Capítulo XLIII - 1940

La última fiesta

EL primer invierno de la guerra resultó abrumadoramente frío en Rodmell. Sin otra alternativa, Virginia Por seis meses no hubo bombardeos aprovechó esos meses para leer y disfrutar de una soledad que muchas veces reclamaba. Como sería una constante desde ese momento, se sentía “oprimida y distraída”. De todas maneras, como todavía “no había comenzado la austeridad del racionamiento”, la familia decidió festejar a lo grande los 21 años de Angelica. Debía ser una ocasión digna de recordar y, en efecto, esa fue la última fiesta que se dio en Charleston. Todos se esforzaron: Lottie, la cocinera, “trabajó como una esclava” desde quince días antes; Vanessa “pensaba en todo y lo organizaba de la mejor manera”, y, como si supieran que era el fin de una etapa, todos contribuyeron a realzar un “milagro de organización”. Marjorie Strachey, “tan feroz y vitalista como siempre”, encantada de “ser invitada a una fiesta de jóvenes”, divirtió a los asistentes cantando sus procaces versiones de cuentos infantiles. Nunca se cansaban de ella: “Su apariencia, en ocasiones como aquella, era todo un punto a favor: con los dientes amarillos, sórdida, con pinta de ordinaria […] todo su ingenio y su vitalidad bullían por sus pequeños ojos castaños”. “Su sentido del humor rayaba en lo grotesco y alcanzaba un grado de lascivia —recordó Angelica en sus memorias— como jamás he visto igual”. Lydia Lopokova “bailó por última vez”, y Virginia entonó su versión de La última rosa del verano.

Días después, instalada en la nueva casa en Londres, Virginia continuó con su novela —todavía la llamaba Pointz Hall— y recibió visitas, entre ellos Hugh Walpole y Sybil Colefax. Disfrutó de la conversación con la anfitriona londinense, y en cálida intimidad recordaron el pasado y hablaron de los hermanos Duckworth. Que Virginia volviera sobre el tema no es extraño, dado que además de escribir sus “Apuntes del pasado” seguía leyendo a Freud. Volver al pasado y a los lugares queridos era necesario para mantener el ánimo, y por entonces, además de visitar la Galería Nacional —sin cuadros durante toda la guerra—, donde se ofrecían conciertos al mediodía por el costo de un chelín, asistió a una representación de La importancia de llamarse Ernesto, “una pequeña obra de arte: quiero decir, su burbuja no se rompe”. Pero la ciudad había dejado de ser la misma, la guerra había oscurecido sus noches, la sometía a sus propias necesidades y, además, como Virginia no se adecuaba a su nueva casa, la elección fue instalarse en Rodmell.

Durante las caminatas por el campo, por el río y las marismas, disfrutaba de una belleza “etérea, irreal, vacía” que parecía “una ofrenda de otro mundo […] un espécimen contra el fondo de la guerra”. Pero una sensación de vacío la perturbaba: Leonard le había dicho que la renta de la nueva casa en Londres era demasiado alta.

 

«Y luego el silencio, el silencio puro e incorpóreo, en el cual el perfecto espécimen se presentó; como si se correspondiera al propio vacío que yo había experimentado, caminando calma con el sol en mis ojos, libre de toda presión, de toda urgencia, solo este suelo duro como el hierro y como pintado».

 

La manera de escapar de los momentos de “desesperación” y “suspenso glacial” —a menudo seguidos por una sensación de éxtasis— era apegarse a su “diminuta filosofía”, “abrazar el momento presente” y sumergirse en el trabajo. Virginia vivió ese invierno pendiente de sus polaridades, buscando un punto de equilibrio, dividida también entre la vida del campo invernal, a la que no estaba acostumbrada, y su nostalgia por Londres, la ciudad que la guerra le arrebataba:

 

«Extraño cuán seguido pienso en la ciudad con lo que creo que es amor: en la caminata hacia la Torre: esa es mi Inglaterra; quiero decir, si una bomba destruyese alguno de esos callejoncitos con las cortinas con abrazaderas de latón y el olor a río y la viejita leyendo sentiría… bueno, lo que los patriotas sienten».

 

 

 

Ese invierno también fue una temporada de transición. Inglaterra no entraba plenamente en la guerra[534] y todos hacían su esfuerzo por seguir viviendo como de costumbre. Por su parte, Virginia presagiaba que durante la primavera se verían “acarreados al altar” del sacrificio, e imaginaba, con “una extraña sensación de suspenso”, bombas cayendo sobre el jardín y las flores.

En febrero una paz relativa le permitió pulir los tres últimos capítulos de la biografía de Roger que debía enviar a Londres a la siguiente semana. Sentía que había “hincado los dientes” en el libro, pero le daba “escalofríos” pensar en mostrárselo a Nessa o a Margery: “No puedo evitar pensar que he capturado bastante de ese hombre iridiscente con mi oh tan laboriosa red de mariposas”. Por entonces también preparaba una “densa y fecunda” conferencia: “La torre inclinada”:

 

«Se me ocurrió la idea de que la escuela de la Torre Inclinada es la escuela de autoanálisis después de la represión del siglo XIX. Citar a Stevenson. […] También tengo la idea de la celebración: poesía que no es inconsciente, sino afectada por la irritación superficial, a lo cual contribuye el extraño problema de la política, que no puede ser fusionado. He ahí la falta de poder sugestivo. ¿Es mejor poesía aquella que es más sugestiva, hecha de la fusión de muchas ideas diferentes, de modo que diga más de lo que es explicable? Bueno, esa es la línea; y nos lleva a las bibliotecas públicas: y la sustitución de la cultura aristocrática por lectores comunes. También hacia el final de la literatura de clases: el comienzo de la literatura de personajes; nuevas palabras de nueva sangre; y la comparación con los isabelinos. Creo que hay algo en la idea del psicoanálisis: que el escritor de la Torre Inclinada no podría describir la sociedad y por lo tanto tuvo que describirse a sí mismo como el producto o la víctima. Un paso necesario para liberar a la próxima generación de las represiones. Se necesita un nuevo concepto del escritor: y han demolido el concepto romántico del “genio” del gran hombre, al disminuirse a sí mismos».

 

 

 

Como puede apreciarse en el párrafo anterior, las lecturas de Freud ejercían su influencia. Pero ni las lecturas ni el trabajo alcanzaban a remediar la sensación de pérdida, y cada viaje a la ciudad era un duelo; las tinieblas, la oscuridad, la ausencia de ventanas iluminadas contribuían a la impresión de que todo Londres yacía “silencioso; un buey grande y tonto recostado”. De todas maneras, la ciudad mantenía su atractivo y eficacia para estrechar los lazos afectivos.[535] Virginia intentaba aferrarse a situaciones concretas y pensaba: “Son precisamente estos momentos los que obligan a compactarnos, a vivir intensamente; a menos que uno esté a punto de explotar, a lo que me resisto con todas mis fuerzas”. En ese sentido, todo sumaba: conversar acerca del futuro de la civilización con Clive, Saxon y Tom Eliot —“y su gran máscara amarilla de bronce colocada sobre un armazón de hierro”—; o debido a sus “complejos”, comprar ropa casi compulsivamente guiada y persuadida por una astuta empleada: “Desde luego que yo parecía una vieja harapienta y desaliñada”. A todo esto Charleston seguía siendo un enclave familiar, y sin registrar ciertas tensiones relacionadas con Angelica que Vanessa había decidido ocultarle, ese invierno Virginia podía disfrutar de escenas tan cotidianas como amables: “Sally (perro) besó a Leonard. L. me sonrió”.

Roger Fry

Finalmente, el 23 de febrero Virginia envió su manuscrito a Margery Fry, hermana de Roger. Aunque al día siguiente no se sintió bien, fue a Londres, donde los síntomas continuaron, y a su regreso debió guardar cama en Rodmell, con la garganta “como platos de acero áspero”. Los médicos diagnosticaron una “fiebre recurrente con ligera bronquitis”, que duró intermitentemente cinco largas semanas. Un mes después, Virginia escuchaba la opinión de Leonard, que había comenzado a leer las pruebas de Roger Fry:

 

«Era como ser picoteada por un muy duro y fuerte pico. Cuanto más picoteaba, más profundo, como siempre sucede. Al final estaba casi enojado de que yo hubiera escogido “lo que me parece el método equivocado. Es meramente análisis, no es historia. Austera represión. De hecho aburrido para el de afuera. Todas esas citas muertas”. Su punto era que uno no puede tratar así a la vida: tiene que ser vista desde el ángulo del escritor, a menos que el que vive sea él mismo un observador, lo cual R. no era. Fue un curioso ejemplo de L. en su faceta más racional e impersonal: bastante impresionante; sin embargo tan definido, tan enfático, que me sentí convencida: me refiero al fracaso; excepto por un extraño destello, de que él no estaba dando en el clavo, y persistía por alguna profunda razón… ¿falta de simpatía por R.? ¿Falta de interés en su personalidad? Solo Dios sabe. Anoto esta hebra que se trenza en mi mente; e incluso mientras caminábamos y el pico golpeaba más y más profundo, sentía este desinterés completo por el carácter de L».

