CAPÍTULO VII - 1904
El viaje traumático de una ENGLISHWOMAN
LESLIE se consideraba a sí mismo un vitalista al que no habían vencido ni las tristezas, ni las dificultades, pero todos sabían que necesitaba el apoyo de un tipo de mujeres con las que establecía una dependencia que estaba lejos de ser inocua. Su capacidad de vampirizarlas, como si extrajera de ellas fluido vital, quedaría grabada en la mente de sus hijos.
Él debió presentir, a principios del siglo XX, que esa manera de vivir ya no era posible. Estaba claro que Nessa no se prestaría al sacrificio, era evidente que sentía rencor y que lo culpaba por su comportamiento y egoísmo. En tanto Ginia, dividida su lealtad entre padre y hermana, no tenía una constitución propicia para soportar esas exigencias. Casi podría decirse que Leslie murió cuando intuyó que solamente sacrificando a Virginia podía seguir adelante.
Como su padre, ella necesitaba a su lado presencias protectoras y que organizaran la vida cotidiana. Leslie había depositado en Julia, como Virginia hizo luego con su marido, la responsabilidad de administrar la economía doméstica, y ambos, padre e hija, supieron recurrir a su pareja cada vez que necesitaron reafirmar sus dones y talento.
Lo cierto es que Virginia se sentía profundamente ligada a su padre, y al día siguiente de la muerte de Leslie, se preguntaba:
«Pero cómo seguir sin él, no lo sé. Todos estos años apenas hemos estado separados, y lo necesito a cada momento del día. Pero aún nos tenemos los unos a los otros… Nessa y Thoby y Adrian y yo, y cuando estamos juntos, él y Madre no parecen muy lejanos.»
Pronto quedó en evidencia que los otros Stephen no compartían la profundidad de su tristeza. Huyendo de las manifestaciones del duelo, los hermanos Stephen y George partieron para Manorbier. Los demás parecían aliviados; ella, en cambio, no podía conciliar las sensaciones placenteras que le producían el lugar y sus alrededores, con el intenso dolor y la tristeza que la acompañaban. La asaltaba la idea de que nunca había hecho lo suficiente por su padre y que tampoco le había dicho cuánto lo quería. Pensaba que él se había sentido solo durante demasiado tiempo y que, de estar vivo, todos podrían ser felices. Obsesionada con la imagen de Leslie, recordaba cómo bromeaba acerca de leer su propio obituario “y no creía que hubiese tolerado” los que fueron publicados después de su muerte. De hecho, Virginia ingresaba en un tenebroso circuito mental, tenía la sensación de que su padre todavía vivía y pensaba que lo encontraría al volver de sus paseos: “Deseaba oír lo que él pensaba. ¡Estar a su lado era un sentimiento tan intenso, incluso tocarle la mano! ¡Nunca encontraría a otro con su pensamiento tan ágil y agudo!”.
Cuando en 1922 recordó esa etapa de su vida, Virginia señaló que, a pesar de todo, esas vacaciones y sus paseos en Manorbier fueron productivos, ya que trabajó en sus manuscritos y “caminando por la colina a la orilla del mar”, tuvo la visión del libro que quería escribir.
La muerte de Leslie tuvo un impacto distinto en Nessa. A diferencia de su hermana, ella estaba alegre, trabajaba en sus pinturas y sabía que sus planes de mudanza pronto se concretarían. Entusiasmada, no hacía caso de las protestas de parientes y amigos que, como Kitty Maxse, encontraban inaceptable el barrio que había elegido. “Cómo podemos seguir adelante como lo hacemos, tan alegres como las cigarras durante todo el día”, se preguntaba Virginia, que no podía compartir esos sentimientos. Aun así, a pesar de las diferencias de carácter y del modo en que enfrentaban el duelo, era un hecho que los hermanos se llevaban tan bien que parecían “esposos y esposas”. Lo más raro —decía Virginia en una de sus cartas— era que no se aburrían juntos. Solo la presencia de los Duckworth perturbaba esa especie de Edén.
Apenas un mes después de perder a su padre, los hermanos Stephen se contagiaron del entusiasmo de Gerald, que planeaba un viaje a Venecia. Sin embargo, las relaciones con los Duckworth presentaban líneas de fractura. Durante su estadía en Manorbier, George no los había dejado ni un momento a solas, y Virginia, que se sintió aliviada con su partida, comenzó a temer lo que implicaría la convivencia con él. Pensando en su próximo viaje, esperaba que Gerald encontrase más conveniente viajar solo y concluía: “Cinco de nosotros es un grupo demasiado grande como para ser productivo”.
