CAPÍTULO XXVIII - 1925
Lectores comunes
INSTALADA en Rodmell, y con dos libros encaminados a la publicación, Virginia pensaba en nuevos temas; quería “empezar a describir a [su] propio sexo”, y gestaba una nueva novela: “Aquí concibo una historia, ahora estoy siempre concibiendo historias. Cortas, escenas, por ejemplo. El viejo (un personaje de L.S.), El catedrático especializado en Milton (un intento de crítica literaria) y ahora La interrupción, mujeres hablando a solas”.
Pero antes de abordar lo nuevo debía revisar La señora Dalloway, y eso entrañaba una suerte de heroísmo: “La parte más aburrida de este asunto de escribir, la más deprimente y ardua”. Además, el invierno se presentaba desapacible y por varios días ni siquiera pudo aventurarse a dar un pequeño paseo. Los días lluviosos y una consecuente inundación no impidieron que Leonard hiciera la poda anual, algo que a su mujer se le antojaba heroico, y que él, como amante del jardín y de sus promesas, veía como un tributo necesario y a la vez edificante. Pero Leonard no solo se dedicó a la poda, sino que fue el primer lector de La señora Dalloway. “Piensa que es lo mejor que he escrito —registró Virginia en su diario—, pero ¿acaso no tiene que pensar eso?”. A las dudas y temores con respecto a su novela, se sumaban otras angustias, y no dejaba de pensar que lo que su escritura tenía de entrañable podía estar relacionado con la ausencia de hijos: “Estos esfuerzos míos por comunicarme con la gente — escribía— son en parte por la falta de hijos, y el horror que a veces me invade”.
De regreso en Londres y un día antes de cumplir los 43 años, Virginia tuvo un gesto inédito; había decidido enviarle a Jacques Raverat las pruebas de su novela, y le contaba: “Por ningún otro ser humano en el mundo haría yo esto; por qué, no lo sé. Pero soy un poco morbosa respecto de que la gente lea mis libros”. En su carta, también informaba a Raverat acerca de una controversia que por entonces ocupó cierto espacio en su correspondencia. Un norteamericano, Pearsall Smith, criticaba por poco ética su decisión de escribir artículos —muy bien pagados— para revistas de moda como Vogue. Mientras él sostenía que con eso menoscababa su reputación y que solo debía escribir para los suplementos literarios, Virginia subrayaba: “Pamplinas. Moda femenina y aristócratas jugando al golf no afectan mi estilo; y harían del suyo un mundo de bien. ¡Oh estos americanos! ¡Cómo embrollan todo siempre! Lo que él quiere es prestigio; lo que yo quiero, es dinero. Ahora mi querido de punta aguda y galés Jacques, por favor escoge entre nosotros dos”.
En realidad, el asunto la había picado lo suficiente como para que días después enviase a Pearsall Smith un par de cartas en las que lo desafiaba a encontrar una crítica de inferior calidad en Vogue de las que escribía para The Nation. Además y para subrayar su criterio, invocaba el de Duncan, que estaba “perfectamente listo para pintar portadas para ella [la editora de Vogue] o salones de baile para lady Cunard, quien no distingue una imagen de la otra, […] el argumento de Duncan es que si Bloomsbury tiene perlas de verdad, pueden ser desparramadas hacia cualquier lado sin provocar daño”.
Lejos de las especializaciones del ámbito académico o de un intelectualismo discriminador, Virginia y los integrantes de Bloomsbury, herederos de los intelectuales y escritores victorianos, todavía apuntaban a un público amplio y no segmentado. Por otra parte, ¿no era ese tipo de idea la que la había llevado a escribir El lector común? Allí, como señala el prólogo de la edición inglesa, desde su lugar de novelista y periodista, pero también desde “el punto de vista de u n outsider educacional, una mujer enviada a la escuela en la biblioteca de su padre”, realizó una lectura “anticanónica, literariacum-histórica y, sintiéndose algo oscura ella misma, muy interesada en las oscuridades”.
El plan de este libro de ensayos, que recién publicó en 1925, podría remontarse a 1921, y especialmente a 1922, cuando Virginia escribió acerca de la necesidad de expresar la exquisita relación que había experimentado con los libros desde muy joven, cuando su padre, una autoridad de la Biblioteca de Londres, le permitió acceso libre a la suya.[276] Estaba convencida de que la “conexión entre vida y literatura debe ser hecha por las mujeres”. Por otra parte, en El lector común intenta responder a la pregunta que se había hecho en 1903: “¿Qué derecho tengo yo, una mujer, a leer todas estas cosas que los hombres han hecho?”. Desde el título, y haciéndose eco de las palabras del doctor Johnson,[277] El lector común plantea la lectura como una actividad que proporciona placer, pero también como una manera de resolver antagonismos. “Tanto hombres como mujeres poseemos el profundo y universal instinto de expulsar e incorporar en una persona del sexo opuesto todo lo que falta en nosotros mismos y deseamos en el universo y detestamos en la humanidad”.
Aunque debió adecuar el plan que se había trazado, mucho más ambicioso, a la realidad de la escritura, el resultado fue positivo.[278] Lyndall Gordon señala que las críticas y ensayos reunidos “poseen la jovialidad seria de la lectura desinteresada. Aunque el tono es decididamente ligero, realiza las más difíciles proezas críticas, extrae la esencia de Austen, de George Eliot o de las Bronte en cinco o diez páginas. Mientras que un lector académico se interpone entre el autor y el lector diciendo ‘la única ruta es a través de mí’ […] Woolf invita al lector a una respuesta directa y vigorosa. Le infunde energía.
Confesiones a un amigo epistolar
A finales de enero, en cama y con fiebre, Virginia no pudo asistir a una fiesta que tenía pensado organizar con Karin, su cuñada. Aunque la gripe la volvía “un repasador mojado”, no le impedía describir, en la última carta que le dirigió a Raverat, una típica fiesta de Bloomsbury donde se incluye a sí misma como partidaria de cultivar las relaciones femeninas:
«Acaso no es algo extraño que las fiestas de Bloomsbury estén compuestas de esta manera: 40 hombres jóvenes, todos de oxford también, y tres muchachas, que son admitidas con la condición de que se vistan exquisitamente, o que sean la amante de alguno de los hombres, o se amen entre ellas. Prefiriendo por mucho mi propio sexo, como me sucede, o bajo cualquier circunstancia encontrando considerable la monotonía de las conversaciones de los jóvenes, y molestándome la eterna presión que ponen, si eres mujer, sobre una única cuerda, encuentro esta desproporción excesiva, y tengo intención de cultivar enteramente la compañía de las mujeres en el futuro. Los hombres siempre están bajo la luz; con las mujeres nadas de una vez hacia el silencioso crepúsculo».
Entre los invitados a la fiesta a los que Virginia hace alusión, destacaba Stephen Tomlin, un joven escultor que esculpió su busto y los de Lytton y Vanessa, y que luego de sostener una relación con Duncan Grant, se casó con Julia Strachey. Su caso era bastante común en Bloomsbury, donde se registran varios de estos pasajes de la homosexualidad a una relación o matrimonio con el sexo opuesto. Otro de los personajes relevantes de la reunión era el primo de Vita, Eddy, quien heredaría el castillo de Knole, y que fue, además de pintor y traductor de Rilke, uno de los primeros admiradores ingleses de Kafka. Virginia lo definió como un aristócrata que parecía fuera de su elemento, con la peculiaridad, como pasaba también con otros hombres, “especialmente los que aman a su propio sexo”, de contarle sus cuitas amorosas a Leonard.