 

En oposición al juicio de Leonard, los de Nessa y Margery fueron tranquilizadores. Nessa le escribió a su hermana: “Desde que Julian murió no he podido pensar en Roger. Ahora me lo has devuelto. Aunque no puedo evitar llorar, no puedo agradecerte lo suficiente”. En cuanto a Margery Fry, su opinión fue contundente: “Es él… infinita admiración”. Conmovida, Virginia le contestó a Nessa: “Tu carta me ha hecho muy feliz. Me acechaba el miedo de que no te gustara. Nunca escribí una palabra sin pensar en ti y en Julian y he anhelado mucho hacer algo que les gustara a ambos. En cuanto a agradecerme… bueno, ya me has dado a Julian y Quentin y Angelica”.

Orgullosa de la concienzuda tenacidad de la que había dado prueba en su libro, Virginia deseaba reconocimiento como biógrafa, porque su reputación como novelista estaba en su punto más bajo, según decía. Entre tanto, la primavera se insinuaba, cumpliendo su ciclo natural, a despecho de la guerra y “de los efectos de la guerra sobre el clima”, en el jardín de Monk’s House:

 

«Todos los pájaros están sentados sobre L&V.[536] El acarreo de ramitas ha comenzado, y esto sucede mientras todas las armas son apuntadas y cargadas y nadie se atreve a jalar el gatillo. No hay ni un sonido esta tarde que acarree las lágrimas humanas. Recuerdo el profuso chubasco una noche justo antes de la guerra que me hizo pensar en todos los hombres y las mujeres llorando».

 

A finales de marzo Virginia debió sortear los últimos obstáculos para la finalización de su libro. Margery había sugerido pequeñas correcciones, “los pequeños mordiscones de M. como de hormiga que me infestan; hormigas corren por mi cerebro: enmiendas, tributos, sentimientos, fechas… y todo ese detalle que tan fácil le parece al que no escribe”. Para liberarse del suplicio que implicaban los últimos retoques, Virginia oponía pensamientos positivos, anticipaba la llegada de la primavera, con sus espárragos y mariposas, también pensaba en el viaje que haría por la costa para vender los libros de la Hogarth; y en la posibilidad de tomar el té en algún lugar especial, mirar antigüedades, tal vez encontrar “una adorable granja… o una callecita nueva… y flores… y jugar bolos con Leonard”. Las anotaciones del 29 de marzo en su diario son las de una mujer que se pregunta: “¿En qué puedo pensar que sea a la vez liberador y refrescante?”. Sin entregarse a la tristeza ni dejarse arrollar por la depresión y a pesar de la guerra, hacía un intento por aferrarse a los logros y encantos de la vida cotidiana. La ilusionaba la idea de comprar nuevos muebles para su dormitorio, dedicarse a la jardinería, imprimir, leer a los isabelinos, dar un paseo por el Támesis, junto al Puente de Londres. “Y dejar que cada cara me conmueva; y cada comercio”. Los comienzos de la primavera coincidían con su intento de ser feliz a pesar de sentirse menos libre, cercenada por la guerra, sin la cual “sería una vida perfecta”.

 

«Me estoy produciendo un estado de paz y de sentir sensaciones… no sentir ideas. La verdad es que no hemos visto la primavera en el campo desde que estuve enferma en Asheham —1914— y eso tuvo su santidad a pesar de la depresión. Creo que también soñaré un libro en prosa poética, quizás hornearé una torta de tanto en tanto. ¡Vamos, vamos!… basta de escaramuzas en el futuro o de lamentar el pasado. Saborear el lunes y el martes y no aceptar la culpa por la sensación de egoísmo: Dios sabe que he cumplido con mi parte, con la pluma y la palabra, para con la raza humana. Me refiero a que los jóvenes escritores pueden valerse por sí mismos. Sí, merezco una primavera; no le debo nada a nadie».

 

Cuando a comienzos de abril le entregó sus dos manuscritos a Leonard, Virginia tuvo la sensación de que ambos lucían como oficinistas en día de feriado bancario. Se había sacado un peso de encima y tenía la impresión que le crecían “alas en los hombros”.

Otras actividades la anclaban indefectiblemente a la tierra: era “un miembro activo del Instituto de Mujeres” de Rodmell, y debía colaborar con la producción de una obra de teatro que representarían en la aldea. La inclusión en la vida del pueblo tenía sus bemoles y el contacto permanente al que la obligaban la guerra y la actividad política de Leonard profundizó los aspectos básicamente polarizados de la relación de Virginia con sus habitantes, por los que sentía admiración, pena o fastidio, según las ocasiones. Registraba las “violentas disputas, las incesantes intrigas”, el “odio por la esposa del párroco”, pero también la reacción de los parroquianos hacia ella y Leonard: “Nos consideran revolucionarios candentes porque el Partido Laborista se reúne en nuestro comedor”.

Cuando el 25 de julio se publicó Roger Fry, Virginia constató que sus emociones aparecían por oleadas, y que no podían compararse con lo que le sucedió antes de publicar Los años. En su diario anticipaba las críticas de amigos y de los periódicos, creía que variarían entre rangos dispares: “fascinante-aburrido; lleno de vida- muerto”. También preveía las burlas de los que miraban “a Bloomsbury con desdén”. Lo cierto es que el libro apareció en un momento crítico de la guerra, cuando todas las “paredes protectoras y refractarias” desaparecían; en ese momento el público se desdibujaba, e incluso la “‘tradición se ha tornado transparente”.

Desguarnecida y a pesar de que la crítica del TLS fue favorable, esperaba ansiosa la opinión de sus amigos; solo ellos podrían decir si había retratado “el Roger familiar, el humano… ‘nuestro’ Roger”. En cuanto a sus propios sentimientos, concluía:

 

«Mi relación con Roger es extraña en estos momentos —yo soy quien le he dado una cierta forma tras su muerte—. ¿Era él así? Me siento muy en su presencia ahora: como si estuviera íntimamente conectada con él; como si juntos hubiéramos dado a luz esta visión de él: un niño nacido de nosotros. Sin embargo él no tenía el poder de alterarlo. Y sin embargo por algunos años esta visión lo representará».

 

Además de ser una asidua lectora de biografías, autobiografías y memorias, y de confesar que la biografía era su lectura favorita, Virginia Woolf experimentó y definió sus aproximaciones a estos géneros desde la perspectiva experimental que caracterizaba su escritura; lejos de las convenciones se preguntaba: “Mi Dios, ¿cómo se escribe una biografía? […] ¿Cómo lidiar con los hechos? […] ¿Y qué es una vida?”. Puede considerarse que sus diarios personales responden parcialmente esta última pregunta: “¡Cómo me intereso en mí misma!”, ya que además de ser la principal fuente que nos permite conocer su vida, es el material con el que ella misma pensaba trabajar sus memorias. Pero también hay que señalar que estas cuestiones estuvieron presentes desde sus primeros relatos. En efecto, sus preocupaciones acerca del género biográfico y autobiográfico pueden observarse en sus relatos “El diario de Joan Martyn” y “Memorias de una novelista”; también en las reflexiones acerca de la biografía en la novela Noche y día y, finalmente, pasando por la biografía imaginaria de Orlando y la singular recreación Flush, en sus recuerdos escritos para el Memoir Club y en las memorias agrupadas en el volumen Momentos de vida.[537] Por otra parte, estos temas alcanzaron expresión final en la documentada biografía de Roger Fry, y en el texto que escribió casi simultáneamente, “Apuntes del pasado”.

A la alegría inicial que Virginia había experimentado al ser elegida por los parientes y amigos de Roger para escribir su biografía, había seguido el desencanto y la preocupación por cómo exponer públicamente ciertos temas personales que presentaban dificultades. La solución fue una penosa autocensura. No solo evitó incluir cuestiones relacionadas con el despertar de su sexualidad que el propio Roger había confiado en sus lecturas para el Memoir Club —específicamente no utilizó el término “erección”—,[538] sino que también evitó referirse a sus relaciones con mujeres casadas, entre las que estaban incluidas su hermana Vanessa y Ottoline Morrell, y a la relación con Nina Hammett o a la que sostuvo con la joven francesa que terminó suicidándose. Tampoco pudo referirse abiertamente a la relación con Helen Anrep, todavía casada con el artista ruso Boris Anrep, con quien tenía dos hijos.

