CAPÍTULO XXV - 1922
LOS CUARENTA: CELOS Y ENFERMEDADES
LUEGO de pasar unos días en Monk’s House, los Woolf volvieron a Londres. Virginia no se sentía muy bien, pero se esforzaba por terminar “con firme estoicismo” un artículo sobre Hardy. Cada vez le resultaba más pesado escribir reseñas periodísticas y como a esto se sumaba la sensación de que debía hacerlo según las indicaciones de su editor, para complacer “a las melifluas bocas de Belgravia”, en la creencia de que podría ganar dinero por otros medios, redujo a cinco las colaboraciones en los diarios.
El 3 de enero fue un día glacial, y a Virginia le llamó la atención la actitud de Leonard que “plantó, podó, pulverizó, aunque el frío, la humedad y el ambiente rústico hicieron de su comportamiento un heroísmo admirable, no comprendido”. Tal vez esa actitud no fuera tan difícil de entender. Además de disfrutar de los trabajos de jardinería, eran una forma eficaz de descargar las muchas tensiones que acumulaba. El esfuerzo físico, acompañado de la sensación de comunión con la naturaleza, constituía una excelente manera de canalizar no solo el agotador trabajo de la Hogarth Press que recaía sobre sus hombros, sino ciertos temores. La intuición y la observación le decían que Virginia no pasaba por un buen momento. No se equivocaba, pronto ella contrajo una gripe que tuvo complicaciones. A pocos días de cumplir los cuarenta años, y en obligado reposo, Virginia le escribía a E. M. Forster contándole que solo se levantaba para “escribir media página y volver a la cama”. También señalaba que, por motivos de enfermedad, había vivido de manera similar alrededor de cinco años, y agregaba: “Así que deberás llamarme de 35 —no de 40— y esperar bastante menos de mí”. De todas maneras, también reconocía: “No es que no haya aprendido nada de mis locuras y el resto. De hecho, sospecho que han tomado el lugar de la religión. Pero este es un asunto difícil”.
El año no había comenzado en forma auspiciosa; mientras “todos” sus amigos leían a Proust y decían que se trataba de “una experiencia tremenda”, ella dependía de los vaivenes de la larga gripe y se estremecía con la sensación de “estar sumergida con la horrible idea de que voy a hundirme, hundirme y hundirme, y quizá nunca vuelva a salir”. Durante casi veinte días, la enfermedad le impidió hacer anotaciones en su diario y recién pudo retomarlas el 22 de enero, poco después de un encuentro con Nessa que regresaba de París. “¿Qué decir sobre ella? —se preguntaba Virginia—. Muy alegre en sus botas francesas, sombrero y falda a cuadros, con esa rara y antigua sencillez exterior que comparo con el mármol de las mejillas de una estatua griega”.
Ambas coincidieron en que la amante de Clive era “una estúpida mujercita”, una pésima influencia para él, y si bien el año anterior Virginia y Mary se habían inclinado por un trato diplomático, su relación se había enfriado. Luego de una recaída que la obligó a pasar otra quincena en cama, Virginia recibió a su hermana una vez más. En esta oportunidad el encuentro fue tenso y doloroso. Nessa estaba deprimida, durante las últimas semanas no había hablado de pintura con nadie, nadie le había preguntado por lo que sucedía en el sur de Francia —durante 1921 y 1922 pasó mucho tiempo en Saint-Tropez— y, además, había colgado dos de sus últimas pinturas “en la habitación de Maynard, y él nunca las notó”. En consecuencia, creía que debía mudarse a París, pero la retenían sus hijos varones ya en la escuela. También, en razón del incierto compromiso que los unía, tenía sus temores respecto del futuro de su relación con Duncan. Virginia se sintió molesta porque su hermana comparó su precaria unión con la estabilidad que Leonard y ella habían alcanzado y se propuso “demostrar que al no tener hijos era menos normal que ella”. Irritada, Nessa partió no sin antes decirle que llevaba una vida poco aventurera, que gastaba mucho en confort, acostumbrada como estaba a su hogar a leña, sus libros y las visitas de amigos. Pero como Virginia no podía estar mucho tiempo enemistada con ella, días después, en un intento de enmendarse, le contaba que había ocasiones, por la noche, en las que se despertaba gritando su nombre; también consideró que debía disculparse:
«Sí, estaba bastante deprimida cuando me viste. Sucede lo siguiente: tú dices “Creo que llevas una vida aburrida, respetable y absurda: muchísimo dinero, sin hijos, todo tan estable y convencional. Mírame ahora: tan solo seis peniques al año, amantes, París, vida, amor, arte, excitación. ¡Dios! Tengo que irme”. Estoy a punto de echarme a llorar».
La suma de tensiones, la gripe, el final de su novela, todo parecía colaborar para que la salud de Virginia desmejorase en forma ostensible, y a mediados de febrero consignó en su diario que su “excéntrico pulso había pasado los límites de la razón”. El doctor Fergusson, médico clínico de Rodmell, recetó, como era habitual, tranquilidad y reposo. Pero su acelerado ritmo cardíaco desconcertaba a los doctores y enfrentó a los especialistas. Su corazón —escribió Virginia en una carta—, “este maldito órgano, siempre […] tan cálido y vívido, salta por la noche, y me causa una leve temperatura”. Debido a que durante más o menos siete meses su temperatura se mantuvo alta, comenzó una “larga odisea por Harley Street y Wimpole Street”, calles famosas por la cantidad de consultorios médicos. Finalmente los “veredictos enteramente falsos” de los especialistas decretaron que no le quedaban más que quince días de vida. Pero el doctor Fergusson no estuvo de acuerdo y tranquilizó a los Woolf. De hecho, sin hacer caso a los pronósticos agoreros, Virginia sobrellevó la enfermedad, tuvo un año activo y creativo;[244] y es así que, aun siendo víctima de los síntomas y acosada por los doctores, durante los últimos meses tomaba notas para lo que sería La señora Dalloway, la novela en la que ironiza espléndidamente acerca de la figura del médico-Dios-omnipotente y en la que se propone: “un estudio sobre la locura y el suicidio: el mundo visto al mismo tiempo por el cuerdo y el demente, lado a lado”.