Las cartas que Virginia le escribió a Raverat en esta época constituyen un elemento interesante a la hora de dilucidar sus expectativas y vivencias, “una especie de vida privada” que refleja su intimidad, y cuando él murió, en marzo, tuvo la impresión de que le había contado “más cosas que a nadie, excepto a Leonard”. Por otra parte, como habían creado un especial vínculo epistolar, por mucho tiempo sintió el “extraño deseo de seguir diciéndole cosas”. Y después de la muerte de Raverat, intentó animar por medio de cartas a su viuda: “Y ya que soy, como tú sabes, tan fundamentalmente optimista, quiero hacerte disfrutar de la vida. Perdóname por escribir lo que se me viene a la cabeza. Creo que siento que daría mucho por compartir contigo la felicidad de cada día. Y sabes que si hay algo que pudiera darte alguna vez, te lo daría, pero quizá lo único para dar sea ser una misma con la gente”.
Como si la distancia epistolar fuera propicia para realizar un camino de autodescubrimiento, en una de esas cartas a Raverat, Virginia expuso sus ideas acerca de las relaciones “sáficas” y deslizó comentarios acerca de Vita:
«Luego las damas, quizás a modo de protección, o imitación o genuinamente, se dan a su sexo también. Mi aristócrata (oh, pero tengo ahora 2 o 3, de quienes te contaré; me interesan) es violentamente sáfica, y contrajo semejante pasión con una prima suya, que huyeron volando hacia Tirol, o algún retiro montañoso juntas, y fueron seguidas en un aeroplano por sus esposos. […] Yo no puedo tomar ninguna de estas aberraciones en serio. Para confesarte un secreto, quiero incitar a mi dama a que ahora se dé a la fuga conmigo. Luego iré a visitarte y te contaré todo al respecto».
Cabe imaginarse que la muerte de Raverat impactó fuertemente a Virginia. Perdía un interlocutor, pero además, con su desaparición se esfumaba parte de su pasado y juventud; ya poco quedaba de aquel grupo de neopaganos que había conocido. Pero como se trataba de una relación puramente epistolar, y no había sido testigo de su decadencia física, desde una perspectiva por demás subjetiva, aventuraba: “Eso es lo que me gustaría para mí, que no hubiera ruptura, no sumisión a la muerte, sino una mera pausa en la conversación”.
A mediados de marzo, luego de perder a Raverat, Virginia reflexionaba sobre su nueva novela, el paso del tiempo, cómo los recuerdos sedimentaban en la mente y escribía en su diario: “Uno nunca comprende una emoción en su momento. Se expande más tarde, y por tanto no tenemos emociones completas respecto del presente, solo respecto del pasado”. Este tipo de sensaciones aparece una y otra vez en su obra. Así pues, en el caso de La señora Dalloway, la protagonista vive en un presente que se le escapa, continuamente permeado por el pasado, los recuerdos de infancia, de juventud, las tragedias familiares o la visión idílica de una casa familiar perdida. Dilucidar cómo y por qué las sensaciones y recuerdos se graban en la mente era una de las obsesiones de las que Virginia no podía escapar. Ni siquiera cuando viajaba. El 26 de marzo los Woolf iniciaron un viaje con destino a Francia —de París fueron en tren a Marsella y a Cassis—, donde Vanessa ya estaba instalada. El 8 de abril, otra vez en Londres, insistía en esa cuestión: “Estoy esperando a ver qué forma […] proyectará Cassis en mi mente al final”. El paisaje, ciertas sensaciones aparecían de pronto en su mente, así como irrumpían en su recuerdo los otros huéspedes que se alojaban en su hotel:
«Todos merecen páginas con su descripción. Y todo el ambiente del hotel me proporcionó muchas ideas: oh, tan frío, indiferente, superficialmente cortés, y revelador de unas relaciones tan extrañas: como si la naturaleza humana estuviera ahora reducida a una especie de código que ha inventado para estos casos de emergencia, cuando personas que no se conocen se encuentran y reclaman sus derechos como miembros de la misma tribu. De hecho, nosotros hablamos con todos, pero nuestras profundidades no fueron invadidas.
Pero L. y yo fuimos muy felices, como se suele decir si tuviera que morir ahora, etc. Nadie podrá decir de mí que no he conocido la felicidad perfecta, pero pocos son los que podrían concretar el momento, o decir en qué consistió».
Su sensibilidad, constantemente a merced de sensaciones que se imponían sin que pudiera evitarlas, determinaba juicios afectivos, y Virginia vivía el contraste entre París, que se le antojaba “una hostil, brillante, ciudad extranjera”, repleta de ingleses que “brincan de roca en roca”, y la “amplia, oscura, plácida intimidad” de Londres. Pero un accidente ocurrido en las calles de la ciudad amada podía alterar todas esas percepciones, y escuchar a una mujer gimiendo débilmente bajo un auto le dejó “una gran sensación de la brutalidad y la locura del mundo; esa mujer vestida de marrón va andando por la acera, de repente un coche rojo de película da una vuelta en el aire y aterriza sobre ella, y uno oye este oh, oh, oh”. Virginia escuchó esa voz todo el día. Era una voz que evidenciaba la acuciante fragilidad de la vida. La misma fragilidad a la que se sabía expuesta, la que dejaba lugar a períodos de estabilidad en los que podía dedicarse a su escritura.
También la lectura seguía siendo una actividad fundamental, ya que mientras pergeñaba su nueva novela Virginia se sumergía en los libros de Proust; los diez volúmenes de difícil francés no la amedrentaban, sentía que merced a la lectura tenía la oportunidad de ver como se combinaba “la máxima sensibilidad con la máxima tenacidad”. Tal vez por eso admiraba tanto a Proust; él perseguía “esos matices de mariposa hasta la última tonalidad. Es tan duro como las cuerdas de tripa y tan evanescente como un capullo de mariposa”. Pero la admiración se teñía de temor; Virginia temía la influencia de Proust y que su lectura lograse ponerla de mal humor, al compararla con sus propias frases. De todas maneras, caía rendida ante los atributos del escritor francés, más acordes a su sensibilidad que los de Joyce. La nostalgia del pasado y la visión recobrada por medio de la escritura presentes en En busca del tiempo perdido le eran mucho más afines que el intento del Ulises de capturar, momento a momento, las cosas que pueden ocurrir en 24 horas de un día cualquiera. Cabe señalar que aunque puede considerarse que La señora Dalloway es tributaria de la lectura de ambas obras, no deja de ser una apropiación única y personal que se inscribe en un proceso que podría remontarse a veinte años atrás cuando, anticipando el programa de esta novela, Virginia se proponía: “Tendré un hombre y una mujer, los mostraré mientras crecen; nunca se ven, no se conocen, pero los percibirás cada vez más cercanos”.
La señora Dalloway
Cuando encaró la escritura de este libro en 1922, Virginia pensó en escribir una serie de escenas referidas a la señora Dalloway, que comenzarían con “La señora Dalloway en Bond Street”, y terminarían con “La fiesta”, pero la introducción del personaje de Septimus hizo que finalmente desarrollara su novela en torno a estos dos personajes que no llegan a conocerse y lo que les ocurre en un día de sus vidas. La novela comienza introduciendo a Clarissa Dalloway, una anfitriona de sociedad que prepara una fiesta que dará por la noche; por otra parte, en paralelo y sin cruzarse con ella, aparece Septimus, ex soldado cuyo extraño comportamiento, que incluye alucinaciones, hacen que su mujer, una muchacha italiana llamada Rezia, decida que deben consultar con un médico.
