CAPÍTULO XVIII - 1915

De la calma a la tempestad

LOS WOOLF no eran los únicos huéspedes en casa de Mrs. Le Grys; había allí belgas que no podían volver a su país a causa de la guerra y que tenían, a decir de Virginia, “inmensos apetitos”, y también un extraño conde polaco. Según consta en el diario personal que escribió durante un par de meses, Virginia seguía una suerte de rutina: solía conversar con la dueña de casa y, luego de desayunar, se acomodaba para escribir una historia que nunca llegó a publicar. Mientras tanto, Leonard también escribía. Después del almuerzo y la lectura de los diarios, ambos salían con sus perros a dar un paseo. El relato de lo que ella llamó un “día típico” es tranquilizador y hace pensar que hasta ese momento su recuperación continuaba. Además, la estadía en Londres resultó productiva; los Woolf encontraron una casa de su agrado e intentaron alquilarla. Se trataba de una mansión del siglo XVIII.

En 1915 el grupo de Bloomsbury parecía haberse diseminado. Sus integrantes estaban dispersos y solo se veían ocasionalmente, pero la guerra volvió a reunirlos, aunándolos tras un sentimiento antibélico y pacifista. De hecho, en tanto los ingleses eran inducidos a alistarse en pos del proclamado deber nacional, los miembros de Bloomsbury se sentían “aislados” de su entorno. Como sus amigos, Virginia creía que los símbolos con los que se intentaba exaltar el patriotismo eran estériles, y le provocaban una emoción contraria a la que pretendían invocar. Así pues, luego de asistir a un concierto en el que se tocó el himno nacional, escribió:

 

«Lo único que pude sentir fue la ausencia absoluta de emoción en mí como en todos los demás. Si los británicos hablaran abiertamente acerca de retretes y copulación, entonces podrían ser sensibles a las emociones universales. Tal como están las cosas, el intento de sentir en conjunto choca inevitablemente con los abrigos y tapados de pieles intervinientes.»

 

En contra de la propaganda bélica y de la retórica de la guerra, a principios de año Virginia escribió una historia cuya protagonista rechazaba toda forma de actividad asociada a la política o a la guerra. “No sacrifiques nada a tu país”, le escribía, además, a Ka Cox. Sentía que, bajo las razones esgrimidas para justificar la guerra, surgían conflictos individuales y la estupidez de quienes conducían el destino de todos. Philip Woolf, un hermano de Leonard que se encontraba entre los enrolados, había contribuido a su percepción de la banalidad que se ocultaba tras los uniformes y las grandes proclamas: “Está harto de ser soldado. Nos contó historias de estupidez militar que no se pueden creer […] El coronel dice: ‘Me gustan los jóvenes bien vestidos, caballeros’, y se deshace de los reclutas que están por debajo de ese nivel”.

En el inicio del año, Virginia estaba lo suficientemente bien como para trabajar, hacer vida social e inmiscuirse en política, y el 23 de enero, luego de acompañar a Leonard a una reunión de los socialistas fabianos liderada por los Webb, escribía: “La idea de que estos frágiles tejedores puedan afectar el destino de las naciones me parece fantasioso. Pero valió la pena ir, y ahora me declaro a mí misma fabiana”.[176]Por otra parte, valoraba que a diferencia de otros jóvenes educados que admiraban a las mujeres trabajadoras pero fingían no hacerlo, Leonard reconociera y respetara la inteligencia de las obreras con quienes estaba en contacto a través de sus conferencias para el Women's Cooperative Guild. Pero además de las preocupaciones políticas, el matrimonio hacía frente a una pequeña crisis financiera. Para evitar gastos, Leonard prometió que no le regalaría nada para su cumpleaños, pero ese día le llevó a Virginia el desayuno a la cama junto con una primera edición de Walter Scott y un “paquetito, que era un hermoso monedero verde”. Por la tarde fueron al Picture Palace, pasearon por la ciudad y tomaron el té en Buzzard. Virginia sintió que se trataba de un cumpleaños especial, el primero que disfrutaba en los últimos diez años. Estaba emocionada, todo encajaba perfectamente, y esa tarde los Woolf decidieron que tratarían de alquilar la Hogarth House, comprarían una máquina para imprimir y un perro.

Sin embargo, a pesar de la voluntad que ponían para superar sus problemas, había momentos de tensión, y a días como aquel le sucedían otros en los que pasaban toda una mañana discutiendo sin recordar luego el motivo. No solo ella padecía sus crisis, Leonard también podía mostrarse taciturno y melancólico, y ella atribuía su humor a un tipo específico de preocupaciones:

 

«Pero L. estaba melancólico […]. Cuando analizo su humor, lo atribuyo mucho a una absoluta falta de confianza en su capacidad como escritor; como si, después de todo, no lo fuera; y siendo un hombre práctico, su melancolía es más profunda que la melancolía asumida a medias de gente como Lytton, sir Leslie y yo misma. No se puede discutir con él.»

