CAPÍTULO V - Los siete años de infelicidad

Una nueva víctima

LAS hermanas Stephen reconocieron con horror cómo volvían a activarse los mecanismos sociales y familiares del duelo victoriano. Era su deber dar muestras de desesperación y, aunque contrariadas, no pudieron evitar que una prima de Stella insistiera en rezar en la habitación donde ella había muerto. Al mismo tiempo, toda una cohorte de primas y tías, a las que Virginia llamó desagradables plañideras, invadían la casa y la intimidad de la familia. Debían establecerse nuevos roles, cubrir el lugar de Stella.

Vanessa y Virginia contemplaban con tristeza los relojes de oro —con sus iniciales grabadas y la inscripción De Stella y Jack— que la pareja les había regalado, y no dejaban de preguntarse qué hubiera sido de sus vidas sin la muerte de Julia y de Stella.

Virginia comprobó que la “mutilación de los sentimientos naturales nos sensibiliza”, e intentó consolarse pensando que esas experiencias dolorosas podían significar “que los dioses […] nos tomaban en serio, y nos daban una tarea que no creían que valía la pena encomendársela a, digamos, los Booth o los Milman” Que se viera como víctima de un extraño sacrificio de los dioses, no resulta extraño; los lazos victorianos se tornaban asfixiantes. Tanto Vanessa como Virginia debieron aceptar que habían heredado las relaciones de Julia y de Stella, y eso significaba confraternizar con gente que no soportaban. Las familias se visitaban y controlaban, y tanto la cuñada de Leslie como la hermana de Julia no eran ajenas a esa tendencia. Todos ellos eran una presencia constante; a los primos Fisher, “que hubieran hecho el Edén inhabitable”, se les sumaban los tíos y primos Stephen, y también estaban los mucho más simpáticos primos Vaughan.

Emma, una de ellas, se convirtió en amiga y corresponsal de la joven Virginia. Las dos compartían el hobby de encuadernar libros.[78] Además, William, un hermano de Emma, se había casado con Madge Symonds,[79] trece años mayor que Virginia, y escritora como ella, con la que estableció una amistad de carácter romántico y apasionado.

De todas maneras, el mes que siguió a la muerte de Stella fue una pesadilla. La familia Stephen partió, a fines de julio, a la rectoría de Painswick, en Gloucestershire, donde pasaron el verano huyendo de “los horribles seres que venían a [presentar] sus condolencias, los parientes y amigos”.

Para Virginia, el lugar quedó relacionado con la imagen de un árbol sin hojas, junto a una glorieta en la que ella y Jack estaban sentados, tomados de la mano. De pronto, él gimió diciendo: “Es desgarrador”. Testigo muda de su sufrimiento, Virginia oyó que agregaba con brusquedad: “No puedes entenderlo”. “Sí puedo”, murmuró, y le pareció comprender “que sus deseos sexuales lo desgarraban […] al mismo tiempo que su extrema aflicción por la muerte de Stella. Ambos sentimientos eran una tortura”.

A Jack debía lo poco que sabía de sexualidad; fue el primero en hablarle con franqueza del tema, y Virginia llegó a decir que fue “el más imparcial y el menos represivo” de todos sus “jóvenes guías”. Pero aun así, su saber era brumoso, y la invadía la sensación de que las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes estaban basadas en diferencias irreconciliables, seguían fuerzas misteriosas, y que la mayoría de las veces la comunicación entre ellos era imposible. Virginia trasladó esa temática a Fin de viaje: Raquel, la protagonista, muere poco antes de su matrimonio y su novio, Hewet, percibe “el sufrimiento como si se tratase de algo material. Un gigante comiéndose a puñados la vida de hombres y mujeres. Conoció por primera vez el sentido de las palabras que otras veces le sonaban a hueco. La lucha por la vida. La dureza de esta. Ahora, por sí mismo, sabía que la vida era muy dura y que rebosaba dolor hasta los bordes”.

Dado que el sufrimiento de la familia no parecía reflejarse en Leslie, que lucía vigoroso y animado, él se convirtió en el blanco de los reproches de todos los que recordaban cómo “había abusado de las fuerzas de Stella […] y ahora cuando debería mostrarse arrepentido, era quien menos dolor revelaba”. En su desesperación, Jack no se privaba de hacer insinuaciones amargas sobre su comportamiento, lo que exacerbaba el rencor de los otros.

Convencidas de que debían consolar al joven viudo, a fines de septiembre Vanessa y Virginia acompañaron a Jack a visitar a sus padres en Corby Castle. Fue, a decir de Virginia, “una de las semanas más desdichadas de nuestra vida; y quizá nuestra desdicha se debía, en parte, a la sospecha de que Jack no reconocía todos nuestros esfuerzos y a que el mundo exterior los ignoraba completamente”. En ocasiones Virginia se rebelaba contra Jack, pero se sentía dolida cuando percibía el silencio con que Nessa, como poseída de una sabiduría imposible de compartir, recibía sus quejas.

Finalmente, en noviembre de 1897, Virginia encontró una válvula de escape. Comenzó a tomar clases de griego e historia en el King’s College de Londres, a cargo del Dr. George C. Warr. También se fijó un plan de trabajo que incluía la relectura de todos los libros que su padre le había recomendado. Era su manera de contrarrestar la falta de educación formal; animada por la idea de llegar a ser escritora, sentía que debía suplir los defectos de formación que, como siempre decía Leslie, eran característicos de escritoras como Anne Thackeray. De esta manera, Virginia encontró en la lectura no solo un refugio o la posibilidad de evadirse, sino una forma de aprendizaje que convirtió en pasión. Leía “más de cuatro libros a la vez” y los agrupaba por categorías, diferenciando así el divertimento y el estudio. De esa época data su reverencia hacia ciertos autores que, como Carlyle y su “amado Macaulay”, la acompañaron toda su vida. También gracias a Leslie, que pidió prestado para ella en la Biblioteca de Londres los Voyages de Hakluyt, descubrió a los isabelinos. “Cuando tenía veinte años —recordó— me gustaba la prosa del siglo XVIII. Me gustaba Hakluyt, Mérimée. Leí gran cantidad de obras de Carlyle, la biografía y las cartas de Scott, Gibbon, todo tipo de biografías de dos tomos, y Shelley”

Ese ritmo particular de lecturas[80]y sus elecciones personalísimas fueron el germen de una visión de la literatura que muchos años después decidió volcar en sus ensayos. Es así como en El lector común Virginia se muestra “como una novelista seria y buena crítica, pero también escribe desde el punto de vista de una estudiante independiente, una mujer formada en la biblioteca de su padre, a la que se le negaron los privilegios de sus hermanos”.

A principios de 1898, y a falta de otras prerrogativas, Virginia seguía con sus clases de griego y sus lecturas. Con Leslie cada vez más sordo y ensimismado, George tomó a su cargo la presentación de Vanessa en sociedad. Una suerte de inercia mantenía a toda la familia reunida en torno a Leslie, el estilo de vida del clan no parecía variar, e incluso solían tomar las vacaciones de verano todos juntos.[81] Sin embargo, bajo la superficie, las tensiones que se acumulaban amenazaban con desbordar, y tanto Vanessa como Virginia eran las más afectadas. Los varones experimentaban una mayor independencia. Thoby era una figura dominante que “incluso desde muy pequeño [había sido capaz de] imponerse” y que brillaba en Clifton, mientras Adrian hacía lo que podía en Westminster. En cuanto a las hermanas: se esperaba que cumplieran las expectativas del clan. Vanessa pasó a ser la referente femenina de la familia, y Virginia se plegó a su voluntad con el amor y la determinación de un pajarito asustado.