El reposo obligado propiciaba las lecturas, y por entonces Virginia leyó Moby Dick, La princesa de Cleves, La vida de lord Salisbury y Old Mortality. Habían trasladado su cama a la sala, cerca de la chimenea, y deseaba recuperarse cuanto antes. Tal vez por eso decidió posponer la publicación de El cuarto de Jacob para octubre, pero temía que, llegado ese momento, le pareciera que se trataba de “estériles acrobacias”. Las dudas aumentaron cuando apareció Fiesta en el jardín, de Katherine Mansfield, con lo que no pudo evitar comentarios ácidos acerca de la fama y de la gloria, y se convencía a sí misma: “Ah, he encontrado la manera perfecta de ponerla en su lugar. Cuanto más la elogian, más convencida estoy de que es mala”. La distancia se imponía entre ellas y ese verano, cuando Katherine estuvo en Londres, ni siquiera intentó un acercamiento. Por su parte, en una carta a su antigua profesora de griego, Virginia se refirió a Bliss diciendo: “[es] tan brillante —tan dura, y tan superficial, y tan sentimental que tuve que correr hasta los estantes de la biblioteca a buscar algo que beber. Shakespeare, Conrad, incluso Virginia Woolf’. Inmersa en su propio sufrimiento, Virginia apenas podía considerar lo grave de la enfermedad de la Mansfield, a la que le restaban pocos meses de vida.
Lo persistente de sus síntomas la preocupaba, pero no al punto de no recibir visitas, lo que le permitía seguir su acopio de retratos, como el perfil de la mujer de Bruce Richmond, el editor de TLS, a quien conocía desde joven y de la cual Thoby había estado enamorado. Le llamaba la atención que, como podría sucederle a uno de los personajes de su novela, hasta su casamiento a la edad de treinta y cinco años, Elena no pudo leer libros sin el permiso de su madre, que incluso arrancaba las páginas censurables. Aunque las hermanas Stephen habían escapado de un destino similar, Virginia le escribía, en son de broma, a Nessa: “Creo que esa es la forma correcta de educar a las niñas. Por favor, hazlo con Angelica. No hay nada como el encanto de una ignorante e inocente mujer de 40” En cierta manera, la subyugaba estar ante una que no comprendía a Dorothy Richardson ni a Joyce, y que sintetizaba “un cuerpo de matrona con la mente de un niño y los gustos de un colegial”; en suma, una conjunción que sumada a su trato maternal, habían conseguido que afirmara:
«“Quizá siempre he estado enamorada de ella”. En ese estado, Virginia consideró que debía contarle “la historia de George”. Después de escucharla, Elena le aseguró que él nunca le había gustado, ni tampoco a su marido que —imaginaba Virginia— “siendo un perfecto caballero probablemente tenga que escupir sobre la cara de George en el club”».
Sin poder escribir, retenida por las garras de los síntomas que no la dejaban en paz, en un presente difuso, Virginia volvía al pasado. En febrero, después de ver a su hermano Adrian, “sin ambición, inteligente en extremo, con dinero, mujer e hijos”, se preguntaba en su diario si no se trataba del “más afortunado de todos nosotros”. Lo cierto es que la empatía con Adrian no superaba las reticencias de ambas partes, y Virginia apenas se interesaba por el riguroso psicoanálisis al que su hermano se sometía en ese tiempo, con vistas a convertirse en psicoanalista. La convalecencia acentuaba un tipo de reflexiones tendientes a poner en perspectiva los logros del presente y las expectativas que la habían impulsado en el pasado. En ese sentido, seguía sintiéndose más próxima a Thoby que a Adrian, y días después de cumplir cuarenta años, comprobaba cómo habían evolucionado sus gustos literarios. Recordaba haber hablado de Peacock con su hermano mayor, pero en ese entonces ella deseaba “misterio, romance, psicología”, y no había coincidido con Thoby; en tanto que ahora, lo que más deseaba era “hermosa prosa. La aprecio más y más exquisitamente. Y disfruto más de la sátira”.
Virginia también tuvo oportunidad de reflexionar sobre sus sentimientos de juventud y cómo la apasionada amistad con Violet Dickinson había dejado su impronta: “¿Es amor la palabra para estos profundos, antiguos y extraños afectos, que comenzaron en la juventud y se han mezclado con tantas cosas importantes?”. De alguna manera, Violet seguía ejerciendo una suerte de encanto asociado con el pasado y la capacidad de crear, a su alrededor, una atmósfera propia; y si bien Virginia pensaba que conversar con ella era como insertarse en una novela de Jane Austen, su antigua amiga seguía siendo, a pesar de su estilo alborotado y el tono de burla que acompañaba su conversación, una persona creíble a la vez que inexplicable. “¿Pero su charla? —se preguntaba con humor Virginia—, puesto que la naturaleza misma no podría relatarla, puesto que la naturaleza ha dejado voluntariamente fuera algún tornillo, ¿qué posibilidad me queda?”. Además de Violet y de Nessa, durante su enfermedad, Virginia recibió la visita de otras mujeres importantes en su vida. En una de esas ocasiones, sentada junto al fuego, conversó sobre feminismo con Molly Hamilton.[245] Después de afirmar que las mujeres ricas deberían ser feministas, le sugirió que valía la pena animarlas a comprometerse: “Pues si las mujeres ricas lo hacen, nosotras no tenemos necesidad de hacerlo; y son las feministas las que eliminarán esa sangre negra de amargura que nos está envenenando a todas”.
