dinero que había facilitado. Obsesionada con su gesto espontáneo y dispendioso, durante mucho tiempo, mientras buscaba razones que justificaran su accionar, se consolaba pensando que era mejor hacer ese préstamo que “tener que comprar ropa cara”. Por otra parte, para compensar tamaña generosidad, se inducía a trabajar y a escribir más artículos; y se decía a sí misma que escribir la biografía de Roger era una manera de pagar la deuda de afecto y reconocimiento que sentía hacia su amigo: “Ciertamente le debía[516] a Roger £150”.

El asunto del dinero trajo cola, y a finales del año Virginia realizó un balance de su presupuesto. Había dispuesto cerca de 348 libras[517] en gastos o presentes a familia y amigos, incluidas las 150 libras prestadas filantrópicamente a Helen Anrep. Pero a pesar de todo, en términos económicos no se trataba de un mal año: Tres guineas había vendido cerca de 8000 ejemplares; Virginia también había escrito artículos, entre ellos unos sobre Walpole, un cuento, “Lappin y Lapinova”[518] para la revista Harper’s Bazaar, y el artículo “The Art of Biography” Además y sorteando la “presión de hechos” de la biografía de Roger, avanzaba con su nueva novela a la que por entonces llamaba Pointz Hall y que finalmente titularía Entre actos.

El acuerdo de Munich otorgó una suerte de impasse, en el que la vida social continuaba su curso, todos parecían excitados, como si tuvieran la necesidad de prolongar ese tiempo de paz lo más posible, y en un breve lapso Virginia registró muchísimos encuentros en su diario. Entre los compromisos familiares, asistió a finales de octubre al festejo de los ochenta y ocho años de su suegra. El mundo de los parientes de Leonard le resultaba ajeno, le molestaba lo que llamaba “exposición de ropas viejas”, y repelía la “fealdad” de las Woolf de mediana edad. Muy diferente era la siempre idealizada relación con su hermana, cuyo alejamiento la devastaba. Aun así, su anclaje seguía siendo Leonard, y confesaba: “No tengo circunferencia; solo mi inviolable centro: L” Con la sensación de que no podría afrontar separarse de él, Virginia le explicaba a Nessa que no viajaría a Cassis:

 

«Somos tan infelices separados que no puedo ir. Ese es el peor fracaso imaginable: que el matrimonio, como por primera vez me di cuenta caminando por la Square, la reduce a una a un odioso servilismo. Es inevitable. Escribiré una comedia al respecto. […] También, es algo bueno que los Wolves y los Bells[519] estén separados a veces para que cada uno pueda condensar su identidad».

A finales de ese año, la especialista en reuniones Sybil Colefax brindó una fiesta que ocupó varias páginas del diario de Virginia. Allí se reencontró con Max Beerbohm —que parecía “un gato de Cheshire”—, con quien tuvo oportunidad de hablar sobre Roger Fry. Beerbohm le dijo que “era un líder nato”, un iluminado. También se refirieron a la obra de George Moore, a la escritura de Lytton y a la de la propia Virginia. El famoso caricaturista le contó que, cuando regresaba de las fiestas, solía tomar el pincel y dibujar una caricatura tras otra que, dijo señalándose el estómago, salían de allí “como burbujas”. Beerbohm, que la apreciaba, también la felicitó por el ensayo que había escrito sobre él en 1922. Entre los numerosos invitados, Virginia divisó a Willie Maugham, quien le dijo que Christopher Isherwood, un escritor que a ella le parecía “inescrutable y en guardia”, tenía en sus manos “el futuro de la novela inglesa”.

Huir hacia el pasado o refugiarse en el instante mágico de alguna fiesta no impedía que Virginia registrara en su diario: “Judíos perseguidos, apenas cruzando el Canal”. El año terminaba, y se sumaban dolores íntimos y sinsabores. Jack Hills, quien había estado casado con su hermana Stella, murió a fin de año. También había muerto la actriz, cantante y escritora Viola Tree: “Pienso en Viola yaciendo inerte… Cuán fuera de lugar… innecesario”. De pronto, los temores asociados con la muerte y la “vieja herida de la ansiedad de enero pasado” volvían de manera irracional. Que Leonard apareciera con un molesto sarpullido en la espalda puso a los Woolf en guardia: él pensó que había algo grave detrás de ese síntoma y lo asoció con algún problema de próstata;[520] lo cierto es que ambos se habían asustado y una noche, mientras volvían caminando, trataron de exorcizar sus temores hablando de ellos:

 

«Hablamos de la muerte en Russell Square. L. dijo que se había convencido a sí mismo de no pensar al respecto. 2 o 3 años antes el miedo a la muerte se tornó una obsesión. Dije que no desearía vivir si él muriera. Pero hasta entonces encontraba la vida ¿qué? ¿Excitante? Sí, eso creo. Él estuvo de acuerdo. Así que no pensamos en la muerte. Dicen que los animales presienten los temores y ansiedades de sus dueños; el caso es que por entonces encontraron muerta a Mitz, la monita tití de Leonard. La enterraron en el jardín, mientras las campanas de la iglesia sonaban acompañando el funeral de una persona, al otro lado de la pared. “Mitz fue encontrada muerta el día de san Esteban creo: su blanco rostro de anciana hacía puchero; ojos cerrados; la cola enroscada alrededor de su cuello. L. la enterró en la nieve bajo la pared”».