Propensos a establecer un nuevo ícono femenino, las miradas de todos recayeron en Vanessa; “en el enfermizo estado de ánimo en que nos hallábamos, obsesionados con grandes fantasmas — recordó Virginia—, insistíamos en que ser como nuestra madre o como Stella significaba poder alcanzar la máxima perfección humana”. Así Vanessa, a los dieciocho años, llegó a “ocupar, de la manera más trágica, esa extraña posición, llena de poder y responsabilidad […] y se comportaba como una joven reina abrumada por la

pompa de su atuendo ceremonial”.

En tanto, en 1899 Thoby ingresó en Cambridge. Ese año, y durante sus vacaciones en Warboys, Virginia comenzó un nuevo diario. Escribía con una pluma muy fina y con letra diminuta. Su estilo era más maduro, y sus páginas no acumulaban un simple racconto de hechos, sino que eran un recurso para mejorar su estilo y ejercitarse.[82] Fueron las primeras vacaciones que ella disfrutó después de mucho tiempo, feliz de sentirse rodeada de sus hermanos y de amigas como Emma Vaughan, quien también fue una de sus primeras lectoras. Ansiosa por comprobar el efecto que provocaba su escritura, Virginia le dedicó un supuesto artículo de periódico que cuenta con humor y velada ironía la “terrible tragedia” en la que los jóvenes Emma Vaughan, Virginia Stephen y Adrian Stephen se ahogan en un estanque a la luz de la luna. Saber que contaba con un número pequeño de lectores que apreciaban y se divertían con sus ejercicios debía de ser gratificante. También eran estimulantes las primeras clases privadas de latín y griego que tomaba con Miss Clara Pater.[83]

Inmersa en su mundo, Virginia parecía menos propensa que Vanessa a consolar a Jack, pero respetaba la voluntad de su hermana. Jack pasaba mucho tiempo con la familia, y la atención cada vez más notoria que le prestaba a Vanessa despertó suspicacias. Para Virginia esto se tradujo en otra escena de jardín. Esta vez paseaba con George. De manera indirecta y ambigua, él le insinuó que la gente murmuraba sobre la relación, e incluso le aseguró que un matrimonio de esa especie estaba penado por la ley, ya que la difunta mujer de Jack era hermana de Nessa. Efectivamente, esa ley rigió en Inglaterra hasta 1907, y aunque era posible transgredirla casándose en el extranjero, el escándalo —prosiguió George— tocaría a Vanessa y afectaría la carrera de Jack.

En un principio Virginia se sintió orgullosa cuando su hermanastro mayor le pidió que interviniera para que Vanessa no viera a Jack a solas, pero pronto cambió de opinión. Infirió que lo que preocupaba a George era el escándalo que atentaría contra sus propias pretensiones sociales, y contra sus deseos de casar a Vanessa con un pretendiente de acuerdo con sus expectativas. Virginia se dio cuenta de que allí había dos bandos, y ella, por supuesto, estaba en el de su hermana.

Aunque Leslie dejó claro que Nessa podía hacer lo que quisiera ya que él no pensaba intervenir,[84] George tuvo sus aliados. La tía Mary Fisher, hermana de Julia, escribió cartas admonitorias y en consecuencia Vanessa se negó a visitarla y a saludarla en la calle. En esa ocasión, Thoby se mostró convencional; aunque era “todo lo que, desde el punto de vista de una chica, un hermano debería ser”, tenía tendencia a acatar la autoridad, y él también condenó la actitud de su hermana. La consecuencia fue que Vanessa y Virginia estrecharon su unión. Sintieron que formaban una “alianza íntima”, cuyos objetivos eran, por una parte, resistir la tendencia a inmiscuirse de la familia y, por otra, soportar los cambios de humor de Leslie.

Durante las vacaciones de Pascua de 1900, y tal vez con la intención de alejarla de Jack, George llevó a Vanessa a París. Allí visitó el Louvre por primera vez, quedó encantada con lo que había visto y desde entonces se declaró admiradora de la cultura y de la comida francesas. Lo cierto es que Francia se convirtió en un amor que resultó más duradero y profundo que el que sentía por Jack, y su relación con él terminó al poco tiempo. Eso no implicó una ruptura, pues dada la amistad y el cariño que profesaba por los hermanos Stephen, Jack —que no volvió a casarse hasta 1931—[85] les cedió durante muchos años el dinero que le correspondía por su acuerdo matrimonial. El caso es que Vanessa pasó a ser la referente femenina de la familia, y Virginia recordaría:

 

«Las personas que se sienten obligadas a guiarse por rasgos evidentes, como el color de los ojos o la forma de la nariz, y a quienes les encanta inventar situaciones de vida melodramáticas, como si se tratara de una novela sensacionalista, aclamaron ahora a Vanessa como la heredera por derecho divino de todas las virtudes femeninas, y debido a cierta confusión mental olvidaron los rasgos pronunciados de [… Julia] y los más suaves de Stella, y crearon con ellos un modelo para que Vanessa lo imitara, bello en la superficie, pero fatalmente insípido en su interior.»

 

En realidad, ni Vanessa ni Virginia se veían como continuadoras de la tradición de entrega y sacrificio de Julia. Ambas tenían una mirada crítica sobre esa expresión del ideal femenino. ¿Pero cómo escapar del destino que la familia, los amigos y su misma sociedad les señalaba? En sus recuerdos Virginia reconoció que la personalidad de Vanessa fue determinante en la consolidación de su alianza y en marcar el camino por seguir: “Era hermosa. Pero no había ocultado durante dieciocho años que también contaba con una inteligencia poderosa, ágil y enérgica”.

Además, aunque por el momento intentaba no entrar en conflicto con los criterios dominantes, tenía gustos particulares en materia artística. Otro de sus dones era el de descubrir todo tipo de insinceridades y mentiras, y en esos casos “la Santa” podía mostrarse rígida. Virginia recordaba una anécdota de aquellos años que pinta muy bien a su hermana mayor. Era una noche de verano y las muchachas y Adrian paseaban por el jardín cuando sintieron que Leslie los llamaba. Presa de remordimientos, Virginia se unió al silencio de los demás, pues nadie quería ir a jugar cartas con él. Cuando regresaron, Leslie les preguntó si no lo habían escuchado y, mientras Virginia y Adrian guardaban silencio, Vanessa “dudó, y luego dijo: ‘Sí’”.

Virginia temía y admiraba esas facetas del carácter de su hermana. Además, Vanessa era incapaz de registrar ambigüedades, y cuando otorgaba su afecto a alguien, su fidelidad era “inquebrantable”. Aún sumidas en el duelo, las aliadas trazaron sus tácticas y estrategias. Rápidamente consideraron que Leslie era un peligro para Vanessa, ya que parecía decidido a inmolarla en el mismo altar que a otras mujeres de su vida. Cerca del final de la suya, Virginia describió críticamente la relación de sus padres, reconociendo la responsabilidad que le cabía a Julia con respecto al comportamiento de Leslie. Por ejemplo, obligaba a sus hijos a acompañarlo en sus caminatas:

 

«Estos paseos llegaron a ser una suerte de penitencia; mi padre exigía que uno de nosotros lo acompañara […] Obsesionada en exceso por la salud de mi padre y por su bienestar, [mi madre] se mostraba demasiado dispuesta —ahora que lo pienso— a ofrecernos como víctimas propiciatorias. Así fue como nos dejó el legado de la dependencia de nuestro padre, que después de la muerte de mi madre se convirtió en un cruel mandato. Hubiera sido mucho mejor para nuestra relación que mi madre le hubiese permitido que se valiera por sí mismo. Pero durante muchos años hizo un fetiche de la salud de mi padre… Mi madre terminó agotada y murió a los cuarenta y nueve años… [A mi padre] le resultó muy difícil […] morirse de cáncer a los setenta y dos años.»