Virginia sacaba provecho de las visitas de sus amigas, las describía en las páginas de su diario, y es posible que esa galería de mujeres comenzara a inspirarla para la que sería su próxima novela. Se trataba de mujeres de su edad o mayores que ella, y ya todas habían atravesado la crisis de la edad madura. Virginia había temido llegar a los cuarenta y, al cumplirlos, se reflejaba en el espejo de sus coetáneas: “Así que hablamos; mientras el fuego se extinguía y todo quedaba en penumbras, que es la mejor luz para los nervios de las mujeres de más de cuarenta. Observo que las invitadas de esa edad —Molly y Elena— cambian de lugar con una u otra excusa para ponerse de espaldas a la ventana. La vieja Violet, que ya ha pasado esa etapa, enfrenta la luz con aplomo”. Para Virginia, los cuarenta representaban una especie de punto de viraje en el camino, un momento equidistante entre la vida y la muerte:
«Me proponía escribir sobre la muerte, pero la vida irrumpió como de costumbre. Me doy cuenta de que me gusta preguntarle a la gente sobre la muerte. Se me metió en la cabeza que no viviré hasta los 70. Supongamos, me dije el otro día, que este dolor en el corazón de pronto me retorciera como un estropajo y me dejara muerta (?). Estaba sintiéndome soñolienta, indiferente y serena, así que pensé que mucho no importaba, excepto por L. Luego, algún pájaro o alguna luz quizás, o despejarme del todo, me despertó el deseo de vivir por mi cuenta, deseando sobre todo caminar junto al río y observar las cosas a mi alrededor».
Entre las cosas para observar, y que la conectaban con la vida, siempre tendrían relevancia las críticas que se hacían a su obra. Y una reseña “ligeramente desfavorable” sobre Lunes o martes la llevó a la conclusión de que no sería popular y de que debería acostumbrarse a “la indiferencia y el insulto” de la crítica. Deprimida, volvían a su mente pensamientos sobre la muerte. Claro que, sin saberlo, los críticos contribuían a que, venciendo la melancolía, delinease su peculiar camino: “Voy a escribir lo que me plazca; y que digan lo que quieran. Mi único interés como escritora —empiezo a darme cuenta— consiste en cierta extraña individualidad: no en la fuerza o pasión, ni en nada alarmante. Pero luego me digo a mí misma, ¿no es precisamente ‘cierta extraña individualidad’ la cualidad que yo respeto?”.
Su exigencia era tal que, si bien creía que la gente leía las reseñas y artículos periodísticos de manera transversal y al vuelo, escribía cada frase de las suyas como si fueran a comparecer “ante tres jueces de la Corte Suprema”. Por entonces —transcurría el mes de febrero — un episodio típico de los integrantes de Bloomsbury la distrajo por un tiempo de sus preocupaciones literarias y de sus síntomas físicos. Clive había escrito una crítica sobre Bernard Shaw; y considerando que era injustificada, Carrington le envió una carta fraguada de protesta firmada por Shaw. Como Clive no se dio cuenta de que la misiva era falsa, a su vez le escribió a Shaw, quien le contestó que nunca había escrito la carta a la que se refería. Así las cosas, para evitar mayores complicaciones, Virginia le pidió a Lytton que le contara la verdad del embrollo a Clive, porque la historia en sus manos no parecía tener final. Poco después de este curioso incidente, a principios de marzo, y con autorización médica, Virginia retomó su trabajo, pudo hacer pequeñas caminatas y también tuvo ocasión de reeditar con su cuñado parte del coqueteo de antaño: Clive solía aparecer los miércoles “alegre, sonrojado y rechoncho: un hombre de mundo; aún mi viejo amigo, aún mi viejo amante, como para hacer las tardes tan estimulantes”. Pero la relación no pasaba de ser una especie de toma y daca en la que ella contribuía a “avivar su ingenio” mientras que él mejoraba sus modales, le hablaba de cenas de gala y le contaba anécdotas que la divertían. En ese contexto, Virginia tenía el tino de reconocer: “Una vez cada quince días es el punto culminante de nuestra relación”. Una relación que también resultó estimulante ya que recuerda, de algún modo, la que sostienen Clarissa y su amigo Peter Walsh en La señora Dalloway.
A pesar de la enfermedad, 1922 fue un año de decisiones importantes y lecturas fundamentales. Virginia tomó posición respecto de la obra de Proust y Joyce, dos contemporáneos geniales que en forma directa o indirecta influyeron en su obra posterior. En mayo le escribía a Roger Fry, diciendo que la lectura de Proust la paralizaba:
«¡Ah si pudiese escribir de esa manera!, exclamo. Ya su vez tal es la asombrosa vibración, saturación e intensidad que él procura —tiene algo de sexual— que siento que puedo escribir así, y tomo la pluma y entonces no puedo escribir así. Difícilmente alguien estimule tanto los nervios del lenguaje en mí: se vuelve una obsesión».