Así pues, la perspectiva del viaje se confundía con el dolor, con el duelo y con nuevas necesidades, y Virginia reconocía que no encontraba “las cosas de este mundo fáciles de comprender”. Aislada en su dolor, sin posibilidades de compartir sus sensaciones con sus hermanos, siguió ocupándose de la correspondencia con amigos y familiares a los que informaba cómo habían sido los últimos momentos de vida de su padre.
Por su parte, tanto Nessa como Violet permanecían alertas ante los peligros que entrañaba ese ánimo luctuoso. Para evitarles preocupaciones, Virginia les decía que su melancolía era pasajera y que no permanecía demasiado tiempo de tal humor, pero en su fuero interno lamentaba que los demás no creyeran que ella “sabía” que Leslie hubiera querido seguir viviendo y que tenía la vitalidad de un hombre joven. Lo cierto es que Virginia viajó a Italia en condiciones que distaban de ser ideales, y los contratiempos típicos de los viajes amenazaron con sacarla de quicio. En Venecia, los viajeros no encontraron habitaciones disponibles y, antes de recalar en el Grand Hotel, se conformaron con un hotelucho en el que pasaron un par de noches.
En principio, y a pesar de que Gerald se aburría como una ostra y en lugar de recorrer las calles prefería que todos pasearan en góndola, Virginia disfrutó de la ciudad. Por su parte, Thoby y Adrian estaban excitadísimos. Intentaban hablar en italiano, y el más joven de los hermanos creía que podría quedarse a vivir allí. La compañía era agradable y todos estaban fascinados por los paisajes, la cultura, la comida y la idiosincrasia de sus habitantes, pero Italia estaba repleta de ingleses y a los Stephen no les extrañó encontrarse con muchas familias conocidas. Huyendo de ellas, Virginia prefirió dedicarse a los italianos, pero pronto la bulliciosa Italia de 1904 le resultó casi intolerable.
Cuando Gerald abandonó a sus parientes y se refugió en Montecarlo, los aliviados Stephen se dirigieron a Florencia para encontrarse con Violet Dickinson. Luego de veinticinco días en Italia, Virginia estaba desilusionada. Le escribió a Emma Vaughan a Canterbury, asegurándole que no había en el mundo un lugar tan encantador como aquel paraje inglés. Además y aunque “con la mano en el corazón” afirmaba que había encontrado que la belleza de Venecia era impresionante, se sentía como un pájaro encerrado en una jaula y concluía que se trataba de “un lugar para morir hermosamente: pero para vivir, nunca me sentí más deprimida”.
A esas alturas encontraba objeciones a cada paso: el hotel era horrible, y las pinturas —pinturas al fin— perdían gran parte de su valor después de ver las obras de Tintoretto; incluso cuando se sentaba a disfrutar de los famosos helados del café Florian, contemplar las incontables parejas de luna de miel la hacía sentir fuera de lugar. Le molestaba la gente, y los paisajes de Italia pasaban de ser lo más maravilloso a no tener ni punto de comparación con los de Inglaterra. Además, decía, dejar la tierra natal por Florencia parecía una farsa, ya que hasta allí se encontraban con los Prinsep, Lytteltons, Carnarvons, tía Minna, etc.
¿Se darían cuenta sus hermanos o Violet de lo alarmante de la situación? Según parece, además de haber sufrido lo que la familia llamaba “sus rabietas”, Virginia incurría en la xenofobia, y en ese estado le escribía a Emma: “Nunca ha habido una nación más bestial que esta, en sus trenes, sus calles, sus tiendas, sus mendigos, y muchas de sus costumbres. Mi querido Sapo, ¿dónde hay una mujer respetable a quien mirar de vez en cuando?”.
Su ansiedad por volver a Londres aumentó cuando se enteró de que había una buena oferta por el 22 de Hyde Park Gate.[101] En sus cartas a Emma, Virginia reclamaba novedades del país; cualquier cosa, en tanto sonara a inglesa, era bienvenida y comparando su situación con la del “degenerado aunque bello país” en el que se encontraba, agradecía a Dios —en el que, recordemos, no creía— el haber nacido “Englishwoman”.