Se trata de un texto modernista, en el que Virginia Woolf, siguiendo lo expresado en “La narrativa moderna” examina lo que sucede con las “infinitas impresiones, triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con la fuerza del acero” que recibe la mente y que “llegan de todas partes, como un incesante chaparrón de innumerables átomos”. Por otra parte, como había señalado en el texto crítico referido, en esta novela se aleja de las convenciones de género: “No habrá trama, ni comedia, ni tragedia, ni amor, ni catástrofe al estilo aceptado”. Utlizando el fluir de conciencia de los personajes, que había apreciado en Dorothy Richardson y que da al narrador un espacio de acción reducido, y el recurso del Ulises, de circunscribir la narración a lo que ocurre en un día de junio en la ciudad, que pasa de Dublín a Londres, Woolf construye su novela a través de las impresiones de Clarissa Dalloway y de Septimus, víctima de una neurosis de guerra, quienes, perteneciendo a diferentes estratos sociales, dan cuenta de las reacciones de una sociedad que pretende dejar atrás esa etapa.
Aunque Clarissa es una mujer frívola, tiene chispazos de intuición, y la conciencia de que “vivir era muy, muy peligroso, aunque solo fuese un día”. Pero también se trata de una mujer que, aunque está lejos de la autocomplacencia, se siente afectada por que su pretendiente de juventud, Peter Walsh, se ocupe de señalar, una y otra vez, “los defectos de su propia alma”. Una conciencia adormecida subyace bajo la superficie de su carácter aparentemente convencional, en el que destacan un genuino amor por la ciudad y un deseo de reunir, “combinar, crear” para convertir sus fiestas en “una ofrenda”. En esas ocasiones la reserva y la frialdad de Clarissa ceden; en las fiestas puede expresar una sensibilidad reprimida y encauzarla de acuerdo con lo socialmente aceptado. Pero hay otras facetas de su personaje que apenas se insinúan, y Clarissa, que “no podía despojarse de una virginidad conservada a través de partos”, intuye “qué era lo que le faltaba. No era belleza; no era inteligencia. Se trataba de algo central que penetraba todo; algo cálido que alteraba superficies y rompía el frío contacto de hombre y mujer, o de mujeres juntas”. Aunque solo puede percibirlo “oscuramente”, Clarissa llega a confesarse que “en algunas ocasiones era incapaz de resistirse al encanto de una mujer” y entonces “sentía sin lugar a dudas lo que los hombres sienten”. Recordando su juventud, ella se pregunta “si acaso no había sido amor” el sentimiento predominante en la relación con su amiga Sally Seton; a fin de cuentas, “el momento más exquisito de su vida” había sido aquel en el que, junto con unas flores, “Sally se detuvo; cogió una flor; la besó en los labios”. En ese instante, continúa diciendo la voz narradora, Clarissa tuvo la impresión “de que le hubieran hecho un regalo, envuelto, y que le hubieran dicho que lo guardara sin mirarlo”. Tal vez es ahí donde reside parte del misterio de Clarissa, por lo que cabría preguntarse qué habría pasado si hubiera desenvuelto ese regalo. Sin embargo, Clarissa se resiste a estas revelaciones. Atraviesa la novela como una mujer distante, fría, poco apasionada.
La falta de conciencia social de Clarissa, a quien le preocupan más sus rosas que la masacre en Armenia, su pertenencia al establishment, sus relaciones sociales, su marido, miembro del Partido Conservador en el Parlamento, son elementos que definen un personaje con escasas conexiones con el de Septimus. Sin embargo, ambos tienen cosas en común: son anticlericales, comparten una aversión por los métodos coercitivos de los doctores y, fundamentalmente, sus historias corren paralelas para confluir en la escena de la fiesta, cuando ella se entera de que un paciente joven de uno de sus invitados, el doctor Bradshaw, se ha suicidado. Fiesta y suicidio brindan el clímax y anticlímax de la novela. De hecho, en medio de su fiesta Clarissa se identifica brevemente con el joven que se había matado: “Siempre lo experimentaba en carne propia, cuando le daban la noticia, de primeras, de sopetón, de un accidente”. Esa particularidad le permite una suerte de identificación momentánea: “De alguna forma, se sentía muy cerca de él, del joven que se había suicidado”.
Septimus oficia como doble[279] de Mrs. Dalloway. A la vez, su nombre hace referencia al número siete, que era el lugar que ocupaba Virginia entre los hijos de su padre y de su madre. Como señala Julia Briggs, las experiencias de delirio de Septimus son virtualmente el único registro que tenemos de lo que pudieron ser las de Virginia. Como le sucedió a ella en 1904, Septimus escucha a los pájaros cantar en griego, y también como ella —cuando en una de sus crisis escuchó hablar a su madre muerta— oye la voz de su amigo Evans a quien habían matado en el frente. Por otra parte, como Virginia escribió en sus memorias refiriéndose al día en que murió su madre, Septimus confiesa que en el momento de la muerte de su amigo y sargento no había sentido prácticamente nada. Las similitudes entre las vivencias del personaje de Septimus y las de la propia Virginia no terminan allí: como le sucedió a ella, los médicos prescriben internarlo y le aseguran que “las personas a quienes más apreciamos no nos convienen cuando estamos enfermos”. Finalmente, a diferencia de lo que le sucedió a ella, después de que Septimus amenaza matarse —“No tenían alternativa. Era una cuestión legal”—, el médico decide institucionalizarlo para que recupere el “sentido de la proporción”. El médico esgrime como un arma la palabra “proporción”, palabra que asocia con otra, que dice que es su hermana y que “se llama Conversión”, haciéndose de un poder que Septimus rechaza hasta el final. El desenlace se produce cuando el médico va a buscarlo a su casa para internarlo —en el preciso momento en que sentía cierta calma, junto con su mujer—. Ante la coerción del médico, secundado por la temerosa Rezia, que no cuestiona su autoridad, Septimus siente que no tiene alternativa, solo de una manera puede evitar que lo internen y cuando ve llegar al médico desde la ventana, se sienta en el alféizar, y aun reflexiona, antes de tirarse al vacío: “Pero esperaría hasta el último momento. No quería morir. La vida era bella; el sol, caliente”.
En tanto el lector se identifica con el desdichado personaje y se compadece de su sufrimiento y desprotección, el personaje de Clarissa, basado en parte en Kitty Maxse, resulta a la vez simpático y antipático. Ella y Mrs. Kilman, la amargada y rencorosa feminista profesora de su hija, se odian mutuamente y temen la influencia que la otra puede ejercer en la joven. Además, Clarissa es capaz de mostrarse cruel y llegar al máximo de la frivolidad, resistiéndose a invitar a una prima pobre a su fiesta por el efecto deslucido de su arreglo. Pero sus contradicciones siguen siendo encantadoras, al menos para Peter Walsh, su antiguo pretendiente y a quien pertenecen las últimas palabras de la novela: “¿Qué es este terror?, ¿Qué es este éxtasis?, se preguntó. ¿Qué es esto que me llena de extraordinaria exaltación? Es Clarissa dijo. Sí, porque allí estaba”.