Las relaciones entre biografía, autobiografía y sexualidad siguieron siendo una cuestión difícil de dilucidar para Virginia, que en 1941 le escribía a Ethel:

 

«Estoy interesada en que no puedas escribir sobre masturbación. Eso lo entiendo. Lo que me llama la atención es que esa reticencia coexiste con tu magnífica capacidad de hablar abiertamente de todo. […] Pero tantos aspectos de la vida son sexuales —es lo que dicen— que la autobiografía se limita bastante si se los suprime».

 

Además de eludir las cuestiones amorosas y sexuales, aunque en 1936 contaba ya con tres corpulentos volúmenes de fragmentos, y a pesar de su decisión de dejar que Roger Fry hablara a través de sus textos y de ese modo lograr transmitir su personalidad, se ha criticado que no abordara los aspectos técnicos de su desarrollo como artista, influenciada por Vanessa y Duncan, que consideraban que su pintura era mediocre aunque lo admiraban como crítico de arte. Finalmente, aunque esta biografía no escapa a las convenciones del género, Virginia quedó conforme con el resultado y sorprendida por el éxito de ventas y ediciones.

A pesar de que luego de un fuerte bombardeo en Londres las ventas bajaron temporalmente, y tal vez porque el texto evocaba un tiempo y las preocupaciones anteriores a la guerra, el libro alcanzó tres ediciones. Esto era una buena compensación frente al trabajo realizado aun cuando no la embargaba el sentimiento de triunfo “que sentía con las novelas”. En cuanto a la respuesta de los críticos, Morgan Forster y el crítico de arte Herbert Read[539] lograron desanimarla, pero tuvo halagos de Desmond MacCarthy y de Clive. Finalmente, sostuvo una polémica con Ben Nicolson, el hijo de Vita e historiador de arte que leyó el libro en el frente y le escribió en medio de un ataque aéreo. Él afirmaba que el “paraíso de locos” en el que Roger y sus amigos vivían, y en el que se habían ocultado a todas las realidades desagradables sin dar un paso para impedirlas, había permitido “que el espíritu del nazismo” no tuviera límites y alcanzara su cenit. Además, Nicolson señalaba que el artista debía luchar y que de su éxito o fracaso dependía el futuro del mundo.

Por su parte, Virginia, que le respondió durante un ataque aéreo, defendió a Roger señalando que gente como él había hecho mucho más que los Sackville y los Dufferin para detener el nazismo. Pero Nicolson insistía en señalar lo poco que había hecho Bloomsbury por educar a las masas, y aunque ella señaló que ni Keats ni Shelley habían influido en la sociedad, sintió la necesidad de destacar su propia labor de juventud en el Morley College y su trabajo en el movimiento cooperativo y en la asociación de mujeres de Rodmell.

La torre inclinada

El 13 de abril, tomando la expresión que Winston Churchill había utilizado, Virginia escribió en su diario: “Primer momento crucial de la guerra”. De hecho, el 8 de abril los alemanes habían desembarcado en Noruega, también invadieron Dinamarca y no tardaron en llegar a Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Los buques y tropas ingleses luchaban en ese frente, plantaban minas, desembarcaban en esas costas, en tanto ella veía sobrevolar los aviones sobre el jardín. Por entonces trabajaba en una conferencia que daría en Brighton para la Asociación para la Educación de los Trabajadores. Su tema eran los jóvenes escritores de izquierda: Auden, Day-Lewis, Louis MacNeice, Isherwood y Stephen Spender. Finalmente el 27 de abril, solo un par de días después de la primera derrota del ejército inglés y con el título “La torre inclinada”, brindó la conferencia que más tarde fue publicada en Folios of New Writing. En este texto, Virginia subrayó la pertenencia de clase de los escritores del siglo XIX, miembros de la clase media educados a base de una serie de privilegios negados a otros grupos. Estos escritores estaban “sentados en una torre que se alza por encima de nosotros, una torre construida, en primer lugar, por la posición de sus padres, y después por el oro de sus padres”. En agosto de 1914, señala, todo eso cambió drásticamente, el clima se convulsionó y estallaron revoluciones por doquier. Incluso en Inglaterra las torres ya no eran firmes, se habían inclinado. “Tan pronto nos damos cuenta de que una torre se inclina, tenemos muy aguda conciencia de encontrarnos en una torre”. El ensayo concluye que estos escritores comenzaron a ver la realidad desde una perspectiva sesgada; ya no se sentían como los intelectos de antaño, seguros exponentes de su clase social. Cabe destacar que, debido a su condición de mujer sin educación formal, Virginia no se incluyó en el grupo al que habían pertenecido su padre y parientes varones y, sin que sus oyentes de la clase trabajadora la amonestasen, asumió una posición marginal dentro del campo intelectual. Por otra parte, concluía que, conscientes de la inclinación hacia la izquierda de su torre, los escritores que comenzaron a publicar en 1925 criticaron la condición burguesa sin prescindir de sus beneficios. Virginia veía en el fin de la sociedad de clases “el fin de la novela como la conocemos”. Creía que “la novela de la sociedad sin torres y sin clases habrá de ser mejor que la antigua”. Para ella, era necesario democratizar la literatura, que los lectores accedieran a las bibliotecas públicas con espíritu alerta y crítico, para que, finalmente, aquellos que tenían interdicto el acceso a la Torre, revolucionaran la literatura.

En ese sentido, a pesar de los altibajos, siempre habría creído en la sinceridad de su propio aporte. Lejos de conformarse, su esfuerzo había estado dirigido a extender los alcances de la literatura y los límites de la novela, y algunos, como Hugh Walpole, no podían menos que reconocerlo:

 

«En cuanto a mi escritura tú y yo somos los extremos opuestos ¿de un mismo maldito palo? Tú eres el supremo ejemplo de la conciencia estética; nunca ha habido alguna otra en la ficción inglesa. Pero tú no escribes novelas. Lo que escribes necesita un nuevo nombre. Yo soy un verdadero novelista, uno menor, pero verdadero. Sé un montón acerca de la novela y un montón acerca de la vida vista desde mi muy retorcido ángulo obsesionado por los niños. Si hubiera sido normal podría haber llegado a ser un gran novelista. Dadas las circunstancias, soy un gemelo siamés».

Profecías autocumplidas

A principios de mayo, Nessa le dio a su hermana una noticia totalmente inesperada y perturbadora. Angelica Bell tenía un romance con David Garnett (Bunny), un hombre 26 años mayor que ella y que había sido amante de su verdadero padre: Duncan Grant. La historia es excesiva hasta para una novela. Hasta poco después de la muerte de Julian, en 1937,Angelica creyó que su padre era Clive, como figuraba en sus papeles.g Según contó en sus memorias, Una mentira piadosa, a los diecisiete años era “crédula”[540] e inmadura emocionalmente. Lo cierto es que había frecuentado a Bunny toda la vida, él estaba casado —su mujer enferma de cáncer, vivía en el campo— y Angelica conocía a su esposa. Por otra parte, “en calidad de hija de Bloomsbury” no le dio demasiada importancia a las “múltiples historias de amor” que él le contaba que había protagonizado. Pero Bunny se cuidó mucho de decirle que había sido amante de Duncan. Tampoco le dijo que en esa época había intentado conquistar a Vanessa —a su vez locamente celosa de su relación con Duncan— y menos aún que, cuando vio a Angelica en su cuna, dijo en voz alta que se casaría con ella.

Solo después de que la mujer de Bunny murió, el romance comenzó a divulgarse. Vanessa intentó mantenerlo en secreto y evitar que Virginia se enterara, pero a principios de mayo no pudo menos que contarle lo que sucedía. Nessa estaba desolada[541] y Virginia, que intentó consolarla, sostuvo que ese romance, entre absurdo y grotesco, no podía durar. En tanto Bunny y Angelica se dirigían a Yorkshire, ella escribía un equivocado pronóstico en su diario: “Recen a Dios para que ella se canse de ese oxidado y maleducado perro viejo con sus modales amorosos y su mente primitiva” y aventuraba: “Pronostico una excusa para volver dentro de 5 semanas. Una escena con Bunny: luego un feliz verano aquí, medio arrepentida, como cuando abandonó el escenario”.

Virginia siempre había tenido debilidad por su sobrina, incluso estuvo más feliz que Vanessa cuando supo que había nacido mujer, pero, como toda la familia, se negaba a aceptar que se había convertido en adulta, y ante su relación con Bunny sentía: “La tierra se aleja de mi nave, que se adentra en los mares de la vejez. La tierra con sus hijos”.