 

De la misma manera que evitaba asociar la melancolía de Leonard con las dificultades que atravesaba su pareja, cuando a fines de enero Virginia leyó de un tirón Las vírgenes sabias, pasó por alto el retrato poco favorable del personaje de Camilla, y se alegró de poder leer el libro y descubrir lo que llamaba la faceta poética de su marido. También opinó que se trataba de un libro notable, con partes de gran calidad y otras muy malas. Al menos conscientemente, Virginia toleró la novela y no hizo analogías que pudieran afectarla, pero una tensión interna cada vez más evidente parecía desmentir esa condescendencia. Según puede apreciarse en su correspondencia y diarios, por entonces Virginia se irritaba con facilidad. No soportaba las voces “judías” de su suegra y cuñadas ni sus modales; pero tampoco se mostraba amable con sus amigos, y le proponía a Lytton iniciar una suscripción a fin de comprarle a Clive un loro entrenado para que dijera palabras soeces y recibiera caricias obscenas. En tren de no dejar títere con cabeza, decía que Maynard Keynes era un joven eminente, pero un poco inhumano; y de poco le servían a Walter Lamb sus relaciones en la Corte, ser secretario de la Real Academia o llegar de improviso a casa de los Woolf luego de ver al mismo rey, porque para Virginia su discurso transcurría en una “superficie gris, suave y chata”.

A pesar de los cuidados que Leonard le imponía, la irritabilidad no la abandonaba. Se sentía incómoda tanto con conocidos como con la gente que veía en la calle y proyectaba en ellos su agresividad: “Comienzo a despreciar a mi especie, principalmente cuando veo las caras en el metro”. Sentía que prefería contemplar “un bife rojo crudo y arenques plateados” antes que esos rostros que se le antojaban brutales, deshumanizados; e incluso es cruel cuando escribe en su diario que ver durante un paseo “una larga fila de imbéciles […] fue perfectamente horrible. Ciertamente deberían matarlos”.

Semejante irritabilidad y la sensación de verse contrariada permanentemente eran síntomas de una gran tensión contenida, y a mediados de febrero, Virginia tuvo una grave recaída. Todo comenzó con un fuerte dolor de cabeza que obligó a Leonard a imponerle descanso, poca vida social y veronal para dormir. Ante la gravedad de los síntomas, él comenzó a registrar en su diario su estado de salud. Tiempo después, cuando Leonard recordó esos días, describió las características del episodio con que se inició la nueva crisis:

 

«Pero una mañana mientras tomaba el desayuno en cama y yo le hablaba, de pronto y sin previo aviso, se puso muy nerviosa y angustiada. Pensó que su madre estaba en la habitación y comenzó a hablarle.

[…] habló casi sin parar por dos o tres días, sin prestarle atención a nadie en la habitación o a nada de lo que se le dijese. Durante un día lo que dijo fue coherente, y las frases significaban algo, aunque todo era casi demente. Después, se tornó confuso, un mero embrollo de palabras disociadas. Un día después, el fluido de palabras disminuyó y finalmente cayó en coma.»

 

El 25 de marzo de 1915, superado el coma que siguió a las alucinaciones y un día antes de que se publicara Fin de viaje, Virginia fue internada en un sanatorio. Su marido no podía visitarla porque ella lo rechazaba furiosa; en consecuencia, él se abstuvo de verla durante cerca de dos meses. En junio, refiriéndose a la situación, Vanessa le escribía a Roger Fry: “No quiere ver en absoluto a Leonard y siente una gran antipatía hacia todos los hombres. Dice las cosas más maliciosas e hirientes a todo el mundo y son tan inteligentes que siempre lastiman”.

Lejos de desentenderse de la situación, Leonard seguía el proceso a distancia; y mientras Virginia convalecía, logró alquilar la Hogarth House, una construcción de estilo georgiano, que junto con la Suffield House conformaban las dos alas de una casa construida en 1748 y que en 1876 había sido dividida en dos propiedades con sus porches y jardines correspondientes. Ubicada en Paradise Road, en Richmond, quedaba a pocos pasos de una calle comercial y cerca de la estación. Finalmente, Leonard realizó la mudanza, de manera que cuando Virginia salió del sanatorio pudo instalarse allí en compañía de cuatro enfermeras.