De alguna manera Clarissa Dalloway actúa como doble de Virginia Woolf; muestra lo que podría haber sido de ella si la rebeldía a las normas, su conciencia humanitaria y la pasión por la escritura no hubieran interferido. La felicidad que Clarissa experimenta cuando organiza y da forma a las fiestas, a las que considera sus ofrendas —“pero ¿para quién? Una ofrenda por amor a la ofrenda, quizá”—, es similar a la que Virginia sentía en ciertas ocasiones sociales. Es así como en abril, define en su diario: “La felicidad es tener un hilito al cual las cosas se adhieran solas”; e incluso infiere que la felicidad puede estar hecha de pequeños hechos cotidianos como ir a la modista o pensar en el vestido que podría hacerse, hechos que pueden transformar ese “hilo que, como si lo sumergiera en una ola de tesoros, sale con perlas pegadas a él”.
Refiriéndose a esa capacidad de obtener placer, Virginia intuía que la empleada de la Hogarth Press, Marjorie Joad, que había dejado su puesto en febrero a Bernardette Murphy,[280] carecía de ese “hilo sumergido en las verdes olas: las cosas no encajan para ella, ni se suman para formar esos encantadores haces que constituyen la felicidad”. De hecho, estas preocupaciones acerca de la felicidad coincidían con la angustia que acompañaba los momentos previos a la publicación de su libro, ya que intuía que, pendiente de las críticas, experimentaría “algunas intensidades de placer y algunas profundas zambullidas en la melancolía”.
Tal como lo había anticipado, a finales de abril, esperando las críticas a El lector común, y luego en mayo las de La señora Dalloway, atravesó por los estados anímicos acostumbrados. En principio, estaba ansiosa por ver las reseñas periodísticas —cosa que le ocurría siempre que publicaba un libro—, pero cuando estas se acumulaban y se contradecían mutuamente, trataba de aclarar el panorama pensando cuáles eran las críticas que podía considerar válidas y cuáles debía descartar. La opinión de Morgan Forster era de las importantes, y con alivio, como sacándose “un peso de encima” pudo constatar que valoraba su novela. También su libro de ensayos El lector común había sido bien recibido, y Virginia transcribió en su diario la opinión de Goldie Dickinson, que decía que se trataba de “la mejor crítica literaria hecha en inglés, con humor, ingeniosa y profunda”. Las opiniones variaban, pero tendiendo a darle una vuelta de tuerca positiva a todo ese asunto, Virginia le escribía a Ethel Sands, la misma que le había dicho que Vita tenía puestos los ojos en ella:
«He quedado preocupada tanto por todos los viejos caballeros que me dicen que nací siendo una crítica y no novelista, como por todos los jóvenes caballeros diciéndome que nací siendo novelista y no crítica. Sin embargo, estamos haciendo algo de dinero esta vez, lo cual es muy divertido, y si El lector común y La señora Dalloway se mantienen como hasta ahora, vamos a construir un excusado y un cuarto de baño en Rodmell, y luego tendrás que venir y quedarte con nosotros».
En resumidas cuentas, podía concluir: “Nunca me había sentido tan admirada, así que mañana los desaires me pondrán de nuevo en mi sitio”.
El núcleo de la vida
No hubo tales desaires,[281] pero Virginia no era de las que podían instalarse en la autocomplacencia, y si bien esa tendencia a examinarse continuamente la dejaba exhausta, no se daba descanso; ya tenía una nueva novela en marcha, pensaba una serie de historias cortas[282] y escribía en su diario:
«La verdad es que escribir es el placer profundo y ser leída el superficial. Ahora estoy en tensión por el deseo de dejar el periodismo y dedicarme a Al faro. Esta va a ser bastante corta: mostraré el personaje de papá completo; y el de mamá; y St. Ives; y la infancia; y todas las cosas que siempre trato de meter, la vida, la muerte, etc. Pero el centro es el personaje de papá sentado en un bote, recitando. Perecemos, cada uno solo, mientras él aplasta una caballa moribunda. Pero debo contenerme. Tengo que escribir unos cuantos relatos breves primero, y dejar que el Faro se haga a fuego lento, añadiéndole algo entre la merienda y la cena hasta que esté lista para escribirla entera».
Además, como si su escritura no significara suficiente ocupación, como sucedía con cierta regularidad, trataba de estimular a Desmond MacCarthy, su antiguo amigo y gran conversador, para que se decidiera a escribir. Así pues, un día de mayo, mientras Leonard estaba ocupado en reuniones, entrevistas y atento a la repercusión de su libro sobre la historia de la Liga de las Naciones que la Hogarth Press acababa de publicar, Virginia se vio con su viejo amigo. El contraste entre los dos hombres le llamó la atención; encontró a Desmond “bastante envejecido y estropeado; un poco como si pensara, supongo, que ya ha cumplido los 45 y no ha logrado nada, excepto sus hijos, naturalmente, a los que adora”. Creía entender que él pudiera lamentarse al pensar en “sus 50 artículos en 5 años, en el montón de artículos viejos que tiene cogiendo polvo en cajas” y se proponía ayudarlo “porque los hijos no bastan, después de todo; uno necesita su propia obra”. Por otra parte, pretendía identificar lo que detenía a Desmond:
«El problema está en que le falta empuje para llevar un artículo hasta el final. Por ejemplo, Lytton o yo, aunque puede que no pensemos mejor ni escribamos mejor, tenemos un vigor que hace que un artículo quede completo. Sin embargo hay cosas que valen la pena, y él se conmueve y se vuelve irracional cuando las piensa, y yo lo Aunque en un plano teórico Virginia aceptaba que se podía ser feliz sin escribir, su felicidad y contento dependían cada vez más de su capacidad de hacerlo y de la recepción positiva de su obra. Por otra parte, definiendo su territorio de incumbencia y dejando en claro que su mundo no era el de los intelectuales egresados de universidades, de los que se sentía alejada, en una conversación con Dadie y James Rylands[283] se refirió al “uso que los poetas hacen de las palabras, cómo se fijan en una palabra y la llenan de sentido y la vuelven simbólica”. Aun así, no exenta del resentimiento del autodidacta, subrayaba en su diario: “Lo que estos eruditos quieren es descubrir los libros escribiendo otros libros, no leyéndolos”».
En su caso, el esfuerzo y el talento unidos, junto con sus exhaustivas lecturas, habían dado frutos e incluso aquellos “eruditos” se declaraban sus admiradores; también, y eso era alentador, sus libros se vendían y entre sus lectores se contaban escritores que, como Thomas Hardy, leían con placer El lector común La insistencia en considerar que la obra personal era lo que daba sentido a la vida permeaba todas sus relaciones y encuentros, entre ellos uno con Margaret L. Davies, quien se había retirado de sus labores políticas. Después de verla, Virginia se preguntaba: “¿No debe ser espantoso ‘retirarse’ a los 60: sentarse a mirar los álamos? Además, una vez dijo que había ‘transigido’: su padre había hecho imposible el trabajo completo; y ahora lamenta muchas cosas, me imagino; ha visto tan poco del mundo y no ha llevado nada a término”.