Como tía, había planteado la relación de manera poco convencional. Angelica recordó en sus memorias:

 

«Estaba convencida de que yo habitaba en un mundo de fantasía especial, privativo mío, en el que ella anhelaba entrar. En ese mundo, ella era Witcherina y yo, Pixerina;[542] volábamos sobre los álamos y los prados y los cerros, y nuestra principal intención, si mal no recuerdo, era regresar con informaciones ficticias sobre otros miembros de la familia. Tal como cabe imaginar, este juego le sentaba a Virginia como anillo al dedo, pues le encantaba inventar situaciones improbables en las que pudieran encontrarse Julian, Quentin o Vanessa mientras que yo, aturdida por su virtuosismo, me quedaba sin alas, clavada al suelo».

 

Sin contar lo atípico de los nuevos conflictos familiares, eran momentos de soledad y contemplación. Virginia seguía con su correspondencia, pero el contacto con los amigos había mermado. Tampoco encontraba disponible a Vanessa, ocupada en Charleston y preocupada porque Angelica persistía en su relación amorosa. Aunque oscilara entre la tristeza, la desesperación y el enojo, no deseaba confrontar directamente con su hija y le consiguió a la pareja “la más perfecta casa en el más perfecto de los lugares”.

Era poco lo que Virginia podía hacer para despertar a su sobrina de lo que consideraba una engañosa ilusión, pero haciendo gala de su sentido del humor, le escribía a Angelica comenzando su carta con un “adorada niña”, la misma frase que usaba su tía Mary Fisher, preguntando qué le hubiera dicho esa tía a David Garnett: “Bueno, ya lo habría perdonado, pero nunca, nunca, nunca te hubiera perdonado a ti. Ella era una mujer casta: 13 hijos, 4 abortos”. Otra manera de llamar la atención de Angelica era recurrir a un retrato cómicamente desesperado de Vanessa: “Mamá está totalmente desconcertada, desconcertadamente sin sentido [danderrydown flummoxed] —como ella dice— acerca de tu proyecto. Mientras decía esto se peinaba el cabello hacia arriba de manera equivocada. Fue un horrible espectáculo. Así que ¿qué se puede hacer? Ella dice que tú lo sabes”. A pesar de todo, Angelica se fue a vivir con Garnett, con quien terminó casándose un par de años después.[543]

Diario de guerra

Las noticias del romance de Angelica se mezclaban con los primeros desastres de la guerra; lejos quedaban los pronósticos optimistas, como los que había transmitido Maynard Keynes semanas atrás. Tras sufrir su primera derrota, los primeros días de mayo la flota inglesa debió retirarse de las costas de Noruega, recuperada por los alemanes. Disociada entre dos realidades, mientras corregía las pruebas de la biografía de Roger, Virginia consignaba en su diario que la Hogarth pasaba por su peor año y también registraba hechos puntuales referidos a la guerra, como la invasión, por parte de los alemanes, de los territorios neutrales de Holanda y Bélgica.

Durante el mes de mayo se produjo un punto de inflexión; la vida de Virginia nunca fue la misma de antes y esto se ve reflejado en sus escritos más íntimos. De pronto, la guerra y la tensión asociada al temor por una inminente invasión alemana pasan a ser los protagonistas de los diarios de Virginia Woolf, que sin dejar de ser los diarios de una escritora, se convierten tanto en un diario de guerra como en el testimonio fiel de su desesperación y creciente melancolía. Si bien también se refiere en ellos a actividades sociales o familiares, un pequeño resumen, o extracto parcial de los pensamientos asociados a la guerra que registró en esos meses, permite explicar este punto.

13 de mayo: Virginia envió las pruebas de Roger a la imprenta, pero “el sentimiento de paz” que experimentaba al liberarse del libro estaba rodeado por “la circunferencia (la guerra)”. De hecho, hacía unos días que se venía librando lo que ella llamó “la batalla más grande de la historia”. Ese mismo día, el primer ministro Chamberlain renunció y Winston Churchill asumió la conducción de un gobierno de coalición nacional. Las múltiples realidades e impresiones se superponían, y como si no pudiese imponerles un orden jerárquico, Virginia escribía en su diario: “Los manzanos en flor nievan el jardín. Un bolo se perdió en el estanque. Churchill exhorta a todos los hombres a mantenerse unidos. ‘No tengo nada que ofrecerles excepto sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor’. La tensión fue en aumento, Leonard le dijo que tenían ‘suficiente combustible en el garaje como para suicidarse si Hitler ganaba’” y al día siguiente ella admitía en su diario: “Sí, estamos siendo llevados engalanados al altar. […] Guerra guerra… una gran batalla… este caluroso día, con capullos sobre la hierba”.

Como se temía que los paracaidistas alemanes invadieran Inglaterra, los civiles fueron convocados a alistarse como “Voluntarios para la Defensa Local”, y Leonard hablaba de enlistarse. Si bien Virginia no podía menos que encontrar ridículo imaginarlo con uniforme y fusil, entendía su necesidad de actuar. Fue “una conversación ácida” que no podía ocultar la gran “tensión” de fondo.

15 de mayo: los Woolf volvieron sobre el tema del suicidio “si Hitler nos invade. Los judíos aniquilados. ¿A qué esperar? Mejor, cerrar las puertas del garaje”. La decisión de Leonard era firme, y aunque ella parecía coincidir, también se rebelaba: “No, no quiero que el garaje vea mi final. Deseo 10 años más, y escribir el libro que como de costumbre se clava en mi cerebro”. En un intento de no dejar aflorar el pesimismo, Virginia escribía en su diario que “una viejecita fijando su sombrero en la cabeza” tenía más realidad que esa guerra con la que establecía analogías: “El ejército es el cuerpo: yo soy el cerebro. Pensar es mi lucha”.

20 de mayo: ante un inminente viaje a la ciudad, Virginia presagiaba: “Vamos a Londres a ser bombardeados”. Esa certidumbre estaba asociada a otras; y no es un detalle menor que comparara la guerra y el “terror de las bombas” con una “enfermedad grave” que describía con la misma precisión e idénticos términos con los que acostumbraba registrar sus estados mentales o crisis nerviosas: “Durante un día obsesiona completamente; después desaparece la capacidad de experimentar sensaciones; al día siguiente uno se siente privado del cuerpo, suspendido en el aire”.

25 de mayo: “la peor semana de la guerra”. La BBC informó que Amiens y Arras habían sido capturadas, se había quebrado la resistencia francesa y Boulogne estaba siendo arrasado. “La sensación es que estamos siendo burlados. Son ágiles y temerarios y al tanto de los nuevos trucos. Los franceses se olvidaron de bombardear puentes. Los alemanes parecen juveniles, frescos, inventivos. Nosotros andamos pesadamente detrás”. Esta sensación tenía correlato con la que, refiriéndose a esos días, Leonard describió en sus memorias:

 

«Toda la semana estuvo marcada por la conciencia de que nuestro mundito privado estaba amenazado por la destrucción, por la catástrofe general que comenzaba del otro lado del Canal en Francia. Era, desde luego, una semana antes de la capitulación de los belgas, pero la ofensiva alemana había estado operando por diez días, la tensión no se aliviaba, y el recuerdo de la incesante derrota, en los terribles primeros años de la guerra de 1914, obligaba a temer el desastre, de modo que la esperanza era una cierta indulgencia con uno mismo y un autoengaño».

 

En ese contexto, Rodmell “ardía” con rumores contradictorios. “¿Vamos a ser bombardeados? ¿Nos evacuarán?”, se preguntaba Virginia mientras las ventanas vibraban con cada detonación.

28 de mayo: Virginia escribió en su diario: “Hoy, a las 8, por medio de un comunicado difundido por radio, el primer ministro francés denunció la traición del rey de Bélgica. Los belgas han capitulado”.

29 de mayo: “Mi esperanza revive. No sé por qué. Una batalla desesperada. Los aliados esperan. Cómo me enferma esa expresión”. En tanto asistía a las reuniones del comité de seguridad local y ensayaba la obra que las aldeanas representarían en el instituto de mujeres de Rodmell, Virginia analizaba su aporte:

 

«Mi contribución a la guerra es el sacrificio de placer: estoy aburrida a morir: aburrida y horrorizada por la banalidad de lugares comunes de estas obras que no pueden representar a menos que ayudemos. Quiero decir, las mentes son tan baratas, comparadas con las nuestras, como una mala novela… esa es mi contribución: que mi mente sea manchada por la mente de la aldea y de la WEA; y tolerarlo, la sonrisa de compromiso».