Finalmente, el 20 de abril los hermanos se separaron; Adrian volvió a Cambridge, donde cursaba su último año, y Thoby encaró una excursión a pie por los Apeninos. Por su parte, Virginia, Vanessa y Violet visitaron Prato, Siena y Génova. El 1° de mayo las mujeres se reunieron con Thoby en París, donde también estaba su compañero de estudios Clive Bell, con quien pasaron lo que Virginia llamó una verdadera fiesta bohemia. En un café parisino, conocieron a lady Beatrice Thynne; enfrascados en la conversación, cada uno fumó cerca de una docena de cigarrillos, mientras ella elaboraba entusiastas teorías sobre Wagner en presencia del pintor Gerald Kelly,[102] quien a la mañana siguiente los acompañó al estudio de Rodin. La experiencia fue edificante para Vanessa, que había enloquecido con Tintoretto y encontraba en París un atisbo de lo fantástico que podría ser la vida del artista. Virginia, en tanto, ansiaba volver a su patria y le escribía a Violet que ya había regresado a Inglaterra: “Oh, mi Violet, si tan solo pudieras conseguirme un buen trabajo, importante y serio, para hacer a mi regreso, eso me hará olvidar mi propia estupidez y te quedaría tan agradecida. Debo trabajar”.
El estado de Virginia era más que preocupante. En referencia a la inteligencia de otra alumna de Janet Case, señalaba que la suya valía poco en esos momentos y que, aunque lo deseara, no podía escribir una palabra. Sentía que había olvidado todo, y no es exagerado suponer que vivía esa sensación trágicamente.
Una gran crisis
Si bien Virginia sintió que regresar a Londres era una bendición, una vez en su ciudad, la crisis que se avecinaba se desencadenó con gran violencia tras una visita de Emma Vaughan, cuando apenas tuvo conciencia de lo que su amiga le decía. Ya no se trataba solo de mal humor: la situación era grave y cuando Vanessa decidió intervenir y hacerse cargo de cuidarla, Virginia se opuso abiertamente. Su salud mental pendía de un hilo, se sentía compelida a hacer “cosas insensatas”, escuchaba voces, oía a los pájaros cantar en griego y en sus alucinaciones veía al rey Eduardo VII espiando entre los arbustos, mientras decía obscenidades. Además se juzgaba culpable de haber cometido faltas inespecíficas, y aunque era consciente de sus desvaríos, aseguraba que se debían al hecho de comer demasiado y se negaba a hacerlo. Años después, Virginia Woolf recuperó parte de esas experiencias transfiriéndoselas a Septimus, su alter ego en La señora Dalloway, quien oye también a los pájaros:
«Un gorrión, encaramado en la barandilla de enfrente, canturreó “¡Septimus, Septimus!”, cuatro o cinco veces y, siguió cantando, sacando una a una las notas, cantando con voz nueva y también penetrante, con palabras griegas, cómo no existía el crimen y, acompañado por otro gorrión, desde los árboles de la pradera de la vida, al otro lado del río donde los muertos caminan, que no había muerte.»
Como le sucede al personaje de La señora Dalloway, Virginia desconfiaba de los doctores. También recelaba de la posición de Vanessa, que obedecía las indicaciones de Savage, convencida de que el médico entendía a su hermana mejor que nadie. La enfermedad de la menor complicó la hasta entonces armónica relación de las Stephen; advertida, Violet Dickinson corrió en auxilio de sus amigas, y entre mayo y agosto alojó a Virginia en su casa de Welwyn.
La situación era complicada: Virginia sufría dolores de cabeza, rechazaba la comida, sufría alucinaciones, su comportamiento era hostil, y además enfermó de escarlatina.[103] En los momentos más críticos, tres enfermeras no bastaban para sujetarla, e incluso intentó suicidarse arrojándose por una ventana.
Pese a los cuidados que Violet, las enfermeras y su médico le prodigaban, durante todo ese verano Virginia permaneció descentrada, incapaz de leer o escribir, obligada a tomar tónicos, a comer y a descansar. En septiembre y ya recuperada, pasó las vacaciones con su familia en Nottinghamshire, en compañía de una enfermera. Le permitieron caminar e incluso tomar lecciones de latín con Thoby.
Deseosa de restablecer la relación con Violet en términos de amistad, ya que durante la estadía en su casa, su amiga se había convertido en una especie de jefa de enfermería, Virginia le escribió intentando encontrar una explicación que alejara el fantasma de la locura de ese vínculo que tanto valoraba: “Todas las voces que solía escuchar diciéndome que hiciera todo tipo de cosas insensatas se han ido, y Nessa dice que siempre existieron solo en mi imaginación”.