Es claro que Leonard tomaba el mando de una situación que podía ser difícil y hasta incontrolable. Los críticos y biógrafos de Virginia se han dividido entre los que lo consideran un santo por su abnegación y los que lo asocian con la figura de un carcelero o tirano doméstico. Lo cierto es que en los períodos más críticos, convencido de que era lo mejor para Virginia y abrumado por la responsabilidad, no dudó en seguir las coercitivas prescripciones médicas a las que siempre atribuyó buenos resultados. La crisis de 1915, que tuvo sus momentos culminantes en abril y mayo, fue considerable y generó tal ansiedad y preocupación en el entorno, que Vanessa le confiaba a Roger:

 

«Vi a Woolf ayer. Él también estaba muy apesadumbrado. Virginia parece tener altos y bajos. En ocasiones se muestra bastante razonable y, en otras, muy violenta y difícil. Lo único que se puede hacer es aguantar en la medida de lo posible, según cree Leonard, con la esperanza de que pronto mejore un poco como para poder ingresar en una clínica particular y no tenga que ir a un manicomio, lo que cree que ejercería un efecto desastroso en ella. El problema está en si las enfermeras lo aguantarán. El propio Woolf parece haber llegado a un estado en que poco le importa lo que suceda, lo cual resulta bastante terrible; y mucho más no se puede decir».

 

Aunque a fines de junio Virginia mostraba una lenta pero persistente mejoría, Vanessa todavía temía por su estado: “Parece como si se le hubiera agotado el cerebro”. De todas maneras, como en agosto estaba bastante mejor, Leonard dejó de escribir su informe diario y pudo sacarla a pasear en silla de ruedas o en coche por la ciudad. En septiembre, Virginia volvió con una enfermera a Asheham. A su pesar, después de obedecer las normas de sobrealimentación impuestas por los médicos, había aumentado mucho de peso y sintió gran alivio cuando le permitieron bajar unos kilos. Por fin, en noviembre pudo regresar a Londres e instalarse en la Hogarth House; finalmente, los pronósticos agoreros no se cumplieron y en los años siguientes no solo no se repetirían crisis de esa magnitud, sino que llegarían los años más prolíficos y creativos en su producción literaria.

Los recursos de la época

Las alucinaciones visuales y auditivas que habían desencadenado esta última crisis completaban un complejo cuadro clínico que había comenzado con la fuerte depresión que siguió a su matrimonio y el intento de suicidio de 1913. Lo cierto es que los diagnósticos médicos no eran de gran ayuda, ya que solían clasificar la enfermedad de Virginia con el término “neurastenia” (debilidad nerviosa), un eufemismo que cubría una vaga variedad de síntomas y que con la aparición del término neurosis agrupó, a su vez, una importante serie de dolencias. Por entonces, la mayoría de los médicos, Savage entre ellos, era contraria a las explicaciones “psicológicas” y a las “terapias mentales”. Para ellos, la base de la enfermedad mental era puramente biológica y, muchas veces, hereditaria. En ese horizonte mental, no cabían las interpretaciones que relacionan esta crisis de Virginia con el abuso sexual o con las dificultades sexuales que siguieron a su matrimonio y que han obsesionado a los biógrafos. Por otra parte, Savage creía que los niños consentidos podían desarrollar mentes enfermizas y opinaba que era peligroso educar a las clases bajas y a las mujeres porque, a su entender, se corría el riesgo de que intentaran rebelarse a su destino y enloquecieran. A pesar de que Freud ya lo había anticipado en sus escritos, la literatura psiquiátrica de principios del siglo XX aún no había establecido que “el par de términos opuestos neurosis/psicosis […] se excluyen entre sí, por lo menos desde el punto de vista conceptual”.

 

En esa época, las enfermedades nerviosas, e incluso neurológicas, estaban clasificadas de acuerdo con parámetros que tomaban en cuenta la gravedad de los síntomas, la pérdida de contacto con la realidad, la incapacidad de adaptación social y la falta de conciencia de la enfermedad por parte del enfermo. Dado que en sus períodos de mayor estabilidad emocional Virginia tenía conciencia de que las oscilaciones de ánimo y muchos síntomas físicos podían ser disparadores de estados alterados de conciencia, entendía la insistencia con la que Leonard monitoreaba sus días, consignaba las horas de sueño y sus grados de irritabilidad o depresión. A diferencia de Savage, que atribuía algunos trastornos mentales a defectos en el carácter moral de sus pacientes y se irritaba si percibía en ellos actitudes de autoindulgencia, desde el principio de su matrimonio Leonard tranquilizó a Virginia, asegurándole que consideraba que la depresión no estaba asociada a un defecto moral.

 

Hay que destacar que las teorías eugenésicas de sir Francis Galton[177] tuvieron una enorme influencia en los médicos de entonces, y en consecuencia Savage creía que los miembros de familias en las que había intelectuales, artistas o personas de genio corrían el riesgo de padecer problemas nerviosos y depresivos.[178] Pero también pensaba que en la neurastenia se daba un debilitamiento del sistema nervioso, es decir que los nervios perdían elasticidad, cuestión que a su entender podía subsanarse sometiendo al paciente a una cura de reposo y sobrealimentación que lograran fortalecerlo.