Como el estado de salud de Virginia no empeoraba —aunque tampoco mejoraba radicalmente—, leía, asistía al teatro, a las reuniones del Memoir Club, y también tuvo que afrontar problemas domésticos relacionados con la salud de Lottie. Los meses de abril y mayo alternaron períodos de recaídas y convalecencia. Creyendo que la fiebre persistía por la presencia de gérmenes en la raíz de los dientes,[246] los médicos indicaron la extracción de varias piezas, lo que trajo aparejada la utilización de dentaduras postizas, y como puede observarse, cierto rictus en sus fotografías, a partir de esa época.
El 10 de junio Virginia ya parecía repuesta, lo suficiente como para dedicarse a terminar las últimas correcciones de su Jacob. También estaba al tanto de los conflictos que perturbaban a Carrington y Ralph Partridge, con quien habló “acerca de amor y mentiras” y cuya presencia le hacía temer la de “un toro loco en la casa”.
Carrington, Ralph Partridge y la Hogarth Press
Desde que había comenzado a trabajar en la imprenta, Ralph se convirtió en un problema para los Woolf. No cumplía las expectativas de Leonard —con quien solía discutir y a quien sacaba de quicio—, ni convencía a Virginia. En una ocasión se escabulló “como un colegial avergonzado”, actitud que a ella le pareció inaceptable y que obligó a Leonard a bajar a la imprenta y terminar las tareas del día. A su entender, Ralph era “perezoso, no confiable, a veces industrioso, a veces flojo”, pero no resultaba fácil desprenderse de él sin enemistarse con Lytton. Suerte de donjuán inglés, al que Leonard le había sugerido que le pusiera una pistola en la cabeza a la evasiva Carrington para que de una vez por todas contestara si quería casarse con él, Ralph resultó ser un trabajador errático, poco compatible con el perfil que adquiría la Hogarth Press, una empresa familiar exigente que, con cinco años cumplidos y la edición de diecinueve libros, publicaría otros diecinueve entre 1922 y 1923.
En realidad, otras cuestiones ocupaban la mente de Ralph. El año anterior, había recibido la visita del pintor Gerald Brenan, su amigo y ex compañero de armas que vivía en
España, quien comenzó con Carrington una correspondencia secreta y terminaron siendo amantes. Por su parte, Ralph, que tampoco optaba por la fidelidad, tenía una relación con Valentine Dobrée. La situación era crítica y en junio los Woolf debieron soportar sus confesiones amorosas y su humor errático. Virginia oscilaba entre aceptar sus puntos de vista y sentirse irritada con su “estupidez, ceguera, dureza”. De hecho, ambos discutieron un día que regresaban en tren después de escuchar una conferencia de Roger Fry; ella le dijo que estaba loco y que se comportaba como un maníaco, perdieron el control y terminaron gritándose.
Tentada a ponerse del lado de Carrington, Virginia concluía: “Es lejos más sutil y civilizada; una mentirosa, me atrevo a decir, pero es cierto que hay que mentirles a los niños. Tras esto, y creo que un poco a partir de mis gritos, hubo reconciliación”. Pese a todas las mediaciones, el matrimonio de Ralph y Carrington resultó un rotundo fracaso. “No me gusta ver a las mujeres infelices”, escribía Virginia tiempo después, y harta de verse involucrada en ese torrente de pasiones masculinas, agregaba: “La conducta de Partridge es la del donjuán del pueblo. Nuevamente, se comporta como un elefante en una cristalería. Y con ello es malicioso. Es un matón, como dice Leonard. […] Hay algo maníaco en la vanidad masculina”. En cuanto a su futuro en la Hogarth Press, agobiada por los conflictos del hipersexuado Ralph, se sentía inclinada a “contratar eunucos la próxima vez”.
Lo cierto es que las cosas no mejoraban, a mediados de año la situación en la imprenta era cada vez más delicada, y la inclusión de Ralph se hacía insostenible. Por su intermedio, Virginia se enteraba de que Lytton y Maynard planeaban comprar la English Review y emplearlo como director, y se preguntaba si eso sería bueno o malo para la escritura de Lytton. Por propia experiencia, Virginia creía que el periodismo podía ser una manera de “lubricar” la escritura, y se imaginaba que podría animarlo a que dejara de pensar en la obra de teatro que quería y no podía escribir, y que ella, sagaz y conocedora, sabía “que nunca sería capaz de escribir”.
A todo esto, a principios de septiembre los Woolf tuvieron una “premeditada entrevista” con Ralph en la que intentaron que recapacitara. Leonard se mostró “muy contundente, mesurado, e impersonal”, y aunque Ralph “no impuso más defensa que un rebaño de ovejas”, poco después descubrieron que no era tan sencillo librarse de él. De todas maneras, en septiembre, ya recuperada, con Jacob habiendo cruzado el Atlántico con vistas a publicarse en los Estados Unidos, y mientras esbozaba una nueva historia, “La señora Dalloway en Bond Street”, Virginia se sentía conforme con su vida, y después de una animada reunión con Nessa, Duncan y Maynard, concluía: “Todos hemos dominado el arte de la vida, y es muy fascinante”. Maynard, por ejemplo, no solo era el “más grande economista con vida”, sino que estaba preparando la puesta en escena de un ballet de Mozart en el Coliseum, cuya protagonista, Lydia Lopokova, era una bailarina rusa de la que se había enamorado y con la que años más tarde se casaría.