Su afán de escribir, de probarse, de tensar la cuerda de su espíritu y de su genio hasta dar con el sonido adecuado, personal e irrepetible, era una manera de oponerse a un destino como el de Margaret. Pero tal nivel de exigencia implicaba un precio demasiado alto y no pocas frustraciones; de ahí la insistencia de Virginia de rescatar, continuamente, las pequeñas dichas cotidianas. Delicado y difícil equilibrio en el que debía esmerarse aun a costa de fallar y que consistía en conciliar la obra, la vida social y el reconocimiento con la vida de todos los días. Esta necesidad podía llegar a ser acuciante, ya que de ella dependía su armonía interna, y era ahí donde aparecía Leonard, al que entonces rendía homenaje “con incansable, verdaderamente infantil adoración”. Sentía que gracias a la “suavidad y firmeza” de Leonard podía atravesar las dificultades cotidianas, problemas de autoestima e incluso volver a su cauce situaciones que sobredimensionaba, sobre las que Virginia reflexionaba en su diario:
«Me arrimé al núcleo de mi vida, que es esta completa comodidad con L., y allí lo encontré todo tan satisfactorio y tranquilo que reviví y empecé de nuevo, sintiéndome completamente inmune. El inmenso éxito de nuestra vida es, creo yo, que nuestro tesoro está escondido; o más bien que está en cosas tan corrientes que nadie puede tocarlas. Es decir, si uno disfruta de un trayecto en autobús a Richmond, de sentarse en el verde fumando, de recoger las cartas del buzón, de airear las marmotas, de cepillar a Grizzle, de hacer un helado, de abrir una carta, de sentarse uno al lado del otro después de cenar y decir: “¿Estás en tu sitio, hermano?”. Bueno, ¿qué puede turbar esta felicidad? Y todos los días están necesariamente llenos de ella. Si dependiéramos de hacer discursos, o del dinero, o de que nos invitaran a las fiestas».
Pero Virginia se había convertido en una escritora célebre, y la revista Vogue inglesa requería fotos suyas. Dorothy Todd, la editora de la publicación, se había propuesto elevar su contenido, combinar la moda con expresiones artísticas y culturales, por lo que encargaba colaboraciones a escritores y artistas plásticos. En consecuencia, invitó a Virginia a posar en una sesión fotográfica realizada, curiosamente, en el mismo sitio donde había posado su madre para un escultor que la pretendía en matrimonio. Esta no era la primera vez que Virginia enfrentaba la lente de los fotógrafos, ya que el año anterior una de sus fotos había aparecido en Vogue en el artículo “Nombrados para el templo de la fama”.[284]
Hay que decir que el mundo de la moda no le era indiferente, ya que, como precursora de los estudios culturales, Virginia consideraba que “la gente tiene gran número de estados de conciencia” y, deseosa de investigar la “conciencia del vestido”, le interesaba observar a los protagonistas de ese universo paralelo, en el que “la gente segrega una envoltura que la conecta entre sí y la protege de otros que, como yo, estamos fuera de la envoltura, cuerpos extraños”.54 Aunque seducida por aspectos de la moda y por lo que llamaba “la conciencia de las fiestas”, sabía que no podía precipitarse en el interior de ese torbellino sin salir dañada. En ese sentido, valoraba la capacidad de Leonard de detectar, a través de mínimos indicios, las fluctuaciones de su ánimo.
“On being ill”
En julio, poco después de la publicación de sus dos últimos libros, Virginia escribió en sus diarios unas líneas a manera de boceto de lo que sería su nueva novela:
«Padre, madre e hija en el jardín; la muerte; la travesía al faro. Creo, sin embargo, que cuando la empiece la enriqueceré de muchas maneras; la haré más densa; le daré ramas y raíces que ahora no percibo. Puede que contenga todos los personajes reducidos a lo esencial; y la infancia; y luego esta cosa impersonal que mis amigos me desafían a hacer, el vuelo del tiempo y la consiguiente ruptura de la unidad en mi diseño. Ese pasaje (concibo el libro en tres partes: 1. en la ventana de la sala; 2. han pasado siete años; 3. la travesía) me interesa mucho. Un nuevo problema como ese abre nuevos territorios en la mente; impide seguir los senderos trillados».
Comenzar un nuevo proyecto le permitía tomar distancia de sus anteriores trabajos, cada vez menos suyos y más en poder de los lectores y de los críticos; y también del entorno, ya que como le escribía a Gerald Brenan, la soledad podía resultar creativa: “Tengo que crear cada vez para mí toda la cosa desde cero. Probablemente todos los escritores estén ahora en el mismo bote. Es la multa que pagamos por romper con la tradición, y la soledad hace a la escritura más excitante. […] Uno debería hundirse en el fondo del mar y vivir a solas con las propias palabras”.
En cuanto a la crítica especializada, podía ser “un gran estímulo”, sobre todo si dejaba transcurrir un tiempo prudencial, y ponía las reseñas literarias en perspectiva. Pero no solo los críticos y escritores trataban de descifrar su trabajo: las personas más cercanas solían sentirse afectadas al percibirse retratadas en sus personajes. Vanessa lo había sufrido en carne propia con sus dos primeras novelas, en tanto la familia de Leonard se había disgustado con los paralelismos que encontraban entre su vida y la segunda. Ahora era Philip Morrell, el marido de Ottoline, quien le escribía diciendo que se sentía reflejado en los personajes de Hugh Whitbread y Richard Dalloway. Pero Virginia se apresuraba a explicarle:
«Una cosa me interesa mucho: que te consideres a ti mismo el hombre más obtuso del libro… me pregunto ¿de qué extraordinario complejo surge esto? De hecho, no hay ni el mínimo fundamento para ello. Primero, mi idea de ti no se corresponde para nada con mi idea de Hugh Whitbread o Richard Dalloway; segundo, mis amigos están bastante a salvo de mí, porque no puedo escribir acerca de gente que tengo el hábito de ver, al igual que no puedo describir lugares hasta que prácticamente los he olvidado. No es humor; es simplemente la manera en que mi mente funciona».
Hubo originales para alguna gente en La señora Dalloway: pero muy lejanos, gente que vi por última vez hace 10 años y que incluso entonces no conocía bien. Esa es la gente acerca de la cual me gusta escribir.
De alguna manera, en su nueva novela, Al faro, convocaría a muchos de los fantasmas del pasado, personas —no solo sus padres— a las que no había vuelto a ver y que pensaba transformar en personajes de una “elegía” en la que debía evitar todo sentimentalismo.[285]
Sin demasiado espacio físico o mental para dedicarse a su nuevo proyecto, a fines de julio y antes de viajar a Rodmell, Virginia describió, en su diario, cómo había transcurrido parte del verano en la ciudad:
«Cuando la aburrida somnolencia de la tarde se apodera de mí siempre estoy en el taller, imprimiendo, escribiendo sobres; luego es la hora del té y Dios sabe […] cuántas personas caerán sobre mí sin que yo mueva un dedo: ya esta semana, sin haber sido invitados, a punto de comenzar las vacaciones además, han venido Mary, Gwen, Julian y Quentin, Geoffrey Keynes y Roger. Mientras tanto nos estamos ocupando de Maynard. Todo el lunes Murphy y yo trabajamos como esclavas hasta las 6; a esa hora yo tenía tantas agujetas como un cargador de carbón».