Siguiendo el espíritu de su época, Virginia atribuía sus síntomas tanto a una inevitable herencia genética como a un defecto personal y se culpaba a sí misma por la pérdida de control de sus emociones. De hecho, Savage insistía en señalar que era importante que el paciente se adaptara socialmente y no pensara en su enfermedad. Por eso, después de la crisis posterior a la muerte de su padre, en 1904, cuando Savage la declaró curada, le permitió volver a su vida normal y le prescribió “olvidar” su enfermedad. Se trataba de consejos impracticables, que en lo álgido de las crisis aumentaban la presión sobre la paciente, cuestión que Virginia expresó en forma magistral en La señora Dalloway, donde ironiza y recrea su lucha contra el saber de los doctores. Así, cuando se refiere a las definiciones de salud y tratamientos defendidos por sir William, el reputado médico victoriano que atiende a Septimus, dice:

 

«La salud es proporción; de tal manera, cuando un hombre entra en tu consulta diciendo que es Cristo (un delirio común) y que tiene un mensaje, como así suele ser, y amenaza, como a menudo ocurre, con suicidarse, invocas la proporción, mandas reposo en cama, reposo en soledad, silencio y reposo, reposo sin amigos, sin libros, sin mensajes; un reposo de seis meses, de modo que el hombre que entraba con cuarenta y siete kilos salía pesando setenta y seis».[179]

 

Como los médicos victorianos creían que el estrés era disparador de episodios “neurasténicos”, Savage ordenaba disminuir drásticamente la vida social y prescribía cuidados en el reposo, sueño y alimentación; consejos que Leonard seguía al tiempo que anotaba los síntomas de Virginia en su reporte diario, en el que agregaba también consideraciones como el peso, los medicamentos administrados e incluso los períodos menstruales de su mujer. Tanto Savage como Leonard coincidían en cuidar las dosis de sedantes, y solo medicaban a Virginia cuando tenía períodos de insomnio, reduciendo las dosis hasta eliminarlas no bien recuperaba el sueño.

Por otra parte, dado que a fines del siglo XIX ya se hablaba de anorexia, el rechazo de Virginia a comer era visto con preocupación, los médicos asociaban este trastorno a la debilidad nerviosa y había quienes creían que para recuperar la salud mental era necesario sobrealimentar al paciente e impedir cualquier estímulo intelectual. Para un tipo de pacientes con “dificultades alimentarias o ansiedad respecto a la imagen corporal, para quienes sus actividades favoritas eran leer y escribir, semejante cura podía, de hecho, provocar la locura en lugar de aliviarla”.

Muchas veces, analizando sus síntomas y en un intento de evitar la injerencia médica, Virginia se transformó en su propia doctora, pero además, al menos desde el plano literario, fustigó y se vengó de esos médicos que, instalados en un lugar de poder —como sir William en La señora Dalloway—, se convierten en seres peligrosos:

 

«Gracias al culto que sir William le rendía a la proporción, prosperaba no solo él sino que hacía prosperar a Inglaterra, recluía a sus locos, prohibía la natalidad, penalizaba la desesperación, impedía que los ineptos propagasen sus opiniones hasta lograr que ellos también participaran de ese concepto suyo de la proporción».

Nuevas tendencias y una visión

Cuando Leonard entró en la vida de Virginia, la influencia de Savage fue decreciendo y terminó siendo reemplazado por otros médicos, pero las prescripciones y los tratamientos indicados no variaron demasiado. Como muchas personas cultas o interesadas en el tema, Leonard conocía las teorías de Freud, y en 1913 leyó la primera traducción inglesa de La interpretación de los sueños; además, al año siguiente hizo una reseña sobre Psicopatología de la vida cotidiana. Años después, en 1925, la Hogarth Press, imprenta fundada por los Woolf, publicó Duelo y melancolía, y en adelante, toda la obra de Freud en inglés. A través de los años, informado pero sin ser un partidario del psicoanálisis, Leonard encontró allí claves para entender lo que ocurría:

 

«Cuando interrogué a fondo a los médicos de Virginia, me dijeron que padecía neurastenia, y no locura maníaco- depresiva, que es completamente distinta. Pero con respecto a los síntomas, Virginia sufría de locura maníacodepresiva. En la primera etapa de su enfermedad de 1914, prácticamente cada síntoma era simétricamente opuesto a los de la segunda etapa, en 1915. En la primera etapa se había hundido en el abismo de la depresión, apenas podía comer o hablar y tenía tendencias suicidas. En la segunda, oscilaba entre un estado de angustia violenta y otro de euforia incontrolable, hablando sin cesar durante largos períodos de tiempo. En la primera etapa se oponía violentamente a las enfermeras, quienes tenían grandes dificultades para lograr que hiciera cualquier cosa. Quería que yo estuviera siempre con ella, y durante una o dos semanas yo era la única persona que podía conseguir que comiera algo. En la segunda etapa de profunda angustia, asumió una actitud violentamente hostil hacia mí, y no me hablaba ni me permitía entrar en su habitación. A veces era violenta con las enfermeras, pero las toleraba en forma opuesta a su comportamiento de la primera etapa».