Hay escasa documentación acerca de la crisis que sufrió después de la muerte de su padre, pero a través de las cartas de esta etapa, o primera gran crisis, sabemos que Virginia padeció una fuerte depresión, sufrió trastornos de ansiedad, vivió episodios violentos e incluso tuvo alucinaciones, por lo menos auditivas; y que el cuadro se agravó con su intento de suicidio. De todas maneras, recién en la siguiente gran crisis, que se insinuó en 1912 y estalló en 1913, los testimonios y documentos se vuelven abundantes y permiten una mayor aproximación a los síntomas de la que tenemos en este período.
La tía Nun y el camino de la ESCRITURA
Durante la enfermedad de Virginia, la familia abandonó el 22 de Hyde Park Gate. Gerald se mudó por su cuenta y, para alivio de los Stephen, George, que había pedido en matrimonio a lady Margaret Herbert, hija del cuarto Earl of Carnarvon, se casó con ella el 10 de septiembre. Aunque Virginia se encontraba mejor, no fue a la boda; su objetivo principal, después de pasar la mayor parte del año fuera de Londres, era instalarse en el 46 de Gordon Square, la nueva dirección de los hermanos Stephen en Bloomsbury.
Es probable que su crisis nerviosa estuviera relacionada con una especie de lealtad hacia la antigua forma de vida y hacia los que habían muerto, lealtad que le había impedido disfrutar de los cambios que se avecinaban. Pero finalmente, y después de varios meses de sufrimiento, Virginia supo que estaba elaborando la pena por la pérdida de su padre, convertida ahora en una tristeza “reconfortante y natural” que hacía “que valiera la pena vivir, aunque en forma más triste”.
En ese proceso recuperaba las ganas de escribir, e incluso presentía que podía llegar a “producir un buen libro”. Volvía a descubrir que la vida le interesaba intensamente y, como pensaba que escribir era su forma natural de expresión, deseaba instalarse en su nuevo hogar y poner en práctica su deseo. Pero el “testarudo” doctor Savage no creyó que el regreso a Londres fuera conveniente, y como Nessa se puso decididamente de parte del médico, Virginia no tuvo más remedio que cumplir sus órdenes.
Así, en octubre recaló en la casa de la tía Caroline Emelia, en Cambridge. Si la intención del doctor Savage era que su paciente estuviese relajada y tranquila, el objetivo no se cumplió del todo. Aunque estaba durmiendo mejor y podía sentarse por horas a escuchar a los pájaros, apreciar el susurro de las hojas y contemplar los árboles de “puro oro y naranja”, el obligado retiro le daba la sensación de vivir en el “recinto de una catedral, con la gran campana de la voz de los cuáqueros tañendo a intervalos”.
En ocasiones, Virginia recibía con alivio la visita de Adrian, quien cursaba estudios en el vecino Trinity College, pero lo que realmente le resultó interesante fue la presencia de Florence y Fred Maitland. Florence era una de las primas Fisher que, gracias a la intervención de Julia, se había casado con Fred Maitland, historiador amigo de Leslie y a cargo de escribir su biografía autorizada. De él, Virginia recibió el encargo de revisar la correspondencia de su padre y copiar lo que considerara que podría interesar a la biografía. También escribió un texto sobre Leslie que se incluyó en el libro. Estas tareas hicieron que pasara la mayor parte del tiempo entre “viejas cartas”, y no tardó en sentir que estaba haciendo algo que le desagradaba; “contra mi voluntad, a pedido de Fred”, precisó.
La persona a la que más le entusiasmaba el proyecto era la hermana de Leslie, quien mostró una inmediata disposición a colaborar en su biografía. Caroline Emelia, apodada Nun,[104] tenía cierta experiencia como escritora, y cuando se trataba de su libro, Quaker Strongholds (Baluarte cuáquero), podía mostrarse tan vanidosa y presumida — aseguraba su sobrina— como la mayoría de los escritores. También poseía una gran cantidad de documentos de la familia, y entre ellos Virginia pudo apreciar los diarios de su abuela paterna. Al leerlos, advirtió que las expresiones infantiles de Leslie explicaban muchas de sus características de adulto, y le eran tan propias como la tendencia victoriana de la pequeña Nun a reverenciar a su hermano menor y a cederle gustosa sus mejores juguetes. Como hija de un intelectual y como futura escritora, Virginia se tomaba su tarea muy en serio: le fascinaba revisar las cartas, que consideraba apropiadas y expresivas, como lo había sido la conversación de su padre, e incluso creía que debían rastrear a sus poseedores para incluirlas en el libro de Maitland.