 

Mientras que Vanessa no tenía una buena relación con Leslie y le fue más fácil verlo como si fuera su enemigo, Virginia sufrió el distanciamiento de una manera diferente. De todas maneras, él no era el único que impedía su libertad, y las hermanas compartían el deseo de escapar de una serie obligada de ceremonias y compromisos. ¿Cómo hacer para que el padre no estuviera presente cuando venían las amigas a tomar el té? ¿Cómo evitar visitas no deseadas, negarse a ir a Brighton o a casa de la tía Mary en las Pascuas? A esos inconvenientes se agregaba una cuestión mucho más desagradable que Virginia describió, como “los terribles miércoles”. Ese día Leslie revisaba las cuentas de la casa y si pasaban las once libras, el almuerzo se convertía en una tortura.

 

«Se le presentaban los libros después del almuerzo. Mi padre se ponía los anteojos. Luego leía las cifras. Y luego le pegaba un puñetazo al libro de contabilidad. Se le hinchaban las venas; se le ponía roja la cara… Entonces gritaba: “Estoy arruinado”. A continuación se golpeaba el pecho. De inmediato, llevaba a cabo una extraordinaria dramatización de compasión de sí mismo, horror, ira. Vanessa se quedaba a su lado en silencio. Y él la llenaba de reproches e insultos: “¿Acaso no merezco compasión? Te quedas ahí como un bloque de piedra”, etcétera… Vanessa seguía a su lado en total silencio. Mi padre le lanzaba todas las frases que se le cruzaban por la mente, sobre Shooting Niagara[86] sobre sus desgracias, sobre las extravagancias de Vanessa… Pero ella seguía imperturbable. A continuación mi padre adoptaba otra actitud. Lanzaba un gemido y tomaba la pluma, y con manos ostentosamente temblorosas extendía el cheque[87] Muy despacio, con abundantes gemidos, guardaba la pluma y el talonario. Luego se hundía en la silla y adoptaba una postura grandiosa con la cabeza inclinada sobre el pecho. Y luego, con aire de cansancio, agarraba un libro, leía un rato y después decía con voz medio quejumbrosa, suplicante… “¿Y qué vas a hacer esta tarde, Ginny?” […] Nunca he sentido tanta rabia y tanta frustración. Porque no podía expresar ni una palabra de lo que sentía, ese infinito desprecio por él y la lástima que me inspiraba Nessa».

 

Al igual que aquella escena en la que se veía bajo la glorieta con Jack, Virginia recordaba el comportamiento “brutal” de su padre como una escena completa, y no como “un recurso literario”. Esa era su “manera natural de señalar el pasado” y se preguntaba si tal vez no residía allí, en esas escenas representativas y duraderas, en “esa fidelidad a las escenas el origen de [su] impulso de escribir”.

Como sucede con Mr. Ramsay en Al faro, Leslie nunca reaccionaba de forma explosiva frente a otros hombres, e incluso a su primer biógrafo y amigo, Frederic William Maitland, le costaba creer, como le había asegurado Caroline Emelia, que su hermano Leslie tuviera mal genio. Por su parte, Virginia estaba convencida de que si hubieran sido los hombres de la casa los que le presentaran los libros de cuentas, él se hubiera avergonzado y no habría tenido esos exabruptos. Pero Leslie era el más típico entre los victorianos; dependía de las mujeres. Para él “la mujer era una esclava” y ante ella podía explayarse, teatralizar, mostrar otras facetas de sí mismo, y quizás eso explicara “su dependencia de las mujeres. Siempre necesitó que una mujer lo comprendiera, lo halagara, lo consolara”

Ese mismo solaz es el que busca desesperadamente Mr. Ramsay en su mujer. Ella lo sabe, y a veces mecánicamente le concede el consuelo, pero en otras ocasiones, para desesperación de él, se resiste. Como Mr. Ramsay, Leslie “tenía clara conciencia de su fracaso como filósofo […] Pero su credo, su actitud […] lo llevaba a ocultar la necesidad que tenía de hacerse merecedor de grandes elogios; así pues, ante Fred Maitland y Herbert Fisher se mostraba como el ser más modesto y […] humilde”.

Aunque pensaba que su comportamiento se debía a la educación que había recibido y a otras características relacionadas con la clase social a la que pertenecía, Virginia nunca pudo soportar el tratamiento que en esas ocasiones Leslie le infligía a Vanessa. Es posible que el carácter de Vanessa agravara la situación. Ella se negaba a desempeñar el penoso papel, “en parte de esclava y en parte de ángel de la comprensión”, y Leslie se ponía tan violento que Virginia llegó a preguntarse qué hubiera pasado si alguien le hubiera dicho: “Solo un bruto puede tratar así a una muchacha”.

Y si bien ella no se atrevió a decírselo en su momento, en toda su obra, Virginia polemiza con el modelo patriarcal que Leslie representaba. Como autora elabora el tema tanto en clave literaria como política. En las novelas lo hace de manera más emocional —aunque siempre evitando caer en el sentimentalismo—, mientras que como ensayista reúne datos históricos y políticos que le permitan dar forma cabal a la idea que quiere transmitir. Desde su primera novela hasta la última, y pasando por sus ensayos Un cuarto propio y Tres guineas, su empeño pasa por dibujar y denunciar los sufrimientos padecidos por “las hijas de los hombres con educación”.

Pero Virginia también pensaba que el comportamiento de su padre se debía a la “disparidad, tan obvia en sus libros entre su capacidad crítica y su capacidad creativa. Démosle un pensamiento para que lo analice […] y el suyo […] es agudo, claro, imparcial”: un admirable ejemplo del espíritu analítico de Cambridge. “Pero démosle una vida, un personaje, y (para mí) es tan burdo, tan elemental, tan convencional que, un niño con una caja de tizas, puede hacer un retrato más sutil”. Buscando indicios que le permitieran explicar esa deficiencia paterna, concluye que “sería preciso estudiar el catastrófico efecto de Cambridge; y su tendenciosa educación; y, después, estudiar al escritor profesional del siglo XIX, y la mutilación que produce el intensivo trabajo mental. Él nunca hizo trabajos manuales. Y uno podría mostrar como actúan esas influencias, sobre una naturaleza congénitamente poco afín a la música, al arte, y criada en el puritanismo”.

La falta de otros intereses de Leslie y su exacerbada autoexigencia se traducían en aridez y en sufrimiento; pero como le pasó a Virginia con su padre, en Al faro, Cam es presa de sentimientos ambivalentes hacia el suyo:

 

«Porque nadie la atraía más; sus manos le parecían hermosas, y sus pies, y su voz, y sus palabras, y su prisa, y su genio, y sus rarezas, y su pasión, y lo de decir sin miramiento ante cualquiera lo de morimos a solas, y su lejanía […] Pero lo que no dejaba de ser intolerable […] era esa crasa y ciega tiranía suya que había envenenado su infancia, y había levantado amargas tempestades; de forma tal que incluso ahora se despertaba en medio de la noche temblando de ira, y recordaba alguna orden de él, alguna insolencia: “Haz esto”; “Haz aquello”; su autoridad: su “Obedéceme”»

 

A los sesenta y cinco años, Leslie estaba aislado en un mundo que ya no existía y no tenía idea de lo que sus hijas deseaban. Entre dos fuegos, Virginia sentía que tanto ellas como él sufrían, y eran escasas las posibilidades de comunicación, aunque “a través de las ventanas de su prisión, él tuviera momentos de iluminación”. Se trataba de una guerra generacional. “En la sala de estar de Hyde Park Gate se enfrentaban dos generaciones diferentes; la generación victoriana y la generación eduardiana” Con edad de ser nietas de un padre anclado en el pasado, las jóvenes Stephen se consideraban “por naturaleza exploradoras, revolucionarias”, pero no podían escapar de una escena fijada por la era victoriana. La impronta de Leslie era de una fuerza tal que en 1928 Virginia escribió que, de haber llegado a los noventa, “su vida habría acabado completamente con la mía. ¿Qué hubiera sucedido? Ni escritura, ni libros… inconcebible”.