El 5 de agosto, cambió una rutina de trabajo por otra ya que al día siguiente, en Rodmell, “sentó el plan para su novela que estaba tomando forma rápidamente”. Pero como siempre que las exigencias la superaban, a mediados de agosto, poco después de comer con Maynard Keynes y con Lydia, que se habían casado pocos días antes, Virginia partió en bicicleta a Charleston para festejar el cumpleaños de su sobrino Quentin y sufrió una descompostura. Los Keynes también estaban allí, y presenciaron cómo la tensión acumulada cobraba su precio; Virginia se desmayó y solo días después pudo describir lo que había sucedido:
¿Por qué no pude ver o notar que toda esta temporada me estaba agotando un poco e iba rodando sobre un neumático pinchado? Resultó que así era y caí desmayada en Charleston, en mitad de la fiesta de Q. Y luego he estado aquí tumbada, en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza, durante dos semanas. Esto ha abierto un gran agujero en mis 8 semanas, que iban a estar tan llenas. No importa.
Ordena las piezas que te vengan a las manos. No permitas nunca que te descabalguen los respingos de esa bestia de poco fiar, la vida, montada por una bruja como va a causa de mi propio sistema nervioso, tan extraño y difícil. A los 43 años, todavía no conozco su funcionamiento, porque me decía a mí misma todo el verano: “Estoy muy firme ahora. Puedo salir plácidamente de una lucha de emociones que hace solo dos años me hubiese dejado en carne viva”».
No repuesta del todo, Virginia realizó “un rápido y próspero asalto a Al faro”, pero ese no era el ritmo de escritura con el que había soñado, e instalada en Monk’s House se preguntaba por sus nervios: “¿Aguantarán o cederán de nuevo, como han hecho tantas veces? Porque estoy anfibia todavía, entrando y saliendo de la cama; en parte para saciar mi prurito de escribir. Es el gran consuelo, y el azote”. Cabe considerar que, ante estas crisis, los Woolf, los Lobos, como solían llamarlos, aludiendo a la similitud de su apellido con el plural de lobo, wolves en inglés, se retrotraían a su hogar, convertido así en una suerte de cueva protectora. Cuando la enfermedad imponía sus ritmos, Virginia debía postergar la escritura y los encuentros sociales, pero la maquinaria de la Hogarth Press seguía su marcha. Por entonces, haciendo caso omiso a su pedido de reimprimir La tierra baldía, Eliot le dio el libro a otra imprenta, convirtiéndose para ella en uno de los personajes del Inframundo, una rara y cambiante criatura, y Virginia sentenciaba: “Las estratagemas y los deseos del Inframundo, sus cambios y cábalas están en el fondo de esto. Se propone salir adelante usando los métodos de ese mundo; realmente mi mundo no es el Inframundo”.
Lo cierto es que por entonces Eliot pudo abandonar finalmente su trabajo bancario al convertirse en editor de New Criterion y, a partir de noviembre de 1925, de la editorial Faber & Gwyer, donde decidió reimprimir su poema. De todas maneras, era evidente que no deseaba quebrar el vínculo con los Woolf, e incluso le escribió a Leonard solicitando consejos ante el cuadro de desequilibrio nervioso que presentaba Vivienne, su esposa. También le pidió a Virginia un artículo para el New Criterion. En noviembre, ella le envió “On being ill” (Estar enfermo), un ensayo sobre la enfermedad donde señala que a pesar de que se trata de una experiencia humana común e ineludible, no toma, a diferencia del amor, las batallas o los celos, un lugar protagónico entre los temas primordiales de la literatura. La enfermedad, lo mismo que el amor, señala Virginia, altera la conciencia, pero la lengua inglesa carece de la capacidad de expresar esa experiencia.
Este extraordinario ensayo refleja elementos autobiográficos que tal vez perturbaron al distante y analítico Eliot, quien recién lo publicó en su revista al año siguiente.[286]
Por entonces, asediada por amigos y críticas, Virginia reconocía su predisposición natural a que le gustara “todo el mundo y que todo el mundo [le pareciera] enteramente nuevo cada vez”, cuestión que incidía en su resolución de no renunciar a la vida social. Pero también descubría, una vez más, que para disminuir sus estados de ansiedad debía reducir sus actividades sociales y, mientras se confesaba a sí misma “soy sociable por naturaleza; no se puede negar”, trataba de alcanzar un equilibrio planeando reuniones íntimas y visitas de “gente de nuestro estilo, que se deje caer por aquí; con tranquilidad, zapatillas, cigarrillos, bollos, bombones”. De lo que se trataba era de organizar la vida de tal manera que resultara lo menos agresiva para su constitución. Al fundar la Hogarth Press, los Lobos lograron el objetivo de publicar lo que quisieran sin la interferencia de los editores; y si bien es cierto que eso implicaba más trabajo y responsabilidades, tenía una contrapartida que valía la pena: les daba la libertad de escribir y publicar sin depender de terceros. Así pues, Virginia podía rechazar el pedido de su primo
Herbert Fisher —por entonces con un escaño en Oxford—, que le solicitaba que escribiera un libro sobre la época posvictoriana. Habiendo ganado una libertad indispensable, ella se congratulaba en su diario: “Sé que puedo escribir un libro mejor, sin ayuda de nadie, para la Hogarth si lo deseo. Pensar en estar atrapada en las garras de esos catedráticos universitarios me hiela la sangre. Pero soy la única mujer en Inglaterra que es libre de escribir lo que quiera. Las otras tienen que pensar en colecciones y editores”.
A esa sensación de libertad se sumaban buenas noticias transmitidas por Harcourt Brace, su editor norteamericano, que le informaba que en el cuarto mes de ventas, La señora Dalloway y El lector común vendían a razón de 148 y 73 ejemplares por semana.
Al final de su estadía en Rodmell, Virginia se sentía bastante recuperada. Aunque lamentaba un poco ese “verano parcialmente arruinado”, también reconocía que las visitas, aunque fueran de amigos, podían cansarla y renovar su dolor de cabeza. Algo así sucedió después de una pintoresca aparición de Maynard y Lydia, “él con blusa a lo Tolstoi y gorro de astracán negro”, feliz con una esposa que “[zumbaba] en su estela, la esposa del gran hombre”. Al margen de la crítica y de la ironía, Virginia disfrutó de una animada conversación sobre Rusia, y apuntó en su diario:
«Una mezcolanza tal, dice M., una confusión tal de lo bueno y lo malo y de las cosas más extremas que él no puede hacerse una composición de lugar, aún no ve cómo va. Brevemente: espías por todas partes, no hay libertad de expresión, la ambición de dinero erradicada, la gente vive en común, pero algunos, la madre de Lydia por ejemplo, tienen criados, los campesinos están contentos porque son propietarios de la tierra, ninguna señal de revolución, los aristócratas actúan de guías de sus posesiones, respetan el ballet, la mejor exposición de Cézanne y Matisse que existe. […] Una predicción de ellos, en el sentido de que dentro de diez años el nivel de vida de Rusia será más alto que antes de la guerra, pero en todos los demás países será más bajo, M. pensaba que muy bien podría llegar a ser verdad. El caso es que están abarrotados de imágenes y palabras».[287]
La partida de los Keynes la dejó abatida y sin reflejos para recibir a Lytton. “Recostada junto al fuego”, Virginia no pudo “presentar mucha batalla a esa vieja serpiente”, como llamaba a su amigo. Un incendio en su casa había provocado ampollas en la pared, pero no había tocado sus libros; “¿qué fuego hubiera tenido el valor de hacer eso?”. Virginia tampoco estaba en condiciones de aceptar demasiados retos y, aunque deseaba “volver a la facilidad y la velocidad de la civilización”, se moderaba y prometía: “Juro aquí que no me dejaré llevar a la errónea conclusión de que esto es la vida, ese perpetuo frenesí y esfuerzo; de lo contrario, volveré a estar hecha polvo, como me pasó en agosto”.