A pesar del trabajo que tenía entre manos, durante su estadía en Cambridge se sintió menos cansada que en Londres y desaparecieran los dolores de cabeza que la aquejaban. De todas maneras, le era difícil ser ecuánime: decía que la charla interminable de su tía podía agotarla, pero le reconocía el mérito de buscar, incluso laboriosamente, la palabra perfecta, y admiraba su exquisita pronunciación. El conflicto generacional tenía que ver con que Virginia rechazaba la exaltación de la tolerancia, la resignación y la benignidad extrema que Nun defendía, cosas que, junto con su discurso acerca de Leslie, amenazaban con volverla loca. Como antídoto, se ocupó de escribir una versión cómica de la vida de “la cuáquera”, que lamentablemente se ha perdido.
Cuando el doctor Savage le ordenó que pasara dos meses más fuera de Londres, su desconfianza y su resentimiento hacia los médicos aumentaron. No sirvió de nada que Virginia recalcara que no deseaba estar en las “incómodas casas de otras personas”, pues tenía la suya, y tampoco pudo, aunque lo intentó con insistencia, convencer a Nessa. Estaba desesperada por volver a su hogar en Londres, a sus libros y a su música, de los que la separaban ocho largos y “desgraciados” meses de trashumante. Ya entonces, y no a manera de ensayo literario sino como necesidad vital, luchaba por obtener “un cuarto propio” y anhelaba “una gran habitación para mí, con libros y nada más”.
“¡Un doctor es peor que un marido!”, exclamaba Virginia, que deseaba ser dueña y señora de su vida, y tirar a la basura las “estúpidas medicinas”. Las que tomaba para dormir no lograban su objetivo y solo le producían dolores de cabeza. En su correspondencia aseguraba que en el futuro nunca creería en nada de lo que dijeran los doctores, quienes únicamente podían “adivinar” la enfermedad, no curarla. Aunque más adelante utilizó ese dolor y rencor para moldear los casi grotescos médicos de sus novelas, en ese momento solo podía sufrirlos. Durante el tiempo que estuvo lejos de la ciudad —apenas le permitieron hacer cortas visitas a Londres para ver al dentista o a la modista—, Virginia se mantuvo al margen de los asuntos domésticos. Nessa la mantenía informada y también insistía en señalarle que la quería y la extrañaba terriblemente. Al fin, mientras se llevaba a cabo la mudanza a la nueva casa, Virginia logró que le autorizaran pasar un fin de semana en Londres, en el hogar de los Booth.
La elección de mudarse a Bloomsbury contrariaba a familia y amigos. Tanto la tía Mary Fisher como la tía Minna parecían muy ansiosas por inmiscuirse en los asuntos de Gordon Square, y tampoco Jack Hills renunciaba a su puesto de protector de las buenas costumbres. Enterado de que Virginia estaba seleccionando las cartas más personales de Leslie, consideró su deber prevenirla, y le escribió: “Hagas lo que hagas, no publiques nada demasiado íntimo”. El tono paternalista y autoritario la ofendió; le contestó que le importaban más que a él la delicadeza y reserva en lo concerniente a sus padres y que, de todas maneras, su selección sería la definitiva. Pero Jack Hills volvió a insistir, haciéndole sentir — escribió Virginia— “que hiciera yo lo que hiciese, estaría seguramente mal”. Apoyada por Fred Maitland, ella pensaba que Jack no solo no había comprendido a su padre, sino que “sabía tanto de libros como la vaca gorda que pasta en el campo de enfrente”. Este duelo puede considerarse una de sus primeras rebeliones contra la autoridad patriarcal, y aunque contaba con la anuencia de su tía Nun, que “se había puesto en pie de guerra” para apoyarla, sabía de las reservas de Nessa, y como temía que no pudiera enfrentarse con el autoritario Jack, escribió:
«Jack siempre se las arregla para meter su enorme pezuña con gran estrépito en el aspecto más difícil y delicado de cada cuestión. Siempre tan legal, es aburrido hasta la médula de los huesos, pobre procurador insignificante, burócrata apergaminado! ¡Pero no le permitiré que interfiera con respecto a mi padre!»