El arte de servir el té

Es evidente que alrededor de 1900, el 22 de Hyde Park Gate era “un modelo completo de sociedad victoriana”. Después del desayuno, cerca de las ocho, Vanessa y Virginia acompañaban a Adrian, que salía corriendo al colegio, y le decían adiós con la mano hasta que desaparecía. Se trataba de “un legado de Stella, el aleteo de la mano muerta que yacía bajo la superficie de la vida familiar”.

Entonces comenzaba la tortura de contener al quejoso Leslie. Si no había correo, gemía que todos lo habían olvidado; pero una carta de su banquero lo hacía gruñir. Entre tanto, George y Gerald se disponían a salir, mientras Vanessa hablaba con la cocinera acerca de la cena y luego corría para alcanzar el autobús que la conducía a la academia de pintura. A veces Gerald la llevaba en el cabriolé que alquilaba todos los días. Al menos por un rato, Vanessa se alejaba del opresivo ambiente hogareño, pero Virginia debía detenerse a escuchar los comentarios de George acerca de la fiesta a la que había concurrido la noche anterior, y finalmente a observar cómo “se abotonaba el chaqué, rozaba levemente con el guante de terciopelo el sombrero de copa y se marchaba, buenmozo y elegante, con sus calcetines a rayas y sus pequeños zapatos bien lustrados, al Ministerio de Hacienda”.

Recién en ese momento, y debido a que Leslie se encontraba en su escritorio y los empleados entregados a sus quehaceres, podía leer, escribir o estudiar griego. Su estudio estaba en lo que había sido el cuarto de los niños; escribía en un pupitre alto, de pie, como solía trabajar Vanessa ante el caballete. Toda tarea se interrumpía cerca de las cuatro y media de la tarde cuando “la sociedad victoriana comenzaba a ejercer su presión”, y las hermanas debían estar listas para recibir. Entonces, comenzaba una serie ineludible de obligaciones centradas en el comportamiento y los modales. Había que atender a las visitas y estar preparadas para sostener conversaciones tan regladas como intrascendentes. Por norma, los visitantes más viejos eran sacrificados a Leslie, del que todos debían compadecerse pero nunca decir que lucía bien. Al respecto, Virginia escribió:

 

«Ante todo, nosotras teníamos que iniciar la conversación. No había discusiones ni chismes. Era un mejunje, un rejunte, ligero, ceremonioso y por supuesto ininterrumpido. El silencio era una infracción a las convenciones. En el momento indicado, una de nosotras tomaba la trompeta[88] de mi padre y le transmitíamos algo de su gusto. Y luego, si nos las ingeniábamos, la trompeta pasaba con habilidad a Florence Bishop. […] Para citar una frase exacta, Elsa Bell dijo con afectación social: “Mis hermanos siempre se quitan el sombrero cuando se encuentran conmigo en la calle”. […] Mi padre intervino con un gruñido. […]. Mi padre se irritó: Florence Bishop, también, y retiró su comentario desafortunado, de que él se veía bien”».

 

La conversación victoriana se atenía a códigos muy rigurosos. Tanto Vanessa como Virginia conocían las reglas, aunque para ellas los modales victorianos se convirtieron en un juego exquisitamente jugado por otros. Sin embargo, ambas aprendieron “tan bien las reglas del juego de la sociedad victoriana” que nunca las olvidaron. Tal aprendizaje tenía su parte positiva, y Virginia señalaba su utilidad y “su belleza, pues se basa en la mesura, la comprensión, la generosidad, todas ellas cualidades civilizadas. Es útil puesto que transforma una serie de elementos toscos en algo decente y decoroso”. Aun así se inclinaba a creer que esos ritos eran “una desventaja para escribir”; y al releer sus artículos de El lector común llegó a atribuir “la culpa de su falta de consistencia, su cortesía y su enfoque indirecto a [su] formación de mesa de la hora del té”.

Los domingos por la tarde eran días especiales; se disponían, sobre la mesa ovalada, el servicio de té y una fuente rosada que rebosaba de pasteles especiados. Alrededor de ella, se ubicaban las visitas frecuentes, y se desplegaba, en su esplendor, la ceremonia del té. Ahí estaban el general Beadle hablando de la India, el señor Haldnane, sir Frederick Pollock, C. B. Clarke, con cuyo apellido fueron bautizados tres helechos del Himalaya, y el profesor Wolstenholme, perfectamente “capaz, si se lo interrumpía —recuerda Virginia—, de expulsar dos columnas de té no sin restos de pasas de uva por la nariz, después de lo cual volvía a sumirse en un sopor de oso, consecuencia de su costumbre de consumir opio”.

También podía contarse con la presencia de Frederick Gibbs —una de las pocas personas en las que Leslie confiaba “absolutamente”—, pero con quien solía mostrarse descortés, al punto que, hablando alto a causa de su sordera, exclamaba: “¿Por qué no se va? ¿Por qué no se va?”.

Los caballeros solían quedarse hasta tarde y sabían ganarse la simpatía de los jóvenes en Navidad con regalos de plata india o bolsitos realizados en piel de ornitorrinco. Tampoco faltaban bellas jóvenes. Generalmente eran hijas de amigas de Julia, o amigas de Stella que Vanessa y Virginia heredaron. Las tres señoritas Lushington, las tres Stillman y las tres Montgomery, “todas de tres en tres, todas arrebatadoras, pero de las nueve el dechado de ingenio, gracia, encanto y distinción era, sin duda, la adorable Kitty Lushington”.

Kitty, quien comenzó siendo amiga de Stella y luego lo fue de Vanessa, representaba para las hermanas Stephen el mundo de la alta sociedad. Virginia recordaba cómo luego de romper su compromiso matrimonial con lord Morphet, dio las pertinentes explicaciones a Julia, quien seguramente “le echó la culpa a Kitty” Sin embargo, su prestancia era evidente: salió “del lado secreto de las puertas plegadizas mientras llevaba en las delicadas mejillas rosadas dos lágrimas de cristal en forma perfecta de pera. Las lágrimas no cayeron, ni en modo alguno opacaron el brillo de sus ojos. Y, al instante, Kitty se convirtió en el alma del grupo de la mesa de té”. Su comportamiento y encanto eran lo más apropiado a las maneras victorianas y solía suministrar los elogios que Leslie esperaba del género femenino. Si bien la relación con Virginia dejó de ser fluida y años después dejaron de verse, en su primera juventud, Kitty fue una presencia importante en su educación sentimental, y Virginia escribió que “su compromiso matrimonial bajo la enredadera jackmanii de grandes flores azules, en el Rincón del Amor en St. Ives, fue mi iniciación en las pasiones del amor”. Ciertos aspectos de la mundanidad y conformidad de Kitty producían admiración y a la vez rechazo en Virginia, quien reconoció que ella le inspiró muchas de las características de Clarissa en La señora Dalloway.