 

La guerra daba una nueva dimensión a la vida comunitaria, y aunque colaboraba y trataba de participar de acuerdo con su sentido del deber, con las expectativas de los pobladores e incluso las de Leonard, a Virginia le molestaban la intromisión y los desastrosos efectos que una casa de puertas abiertas tenía sobre su privacidad.

30 de mayo: el mismo día del cumpleaños de Nessa, Virginia vio por primera vez un tren transportando heridos. Poco después, “como un vuelo de patos salvajes, los aviones volaron sobre nuestras cabezas, maniobraron, tomaron posiciones y sobrevolaron Caburn” Además, circulaban rumores alarmantes, absurdos o distorsionados; se hablaba de espías alemanes disfrazados de monjas, e incluso de que unos jugadores de golf que venían de Flandes habían sido condenados a muerte —después los liberaron— porque los confundieron con paracaidistas. Las clases populares, concluía Virginia, no verificaban ni procesaban la información que recibían. Un “excedente de imaginación no explotada” daba lugar a las más disparatadas versiones. Por otra parte, deploraba las “peroraciones habituales” sobre heroísmo y patriotismo; “¡Ah! Qué daría uno para que de vez en cuando, hubiera una voz que se expresara normalmente […] lo que uno quiere son hechos”.

Lo cierto es que la situación era desesperante. Debido al avance alemán en Bélgica y considerando lo difícil que resultaría replegar las tropas hacia Francia, el comandante en jefe de la Fuerza Expedicionaria británica ideó un plan para evacuarlas de regreso a Inglaterra. La noche del 26 de mayo, bajo los bombardeos de la Lufwaffe y la artillería alemana, soldados ingleses, belgas y franceses se dirigieron a la playa de Dunkerque, ciudad a diez kilómetros de la frontera franco-belga, siguiendo la estrategia de lo que se llamó Operación Dínamo. Protegidos por una línea de resistencia que impedía el avance de los alemanes, los soldados subían a lanchas, botes pesqueros, barcas de recreo y todo tipo de embarcaciones disponibles que los trasladaban hasta los barcos de la Royal Navy, que a su vez se defendían de los bombardeos alemanes utilizando sus baterías antiaéreas. La operación no pudo llevarse a cabo completamente y finalizó el 4 de junio, con la evacuación de cerca de 340.000 soldados; los restantes debieron rendirse ante los alemanes.

31 de mayo: día clave en Dunkerque; durante un paseo por el campo, Virginia delineó la última escena de Pointz Hall. Sus paseos por las colinas seguían sugiriéndole escenas, aunque se preguntaba: “¿Pero esto va a durar?”.

3 de junio: focalizar la atención en su libro podía ser una manera de evadirse de la tensión que se vivía en Rodmell; muchos jóvenes de la villa debían de estar siendo evacuados en esos momentos. Pero al enterarse de la muerte del duque de Northumberland, sintió “la sensación de un muy pesado árbol caído”, muy diferente de lo que pudiera ser la muerte de “un Harry West”. Se refería al hermano de Mabel, su empleada de Monk’s House, que estaba reclutado y días después pudo llegar a Rodmell.

7 de junio: “La gran batalla que decide nuestra vida o muerte continúa”. En Londres, junto con Kingsley Martin y la escritora Rose Macaulay, los Woolf discutieron “seriamente la cuestión del suicidio”. Martin aseguraba que Inglaterra sería invadida en un plazo máximo de cinco semanas.

9 de junio: de regreso en Rodmell, Virginia reflexionaba: “La capitulación significaría entregar a todos los judíos. Campos de concentración. De modo que a nuestro garaje”. Punto seguido, y sosteniendo lo que podía ser el último hálito de vida, Virginia continuaba: “Eso ocupa mis pensamientos, en segundo plano detrás de corregir Roger y jugar a los bolos. Una tantea cualquier fuente de confort. […] Otra reflexión: no tengo nada de ganas de irme a acostar al mediodía: esto en referencia al garaje”.

10 de junio: “Nuestras tropas abandonaron Noruega”.

11 de junio: “Hoy o ayer, Italia ha entrado en la guerra”.

12 de junio: “Malas noticias. Los franceses se baten en retirada”. Comenzaba lo que los ingleses llamaron la Batalla de Inglaterra (Battle of Britain), la primera gran batalla aérea de la historia, signada por los continuos bombardeos con los que, hasta octubre, Hitler buscó destruir la fuerza aérea británica con el fin de invadir las islas, experiencia que Virginia reflejó en “Thoughts on Peace in an Air Raid”, el texto que escribió para un periódico norteamericano.

14 de junio: “París en manos de los alemanes. La batalla continúa”. Ese día los Woolf y Vita visitaron el castillo isabelino de Penshurst, cerca de Kent.[544] Virginia recorrió el salón de recepciones, se decepcionó con los muebles, conoció al anciano dueño del castillo, vio reliquias isabelinas. La guerra rodeaba la experiencia con un halo de irrealidad.

20 de junio: Churchill aseguraba que, gracias a la armada y a las fuerzas defensivas, estaban en condiciones de contrarrestar la invasión, pero a Virginia le costaba creerlo. Kingsley Martin llevaba morfina en su bolsillo. A diferencia de Ethel Smyth que aseguraba “ Oh por supuesto pelearemos y ganaremos”, Virginia pensaba asegurarse su propia dosis de veneno; su hermano Adrian[545] prometía conseguirles una prescripción para comprarlo. No eran los únicos que especulaban con el suicidio.

Hacía tiempo que le molestaban la imagen publicitaria del “sonriente, el heroico Tommy” y “todos los artículos de periódico y las emisiones de la BBC que apuntan a esta tensión siniestra, falsamente glorificante, que consiste en forjar héroes”. En contra de esa “falsa emotividad”, Virginia describió al vuelo la verdadera odisea de un soldado común, Harry West, y cómo llegó desde Dunkerque. En principio, Mabel no se dio cuenta de que su hermano era el soldado “sin sombrero, su casaca sangrienta y llena de agujeros, sus botas hechas harapos, yaciendo exhausto afuera de la puerta principal”.

 

No se sacó las botas por 3 días; la playa en Dunkerque, los bombarderos a nivel de los árboles, las balas como agujeros de polilla en su chaqueta, cómo no peleaban los aviones ingleses; cómo el oficial les dijo que se sacaran los zapatos y pasaran gateando. Luego fue él mismo con una granada y lo reventó. En Dunkerque muchos hombres se disparaban a sí mismos mientras los aeroplanos caían en picada. Harry huyó nadando, un bote se acercó. Dijeron Amigo, ¿puedes remar? Sí, dijo él, se metió, remó por 5 horas, vio Inglaterra, llegó a tierra; no sabía si era día o noche o qué pueblo —no preguntó—, no pudo escribirle a su madre, así que fue despachado a su regimiento. Saqueó un negocio belga y se llenó los bolsillos de anillos, que se cayeron al mar; pero dos relojes enganchados a su chaqueta sobrevivieron: uno está grabado, y da la hora. Mrs. Everest los tiene. Vio a su primo muerto en la playa; y a otro hombre de la calle. Él se encontraba hablando con un tipo, quien le mostró un pañuelo de seda comprado para su amante. En ese momento una bomba lo mató. Harry tomó el pañuelo. Harry ha tenido suficiente guerra, y está seguro de nuestra derrota: no tenemos armas ni aeroplanos; ¿cómo podemos lograr algo?

 

Los testimonios de los soldados eran desgarradores, y a Virginia le molestaba la visión edulcorada de héroe soldado que los medios y los políticos fabricaban a medida de las necesidades de publicidad. ¿Qué tenía que ver Harry West con ese artificio que la BBC desplegaba para ellos todas las noches?

A finales de junio la tensión y la angustia dejaban pocos resquicios, Virginia trataba de abocarse a sus lecturas, pero todo se vaciaba de sentido. “Siento, si esta es mi última etapa, ¿no debería leer Shakespeare? Pero no puedo. Siento que no debería terminar P.H.: ¿no debería terminar yo algo a modo de fin? […] Esta, pensaba yo ayer, puede ser mi última caminata”.

Los continuos raids de julio y agosto atentaban contra sus esfuerzos por conectarse con lecturas, o con su idea de inventar un nuevo método crítico, veloz y ligero que conservara el “vuelo de la mente”, pero sin perder exactitud. El 4 de julio conversó con Kingsley Martin, que le aseguró que para los próximos días “estaba fijada la fecha para la invasión”.

12 de julio: noticias y rumores, sumados a la exaltación de un patriotismo en el que no creía, la dejaban sin recursos a los que aferrarse: “No me gusta ninguno de los sentimientos que genera la guerra: patriotismo; sentimiento comunitario, etc. todas parodias sentimentales y emocionales de nuestros sentimientos reales”.