Pero también Nessa temía que en la biografía de su padre se revelasen intimidades de la familia, y aunque calmaba a Virginia (“entendías a nuestro padre mejor que nadie”, le decía), insistía en que no debían permitir que ni siquiera Fred Maitland tomara contacto directo con ciertos papeles, algunos de los cuales incluso quiso quemar.
A fines de ese año, con el deseo de huir de los influjos de Nun, y luego de una corta estadía en Londres en la nueva casa de Gordon Square, Virginia pasó la última semana de noviembre en casa de William y Madge Vaughan, en Giggleswick School, donde él era director. Una carta de instrucciones de Nessa precedía su visita.
«Ahora se encuentra muy bien, aunque no duerme del todo bien y tiende a hacer demasiadas cosas… No debería de caminar muy lejos ni demasiado tiempo sola.. Sale a pasear antes de empezar a escribir por la mañana, durante hora y media sola… luego, vuelve a pasear sola antes del almuerzo durante media hora; pero por la tarde necesita de alguien para dar un paseo. Por supuesto, si pudiera salir con los niños algunas veces, sería perfecto. Se acuesta muy temprano, como creo que hacen ustedes y, en muchos aspectos, su conducta es completamente normal.»
Las prescripciones:
Toma un vaso de leche por la mañana a las once, chocolate caliente cuando se acuesta, y una taza de té cuando se la ofrecen. La única dificultad ahora es el sueño. Ha estado descansando demasiado poco. Tiene que tomar un remedio, y el doctor dice que si duerme muy mal hay que darle vino caliente con azúcar y especias. Lo aborrece, y no lo beberá a menos que sea absolutamente necesario. Espero que no lo sea, y que el aire de allá la ayude a dormir bien. ¡Pensarás que soy una vieja temerosa! Pero ahora que está mejorando, deseo de todo corazón que siga haciéndolo y que llegue a estar tan bien que pueda venir a Londres después de la Navidad. No hay peligro de que piense demasiado en su salud. Nunca piensa ni habla de ello a menos que la obligues a hacerlo. En todos los demás aspectos, lleva una vida de lo más normal, con muchas horas al aire libre y trabajando durante toda la mañana. Siente un tremendo interés por todo y está muy contenta y de buen humor. El verdadero peligro es que su mente se vuelva demasiado activa, y no poco activa, y más bien debemos tener cuidado en no estimularla.
Los INICIOS EN EL PERIODISMO
Aunque Virginia emprendió el viaje con entusiasmo, lo que pudo apreciar acerca del matrimonio de Will y Madge no contribuyó a disipar su desconfianza sobre esa institución. No podía estar a solas con Madge, a la que siempre rondaban alumnos o maestros a quienes ella tenía obligación de atender; además Will parecía temer que la conversación “mórbida” de su invitada fuera una mala influencia para su mujer. En principio, la antipatía fue mutua, y Virginia llegó a compararlo con George, recalcando que la única diferencia entre ambos era que Will le ganaba en inteligencia. Desde su punto de vista, Will era convencional en extremo, estaba demasiado apegado a los beneficios que le otorgaba su cargo, y dispuesto a sacrificar la inteligencia y la escritura de su mujer a los quehaceres propios de la esposa de un director. Aunque creía que Madge aspiraba a una vida más divertida y no convencional, rodeada de artistas y escritores, cabe preguntarse si Virginia supo intuir los deseos de su amiga o si solo proyectaba sus propias aspiraciones, temiendo que Madge quedara varada allí de por vida.
Lo cierto es que Will prohibía a la visitante que contase historias fantásticas sobre caballos y lobos a sus hijos, sobre todo cuando los niños debían dedicarse a sus libros dominicales. Aunque Virginia terminó encontrando buenas cualidades en él y llegó a la conclusión de que Madge era feliz, no dejó de pensar que el suyo era el típico matrimonio en el que la mujer es el “ángel del hogar”, dispuesta a sacrificar su carrera y aspiraciones en favor de las del marido; una unión basada en la premisa de que el futuro de la mujer es incierto “sin él para decidir las cosas por ella”. Por otra parte, Virginia se encariñó con los hijos de Madge, y observándolos corroboró su concepción de la infancia como mítico reino perdido: “Los niños son realmente lo más divertido del mundo, la única gente feliz”.