El caso es que las hermanas vivían una realidad segmentada: había momentos en los que Vanessa podía vestir guardapolvos y Virginia dedicarse a su Liddell y Scott y a sus coros griegos; pero además del ritual del té victoriano, debían participar de otras ceremonias, una de las cuales comenzaba cerca de las siete y media. Aunque hiciera mucho frío y la niebla no les permitiera ver más allá de sus narices, las jóvenes Stephen se quitaban la ropa, se ponían frente al aguamanil, se frotaban el cuello y los brazos; se enfundaban en vestidos de noche con brazos y cuello al descubierto y arribaban, etéreas, a la sala de estar. La apariencia era casi todo, y no era fácil conseguirla. A esas horas “los vestidos y los peinados eran más importantes que los cuadros y la gramática griega”. Virginia se miraba en el espejo Chippendale de George intentando “adquirir un aspecto no solo pulcro, sino también presentable”, cuestión que le parecía harto difícil con una asignación de cincuenta libras.

Aunque era posible adquirir un vestido de uso diario por una o dos libras, un vestido de fiesta llegaba a costar quince guineas, y eso constituía un problema que requería soluciones.[89] En una oportunidad, Virginia compró una tela verde de tapicería en una tienda de muebles. Era una tela más barata que las que se usaban para hacer vestidos, y también más osada, de modo que, satisfecha de su creatividad, bajó las escaleras con su nuevo vestido y llegó a la sala de estar donde se encontraba George en esmoquin. “De inmediato, [él] fijó en mí aquella extraordinaria y atenta mirada con la que siempre examinaba las prendas de vestir”, y Virginia se sintió como si fuera un caballo en una subasta. De pronto, en los ojos de George “apareció esa mirada hosca, la mirada que no expresaba simplemente una censura estética, como si percibiera una suerte de insurrección, un desafío a sus normas sociales”. Y al fin dijo: “Ve y hazlo pedazos”.

Virginia no se atrevió nunca más a usar ese vestido en su presencia. Más tarde escribió:

 

«George aceptaba la sociedad victoriana en forma tan incondicional que para un arqueólogo hubiese sido un ejemplar fascinante. Igual que un fósil, había adquirido todos los pliegues y arrugas de los convencionalismos de la sociedad de la clase media alta entre 1870 y 1900.»

 

George estaba convencido de que las mujeres debían “ser puras y los hombres viriles”, y a diferencia de su padrastro, que no tenía ambiciones sociales ni amaba el lujo, sus aspiraciones se dirigían en ese sentido. La combinación era alarmante y Virginia escribió: “Mientras que mi padre conservó el armazón de 1860, George lo llenó de todo tipo de sierras de diminutos dientes; y la máquina en la que colocaron nuestros cuerpos rebeldes en 1900, no solo nos aprisionó en su armazón, sino que nos mordió con sus innumerables dientes cortantes”.

En él confluían aspectos que hacían que la sociedad lo recibiera con los brazos abiertos. Era apuesto y saludable; y según Virginia, tenía muy poco seso y abundancia de emociones. Con una renta de mil libras al año y una posición social aceptable, no aspiraba más que a formar parte y a codearse con la aristocracia. Su renta le permitía interpretar ese rol, bien provisto de escopetas, caballos y ropas adecuadas. Cualquier síntoma de rebeldía, o controversia —como el vestido verde de Virginia—, le parecía inmoral.

Autoridad y abuso

Virginia se refirió a George en “Hyde Park Gate 22” (1920), uno de sus escritos autobiográficos que más han dado que hablar, y en “Viejo Bloomsbury” (1921). Ambos textos fueron redactados para ser leídos ante un grupo de amigos en las reuniones del Memoir Club (Club de la Memoria), y la intención de Virginia era deslumbrar a su audiencia. Lo logró más allá de su deseo, ya que incluso se sintió molesta cuando Maynard Keynes le dijo que sus memorias sobre George eran lo mejor que había escrito, y le sugirió que debería dedicarse a escribir sobre “gente real”.

En el retrato que surge de las memorias de Virginia, George aparece como un personaje hipócrita y superficial, presa de emociones confusas, y cuyo profundo egoísmo linda con la perversión. Virginia señala que por las noches, y empecinado en dirigir el destino de sus hermanastras, George acariciaba aristocráticos sueños mientras deslizaba su mano, pensativo, sobre su mascota, un dachshund schuster. Ella creía que, en esos momentos, su hermano pensaba en escudos heráldicos, en duquesas que no usaban cuchillos de pescado, o que tal vez divagaba, especulando cuánto impresionaba en sociedad. Siguiendo los textos de Virginia, se infiere que el principal talento de George estaba relacionado con su maestría en la sala de estar, sitio de reunión de la familia. De hecho, cierta vez, después de contemplar cómo él se quitaba el gabán, una tal señorita Willet de Brighton “se sintió inspirada a escribir una oda comparando a George Duckworth con el Hermes de Praxíteles” Si bien Julia tenía ese texto en su escritorio junto con una condecoración italiana que Georgehabía recibido por salvar a un campesino de ahogarse, Virginia llegó a considerar que la comparación con Hermes no era demasiado acertada, ya que examinando “atentamente a George, se notaba que una de sus orejas era puntiaguda y la otra, redondeada; y también que si bien poseía los rizos de un dios y las orejas de un fauno, tenía sin duda alguna los ojos de un cerdo”.

Es cierto que Virginia arribó a esta conclusión años más tarde, ya que hasta la muerte de Julia y bajo la influencia materna, George era visto como un perfecto caballero victoriano, que enseñaba a sus hermanos menores a jugar al cricket, a comportarse, y les ofrecía clases de equitación y diversiones. La familia se obstinaba en ver en él una profundidad y pureza de sentimientos propios de un niño, pero las descripciones que Virginia hizo más tarde lindan en la ironía y el desprecio. Por ella nos enteramos de que las damas lo adoraban: “George corría millas y millas para ir a buscar almohadones, se pasaba la vida cerrando puertas y abriendo ventanas, y siempre era él quien decía las frases atinadas, quien daba las malas noticias, quien soportaba la ira de mi padre, quien nos leía libros cuando teníamos tos ferina, quien se acordaba del cumpleaños de las tías”.

Virginia agrega que, en vida de Julia, no era raro entrar en la sala de estar de la casa y ver a George, que volvía de pasar un fin de semana afuera, dirigiéndose apasionadamente a su madre, como si se reencontrara con ella después de haber pasado “cuarenta años en el monte australiano”. Inundado por emociones que lo desbordaban, George estaba siempre dispuesto a representar el papel del hijo pródigo. Comprobar cuánto disfrutaba Julia de su compañía llevó a las pequeñas Stephen a pensar que “George era como el marido muerto”, y —agregaba Virginia— “quizá no nos equivocábamos”. Sin piedad, ella señala que los méritos histriónicos de George eran reconocidos por todos los habitantes de Hyde Park Gate, y que las escenas que protagonizaba podían ser memorables: en una de ellas, cuando le sacaron una muela, se arrojó con los ojos llenos de lágrimas en los brazos de la cocinera; en otra, cuando Judith Blunt lo rechazó, “se sentó en la cabecera de la mesa sollozando fuerte, pero sin dejar de comer”. En sus recuerdos, Virginia tampoco se priva de señalar que George solía llorar cuando lo vacunaban y que era capaz de hacer grandes despliegues de emotividad en todos sus actos. Por ejemplo, tenía propensión a enviar telegramas que comenzaban con las palabras “Mi muy querida madre” para tan solo decir, a continuación, que esa noche no cenaría en la casa.