Pero no todos sus contemporáneos y amigos tenían el mismo éxito, y a mediados de julio, cuando visitó Garsington, Virginia escuchó las quejas de lady Ottoline, que se sentía afectada por la sátira que Aldous Huxley había hecho de ella en su novela, Crome YellowDe todas maneras, pese a los retratos de Huxley y de D. H. Lawrence, Ottoline seguía mostrándose generosa con los escritores y, junto con Richard Aldington y Ezra Pound, iniciaba una cruzada para liberar a Tomas Eliot de su trabajo bancario. Aunque no lo conocía y “odiaba [las] obras” de Pound, Virginia se sumó al grupo. La idea era juntar una suma de dinero que le permitiera a Eliot dejar su trabajo bancario y dedicarse de lleno a la poesía, para lo cual abrieron una cuenta en el Lloyds Bank y fundaron el Eliot Fellowship Fund. Ese año, en junio, mientras Miss Green tipiaba El cuarto de Jacob, la Hogarth Press preparaba la publicación de La tierra baldía, obra que Eliot les había leído y a la que Virginia se refería en su diario: “Tiene gran belleza y fuerza de frase: simetría y tensión. Qué las conecta, no estoy segura”. Entre 1920 y 1923, Eliot visitó en varias oportunidades a los Woolf en Rodmell o comió con ellos en Richmond, y la relación, que había comenzado muy formal, crecía en intimidad. Pero había una suerte de “dicotomía” difícil de superar: “Lo extraño acerca de Eliot es que sus ojos son vivarachos y juveniles cuando la proyección de su cara y la forma de sus frases es formal e incluso más pesada. Bastante como una cara esculpida, sin labio superior: formidable, poderosa; pálida. Luego, esos ojos de avellana que parecen escapar del resto de él”[247] A pesar de considerarlo “sardónico, cauteloso, preciso, inhibido y ligeramente malévolo” o sugerir que usaba maquillaje, Virginia respetaba su opinión, pero había algo “siniestro y pedagógico”, que impedía que se sintiera “completamente libre de sospechas” acerca de la sinceridad de sus relaciones. En cuanto a su juicio literario, apreciaba que él le hubiera pedido una historia suya para publicar e n The Criterion,[248] pero insistía: “Deberás ser sincero y severo. Nunca puedo darme cuenta si soy buena o mala; y prometo que habré de respetarte más por hacerme trizas y por tirarme al tacho de basura”[249] Pero no debía temer una mala crítica, ya que a fines de año cuando El cuarto de Jacob fue publicado, Eliot le escribió: “Te has liberado de cualquier compromiso entre la novela tradicional y tu don original. Me parece que has vinculado una cierta brecha que existía entre otras novelas y la prosa experimental de Lunes o martes y que has logrado un notable éxito”. Como consta en el diario de Virginia del 26 de julio, también Leonard había elogiado El cuarto de Jacob.
«Él la considera mi mejor obra. Pero su primera observación fue que estaba asombrosamente bien escrita. Discutimos al respecto. Él la llama la obra de un genio; la considera diferente de cualquier otra novela; dice que las personas son fantasmas; dice que eso es muy extraño: no tengo filosofía de la vida, dice; mis personas son marionetas, llevadas de aquí para allá por el destino. No concuerda con que el destino obre de esta manera. Dice que debería usar mi “método”, en uno o dos personajes la próxima vez; y la encontró muy interesante, y hermosa, y sin fallas (salvo quizá por la fiesta) y bastante inteligible. […] Ninguno de nosotros sabe qué irá a pensar el público. No hay duda de que he descubierto cómo comenzar (a los 40) a decir algo con mi propia voz; y eso me interesa tanto que siento que puedo seguir adelante sin elogios».
Sus cuarenta años inauguraban una etapa de creatividad intensa, donde al fin comenzaba a “aprender los mecanismos de [su] propia mente”. Por entonces, “leyendo con un propósito”, escribía los ensayos que finalmente recopilaría en El lector común, e interrumpiéndolos —de acuerdo con su teoría del “cambio rápido”—, intuía las posibilidades que podía desarrollar en La señora Dalloway. Pero no solo se trataba de mecanismos y advertía: “Siempre vemos el alma a través de las palabras”. Así, pensando en Murry, estaba dispuesta a creer que no se podía escribir crítica sin ser un buen hombre.
Si bien en todo ese tiempo Virginia no dejó de ocuparse de que Eliot pudiese dejar su trabajo bancario para dedicarse a escribir, su esfuerzo fue vano, ya que, tal como anticipaba Leonard, la oferta no era ni práctica ni atractiva, por lo que Eliot afirmó que no dejaría el banco al menos que contara, por lo menos, con quinientas libras seguras y no con meras promesas. Cuando al día siguiente de esta noticia llegó una carta de Ottoline proponiendo menos de lo esperado, Virginia tuvo que enviarle un telegrama indicándole a su amiga que se detuviera. El asunto significó un gran desgaste de energía y de tinta, con cartas que iban y venían, y Virginia terminó sintiéndose enojada con Eliot[250] por permitir que durante seis meses, todos ellos se esforzaran en un asunto que podría haber detenido antes.
Las dificultades de practicar la ECUANIMIDAD: ENTRE JOYCE Y Proust
Durante el verano las visitas interrumpían la paz de Rodmell, y sumadas a las consultas periódicas con los médicos, restaban parte de su valioso tiempo de escritura; la salud se Virginia se deterioró en forma considerable, y los síntomas desconcertaron a los especialistas. Los doctores Sainsbury y Fergusson sostuvieron una discusión “semilegal” acerca “de (su) cuerpo”; descartando la tuberculosis, se inclinaron por la hipótesis de que padecía una especie de neumonía y concluyeron que debían atacar los gérmenes con grageas de quinina, pastillas y un pincel con el cual debía untarse la garganta. “Ecuanimidad… practique la ecuanimidad, Mrs. Woolf’, le decía el doctor Sainsbury, intentando que se tomara las cosas con más calma, y sin saber que se convertía en uno de los personajes de La señora Dalloway.