 

Es preciso destacar la estrechez de recursos terapéuticos con la que se enfrentaba la psiquiatría de la época. Recién a principios del siglo XX, pioneros de la psiquiatría y la psicología comenzaron a realizar los originales aportes que revolucionaron esas disciplinas, y si bien es probable que Leonard conociera los ensayos sobre la enfermedad maníaco-depresiva que Karl Abraham publicó en 1912, y haya podido tener acceso a más de cuatrocientos artículos relacionados con el tema que aparecieron por entonces en la prensa británica,[180] el psicoanálisis no se consideraba apropiado para tratar o coadyuvar en casos como el de Virginia.

Tampoco la psiquiatría podía hacer mucho. Recién a comienzos del siglo XXI, a la luz de los descubrimientos que dan cuenta de la base biológica de la enfermedad maníaco-depresiva y con la ayuda de medicamentos, millones de personas llevan una vida más feliz y productiva. Drogas como el litio y los antidepresivos producen remisiones en casos que treinta años atrás no tenían esperanzas. Es probable que la medicina actual hubiera ayudado a Virginia. Pero, en su caso, muchas veces la medicación y las indicaciones represivas de los médicos, de las que Leonard se hacía eco, tenían efectos negativos que, sumados a los síntomas de su enfermedad, daban lugar a cuadros devastadores. Es así como el veronal que le administraban para dormir le causaba dolores de cabeza, y en ocasiones provocaba efectos paradójicos de excitación o euforia.[181]

Debido a los cambios de humor, de percepción y a las drásticas variaciones de carácter, las oscilaciones entre manía y depresión dificultan al enfermo maníaco-depresivo el fortalecimiento de su sentido de identidad. Esto, junto con la sensación fantasmagórica de que se trata de una enfermedad incurable, puede abrumarlo al extremo. Pero Virginia, lejos de caer en el derrotismo, exploró su padecimiento con sensibilidad, coraje e inteligencia, y analizó sus propias experiencias y las de los miembros de su familia para poder volcarlas en sus novelas.

Actualmente se señala que mientras buena parte de los pacientes unipolares solo muestran síntomas de depresión, el paciente bipolar alterna entre estados maníacos y períodos estables, o entre la manía y la depresión. La intensidad de esos episodios varía y, en el caso de Virginia, llegaron a ser graves, aunque también sufrió episodios moderados y leves. Es importante destacar que los períodos graves solo la afectaron en ciclos cortos y que únicamente perdió la conciencia de su enfermedad cuando estuvo a merced de ellos. En períodos más calmos, ella misma estudiaba su propio estado de ánimo y lo describía en sus diarios y correspondencia:

«Debo anotar los síntomas de la enfermedad, para saberlos la próxima vez. El primer día me sentía pésimo; en el segundo, feliz.

También mi propia psicología me interesa. Intento llevar el registro de todos mis altos y bajos, para mi información privada. Y así objetivados, el dolor y la vergüenza se tornan mucho menores».

 

Tanto Leonard como Virginia estaban atentos a los síntomas físicos asociados al estrés y los problemas nerviosos. En The Flight of Mind, Caramagno subraya que esta relación es ratificada por las actuales investigaciones que vinculan los episodios maníaco-depresivos con una variedad de síntomas físicos: “La enfermedad maníaco-depresiva ejemplifica, más que cualquier otro desorden psiquiátrico, la íntima conexión entre cerebro y mente”. Es decir, los síntomas depresivos pueden manifestarse asociados a desórdenes físicos. En el caso de Virginia Woolf, los cambios de humor coincidían con dolores de cabeza, gripe, insomnio, fatiga e incluso dolor de dientes. “Recientes estudios del National Institute of Mental Health —dice Caramagno— muestran que reestructurar el ciclo de sueño del maníaco-depresivo puede efectuar al menos una remisión temporaria de síntomas: en el sesenta por ciento de los pacientes, la privación del sueño provoca cambios de la depresión a los estados normales o maníacos, y recobrar el sueño tras la privación del sueño puede disparar en el paciente estados de manía”.