Cuando todavía lo admiraba, Virginia intentó copiar su estilo de correspondencia con pésimos resultados. Enterada de que Flora Russell había aceptado la propuesta matrimonial de George, le envió un telegrama que firmó con su apodo “Cabra”, en el que decía: “Ella es un ángel”. Desafortunadamente la versión telegráfica terminó diciendo: “Ella es una vieja cabra”[90] Aunque George aseguró que eso tuvo incidencia en que Flora rompiese su compromiso y se resistiera a emparentarse con la familia Stephen, es posible que por entonces Virginia solo intentara ser agradable.

Lo cierto es que, en sus memorias, ella señala que luego de pasar sin resistencias por Eton y por Cambridge, y a pesar de cursar estudios intensivos, George no aprobó los exámenes de ingreso del Foreign Office (Ministerio de Relaciones Exteriores) por ser singularmente “estúpido”, y agrega que solo podía desempeñarse en cargos recomendado por sus amigos. Sin dejarse impresionar por su puesto como secretario de Chamberlain, subraya que su hermano era un personaje codicioso y obstinado; que podía poner todo su esfuerzo en memorizar poesías y conocer libros al dedillo, solo para llamar la atención, ya que pronto se hizo evidente que su empeño no iba dirigido a educarse, sino a “trazar proyectos con el mayor esmero en el lento remolino de su cerebro, planes para proveernos diversiones […] y entonces —recuerda Virginia—, tuvimos muy buenos motivos para sentir que la tierra temblaba bajo nuestros pies y que los cielos se oscurecían”.

Como su aspiración era codearse con la aristocracia británica, George hacía lo posible por conectarse con los descendientes de duques, vizcondes y condes a los que sus tías abuelas los habían ligado a mediados del siglo XIX. Vanessa y Virginia eran testigos de charlas que giraban alrededor “de los botones de marfil que llevaban en el saco los cocheros de los ministros de gobierno, de tener libre acceso a la corte, de las baronías por línea femenina, de condesas que escondían los diamantes de María Antonieta en cajas negras debajo de la cama”. En ese contexto, si se atrevían a sugerirle que tenía ambiciones sociales, George protestaba diciendo que lo único que quería era conocer gente agradable.

Virginia no tiene piedad cuando lo describe y, extendiendo su rechazo a la familia Duckworth, señala que la fortuna familiar se debía al comercio de algodón y que no pertenecían, como aseguraba George, a las más antiguas familias de Somersetshire. Agrega, afirmando que lo sabe de la más fidedigna fuente, que cuando la familia compró Orchardleigh, cerca de 1810, el “primer Duckworth” la llenó de reproducciones de esculturas griegas, y cubrió las partes íntimas de los dioses con hojas de parra y con delantales a las diosas.

Es probable que si George se hubiera limitado a dirigir su propia vida, sin inmiscuirse en las de Vanessa y Virginia, esta última no hubiera cargado contra él con tanto empeño. Pero George que, según aseguró Jack Hills, fue casto hasta llegar al matrimonio, vivía “en la más densa niebla emotiva” y sumergió en esa bruma a sus hermanastras. Sollozando con vehemencia, e incluso arrodillándose frente a Vanessa, le rogaba que aceptase las invitaciones a las fiestas a las que a él le interesaba asistir.

En principio, gracias a los buenos oficios de la afamada modista Mrs. Young, quien hizo “un vestido que sugería luto y sin embargo era bonito y a la moda: un género negro translúcido cosido con pequeñas lentejuelas plateadas caía encima de una túnica blanca”, Vanessa aceptó acompañarlo en sociedad. Y allí iba, con abanico, pañuelo y largos guantes blancos, con una flor prendida en el vestido y las joyas que George le había regalado: una amatista al cuello y una mariposa de esmalte azul en el pelo. A los dieciocho años, sin madre y muy bella, Vanessa parecía “un ornamento para cualquier mesa, una condesa en potencia”. Para que su obra luciera perfecta, George también le regaló una yegua árabe, con la que, siguiendo la moda, Vanessa paseaba por las mañanas, antes del almuerzo, en la Ladies’ Mile en Rotten Row.

Sin duda que él daba la impresión de ser el más admirable hermano, y si Vanessa osaba resistirse a representar el rol social que George esperaba, debía escuchar una serie de reproches en los que le sugería que ese hubiera sido el deseo de Julia. El chantaje emocional iba acompañado de más besos y abrazos de los necesarios.

Vanessa, que tenía el “apasionado deseo de pintura y trementina, trementina y pintura”, y que gracias a sus clases de arte comenzaba a conocer un mundo nuevo, más bohemio y menos convencional, alejado de las apariencias,[91] no pudo resistirlo más. George podía no percibirlo, pero se anunciaba una gran tormenta. Vanessa se mostraba cada vez más resistente a acompañarlo. Entonces, él recurría a la influencia de la tía Mary Fisher, y ambos atacaban con virulencia a Vanessa, le recriminaban su comportamiento, decían que era desagradecida, poco femenina, egoísta, y finalmente George la arrastraba a una nueva fiesta, como si asistir fuera un deber supremo.

Virginia recordaba que, en una ocasión, su hermana se quedó callada toda la noche. Al día siguiente George la abrumó con sus quejas e insistió en que Vanessa asistiera a la próxima fiesta para compensarlo. Agotada por la presión, ella aceptó. Fue la última vez que acompañó a George. Según parece, el coche de alquiler que tomaron se lo pasó dando vueltas, ya que, en el estado de ánimo que mostraba Vanessa, él no quería bajar, o era la propia Vanessa la que se negaba, sollozando. No se sabe si llegaron a la fiesta. Pero al día siguiente, George se presentó ante Virginia, que estaba estudiando su griego. Le regaló una pequeña lira de esmalte, y a continuación dio su versión de lo ocurrido la noche anterior; también aseguró que nunca más invitaría a Vanessa, ya que había visto en sus ojos “una mirada que realmente lo atemorizaba”. Fue así como George se lanzó sobre su nuevo objetivo: presentaría a Virginia “en sociedad”.

Mientras Virginia entraba en la adolescencia, Leslie y George representaban aspectos complementarios de una maquinaria patriarcal que la ahogaba; ella tenía hacia ellos sentimientos ambivalentes de amor y rechazo. Aunque se conservan algunas cartas cariñosas que le enviara en su juventud, terminó convirtiendo a George en un personaje perverso y caricaturesco. La muerte de Stella y el aislamiento y poco interés de Leslie en los temas sociales le habían dado a George un poder que, a su manera de ver, podía beneficiarlo tanto a él como a sus hermanas. Poco perceptivo, no llegó a comprender que ni Vanessa ni Virginia se ajustarían a su modelo. Los regalos y los viajes con los que las obsequiaba despertaban su gratitud, y muchos amigos y parientes valoraban que se ocupara de que ellas tuvieran una buena colocación en “el mercado del matrimonio”. Pero las hermanas no soportaron el abuso emocional al que las sometía y su reacción fue distinta de la esperada: “Mientras otras jovencitas florecían bajo estas circunstancias, Vanessa parecía desconcertada, triste y oprimida”. Esas experiencias contribuyeron a que tomara una resolución que la joven pintora puso en práctica a lo largo de toda su vida: evitar en lo posible las ocasiones sociales que implicaban reglas y etiqueta.