Si bien la enfermedad la ponía en la mira de todos, la inteligencia y sagacidad de Virginia nunca se pusieron en duda. Incluso, Madge le escribió consternada a Nessa, dándole a entender que temía lo que pudiera comentar después de la estadía en su casa. Además de asegurarle que su hermana no acostumbraba criticar injustamente ni a reírse de la gente a sus espaldas, Vanessa agregó unas líneas referidas a Virginia, señalando que era “demasiado inteligente como para que no le parezca aburrida la gran mayoría de la gente”, pero que nunca la había “oído decir algo realmente cruel acerca de nadie”.
A fines de 1904 Virginia se sentía más confiada y estaba firmemente resuelta a escribir. También quería contribuir con las “arcas familiares”, que habían mermado después de pagarles a médicos y enfermeras. Siguiendo su deseo, su ángel tutelar, Violet Dickinson, la contactó con Mrs. Kathleen Lyttelton, editora del suplemento femenino del diario anglocatólico The Guardian, a quien le envió algunos artículos. Virginia no esperaba de la editora una crítica “franca”, sino lisa y llanamente un cheque; es decir, que se lanzó al periodismo literario con clara conciencia mercenaria. A pesar de su juventud e inexperiencia, creía conocer sus méritos y faltas más de lo que la editora pudiese apreciar en un artículo periodístico, y estaba convencida de que “escribir para los periódicos exigía una habilidad especial que hay que aprender, y no tiene nada que ver con los méritos literarios”.
En diciembre, luego de pasar unos días en la nueva casa de Gordon Square, Virginia regresó a The Porch, la casa de su tía Nun. La presencia de Adrian, especie de “papaíto piernas largas”, debía de ser un alivio, lo mismo la de Walter Haldane, uno de los protegidos de Julia que tenía, en sus habitaciones de Cambridge, los retratos del matrimonio Stephen. Virginia se sintió cómoda con él y le escribió a Violet que se trataba de un “verdadero artista a su manera”; “lo que me atrae de la gente más que cualquier otra cosa”, agregó.
Por entonces los sobrinos celebraron el cumpleaños de su tía Nun. Mientras compartían golosinas, Virginia bromeaba: “Morir en su cumpleaños número 70 por exceso de pasta de almendras no sería el fin apropiado para la Luz de las Cuáqueras de Cambridge”. Lo cierto es que quería a su tía a pesar de la diferencia generacional; no obstante, le molestaba su tendencia a evadirse de todo lo que se pareciera a una crítica, cuestión que podía exasperarla al punto de afirmar: “Su tolerancia es mucho más rigurosa que cualquier crítica”. Las dos conversaban mucho, y en cierta ocasión, se enfrascaron en una discusión sobre la crítica en general y el periodismo en particular. El temor de Nun era que la labor periodística llevara a Virginia a vender su “alma por oro”, reparo que a ella la tenía sin cuidado. Sabía que, como periodista, tendría que escribir cosas que, de no mediar la necesidad económica, no se dignaría a tratar, pero también valoraba la experiencia, creía que sería un buen ejercicio de escritura y deseaba ganar su propio dinero. Es posible que estas razones no tranquilizaran a la piadosa tía, que tal vez para evitar que se convirtiera en una mercenaria de las letras, terminó testando a su favor. De hecho, las afirmaciones de su sobrina podían resultarle temerarias; como futura crítica, Virginia aseguraba que “muy poca gente tiene la inteligencia para escribir una novela realmente mala; mientras que cualquiera puede producir una respetable y aburrida”.
Finalmente, el 14 de diciembre de 1904, todos pudieron leer una nota suya, publicada sin firma en The Guardian, y días después, un artículo sobre un “peregrinaje” a Haworth, ciudad en la que vivieron las hermanas Bronte.e Allí, como si se tratara de una suerte de proyección, Virginia afirmaba: “Por dura que fuera la lucha, Emily y Charlotte, por encima de todo, pelearon por la victoria”. Mientras tanto, su propia lucha parecía bien encaminada. Ese fin de año trabajó con frenesí e incluso se divirtió escribiendo las versiones humorísticas (perdidas o destruidas y nunca publicadas) de las vidas de la tía Nun, de la tía Mary Fisher y de George Duckworth.
“¿Estás convencida de que puedo ESCRIBIR?”