Para este autor, es necesario analizar perspectivas actuales que, sin renegar delpsicoanálisis, eviten sobreinterpretaciones que tiendan a leer todo síntoma o texto como metáfora de conflictos inconscientes:

 

«Las novelas de Woolf son producidas por una mujer responsable, sana e introspectiva, a duras penas una sorpresa, ya que, como los individuos “normales”, la mayoría de los bipolares son considerados deliberativos, perceptivos y responsables cuando no están enfermos. La enfermedad maníaco-depresiva es periódica, viene y va, y cuando se va, los individuos ya no están enfermos ni insanos (a diferencia de los neuróticos, cuyos conflictos inconscientes se filtran para determinar incluso el comportamiento “normal”)».

 

En ese sentido, hay que resaltar que Virginia Woolf vivió la mayor parte de su vida como una persona sana o lo que puede considerarse normal. Tanto Clive Bell como Leonard Woolf dieron testimonio de ello. El primero escribió: “Déjenme decir de una vez por todas que ella fue uno de los seres humanos más alegres que conocí y uno de los más adorables”. Leonard fue todavía más preciso y señaló que normalmente Virginia “no estaba más deprimida ni exaltada que la persona normal, sana” y aunque era “extremadamente sensible a ciertas cosas, por ejemplo ruidos de diversos tipos, y le disgustaban mucho más que a cualquier persona común”, por lo general se mostraba feliz y estable.

Leonard también afirma que, salvo en ocasiones excepcionales, Virginia podía percibir los momentos en que los síntomas se volvían preocupantes e incluso reconocer, después de las crisis, que “había estado loca, había tenido delirios, oído voces que no existían, vivido por semanas o meses en un mundo de pesadilla y frenesí, desesperación y violencia. Cuando lo reconocía así, se encontraba obviamente bien y sana”.

Detenerse a repensar la enfermedad de Virginia Woolf es en extremo pertinente, no solo por la influencia que ejerció sobre su personalidad, sino también porque determinó la singular percepción que ella tuvo de sí misma y del mundo que la rodeaba. Cabe señalar que los episodios maníacos podían incluir o no las características dramáticas que en 1915 terminaron sumiéndola en un estado de coma. En realidad, la mayoría de las veces tan solo se manifestaban como períodos de euforia. Si esta aumentaba, podían aparecer las alucinaciones, los delirios o una gran exaltación, expresada como intensa dicha y amor o como un acusado odio y violencia verbal. De hecho, el maníaco-depresivo suele oscilar entre mostrarse excesivamente tímido y luego eufórico e histriónico. A veces, luego de un episodio maníaco sobreviene la vergüenza, y el enfermo puede mostrarse tímido y sentirse avergonzado ante los demás, aunque es posible que su conducta cambie radicalmente al inicio de otra etapa maníaca.

En realidad, Virginia vivió pocos episodios en los que las alucinaciones y el estado maníaco la llevaran a perder el sentido de la realidad. Le ocurrió las veces en las que oyó a los pájaros cantar en griego, o al rey Eduardo VII decir obscenidades tras un arbusto, o cuando —como recuerda Leonard— comenzó a hablar con su madre muerta como si esta se encontrara en su habitación. Como experimentó en 1915, la manía también podía conducirla a estados paranoicos. En esas ocasiones Virginia llegó a creer que Vanessa, Leonard y las enfermeras conspiraban contra ella.

Aun así, cabe considerar que la mayor parte de su vida, su imaginación y su chispa deslumbraron a quienes la escuchaban: “Virginia —escribió Nigel Nicolson— tenía esa forma de magnificar las palabras simples y las experiencias de cada uno. Le dabas un poco de información tan aburrida como plomo, y te la devolvía tan resplandeciente como un diamante. Al separarme de ella, siempre me sentía como si hubiera bebido dos copas de un excelente champagne. Era una mejoradora de vidas. Esa era una de sus frases favoritas”.

De los comentarios de su entorno se deduce que en la vida social o de relación Virginia podía lucir su inteligencia de manera chispeante o, por el contrario, mostrarse ácida e incomodar a su interlocutor. Pero también podía parecer extremadamente tímida y reservada. Esos cambios de humor son el reflejo de una vida interior sometida a turbulencias agotadoras. Considerando, además, lo desgastante de los síntomas físicos que

acompañaban sus crisis, no deja de asombrar la fortaleza y el ánimo con que Virginia llevó una vida creativa tan excepcional. Es evidente que ella no permitió que la abrumara su enfermedad; más bien, con los recursos intelectuales y sensibles de los que disponía, se esmeró en conocerse a sí misma, cuestión que elabora magníficamente en su ensayo On Being Ill, donde celebra “los países no descubiertos que [la enfermedad] revela”. También supo reconocer que durante los episodios maníacos su imaginación se desbordaba, alterando incluso su percepción de la realidad. En esos momentos estaba llena de planes y proyectaba castillos en el aire que luego se desmoronaban. La depresión mostraba otra faceta:

 

«Conozco la sensación ahora, cuando no puedo hilar una frase, y me siento murmurando y girando; y nada se me viene a la cabeza, que es una ventana en blanco. Así que cierro la puerta de mi estudio y me voy a la cama, llenándome las orejas de goma, y allí permanezco durante uno o dos días. ¡Y cuántas leguas viajo en el tiempo! Semejantes “sensaciones” se desparraman por mi columna vertebral y mi cabeza en cuanto les doy la oportunidad; semejante cansancio tan exagerado; semejantes angustias y desesperaciones; descanso y alivio celestial y descanso; y luego el sufrimiento otra vez. Nunca nadie fue tan lanzado hacia arriba y hacia abajo por el cuerpo como yo, creo».

 

A pesar de las revelaciones que podía proporcionarle su enfermedad, como señala Caramagno, Virginia Woolf deseaba estar sana: “Ella sabía que solo un ser flexible —ni uno depresivo, rígido ni maniático, disperso— era capaz de la fusión artística. Elucidar ese punto se convirtió en una preocupación central en sus novelas”.

Otra cuestión ineludible y que divide a los estudiosos y biógrafos es la relación entre la enfermedad mental y el abuso sexual. A los que ven a Virginia Woolf como “a una niña abusada sexualmente, una sobreviviente del incesto”, no se les escapa que sus problemas psicológicos pueden leerse como “una respuesta a sus experiencias de incesto”[182]

Fin de las pesadillas: comienzo DEL VIAJE DE UNA ESCRITORA

Recién a fines de 1915, recuperada de lo peor de sus crisis, Virginia tomó contacto con las críticas publicadas tras la aparición de Fin de viaje. El libro había sido muy bien recibido por críticos y lectores. El 8 de abril, en el Daily News and Leader, E. M. Forster escribió: “Al fin tenemos un libro que logra tanta unidad como ciertamente la hay en Cumbres borrascosas, aunque por un camino diferente”. En The Observer no dudaron en mencionar el “genio” de la autora; en tanto, el crítico del TLS afirmó: “Nunca un libro fue más femenino”.

La favorable recepción de su novela debe de haber colaborado en su recuperación. Virginia sintió que no había defraudado las expectativas de quienes confiaban en su talento y finalmente pudo reconocer que su enfermedad no había impedido una obra de creación que, como entendió el crítico de The Observer, era de una honestidad impactante:

 

«No hay una sola palabra que no se emplee intencionalmente, pero hay algo más grande —más grande que el talento— que ilumina el ingenio de este libro. Su esfuerzo constante por decir lo verdadero y no lo esperado, su humor y su sentido de la ironía, la agudeza ocasional de sus emociones, su profunda originalidad… bueno, no quisiéramos perder la facultad crítica sobre ningún libro, y el interés de este puede ser más bien personal y subjetivo, pero entre las novelas comunes y corrientes se destaca como un cisne salvaje entre pacíficos gansos grises ante este crítico, para quien el nombre del autor es totalmente nuevo y desconocido».

El libro también recibió la crítica de aquellos para quienes, como Vanessa, el nombre de la autora era más que conocido. Mucho más cauta que el crítico profesional, Vanessa consideraba que su hermana tenía “genio”, pero se preguntaba si su novela podía considerarse una obra de arte y reflexionaba: “Leer el libro de V […] es como vivir con una persona extraordinariamente ingeniosa y aguda, y ver con ella todas esas cosas y a esas personas… Conozco de cerca a todas las personas y sé cómo lo ha hecho en gran parte, lo que hace muy difícil ser imparcial”.

En Fin de viaje Virginia no solo retrató a “esas personas” conocidas; para ella era importante —como señaló el crítico de The Observer— “decir lo importante y no lo que se espera que se diga”. El 15 de noviembre, día en que se despidió la última de las enfermeras que la cuidaban, Virginia pudo retomar su escritura y regresar poco a poco al mundo. Y así comenzó una larga y productiva etapa de su vida.