El carácter y la vocación de Virginia la llevaron por otros caminos. Aunque también descubrió que era incapaz de sostener las conversaciones triviales y danzar al compás requerido en esas fiestas y reuniones, para ella la vida social siguió teniendo atractivo como fuente de inspiración, y nunca pudo resistir el encanto de la aristocracia. En principio, Virginia escuchó las protestas en las que George involucraba la familia, el hogar, la tradición femenina, los deseos maternos, y cuando sugería que con su forma de comportarse Vanessa y Virginia estaban echando de la casa tanto a él como a Gerald. De seguir las cosas así, quedaba “perfectamente claro que el casto, el inmaculado George no tendría más remedio que refugiarse en los brazos de las rameras”. En su ingenuidad Virginia evocó “horrendas imágenes de los vicios en los que caían los jóvenes cuyas hermanas no los hacían felices en el hogar”.

Y dado que en junio de 1900 había disfrutado junto con Thoby y amigos su primer baile en el Trinity College de Cambridge, se preguntaba por qué razón Vanessa detestaba las fiestas de Londres. Lo descubrió por sí misma de la mano de George, cuando él la llevó al baile de la marquesa viuda de Sligo, donde permaneció dos horas de pie, esperando que le presentasen jóvenes desconocidos. Luego Virginia bailó muy mal y finalmente se quedó sin pareja. George apareció de pronto, sugiriéndole que debía sentarse derecha, y ella se escapó a una antesala y se ocultó detrás de una cortina. En eso lady Sligo la descubrió; “juzgó la situación, y como era una vieja y amable aristócrata, con la cara de una cerda rubicunda, [la] llevó al comedor, cortó una buena porción de torta glaseada, y dejó que la devorara en un rincón”. Así concluyó la primera experiencia de Virginia en las fiestas de George. A pesar de todo, él le aseguró que con un poco de práctica triunfaría en sociedad; pero esos acontecimientos pronto se convirtieron en una tortura. Más tarde recordaría:

 

«Yo no pude bailar. Vuelve a mí la humillación de estar ahí parada, sin pareja. Pero al mismo tiempo, recuerdo que el buen amigo que aún me acompaña me sostuvo; esa sensación de espectáculo; la sensación desapasionada y aislada que me será útil más adelante.»

 

Otra velada explica sus sentimientos hacia George. En esa oportunidad él la llevó a cenar a casa de la condesa viuda de Carnarvon —tenía singular ascendiente entre las viudas—, donde también estaba la señora Popham, hermana de la condesa. De acuerdo con la descripción que George había hecho antes de salir, Virginia creyó que se “dirigían a una casa de grandeza y desolación”. La realidad la decepcionó: las dos flacas y remilgadas mujeres vestidas de negro y de grises cabellos no la impresionaron en modo alguno, como tampoco la conversación llena de lugares comunes. Virginia, que se vio en posición de contestar preguntas tontas, quiso demostrar a su hermano que, a diferencia de Vanessa, ella sabía hablar, y se embarcó apasionada en reflexiones acerca de la necesidad de expresar las emociones, cosa que no pasaba en la vida moderna y sí entre los griegos: ¿habían leído las señoras los diálogos de Platón? En ese punto Virginia creía que sus oyentes rebosaban de admiración, y George, de eterna gratitud; pero en realidad la condesa se estremecía y George enrojecía vivamente. Las señoras cambiaron de tema y dieron por concluida la comida. Al salir, y mientras le ponía la capa, George le susurró angustiado: “No están acostumbradas a que las jóvenes digan ALGO”.

Luego él y la condesa hicieron un aparte, y pese a que la señora Popham trató de distraer a Virginia, ambas oyeron cómo se besaban. La noche no terminó allí y todos se dirigieron al teatro a ver una comedia francesa. Virginia aseguró que se trató de la comedia más indecente que vio en su vida, y que la situación fue por demás embarazosa para todos. De allí, George y Virginia partieron a una fiesta de William Hunt. Aunque su hermano no valoraba el ambiente, más artístico e intelectual que aristocrático, como allí se encontraban varios de los amigos de la familia Stephen, George pensó que podía ser una buena práctica para su pupila. En realidad, él intentó que sus hermanas dejaran el ambiente sobrio y erudito de las amistades de Leslie e ingresaran, de su mano, en el mundo al que deseaba pertenecer: el de los diplomáticos, los políticos y la aristocracia del período eduardiano. Un mundo satirizado por Oscar Wilde, un círculo cerrado que tenía el poder de excluir los elementos que les resultaran subversivos. De hecho, la sociedad en el período eduardiano “se volvió cada vez más extravagante en sus ansias por alcanzar dos metas: el placer y el matrimonio”. Para ello se organizaban bailes, banquetes, fiestas, y se asistía a la ópera, al teatro y a conciertos. Las fiestas de fin de semana se celebraban en las grandes casas de campo de los personajes más elegantes, que tenían el privilegio de un “resguardado acceso al poder. Ya que detrás de esa sofisticada maquinaria yacía la primitiva necesidad de mantener las más altas jerarquías bien provistas”.

Más dúctil que su hermana, como aspirante a escritora Virginia gozaba del espectáculo humano que esas ocasiones le brindaban. No es extraño que una vez en su dormitorio, mientras se quitaba el vestido de satén y los claveles prendidos a su broche en forma de lira, pensara en las clases de griego que al día siguiente tendría con la señorita Case: “Tenía la impresión de que sabía mucho más de los diálogos de Platón que la señorita Case. Me sentía vieja y experimentada, desilusionada e irritada, divertida y excitada, llena de misterio, de alarma y de desorientación”.

El final de “Hyde Park Gate 22”, de donde proviene la cita anterior, es sumamente efectista, y allí Virginia relata el momento en que, después de la fiesta y ya en su habitación, se quitó la ropa interior, las medias de seda y los largos guantes blancos, mientras las experiencias de la noche se agolpaban en su mente:

 

«¡Que agradable sería echarme en la cama, quedarme dormida y olvidarlos a todos!

Ya casi me había dormido. El cuarto estaba a oscuras. La casa, en silencio. Entonces, se abrió la puerta furtivamente, con un leve chirrido. Alguien entró con cautela. “¿Quién es?”, grité. ‘No te asustes”, susurró George. “Y no enciendas la luz, mi amor. Mi amor”. Se arrojó en mi cama y me tomó en sus brazos.

Sí, las viejas damas de Kensington y de Belgravia nunca se enteraron de que George Duckworth no solo era padre y madre, hermano y hermana de aquellas pobres chicas Stephen; también era su amante.»

 

Virginia leyó estas palabras en una reunión de amigos, en la década del veinte. Se trata del primer texto autobiográfico en el que es explícita acerca del comportamiento de George. En el anterior “Recuerdos” (1907), escrito después del nacimiento del primogénito de Vanessa, y como obsequio a ella, Virginia se refiere a George como un “joven estúpido y de buen corazón, [cuyos] afectos pródigos y volubles” se habían desbordado luego de la muerte de Julia. Dado que relató sus recuerdos de infancia pensando en el bebé recién nacido de su hermana, y teniendo en cuenta que por entonces todavía no había escrito su primera novela, no es de extrañar que el texto termine un par de páginas después, y que Virginia haya evitado referirse a lo que llamó “los siete años de infelicidad”, en los que no podría obviar detalles del accionar de George.