Las excursiones aéreas eran incesantes, se construían y camuflaban emplazamientos de armas que Virginia veía en sus caminatas. Desde Rodmell podían contemplarse “las siniestras preliminares a la destrucción” que amenazaba la ciudad de Londres. Primero era el aullido de las sirenas, después el zumbido de los aviones alemanes que, sobrevolando el mar, pasaban sobre Rodmell y Lewes. Por entonces le escribió a John Lehmann: “Podríamos haberte ofrecido una gran variedad de alarmas aéreas, bombas de tiempo, informes de la señora Bleach que ha traído una bomba de estribo (instalada en mi dormitorio) y batallas en alta mar”. Lo cierto es que las sirenas eran tan puntuales como las vísperas y aunque trataba de tomarlas como algo habitual (“todavía no hemos tenido nuestro raid, decimos”) e incluso parecía ignorarlas, en lo íntimo de su diario apenas podía con la sensación de infelicidad que sin embargo atribuía a su profesión.

Otro hecho significativo relacionado con la actitud valiente que Virginia se imponía tuvo lugar el 16 de agosto, mientras estaban en el jardín y debieron refugiarse porque un raid pasó demasiado cerca:

 

«Se acercaron mucho. Nos escondimos bajo un árbol. El sonido era como el de alguien serruchando en el aire justo por encima de nosotros. Permanecimos acostados, boca abajo, con las manos detrás de la cabeza. No aprietes tus dientes dijo L. Parecían estar serruchando algo inmóvil. Las bombas sacudieron las ventanas de mi cabaña. ¿Caerá? pregunté. Si es así, nos romperemos juntas. Pensé, pienso, en la nada, estar acostado, mi humor mientras estoy acostada. Algo de miedo supongo. Deberíamos llevar a Mabel al garaje. Demasiado arriesgado cruzar el jardín dijo L. Luego otra vino de Newhaven. Zumbó y serruchó y chifló a nuestro alrededor. Un caballo relinchó en la marisma. Muy bochornoso. ¿Es un trueno? dije. No, armas, dijo L., de Ringmer, camino a Charleston. Luego lentamente el sonido se apaciguó. Mabel en la cocina dijo que las ventanas se sacudieron».

 

 

 

Si bien Virginia renegaba de lo que pudiera relacionarse con el exaltamiento patriótico, una de esas noches, mientras observaba los aviones ingleses que se dirigían a combate, eludiendo el sentimiento comunal “dictado por la BBC”, y respondiendo solo a un llamado individual e instintivo, les deseó “suerte”. Sentía que de alguna manera su país la necesitaba. La Batalla de Inglaterra era considerada el preludio de invasión, el deseo de Virginia tenía sentido; finalmente, la aviación británica anunció que había derribado 496 aviones de la Luftwaffe, y aunque los bombardeos continuaron sobre Kent, Sussex y la ciudad de Londres, el 17 de septiembre Hitler decidió diferir y finalmente cancelar la invasión.

28 de agosto: mientras jugaban bolos en la terraza, Virginia y Leonard vieron que un avión que pensaron que era inglés se acercaba; poco después sintieron una salva de explosivos que, “como bolsitas de papel”, estallaban al mismo tiempo; recién cuando el avión se alejaba alcanzaron a contemplar la esvástica. A eso siguió un zumbido y la visión de dos aviones que se acercaban. Corrieron a buscar refugio en el pabellón, pero distinguieron que se trataba de aviones ingleses que verificaban al avión caído. Una “pacífica” muerte podría haberlos alcanzado mientras jugaban bochas esa “linda, fresca y soleada tarde de agosto”.

31 de agosto: “Ahora estamos en guerra. Inglaterra está siendo atacada. Ayer tuve esta sensación por primera vez y completa. Una sensación de opresión, peligro y horror”. Todo sucedió cuando Vita la llamó desde Sissinghurst para decirle que le era imposible visitarla, “las bombas caían alrededor de la casa” y le preguntaba si podía escucharlas mientras hablaban. Virginia estaba “demasiado hastiada” para expresar las sensaciones después de hablar con una persona a la que podían matar “de un momento a otro”[546]

Leonard escribió en sus memorias que ni él ni nadie que conociera mostraban miedo durante los incidentes aéreos; contagiada de ese espíritu, a pesar de lo que confesaba en su diario, Virginia parecía restar importancia a los bombardeos e incluso bromeaba acerca de la posibilidad de desarmar sin ayuda a “seis pilotos alemanes”. Lo cierto es que admiraba el comportamiento de sus compatriotas, “toda suerte de persona” e incluso de algunos políticos —“Winston al menos”— que lograban conmoverla.

Tanto la guerra como las sensaciones que Virginia registraba tenían sus treguas e intermitencias, y por un par de días vivieron noches de perfecta calma, que ella aprovechó para escribir Pointz Hall, preparar artículos para los Estados Unidos y colaboraciones periodísticas. De todas maneras, no podía escapar de la melancolía: veía las colinas como si las contemplara por última vez.

11 de septiembre: Churchill advirtió que los bombardeos podían ser el anticipo de la invasión en las próximas dos semanas. Entre el 7 de septiembre y el 2 de noviembre los alemanes bombardearon Londres cada noche. Habían decidido no invadir la ciudad, pero deseaban destruirla. En la intimidad de su diario, Virginia sufría la destrucción de su ciudad a la que los bombardeos le impedían regresar.

29 de septiembre: “Una bomba cayó tan cerca que maldije a L. por dar un ventanazo. Estaba escribiéndole a Hugh, y la pluma saltó de mis dedos”.

2 de octubre: “¿Debería pensar en la muerte?”. La noche anterior una bomba había caído con gran estruendo cerca de su ventana, despertándolos de un salto:

 

«Un avión pasó dejando caer su fruta. Fuimos a la terraza. Baratijas de estrellas desparramadas y resplandecientes. Todo tranquilo. Las bombas cayeron en Ilford Hill. Hay dos cerca del río, marcadas con cruces blancas de madera, todavía no estallaron. Le dije a L.: No quiero morir aún. Las chances están en contra. Pero están apuntando a las vías del tren y las centrales eléctricas. Se acercan cada vez más».

 

Con el peligro cada vez más cerca, Virginia no dejaba de trabajar en sus artículos y encontraba ayuda en sus lecturas. También proseguía con su correspondencia. La viuda del ex primer ministro Asquith le escribía comunicándole que por fin habían liberado a Robert Spira, un refugiado judío por el que le había pedido que intercediera; y le preguntaba: “¿Qué es lo que crees?”. Virginia se repitió la pregunta en su diario:

 

«¿En qué [creo]? No puedo recordarlo ahora. Oh, intento imaginar cómo muere uno por una bomba. Lo tengo bastante vívidamente, la sensación: pero no puedo ver nada excepto una sofocante nulidad después. Pensaré, oh, deseaba otros 10 años, no esto, y no podré, por primera vez, describirlo. Eso… quiero decir, la muerte; no, el crujido y el caos, la trituración de mis huesos oscurece mi muy activo ojo y cerebro: el proceso de apagar la luz. ¿doloroso? Sí. Aterrorizante. Supongo… Luego un desmayo; una batería; tragar saliva dos o tres veces con la intención de ganar conciencia… y luego punto punto punto».

La proximidad de la muerte la aterraba aun durante un paseo por las marismas con Leonard, cuando vio acercarse a aviones alemanes. Virginia se pegó “prudentemente” a Leonard, pensando si no era mejor que mataran “dos pájaros […] con una piedra”. “Desearía no sentirme cobarde”, le escribió a Ethel refiriéndose a los sobresaltos que no podía evitar, cuando oía el traqueteo de las bombas, y pensaba que “el zángano que está tejiendo su red encima de mí está por caer”.

A mediados de octubre, a pesar de que extrañaba sus rutinas londinenses y sentía esa “rara [queer] contracción de la vida al radio del pueblo”; Virginia concluía: “Vivo con intensidad”. Sus diarios personales permiten inferir que era así; incluso cabría preguntarse si no estaba sometida a una tensión excesiva, compelida a seguir con el tipo de vida y el ritmo de escritura de preguerra en momentos en que se acumulaban los duelos y sobrevivía a bombardeos y batallas. Por otra parte, Leonard marcaba las pautas de una vida política y comunitaria que no había hecho más que aumentar, con lo que en numerosas ocasiones Virginia decía sentirse agotada: “Tener continuamente compañía es tan nocivo como estar confinada a la soledad”.

Réquiem para la ciudad de Londres

El 10 de septiembre los Woolf fueron a Londres. La casa frente al 37 de Mecklenburgh Square estaba reducida a escombros. La policía impedía el paso, la calle estaba rodeada con sogas: una bomba había caído en un cantero y podía explotar en cualquier momento.