Vita va por más
Aunque ese verano no pudo escribir a la medida de su deseo y tuvo que contentarse con pasar las horas haciendo unos trabajos en lana, que con diseño de Nessa estaban destinados a convertirse en la funda de una silla, Virginia también experimentó motivos de regocijo. Se escribía con regularidad con Vita, con quien había intercambiado elogios que auspiciaban el inicio de una nueva amistad. No solo se vieron con frecuencia en Londres, a principios de año, sino que, al tanto de su estado de salud, de los intermitentes dolores de cabeza y de su temperatura alterada, Vita le envió de regalo unos exquisitos duraznos. Por otra parte, respecto de los últimos libros publicados, Vita le escribía:
«Siento sin embargo que hay pasajes de El lector común que me gustaría saber de memoria; es maravilloso; no hay nada más que decir. No puedo pensar en otro libro que me guste más o que vaya a leer más seguido. La señora Dalloway es diferente; es una novela; su belleza se encuentra sobre todo en su brillantez; desconcierta, ilumina y revela; El lector común se convierte en un guía, un filósofo y amigo, mientras La señora Dalloway permanece siendo un Will-of-the-wisp,[288] una deslumbrante y amable conocida. Una cosa que ella ha hecho para mí por siempre: hizo innecesario que tuviera que volver a Londres, ya que todo el Londres en junio está en las primeras páginas. (¿No podrías hacer un Londres de invierno ahora? ¿Con neblinas y destellos en las esquinas, penumbras azules, lámparas y calles pulidas?)».
De uno y de otro lado, ambas mujeres comenzaban a trazar el patrón de su amistad. Quedaba claro que Vita sería la rendida admiradora del genio de Virginia, a quien no sería fácil satisfacer en su demanda de afecto y halagos. Como contrapartida, Virginia estaba dispuesta a crear un personaje que adhiriera a las formas de Vita, realzándola en su especificidad, y le escribía: “Tengo en mi mente una visión de ti perfectamente romántica y sin duda incierta: pisoteando el lúpulo en una gran tina en Kent, completamente desnuda, marrón como un sátiro, y muy hermosa”. Como si se tratara de un juego en el que a cada movimiento de un jugador le correspondiera una respuesta del otro participante, Vita respondió que le gustaba en extremo la imagen proyectada y le rogaba que la preservase. Asimismo le sugería que debía cuidarse. ¿Qué tiempo le quedaba luego de la energía que dedicaba a leer los manuscritos de otras personas? Tampoco le parecía que debiera enriquecer a la editora de Vogue a sus expensas. Vita esbozaba su propia imagen de Virginia, consideraba que despilfarraba su tiempo, la veía como un “logro eterno”, una suerte de personalidad asombrosa con la capacidad de parecer “estar en un eterno ocio”, capaz de dedicar dos horas a conversar o escribir “cartas divinas, de cuatro páginas de largo”, leer “manuscritos rechonchos”, dar “consejo a los tenderos” y producir libros que “ocupan un lugar permanente en la mesa de luz”. Esa era una imagen que Virginia debía de disfrutar, más aún cuando su amiga señalaba su capacidad de criticar las obras de los amigos: “Criticar (en el sentido que tú le has dado a la palabra) significa iluminación, no la completa decepción que dejan otras críticas. ¿Cómo se hace? Solo puedo suponer que tú no despilfarras”.
Pero los gestos de amistad no solo se expresaban en cartas provocativas o halagadoras. A mediados de septiembre Vita pasó por Rodmell. Pero como ya conocía lo suficiente a los Lobos como para no irrumpir sin ser invitada, decidió no aparecer de improviso y por intermedio de un muchacho del pueblo les envió unos regalos. Acto seguido, Virginia consideró que debía escribirle:
«¡Oh tú, rufiana escandalosa! ¡El venir tan lejos hasta esta casa y largarte! Cuando la cocinera vino hacia mí con la carta, y tus flores y tu jardín [en miniatura], con la historia de que una dama había detenido a un niñito en la aldea y se los había entregado, estaba tan furiosa contigo que casi salto tras de ti en camisón. Diez minutos de charla no me hubieran herido, y hubiera sido divertido. En cuanto al jardín y las flores, las palabras me fallan: de hecho no puedo soportar escribir cuando podría haber estado hablando. Al jardín le han vertido encima una jarrita de agua cuidadosamente. Las flores están en un florero roto. Pero ten cuidado de cómo me das cosas: tejer es mi pasión. Otro presente de tu parte, y una cubretetera trabajada con loros y tulipanes arribará, y ¿qué harás entonces? No: escríbeme; o mejor, ven a verme; pero dejaré que Leonard decida. Todo lo que insisto es en un día antes de que volvamos».
No habría que pasar por alto el hecho de que Virginia nombrara a Leonard en su carta y que a vuelta de correo Vita subrayara su respeto y aprobación por los cuidados que él exigía para proteger su salud. A pesar de que el suyo era un matrimonio de otra especie, y que había alcanzado la suficiente independencia respecto de Harold como para decidir no acompañarlo[289] a Teherán, donde había sido destinado por el Ministerio de Relaciones Exteriores, ella conocía el rol que Leonard desempeñaba en su relación con Virginia.
En tanto la relación con Vita prosperaba, la salud de Virginia no experimentaba una mejoría sostenida, y a principios de octubre —un par de días después de volver a Londres— los Woolf debieron llamar al médico.[290] Durante todo ese mes y casi todo noviembre, Virginia estuvo enferma, con pocas posibilidades de levantarse de la cama, pasear o recibir demasiadas visitas. De todas maneras, escribió artículos para The New Criterion, de Eliot, y para The Nation & Athenaeum. Durante ese período abandonó la escritura de su diario, que recién retomó a finales de noviembre. En ese ínterin falleció su antaño idealizada prima Madge Vaughan, y sorprendida por su escasa emoción, registraba en su diario:
«La gente se muere; Madge se muere y una no puede derramar una lágrima solitaria. Ahora bien, si se murieran 6 personas, es cierto que mi vida cesaría; con ello quiero decir que se volvería tan pobre que aunque continuase ¿tendría algún gusto? Imagínate que Leonard, Nessa, Duncan, Lytton, Clive y Morgan hubiesen muerto todos».
“Me gusta ella”
Esas seis personas eran las primeras en el ranking de sus afectos, pero ya comenzaba a despuntar la estrella de una persona nueva, cuya ausencia podía melancolizarla al extremo de sumirla en las lágrimas. “Ese diablo de Vita” se había esfumado, no recibía cartas, ni visitas, ni invitaciones. Pero finalmente Vita reapareció e invitó a Virginia a pasar un fin de semana en Long Barn, interrumpiendo con este gesto los pensamientos depresivos de su amiga que se preguntaba: “Y la muerte —como siempre siento— acercándose de prisa; 43 años: ¿cuántos libros más?”. Lo cierto es que habría más libros, los más exitosos, los que la harían más popular, pero todo eso ocurriría después de ese fin de semana en el que la relación con Vita se hizo más íntima y amorosa, y alcanzó el plano sexual.