Pero también había noticias alentadoras, y percibiendo que tanto ella como Leonard se volvían celebridades, Virginia recibía halagada la noticia de que la aristócrata y escritora Vita Sackville-West la consideraba la mejor escritora viva. Este tipo de situaciones, sumadas a que seguía dedicada a la escritura con fervor, hacían que apenas pudiera practicar la tan mentada ecuanimidad. Le costaba registrar el momento de pasaje entre un estado de agotamiento saludable y uno de total postración, en el que era incapaz de producir nada, concentrarse o escribir. En una de esas ocasiones, después de recibir a Clive, quien — decía— le había ofrecido “los remanentes esfumados y apestados de su mente”, aseguraba que ella no estaba en mejores condiciones. La noche anterior había ido al cine y se lamentaba: “En lo que a mí respecta, por una noche afuera todas mis cuerdas se han desafinado. La disipación pudrirá mi obra”.
De hecho, el exceso de vida social tenía efectos desastrosos sobre su salud y su escritura. Y si bien estaba dispuesta a reconocer que le llevaba una semana recuperarse, después de asistir a una fiesta ofrecida por lady Colefax — anfitriona londinense especializada en invitar talentos a su casa—, también sabía que no podía resistir la tentación de asistir a ese tipo de veladas.[251] Transcurría el mes de agosto y Virginia también se dedicaba, aunque con resultado desparejo, a la lectura del Ulises. No podía compartir el juicio de los que, como Eliot, la consideraban la mejor obra del siglo; sentía que los que elogiaban a Joyce criticaban su obra en forma velada, y de alguna manera veía a Eliot, Joyce y Ezra Pound conformando una alianza masculina dispuesta a sostener privilegios de género y a reafirmar su superioridad. Para colmo, el trío de esta avant-garde masculina estaba apoyado por Wyndham Lewis,[252] escritor y artista que se había transformado en un feroz crítico de Roger Fry y de Bloomsbury. Además de no apreciar el Ulises, Virginia tampoco soportaba la intolerancia, el intelectualismo y el dogmatismo que percibía en Eliot, el único de esos escritores que conocía. En orden de criticar a sus contemporáneos, sin hacer una distinción de género, aborrecía la ficción “viril” de macho cabrío de Joyce, pero también cuestionaba la creación de una frase femenina —que atribuía a Dorothy Richardson— y la escritura de Katherine Mansfield. De alguna manera, buscaba reafirmarse a sí misma en las “faltas” de los otros y de ese modo leía el Ulises:
Fabricando mi proceso en pro y en contra. He leído 200 páginas hasta ahora —ni un tercio—, y he sido entretenida, estimulada, encantada, interesada por los 2 o 3 primeros capítulos… hasta el final de la escena del cementerio; y luego intrigada, aburrida, irritada, y desilusionada como un estudiante mareado, que se rasca el acné. ¡Y Tom, el gran Tom, cree que está a la par de La guerra y la paz! Me parece un libro iletrado: el libro de un obrero autodidacta, y todos sabemos lo embarazosos que son, lo egoístas, insistentes, crudos, chillones, en última instancia, nauseabundos. Si podemos comer la carne cocida, ¿por qué comerla cruda? Pero pienso que si eres anémico, como lo es Tom, hay esplendor en la sangre. Siendo yo misma más o menos normal, pronto estaré lista para retornar a los clásicos. Puede que revise esto más tarde; no comprometo mi sagacidad crítica.
Si bien le interesaba el experimento de Joyce —“deja afuera la narrativa, e intenta mostrar los pensamientos”—, y en “La narrativa moderna” había reconocido que él era un autor que se acercaba a la vida y que descartaba las convenciones utilizadas por escritores materialistas como Bennett, Galsworthy y Wells, le molestaba su “indecencia”, la manera en que abordaba la sexualidad y las funciones corporales. Como señala Julia Briggs, Virginia “nunca llegó realmente a analizar” su rechazo por esas cuestiones. En cuanto a su propio proceso creativo, ella consideraba que era importante leer buena literatura
mientras escribía, ya que sería “un error suponer que la literatura puede surgir de lo crudo”. Pero ese concentrarse “todo en un punto, para no tener que tironear de las zonas dispersas del propio carácter” implicaba que cualquier intromisión, una visita inesperada, pudiera trastocarlo todo. Y es así como, después de recibir a uno de sus amigos, reflexionaba:
«“Sydney viene y soy Virginia; cuando escribo soy solo una sensibilidad. A veces me gusta ser Virginia, pero solo cuando me siento dispersa y variada y gregaria”».