En “Viejo Bloomsbury”, texto escrito poco después de “Hyde Park Gate 22”, Virginia retoma la escena final y agrega que cuando Vanessa intentó informar acerca del comportamiento de George al médico de la familia, el doctor Savage concluyó que George solo intentaba proporcionarle “consuelo en la fatal enfermedad de [su] padre, que se estaba muriendo, tres o cuatro pisos más abajo, de cáncer”. El caso es que la tiranía emocional que George ejerció entre sus dieciocho y veintidós años, esmerado en guiarla en una vida social para la que ella se sentía incapaz, y sus abusivas e incestuosas caricias, dejaron una marca perdurable en la psique de Virginia y dieron tema a situaciones planteadas en sus novelas. En la primera, Fin de viaje, ella se refiere el despertar sexual de Rachel, una joven huérfana de madre, a quien el “pomposo y sentimental” Richard Dalloway besa intempestivamente. La joven primero se sorprende, después se indigna; su corazón late con fuerza y Rachel siente enojo mientras él se excusa diciendo: “Me tentaste… me tentaste”. No es extraño que el abusador intente culpar a su víctima, y menos aún que, amparado en una época de represiones y tabúes, le adjudique a la mujer atributos lascivos y la acuse de tentadora. El beso y la urgencia de Richard hacen que Rachel tome conciencia del deseo sexual que despierta en él, y de la confusa sensación de ser la poseedora de “un poder inmenso para el bien o para el mal” que hasta entonces, ingenuamente, desconocía. Esa noche ella sufre “una espantosa pesadilla”.

 

«Se veía encerrada en un oscuro túnel cuyas paredes iban acercándose lentamente, amenazando aplastarla e impidiéndole respirar. Cada vez que intentaba huir se le aparecía un enanillo, de largas y negras uñas que mordía incesantemente, impidiéndole pasar y sacando la lengua burlonamente”.»

 

Los avances de George, o las exploraciones frente al espejo perpetradas por Gerald, pueden asociarse con la violencia inesperada de Richard Dalloway; y la pasividad y los sueños de Rachel, con los de la propia Virginia. En la novela, cuando despierta “oprimida y angustiada” a causa de la pesadilla, Rachel intenta tranquilizarse y enciende la luz:

 

«La idea de que la perseguían seguía atormentándola, a pesar de estar despierta. Cerró la puerta con llave. Le parecía oír una voz que gemía cerca de ella y cientos de ojos que la asaltaban anhelantes. Hombres salvajes rondaban por los pasillos y las cercanías de su camarote… hasta parecía que se detenían ante su puerta para escuchar y atisbar. El resto de la noche lo pasó en vela.»

 

Rachel sufre de alucinaciones, oye voces, se imagina hombres andando por los pasillos, percibe miradas. Thomas C. Caramagno sostiene que los críticos freudianos interpretaron este sueño como un enmascaramiento neurótico del temor de “Rachel (y de Woolf)” con respecto al sexo, pero él propone otra explicación:

 

«Si, en cambio, tomamos en cuenta los progresos recientes de la investigación que sugieren que los sueños son formas transformativas y adaptativas del pensamiento antes que productos de un censor inconsciente, veremos que ese sueño ficticio puede estar utilizando imágenes sexuales para representar un contenido no sexual: el infierno amurallado y “sin salida” de la depresión, con todo su desvalimiento, terror y desesperación intrínsecos.»

 

Sea como fuere, es evidente que en sus escritos autobiográficos para ser leídos en público, en sus novelas y en conversaciones con amigas, Virginia dejó constancia de que el comportamiento incestuoso de su hermano había sido decisivo en su vida. Lo que queda menos claro —Virginia no es explícita con las fechas—[92]es cuándo las caricias de George se convirtieron en “un avance erótico obsceno”. Tampoco establece con precisión en qué consistió y hasta dónde llegó su comportamiento abusivo. Lo cierto es que Virginia no enterró el tema en el pasado y se refirió a él en variadas ocasiones y con diversas personas. Así, en 1911, habló de George y de su comportamiento con Janet Case, y luego le escribió a Vanessa comentando la reacción de su vieja amiga:

 

«Ella tiene un interés discreto por la cópula […] y esto nos condujo a la revelación de todas las perversidades de George. Para mi sorpresa, a ella siempre le había desagradado profundamente y solía decir: “¡Puaj! ¡Tú, criatura asquerosa!”, cuando lo veía aparecer y él empezaba a halagarme por mi griego. Cuando llegué a las escenas de alcoba, ella dejó caer la costura y se quedó boquiabierta como una boba. A la hora de acostarse dijo que se sentía bastante mal, y de hecho fue al baño.»

 

 

 

En 1922, Virginia se refirió a George en una conversación con Elena Richmond, quien lo conocía desde joven, y que le aseguró que ni a ella ni a su marido les agradaba. En esa oportunidad, Virginia llegó a imaginar: “Siendo un perfecto caballero [el marido de Elena] probablemente tenga que escupirle a la cara a George en el Club”.

Virginia también confesó los abusos de George a Violet Dickinson,[93] y en la década del treinta retomó la cuestión, sobre todo con Ethel Smyth, con quien discutió en varias oportunidades y sin mucho patetismo acerca del comportamiento de su “medio hermano seductor”. Además, le envió a Ethel el texto “Hyde Park Gate 22” para que leyera lo que había sucedido “cuando éramos vírgenes, por decirlo así”. En los escritos autobiográficos en los que abordó la cuestión, Virginia siempre hizo referencia a la violación de su espacio privado y a los abusos emocionales y físicos que sufrió en manos de George, pero también señaló que, según Jack Hills, su hermanastro “vivió en total castidad hasta su matrimonio”. Cualquier conversación con él podía terminar “ahogada en besos”. Por eso no es extraño que en tanto “sus pasiones se acrecentaban y sus deseos se volvían más vehementes”, Virginia se sintiera “como un desafortunado pececito encerrado en el mismo tanque con una ballena inmanejable y turbulenta”. Por otra parte, el lenguaje burlesco y las constantes bromas que hace a costa de George, y el hecho de que nunca haya especificado que fuera víctima de una violación, han dado lugar a la incertidumbre y a las interpretaciones más variadas.[94]

Aunque es probable que, al final de su vida, cuando tenía poco contacto con ellas, George sospechara que sus hermanas se burlaban de él, continuó viendo a Virginia ocasionalmente —fue él quien le brindó alojamiento durante su crisis nerviosa de 1915—, e incluso cuando él murió, en 1934, ella lo lamentó en su diario:

 

«George Duckworth ha muerto. Así es. Y siento las habituales sombras incongruentes de sentimiento, una de este año, una de aquel… qué gran papel solía representar, y ahora apenas ninguno. Pero recuerdo el brillo sincero del año pasado, cuando fui a visitarlo […] Pero qué poco significaban, después de su casamiento — y sin embargo cómo la infancia se va con él— el cricket, las risas, los agasajos, los regalos, cuando nos llevaba de paseo en autobús a ver iglesias famosas, convidándonos té en posadas de la ciudad, etc.»

 

Eso era lo mejor que, aunque parezca mentira, volvía a veces en los últimos años, con las salchichas Lincoln, las botellas de eau de Cologne, los grandes ramos de flores. Recuerdo a Margaret jugando alrededor suyo, y yo pensaba lo felices que eran a su manera.

 

Lo que no puede negarse es que, si bien Virginia se caracterizó por ser mordaz, aguda y crítica y “tomó de punto” a varios amigos y parientes, ninguno de ellos quedó tan mal parado ni tan desprestigiado como George. Cuando escribió sobre él, ya era una escritora consagrada y estaría lejos de imaginarse que sus textos no se divulgarían. Gracias a estos escritos, para los lectores de Virginia Woolf, George siempre será el hermano abusivo que convirtió su adolescencia en una pesadilla y cuyo comportamiento tuvo consecuencias tanto en su vida adulta como en su escritura. Puede decirse que si para ella fue traumático verse sometida a sus caprichos, y aún más a su erotismo desencauzado, para George fue una verdadera desgracia caer bajo el peso de su pluma.