Su vecino Mr. Pritchard, que parecía tranquilo, decía que los alemanes estaban equivocados si pensaban que les harían aceptar la paz; aseguró que veía los raids por las noches y que dormía “como un lirón”. La flema inglesa se imponía, y Virginia se mostraba imperturbable, como los demás. En su diario, con un estilo casi telegráfico y oraciones cortas y precisas refiere los daños, recorre la ciudad, describe como al pasar a la gente que había quedado enterrada bajo los escombros. Solo en sus cartas se permite liberar algo de la emoción contenida: “La pasión de mi vida, es decir, la ciudad de Londres; ver a Londres destrozada, también eso acribilló mi corazón”. En su imaginario, Londres significaba la civilización, la identidad cultural, la historia; todo eso estaba amenazado: “Londres se veía alegre y esperanzada, portando sus heridas como estrellas; ¿por qué siempre dramatizo Londres? Cuando veo un gran destrozo, como una caja de fósforos aplastada donde se erguía una casa antigua, saludo con mi mano a Londres”.

En privado, Virginia aceptaba sus temores. “Me había considerado cobarde por sugerir que no debíamos dormir dos noches en el 37”, escribió en su diario, aliviada porque Leonard estuvo de acuerdo con ella. Como si no se sintiera a la altura de las circunstancias, Virginia hacía hincapié en su admiración por Vita o Rose Macaulay, que conducían ambulancias; por lady Colefax, que tenía un hijo en el frente; también por las ancianas “sucias después del ataque aéreo, y preparándose para aguantar hasta el final”. Finalmente, John Lehmann les anunció por teléfono que la bomba de la calle había explotado, los cristales de la casa estaban rotos, habían evacuado Mecklenburgh Square y era necesario trasladar la Hogarth Press a una zona más segura. Los Woolf volvieron a Londres para comprobar los daños. Virginia percibía “una poderosa sensación de invasión en el aire”.

El viaje a la ciudad no fue sencillo, los caminos estaban atestados de camiones y de soldados, y un raid los hizo detenerse en Wimbledon, donde conversaron con una familia que buscaba refugio en una pequeña construcción para ametralladoras. Tanto Virginia como Leonard recordaron a ese matrimonio, que, junto con su pequeña hija, conservaba su dignidad con apenas lo necesario: una lámpara, una sartén, té, unas cajas con sus pertenencias. El hombre que había sido imprentero había abandonado su casa y Leonard recordaría que parecía haber aceptado la recomendación de Cristo: “Por tanto, no os preocupéis por el día de mañana; porque el día de mañana se cuidará de sí mismo. A cada día basta su afán”[547] Virginia también pensaba en su destino: “58 años… no muchos más por delante […] a veces sueño con una muerte violenta”, pero no se dejaba abatir y elaboraba nuevos proyectos. Un día de septiembre, mientras recogía zarzamoras para la cena, se le ocurrió escribir un libro, Historia común, para leer de un extremo al otro la literatura inglesa, incluyendo la biografía, que organizaría a voluntad. Hasta el fin de su vida Virginia trabajó intermitentemente en esta idea de escribir una historia social crítica y sus efectos en la literatura.[548]

El 18 de septiembre escribió en su diario: “Tenemos que armarnos de todo nuestro valor”; otra bomba había explotado, “todas nuestras ventanas están rotas, los techos caídos, y la mayor parte de nuestras porcelanas pulverizadas en Mecklenburgh Square”. Como describió Leonard en sus memorias, la casa había quedado inhabitable:

 

«El solar de la Hogarth Press en el sótano y nuestro departamento en los pisos tercero y cuarto eran inhabitables. Todas las ventanas habían estallado; la mayor parte del cielorraso había sido derribado, de modo que, en la mayoría de los lugares, podías pararte en la planta baja y mirar sin interrupciones hasta el techo mientras los gorriones revoloteaban por las vigas de lo que solía ser un cielorraso; las bibliotecas habían sido arrancadas de las paredes y los libros yacían en enormes montones sobre el piso cubiertos con escombros y yeso. En la Press, libros, archivos, papel, la máquina de imprimir y la de tipos se encontraban en un desorden horrible y desalentador. El techo había sido dañado tan severamente que en muchos lugares dejaba entrar la lluvia, y las tuberías de agua habían sido tan sacudidas por el bombardeo que a veces una reventaba de repente y mandaba una catarata por las escaleras, del tercer piso a la planta baja».

 

Además de disponer la mudanza de la imprenta a Letchworth, Virginia asistió a unas “mujeres con los nervios a flor de piel” tras la explosión de una bomba en Brunswick Square. Tanto ella como Leonard se mostraban estoicos, las desgracias personales estaban inscriptas en un problema mayor que afectaba a toda la comunidad, a toda Inglaterra, por lo que tendían a minimizar sus propias pérdidas.

También los estudios londinenses de Duncan y Vanessa sufrieron los bombardeos y el fuego hizo estragos; solo pudieron rescatar una heladera y una escultura, pero Vanessa lo tomó “filosóficamente” señalando que tenía la capacidad de seguir pintando. Ninguna de las hermanas se resignaba ni se dejaba abatir.

Virginia volvía casi semanalmente a Londres y comprobaba cómo “más de Bloomsbury [había sido] destruido”. A mediados de octubre una bomba destruyó completamente el 52 de Tavistock Square, y aunque sentía alivio por no tener que pagar más la renta de la casa, Virginia le escribió conmovida a Angelica: “Donde solía hamacarte sobre mi rodilla, solo está el cielo de Dios: y no queda nada excepto una maldita silla y un pedazo de alfombra”.

De todas maneras, nada parecía opacar el carácter fundamentalmente alegre que ella presentaba ante conocidos y amigos, y, según Lehmann comprobó, “ni siquiera los bombardeos sobre Londres ni el incendio de su nueva casa en Mecklenburgh Square, donde también habían instalado la editorial Hogarth Press tras la destrucción de su antigua casa en Tavistock Square, pudieron atenuar su estado de ánimo, que era casi eufórico”.

La destrucción de Tavistock Square fue total, pero los Woolf sentían que debían reponerse, las desgracias personales parecían fruslerías, había personas, niños que hacían largas colas, cargando valijas, a la entrada del subterráneo. Tavistock Square era un “montón de ruinas”, algunos de los paneles pintados por Duncan y Vanessa colgaban de las paredes. De todas maneras, Virginia se consolaba pensando que de haberse quedado allí ninguna de sus posesiones habría sobrevivido. Por su parte, la casa de Mecklenburgh Square había sufrido menos daños. Incluso pudo rescatar cristalería y porcelana; y fundamentalmente sus diarios, los 24 cuadernos que conformaban “una gran masa para mis memorias”. Hasta el fin de la guerra la Garden City Press en Letchworth albergó a la Hogarth y a sus empleados. John Lehmann viajaba para supervisar y manejar las publicaciones, pero los Woolf debieron mudar y ubicar todos los libros y muebles, que finalmente encontraron, como ellos, refugio en Rodmell. “Si yo estuviera en Londres hoy… o hace dos años”, escribía Virginia soñando con volver a la ciudad de sus recuerdos.

Qué hacer mientras no se produce la invasión

A partir de mayo, lo que llamamos “diario de guerra” convivía con el “diario de escritora” característico de Virginia Woolf hasta el inicio del conflicto. De ahí que, conectado o mediado apenas con un punto seguido o una coma, se tocaban cuestiones como la escritura y corrección de Pointz Hall y Roger Fry, las visitas a Londres y temas personales que podrían resumirse en la frase “qué hacer mientras no se produce la invasión”.

Esa primavera, mientras Churchill pedía resignación a los ingleses diciéndoles que durante los bombardeos al menos le evitaban el fuego a sus soldados, los Woolf recibieron en Monk’s House la visita de George Moore, el filósofo que tanto había influido en los jóvenes de Cambridge de su generación. Si bien no había construido el “monumento filosófico inquebrantable” que todos esperaban, Moore seguía conservando su característica “integridad”, aunque un poco “debilitada”, “con menos energía”. Cierta veneración retrospectiva no impidió que sus antiguos discípulos — entre los que se encontraba Desmond MacCarthy— lo acusaran porque con sus silencios había “reducido al silencio a toda su generación”. El hombre cuyo libro Principia Ethica los había hecho “tan sabios y buenos”, “algo consciente de haber abusado de su influencia”, se defendió diciendo: “No deseaba ser silencioso. No se me ocurría nada que decir”.