Durante la década del veinte, con la Hogarth Press funcionando a pleno, la vida social llegó a invadir sus espacios de intimidad y escritura, convirtiéndose en una cuestión que ocupó buena parte de sus diarios, en los que Virginia plantea una y otra vez el tema de que una de las soluciones posibles era vivir en “un territorio neutral —ni amigo ni enemigo—”Pero la cuestión se presentaba en términos antagónicos y de difícil resolución. Evitar la vida social podía dejar a los “Lobos” en “castidad y gloria”, pero demasiado alejados del mundo y sumidos en una “apacible atmósfera” familiar. Inmersa en estos dilemas y en la lectura de Joyce, finalmente, el 6 de septiembre ella escribió en su diario:
«Terminé Ulises y lo considero un fiasco. Genio tiene, creo; pero de agua inferior. El libro es difuso. Es salobre. Es presuntuoso. Es maleducado, no solamente en el sentido obvio, sino en el sentido literario. Un escritor de primer nivel, quiero decir, respeta su arte demasiado como para ser tramposo; alarmante; haciendo trucos. Me recuerda todo el tiempo a algún colegial imberbe, como por ejemplo a Henry Lamb, lleno de ingenios y poderes, pero tan acomplejado y egoísta que pierde la cabeza, se torna extravagante, amanerado, estruendoso […] y uno espera que se le vaya con la edad; pero como Joyce tiene 40 esto apenas parece posible. No lo he leído con detenimiento; y solo una vez; y es muy oscuro; así que sin duda he maltratado sus virtudes más de lo justo. Siento que miríadas de balines lo tirotean y salpican a uno; pero no se obtiene una herida mortal en plena cara, como de Tolstoi, por ejemplo. Pero es totalmente absurdo compararlo con Tolstoi».
Aun así, su intuición y la confianza en otros juicios diferentes la llevaban a dejar una puerta abierta: “Habiendo escrito esto, L. puso en mis manos una crítica muy inteligente del Ulises, en el American Nation, que por primera vez analiza el significado; y ciertamente la hace mucho más impresionante de lo que yo juzgaba. De todas maneras, pienso que hay virtud y una verdad perdurable en las primeras impresiones; así que no niego la mía”. Días después Virginia volvía a dar una vuelta de tuerca sobre el asunto, impelida por las afirmaciones de Eliot, que aseguraba que el Ulises era “un hito, porque destruyó la totalidad del siglo XIX”. Finalmente, sin dejarse influir por las opiniones de los demás, a principios de octubre, ella dejó en claro cuáles eran sus preferencias:
«Mi gran aventura es realmente Proust. Bien, ¿qué se puede escribir después de eso? Recién voy por el primer volumen, y hay, supongo, faltas por encontrar, pero estoy en un estado de asombro; como si un milagro estuviese sucediendo frente a mis ojos. ¿Cómo, al fin, alguien ha solidificado lo que siempre se escapaba, y lo transformó también en esta hermosa y durable sustancia? A veces hay que bajar el libro y jadear. El placer se vuelve físico, como sol, vino y uvas, y perfecta serenidad e intensa vitalidad combinadas.
Lejos, por otra parte, se encuentra Ulises; al cual me ligo como una mártir a su estaca, y gracias a Dios, lo he terminado ya… mi martirio ha cesado. Espero poder venderlo por £4,10».
Prosperidad
Mientras alternaba lecturas fundamentales, y a pesar de los síntomas persistentes de su enfermedad, el verano había sido “el más sociable” en mucho tiempo, y Virginia prolongó su estadía en Monk’s House hasta principios de octubre. Entre tanto, las pruebas de impresión de El cuarto de Jacob estaban listas, y los Woolf consiguieron que Gerald Duckworth[253] rescindiera sus derechos de publicación. A partir de allí la Hogarth Press asumía la responsabilidad, aunque lo imprimiera para ellos “uno de los más grandes y mejores imprenteros británicos.” En octubre y coincidiendo con la aparición de su novela, ella se dedicaba a un ritmo de lectura a doble mano: no descuidaba a los griegos, avanzaba con Proust y también escribía La señora Dalloway, todas ocupaciones que, junto con la habitual correspondencia y diarios, contribuían al gratificante sentimiento de que, a los cuarenta, comenzaba a “entender los mecanismos” de su propia mente.
Por entonces, una noticia la alteró profundamente. Después de enterarse de la repentina muerte de Kitty Maxse, a quien no veía desde hacía mucho tiempo, se sintió consternada: “El día se ha arruinado —tan extrañamente— por la muerte de Kitty Maxse; y ahora la imagino yaciendo en su tumba en Gunby, y Leo yendo a casa, y todo el resto”. Con los años, la muerte de conocidos comenzaba a ser un fenómeno demasiado repetido y, como escribió en su diario, hostigador. Entristecida y con sentimientos de culpa, deseaba haberse encontrado con su antigua amiga aunque más no fuera en la calle: “Mi mente ha retrocedido hacia ella todo el día, de la manera extraña en que lo hace”. Como era de esperarse dada la intensa vida social de Kitty, el funeral contó con la presencia de grandes personalidades; desde el embajador de Francia hasta George Duckworth estuvieron presentes. Pero lo que intrigaba a Virginia era qué había pasado: “Kitty se cayó, muy misteriosamente, por encima de unas baranda. ¿.¿Cómo había sucedido? En realidad, si bien no tuvo mucho tiempo para detenerse en ese asunto, con el tiempo, Kitty, “una horrible esnob”, llegó a las páginas de La señora Dalloway, historia que había tomado dimensiones que auguraban una nueva novela.