“‘Qué encantadora es la intimidad de quienes en el mundo han conocido tantas contiendas’, escribió Virginia […] en el primer borrador de Las olas”. Una de las cuestiones que más ha desvelado a los biógrafos[183] es el intento de elucidar las razones que permitieron que la pareja de Virginia y Leonard sobreviviera a las crisis de los primeros años de su matrimonio. Hay consenso en que las mayores dificultades matrimoniales derivaron de “la frialdad de la Cabra” —como la llamó Vanessa —,del “terrible fracaso” de sus relaciones sexuales,[184] de las diferencias culturales —a las que tanto Leonard como Virginia hicieron referencias en sus novelas, subrayando la herencia judía de él— y, finalmente, de las fulminantes crisis nerviosas de 1913-1915, luego de las cuales los Woolf decidieron no tener hijos. Por otra parte, las versiones acerca de la frigidez de Virginia y de cómo Leonard había restringido su sexualidad no dejaron de circular. Al respecto, en una carta de 1967, Gerald Brenan escribió:

 

«Leonard me dijo que cuando intentó hacerle el amor en su luna de miel, ella entró en semejante estado de violenta excitación que él tuvo que parar, sabiendo perfectamente que esos estados anunciaban sus ataques de locura. Esa locura era por supuesto hereditaria, pero su temprana seducción por parte de su medio hermano fue sin duda un factor determinante. Entonces Leonard, aunque seguramente era un hombre fuertemente sexuado, tuvo que renunciar a toda idea de siquiera tener alguna vez algún tipo de satisfacción sexual. Él me dijo que estaba dispuesto a hacer eso porque “ella era un genio”. Toda su vida mantuvo esa postura, y para evitar molestarla, nunca flirteó con otras mujeres. Lo único que él le pedía a cambio era que ella hiciera lo mismo con otros hombres, y aquí tenía especialmente en mente a Clive Bell, un mujeriego bastante bullicioso que intentó compensarla, y (en una ocasión) a Ralph Partridge quien la besó desnuda en el baño. Algunos años después, eso me dijeron, él tuvo un affaire con la sirvienta».

 

Si bien es cierto que pronto dejaron de dormir juntos en la misma cama, los Woolf compartieron durante muchos años la misma habitación; por otra parte, los trascendidos a los que alude Brenan no fueron tantos y nunca se confirmaron. Teniendo en cuenta las chismosas cartas del grupo de amigos, es por demás significativo que ni en las de Strachey, Keynes o Clive Bell hubiera ninguna referencia a posibles romances de Leonard. En la década del veinte, según Frances Patridge, hubo rumores, posiblemente originados por Lytton, de que Leonard mantenía un romance con Mary Agnes Hamilton,[185] pero en sus últimos años, él le aseguró a Trekkie Parsons que “nunca tuvo un affaire con otra mujer […] no se hubiera arriesgado, ya que, de haberse enterado, Virginia se ‘hubiera vuelto loca’”.

Finalmente, y lejos de cualquier versión estereotipada acerca del matrimonio y de la sexualidad, y adecuándose amorosamente, los Woolf encontraron “divino contento” en su unión, una especial ternura y, como se vio, un lenguaje común expresado en las cartas con apodos de animales.[186]

Dado que en los siguientes veinticuatro años Virginia no sufrió ninguna recaída severa, hay quienes se inclinan a pensar que el régimen proteccionista que Leonard instaló a su alrededor tuvo excelentes resultados. Años después de su intento de suicidio, él seguía anotando las fechas de sus períodos menstruales, controlaba su alimentación y las horas de sueño y de descanso. Aunque esta injerencia podía importunarla, Virginia le concedió autoridad en todos esos aspectos; además, él restringía las ocasiones sociales o las visitas que la pusieran en riesgo de excitarla o cansarla. Si bien Leonard alcanzó un poder y un control que muchos consideraron tiránicos,[187] se estableció sobre la base de una serie de compensaciones, una suerte de ecuación que resultó satisfactoria para ambas partes, sobre todo en el terreno intelectual:

 

«Mientras que Virginia Woolf usualmente representa los matrimonios reales como formas microcósmicas de colonización, tiranía o belicismo, el matrimonio como metáfora, tanto en los escritos de Virginia como en los de Leonard Woolf, siempre se presenta como lo opuesto: un diálogo, donde la subjetividad de uno no ahoga la del otro y ambos compañeros florecen. Su propio matrimonio superó los peligros de la jerarquía innata a través de la introspección por parte de ambos, inclinándose siempre hacia la metáfora y en contra del tradicionalismo concebido en la actualidad».

 

A pesar de las restricciones a las que la sometía y de su terquedad, Virginia admiraba la capacidad de trabajo, la honestidad e incluso la dedicación de Leonard a la causa social. Puede decirse que a fines de 1915 ambos lograron definir el cauce de una relación especial —como escribió la sobrina de Virginia—, la de “una pareja que iba por la vida con un compromiso mutuo e inquebrantable”. La unión de quienes “se conocían a la perfección, y por lo tanto daban por sabido qué pensaba y qué deseaba el otro; aceptaban sus respectivas peculiaridades y sus defectos sin aspirar a más. Estaban unidos por la honradez”. No es de extrañar que, de pequeña, la hija menor de Vanessa pensara en Leonard como en “una roca antiquísima”, cuya “fuerza moral” podía irritar a veces, “pero iba acompañada de una pureza refrescante”.