Pese a que comenzaban a publicar sus artículos, Virginia se sentía insegura y, en respuesta a una carta en la que lady Robert Cecil comentaba uno de ellos, se explayó acerca del drama del autor que “guarda todos sus pensamientos en un oscuro desván en su propio cerebro, y cuando salen impresos [comprueba que] se ven temblorosos y desnudos”. Además, considerando sus posibilidades como crítica literaria se preguntaba: “Qué derecho tengo a dictaminar lo que es bueno y lo que es malo, ¡cuando no podría, probablemente, hacerlo yo misma!”. Posicionarse en el campo literario implicaba una suerte de adecuación interior y, ante los elogios de Madge Vaughan, que intentaba estimularla y aludía a su “genio”, Virginia comentaba:
«No se debe usar la palabra “genio” a la ligera; me da mucho placer, y algo más que placer, que hayas encontrado algo de ese tipo en mí. No soy yo quien pueda decirlo; y con toda honestidad no sé, hora tras hora, si mi talento es de primera, segunda o décima categoría. Voy de un extremo al otro.»
Con las dudas, inseguridades y la ingenuidad de una escritora novel, todavía podía preguntarle a una amiga: “¿Estás convencida de que puedo escribir?”.
Esa Navidad los hermanos Stephen se reunieron en una casa que les prestó Minna Duckworth en Hampshire. Disfrutaron del pavo preparado por Sophie, la cocinera de la familia, y del ponche mitad ron y mitad brandy, con azúcar, limón y un poco de agua caliente. Los días transcurrían con alegría, los hermanos hablaban todos a la vez, bromeaban y se divertían; también planeaban lo que iban a hacer con el dinero que Gerald les había enviado de regalo para las fiestas. Mientras que Thoby y Adrian salían a cazar, Virginia se sentía feliz y disfrutaba de la compañía de Nessa.
Había recuperado sus lecturas y por entonces leía la vida del pintor Burne- Jones. Pronto llegó a la conclusión de que no se trataba de un “gran pintor”, sino de una “especie de decorador con pretensiones de pintor”.
Al mismo tiempo que ponía en cuestión el carácter y el genio de los artistas reverenciados por sus padres, el suyo también llamaba la atención; queda demostrado en una carta de Nessa, en la que se refiere a un diálogo entre Thoby y una joven desconocida:
«Ella le ha dicho: ‘He oído decir que tienes una hermana muy guapa”. Él ha dicho: ‘Tengo dos”. Ella le ha dicho: “Pero la que yo digo es muy inteligente”.
Él ha dicho:“Las dos son muy inteligentes”. Ella ha dicho: “Pero esa que digo tiene más o menos mi edad”. Entonces él tuvo que reconocer que se trataba de la más joven de sus hermanas. He sabido desde el principio que esto tenía ocurrir… pero yo esperaba que quedara en duda.»
Pero Nessa también tenía sus admiradores, y por entonces Lytton Strachey, uno de los amigos de Thoby, le escribía a Leonard Woolf, su compañero de Cambridge:
«El domingo fui de visita a la mansión Gótica [es decir, la casa de Thoby, apodado “el Godo”] y tomé el té con Vanessa y Virginia. Esta última es más bien fascinante, muy ingeniosa, con mucho que decir y absolutamente fuera de contacto con la realidad. La pobre Vanessa tiene que mantener a sus tres [sic] hermanos locos y a su hermana bajo control. Se la ve pálida y triste. No me extraña.»
Ajena a las murmuraciones, a pesar de los elogios y con pocos artículos publicados, Virginia todavía dudaba de su capacidad. Haldanef político liberal al que Violet le había enviado el escrito sobre Haworth no lo aprobaba, y además “ese hombre tonto, el editor de Cornhill (Reginald Smith)”, le había devuelto un artículo sobre las cartas de Boswell. Un poco en broma y otro poco en serio, se sentía “despreciada y rechazada por los hombres”, y tentada a anunciar: “Las pinturas son más fáciles de entender que la sutil literatura, así que creo que me voy a convertir en una artista para el público, y voy a mantener mi escritura en secreto”. Poco después, sin embargo, volvía a su objetivo y le anunciaba a Violet:
«Quiero trabajar como una máquina a vapor, aunque los editores no acepten lo que escribo. Tengo que mostrarte lo que he hecho, cuando esté mecanografiado, y por favor sé buena conmigo… y no me digas que quieres cambiar montones de cosas, o dejaré de escribir para siempre y me dedicaré a la bebida o a la vida social.»