El 17 de diciembre Virginia tomó un tren hasta Sevenoaks. Durante los tres días y tres noches que pasó junto a Vita en Long Barn, descubrió, por experiencia propia, que “estas safistas aman a las mujeres; la amistad nunca está desligada de la amorosidad” A diferencia de Vita, que en una carta a su marido confió que durmieron juntas, Virginia se mostró reservada y guardó su experiencia para sí, no dejó constancias del hecho en su diario ni en su correspondencia. A través de las cartas del momento, sabemos que Vita calificó como “pacífica” la primera noche que estuvieron juntas. También sabemos que a esa noche siguió otra en la que hablaron hasta las tres de la mañana; y que definió en pocas palabras: “No una noche pacífica”. Al tanto de las intenciones de su mujer respecto de Virginia, Harold estaba preocupado, pero ella lo tranquilizaba: asegurándole: “La quiero pero no podría ‘enamorarme’ de ella, así que no estés nervioso”.
Por su parte, ese fin de semana quedó grabado para siempre en el recuerdo de Virginia, quien desde entonces y para siempre atesoró una impactante imagen de la Vita de esos días[291]:
«Me gusta ella y me gusta estar con ella, y el esplendor: brilla en la tienda de comestibles de Sevenoaks como iluminada por velas, anda con paso majestuoso sobre piernas como hayas, sonrosada y radiante, arracimada de uvas, adornada de perlas. Ese es el secreto de su atractivo, supongo. Ella me encontró increíblemente mal arreglada, ninguna mujer se preocupa menos de su aspecto, nadie se pone las cosas como me las pongo yo. Y sin embargo tan bella, etc. ¿Qué efecto tiene todo esto sobre mí? Muy contradictorio. Está su madurez y su busto lleno; el hecho de que navegue a toda vela en la pleamar, mientras yo voy costeando por los remansos; su capacidad, quiero decir, de salir a la palestra en cualquier lugar, de representar a su país, de ir de visita a la mansión Chatsworth, de controlar la plata, los criados y los perros chao; su maternidad (pero es un poco fría y despreocupada con sus hijos), el ser, en suma, (lo que yo nunca he sido) una verdadera mujer».
Aun así, mezclado con “todo ese atractivo” había algo que “no encaja[ba] bien” y Virginia se preguntaba si echaría de menos a Vita, que preparaba su viaje a Teherán; y pocos días después de regresar de Long Barn, se planteaba qué era lo que le atraía de ella. En principio, estaba la dolorosa confesión citada: “El ser, en suma, (lo que yo nunca he sido) una verdadera mujer”. Evidentemente, consideraba que Vita era voluptuosa e irreflexiva; y lo más importante, que Virginia reconocía en su diario: “Derrama generosamente sobre mí la protección maternal que, por alguna razón, es lo que más he deseado siempre que me dieran todos. Lo que me da L., lo que me da Nessa, y lo que Vita, a su manera más torpe y superficial, trata de darme”. Evaluando sus sentimientos Virginia reflexionaba: “Soy… tan rara en algunos aspectos. Una emoción sucede a otra”.[292] De todas maneras, para ella era evidente que su nueva relación no implicaría ningún planteo revolucionario en cuanto a lo que sería su vida en adelante. De hecho, sería erróneo suponer que Virginia, en un rol pasivo y sumiso, se dejara llevar por Vita; incluso es posible que haya sido ella y no la más experimentada Vita quien tomara la iniciativa en sus relaciones sexuales.[293]
Si bien Virginia era mayor (en esos momentos tenía 43 años), a sus 27, Vita era la más desinhibida y experimentada de las dos. Había descubierto sus inclinaciones homosexuales y tenido varios affaires desde muy joven. A su relación con Rosamund Grosvenor, le siguió un apasionado romance con Violet Trefusis —hermana de Alice Keppel, amante de Eduardo VII—, con quien se fugó a Francia. Toda Inglaterra lo supo, y también que sus respectivos maridos tomaron un avión para buscarlas. El matrimonio de Vita tenía sus particularidades. Ella y Harold Nicolson se conocieron en 1910, y después de una relación de dos años, debieron separarse cuando su carrera diplomática lo destinó a Constantinopla.
Si bien durante ese tiempo Vita le escribió lastimeras cartas, eso no impidió que mantuviera su affaire con Rosamund Grosvenor. Finalmente Harold y Vita se casaron. Después del nacimiento de su segundo hijo, la noticia de que Harold padecía una enfermedad venérea y la evidencia de su condición de homosexual impactaron fuertemente en Vita, pero la pareja resolvió la situación contrayendo un nuevo compromiso basado en el afecto que sentían el uno por el otro, la libertad y la tolerancia, y que tuvo como resultado que ambos pudieran conciliar sus respectivas relaciones homosexuales con un matrimonio heterosexual. Aun así no fue fácil para Harold soportar la divulgación y el alto grado de exposición que tenían los amores de su esposa, quien refiriéndose a las relaciones homosexuales que ambos sostenían, le escribía que “son algo perfectamente aparte de la más natural y normal actitud que nosotros tenemos uno respecto al otro, y por lo tanto no la afectan”.
Cuando Vita comenzó su relación con Virginia, Harold, que sabía de su fragilidad, le advirtió a su mujer: “Por el amor de Dios, ten cuidado […] no es meramente jugar con fuego; es jugar con gelignita”
Desde pequeña Virginia había sentido predilección por la compañía y afecto de las mujeres, y les había expresado su afecto a muchas de ellas. Las cartas de juventud a Vanessa y Violet pueden leerse como declaraciones amorosas, una característica, por otra parte, casi constante en su correspondencia con otras mujeres. Esa misma atracción tiene correlato en su obra literaria, particularmente en la relación de intimidad de los personajes de Rachel y Helen de Fin de viaje; en los de Katherine y Mary de Noche y día; en Clarissa y Sally de La señora Dalloway; y en los de Lily y la señora Ramsay en Al faro. Y si en Un cuarto propio intuye la posibilidad revolucionaria de que “por primera vez en la literatura” aparecieran frases como “a Chloe le gustaba Olivia”, en La señora Dalloway, se atreve a deslizar: “El momento más exquisito de su vida [de Clarissa], al pasar junto a una hornacina de piedras con flores. Sally se detuvo, cogió una flor, la besó en los labios. ¡Fue como si el mundo entero se hubiese puesto boca abajo! Los demás desaparecieron”.
A pesar de que encontraba placer en la relación “secreta y privada” que podía darse entre mujeres, y de que en sus libros esos vínculos alcanzan una tensión sin duda amorosa, se hace necesario señalar que Virginia no se consideraba a sí misma “safista”[294] No solo detestaba “ese ambiente de colegialas mediocres”, que consideraba que formaban Vita y sus amigas lesbianas, sino que también y refiriéndose a una conversación con Lytton, escribía en su diario: “Mi revolución antisodomita ha dado la vuelta al mundo, como yo esperaba que sucediese”. Su opción pasaba por diferenciarse de “esas safistas”, y en realidad Vita tampoco podría considerarse una lesbiana militante.[295] Puede decirse que, en los casos de ambas, estas elecciones se daban, como señala Suzanne Raitt, no en detrimento sino sustentadas por sus respectivos matrimonios. Virginia lo dejó claro no bien regresó de pasar aquel primer fin de semana en Long Barn, e incluso agradeció a Leonard que la hubiera animado a vencer sus dudas, e ir al encuentro de Vita. Aunque parezca una paradoja, tanto Vita como Virginia no consideraban que la orientación sexual entrara en contradicción o fuera un factor disruptivo en sus matrimonios, por lo que Virginia no dudaba en escribirle a su amiga: “En todo Londres, solo a ti y a mí nos gusta estar casadas”.