Mientras tanto, a mediados de octubre, El cuarto de Jacob ya estaba en manos de algunos lectores; entre ellos, Lytton y Carrington, que le enviaron dos elogiosas cartas.[254] Virginia consideraba que esa novela había sido “un paso” necesario para trabajar libremente, y si por una parte esperaba con ansiedad la crítica de su libro, por otra estaba convencida de su valor: “Nada me moverá de mi determinación de seguir adelante, o alterará mi placer, de modo que, pase lo que pasare, aunque la superficie pueda ser agitada, el centro es seguro”. Pero como no era sencillo llevar a cabo esas intenciones, se propuso leer con atención la reseña del TLS “no porque vaya a ser la más inteligente, sino que será la más leída”. Preocupada a su pesar por la recepción d e Jacob, Virginia lamentaba no poder concentrarse ni siquiera en la lectura. Aunque temía que nunca escribiría “un éxito total”, las ventas eran muy buenas, y consideraba imprimir una segunda edición de su libro.[255]
Dos meses antes de fin de año, Virginia contestaba las cartas e invitaciones resultantes de la celebridad adicional lograda a partir de la publicación de Jacob. Por su parte, Leonard, que entre 1920 y 1922 visitó cuatro de las universidades que esperaba representar, fue candidato a las elecciones generales, enfrentando, entre otros, al primo de su mujer, Herbert Fisher. Para alivio de Virginia, su marido salió cuarto en la lista, de modo que no entró en el Parlamento.[256] Aunque el resultado de la elección no dejaba de ser un fracaso, la posición política de Leonard se consolidaba, y mientras The New York Times le pedía un artículo mensual, era reconocido por su labor “desinteresada” por el bien público. Virginia estaba convencida de que su marido era una persona exitosa; y por entonces, luego de cenar con Nessa y Clive, escribió en su diario: “Todos 40 para arriba: todos prósperos; y mi libro […] aclamado por Nessa ‘ciertamente la obra de un genio’. Lytton llegó más tarde, lo cual lo hace aún más extraño; y allí nos sentamos, con H[arcourt]. ¡El catálogo de Brace refiriéndose a todos nosotros por nombre como el grupo más brillante en Gordon Square! Fama, ya ves”.
A mediados de noviembre y con “una enorme cantidad de trabajos agradables a mano”, Virginia consignaba que estaba “realmente muy ocupada […] muy feliz”. Y afirmaba: “Solo quiero decir: ‘Tiempo, detente aquí’; que pienso que no es lo que muchas mujeres en Richmond podrían decir”. Animada, luego de un paseo, compró dos patos salvajes y otras aves para cocinar, todos frescos y sangrantes, y que creía recién cazados por dos perdigueros furtivos. Que los patos se pudrieran y hubiera que enterrarlos no cambió el humor de un año que finalizaba de manera muy diferente de como había comenzado. A fines de ese mes y como un regalo caído del cielo, Virginia conoció a una joven llamada Marjorie Thomson —se encontró con ella en el 17 Club—, que quería dedicarse a la impresión y abandonar la enseñanza. Entusiasmada, la invitó a tomar el té con Leonard, y aunque detectó en ella cierta rapidez e impulsividad, también percibió “un hilo de acero dentro de ella, fruto de ganarse la vida y aprender”, características que le parecieron apropiadas para una empleada de la Hogarth Press. El momento era ideal, ya que como se venía anunciando, la relación laboral con Ralph colapsó al tiempo que una oferta de la editorial Heinemann ofrecía absorber la Hogarth Press. Ante estas alternativas, Virginia escribía en su diario:
«Pero estos son días históricos. La Hogarth Press está haciendo un trabajo de parto. Heinemanns nos hizo una oferta de lo más halagadora, al efecto de que nosotros entregáramos a nosotros [sic] nuestros cerebros y sangre, y ellos se encargarían de las ventas y finanzas. Pero olfateamos patrocinio. Si ellos ganan, nosotros perdemos. […] En opinión de Desmond, Clive, Roger, y creo que de Vanessa, el intercambio sería la capitulación. Estamos ambos muy dispuestos a llegar a esta conclusión, y hemos optado por la libertad y la lucha, con gran satisfacción íntima».
Finalmente, aunque Ralph también presentó otro proyecto “obviamente tramado en Tidmarsh”,94 en el que los Woolf se asociarían con Lytton, quien a su vez les cedería los derechos de su obra, Virginia concluía:
«“Nos inclinamos por la señorita Thomson y la libertad”».
A mediados de diciembre ocurrió un hecho significativo para su futuro: Clive le presentó a Vita Sackville-West, que acababa de publicar la historia de su familia, Knole and the Sackvilles, y era un personaje fascinante. Había escrito su primera novela a los catorce años, pertenecía a la aristocracia y su affaire homosexual con Violet Trefusis se había hecho famoso. Si bien al principio no le agradó y dijo que era una “rubicunda, bigotuda, colorinche” mujer “granadero”, con la desenvoltura de la aristocracia pero sin la inteligencia del artista, Virginia se sintió en su presencia una “virgen, tímida, colegiala”. Y, pocos días después, las dos comían juntas e intercambiaban libros.
Avizorando una época diferente, el día de Navidad Virginia le escribió a Gerald Brenan: “Esta generación tiene que esforzarse mucho para que la siguiente pueda avanzar sin sobresaltos”. Creía que “el alma humana” se reorientaba, como solía hacerlo “cada tanto”; que la tarea de los escritores estaba plena de desafíos y que solo algunos lograrían atisbar esos cambios. Desmitificando la imagen de escritora consagrada que Brenan tenía de ella, le decía que cada diez años había querido “terminar con todo”, y ahora, habiendo sobrevivido a los “cataclismos del horror” y a esas crisis que en realidad anunciaban una reorientación “íntima que se enfrenta con la inmensidad”, se aferraba a la vida de manera muy distinta que a los treinta, cuando rompía y desgarraba escritos, y desesperaba: “Tal vez a esa edad se es más un escritor, pero no se puede escribir y no es por falta de habilidad, sino porque el objetivo está tan cerca y es tan vasto. Creo que, quizás, este ha de replegarse antes de poder tomar la pluma”. Ahora, a sus cuarenta, consideraba que El cuarto de Jacob era su “obra maestra, y el punto de partida para refrescantes aventuras”.