Más que en los antiguos ídolos de juventud, con la guerra como contexto ineludible, Virginia se interesaba en lo que pudieran decir, o en el comportamiento de sus colegas, y después de ver a Eliot concluía: “Tom me dio la impresión de fosilizarse […] en ese curioso egocentrismo de los escritores. […] Pero pobre hombre si esa complacencia le procura una caparazón, sin ninguna duda lo protege contra el sufrimiento”. Pero ella también debía encontrar la manera de protegerse. Los frentes de sobreexposición abundaban; era enervante escuchar las versiones apocalípticas y suicidas de “ese loco de Kot” (Kingsley Martin), y a eso se sumaba la cantidad de gente que vieron o alojaron durante el año. De ahí que Virginia se mostrara ambivalente, tan pronto con deseos de sociabilizar como eludiendo el contacto. Eso fue lo que sucedió después de un incidente que tuvo como protagonista a la escritora Elizabeth Bowen; durante un tiempo Virginia se preocupó porque no le contestaba sus cartas: “Si ella no responde es el fin de nuestra amistad. […] Y tenemos conversaciones serias. Y es la única mujer de su generación”. Finalmente Elizabeth apareció y Virginia tuvo que admitir que se había dejado llevar por suposiciones falsas. De todas maneras, después de recibirla un par de días en Rodmell, se sintió agotada y escribió en su diario: “Qué difícil es reencontrar el centro, después de todos los círculos que una visita traza en torno de una”.

En un intento de recuperar ese eje, además de leer a Freud, Virginia visitó Charleston. La visita no pasó de ser “otra piedra en el estanque”: el horno no estaba para bollos, nadie se ocupaba de ella mientras Angelica y Bunny paseaban su romance ante la irritación contenida de la familia.[549]

 

«En este momento con solo PH [Pointz Hall] para fijar mi espíritu, estoy perdiendo anclaje. Por otra parte, la guerra […] ha quitado nuestro muro de seguridad. Ningún eco regresa. No tengo entorno. Tengo tan poca conciencia de la existencia del público que me olvido de si Roger va a ser o no publicado».

 

 

 

Es significativo que Virginia advirtiera que necesitaba contención afectiva, representada por Nessa y por Leonard, y que señalara que la pérdida de ese “eco”, que durante “años y años” dio cuerpo a su identidad, podía precipitarla “al borde de un precipicio… ¿y luego? No puedo concebir que habrá un 27 de junio de 1941” Presa de esos estados de ánimo, ni siquiera podía pensar en lo que haría la próxima semana: “Todo es un gran salto en la oscuridad”.

Hasta el final de sus días, la escritura fue el ancla que le impidió dar el salto, pero también fue una tortura.[550] Cada uno de sus libros, escribía en su diario, “acumula un poco de esa Virginia Woolf ficticia que llevo como una máscara por el mundo”. Sea como fuere, sus libros también le daban satisfacciones. En 1940 terminó de delinear Pointz Hall, asistió al éxito de ventas —alcanzó tres ediciones— de la biografía de Roger, que también fue publicada en Norteamérica, y además de planear un libro sobre la historia de la literatura, escribió ensayos[551] y artículos periodísticos. En ese contexto, trabajaba para Harper ’s Bazaar con “concienzuda diligencia de insecto” y también leía a los isabelinos para su libro de crítica. A finales de año, para descomprimir la escritura de la última parte de Pointz Hall, Virginia retomó sus “Apuntes del pasado”; finalmente, el 23 de noviembre dio fin a su última novela con la sensación “un poco triunfante” y la satisfacción de haber “intentado un nuevo método”.

Durante todo ese tiempo definido por el temor de una invasión que nunca llegó a producirse, bajo el zumbido de los aviones “como el torno de un dentista”, Virginia, que intentó lograr una suerte de escape, escribía: “Leo hasta adentrarme en un estado de inmunidad”. Entre los autores de los que se ocupaba estaba Coleridge, sobre el que Leslie también había trabajado. Por otra parte, el 24 de julio Virginia leyó una conferencia sobre la broma de Dreadnoughten el Instituto de Mujeres de Rodmell. Poco después volvió al tema en una reunión del Memoir Club.

Una gran actividad caracterizó el último año de vida de Virginia. Es llamativo que ni ella ni Leonard presintieran el inevitable agotamiento al que se precipitaba. Sus diarios reflejan una creciente incomodidad y la característica fobia social que precedía a muchas de sus crisis. En esta oportunidad, Virginia dirigió su enojo principal tanto a los habitantes de Rodmell como a los numerosos visitantes, sobre todo a aquellos protegidos por Leonard, pero también se enfrentó con Helen Anrep, la última pareja de Roger Fry, con quien, como señalamos, ya había tenido inconvenientes a raíz del préstamo de dinero del año anterior. Eso causó un distanciamiento con Nessa.

Virginia registró enojada en su diario que Helen Anrep y “sus dos zoquetes” —se refería a sus hijos— planeaban mudarse a una cabaña disponible en Rodmell. Se imaginaba que con ellos cerca no tendría paz y, como si proyectara en ellos el temido desembarco alemán, la molestaba lo que consideraba una invasión. Ni siquiera podría enviar una carta, sostenía, sin ver “una cara como la de un embrión de bacalao”. Virginia se enojó con Nessa, a la que culpaba por haberles hablado de la cabaña, pero luego reconoció que había tenido una rabieta. “Me enfadé como no lo hacía en años”,² y las hermanas fumaron la pipa de la paz. Se entiende que Nessa pensara que su enojo era exagerado; al fin y al cabo, Helen solo se instalaría en Rodmell quince días.

Lo cierto es que, por el momento, esas reacciones intempestivas no despertaban la alarma de Leonard, absorto como nunca en la actividad política comunitaria y en proyectos como la publicación, en septiembre, de su libro La guerra por la paz.

Por su parte, Virginia se sentía más involucrada en la vida de sus vecinos de Rodmell de lo que deseaba, y esto ocasionaba discusiones con Leonard: “Peleamos acerca de nuestra concepción de la vida comunitaria”.³ A pesar de las reconciliaciones y de la voluntad de enmendarse, no pasaba demasiado tiempo hasta que surgía un nuevo conflicto. Ironía no exenta de admiración eran los difíciles ingredientes de una convivencia de la que, como de la guerra, no tenía escapatoria. Virginia asistía a las demostraciones en la alcaldía, donde “nos mostraron cómo el carbón absorbe el gas”, y luego de la “aburrida pero necesaria” lección, veía que “la vieja Miss Green, dejando caer su capa de oficial, luciendo pantalones azules, se lanzó de la ventana de la rectoría”.4

Mujeres como esa vieja inglesa lograban conmoverla, admiraba el estoicismo y la practicidad de la gente del pueblo y se condolía con sus pesares: a finales de octubre, cuando unas bombas cayeron en la ruta del autobús escolar, compartió la angustia de todos hasta que los niños estuvieron a salvo.5 Muchos de sus vecinos eran viejos conocidos; entre ellos, Percy Bartholomew, el jardinero; Annie Thompsett, durante años empleada en Monk’s House, y su familia; Mr. Fears, el cartero, que asistía a las reuniones del Partido Laborista; Diana Gardner,[552] escritora y miembro del partido; los propietarios de las granjas vecinas; Louie Everest, que trabajaba con ellos desde 1934 y vivía en una casa de su propiedad. Durante años, los Woolf convivieron con sus vecinos y en muchos casos entablaron relaciones de afecto; como en el caso de Louie, conocían a toda la familia. Incluso Leonard intervino para enviar a un asilo a su hermano, que sufría problemas mentales y luego, a pedido de la madre, lo sacó de la institución y lo acompañó de regreso a su casa.

Muchos de sus vecinos se habrán visto reflejados en la variopinta tipología de lugareños de Entre actos, entre los que se encuentra “el tonto del pueblo”, que participa de la representación teatral: “¿Y si, de repente, hacía algo horroroso?”.

Conocer a los lugareños era una cosa, pero sentirse integrado a la comunidad no era sencillo. Como laboristas militantes, los Woolf no eran bien vistos por muchos miembros de la alta burguesía local: “Vivimos en el corazón del más bajo mundo aldeano, al cual Leonard le da conferencias sobre papas y política. La alta burguesía no llama”.7 Por otra parte, como debido a la guerra y al mal clima podía pasar tiempo sin ver otro tipo de gente (“nuestros amigos están aislados alrededor de sus fuegos invernales”),8 Virginia dirigía su enojo y contrariedad contra la gente de Rodmell y todos los que consideraba que demandaban más de lo que quería dar:

 

«Vampiros. Sanguijuelas. Cualquiera con 500 al año y educación es de inmediato succionado por las sanguijuelas. Nos arrastran a L. y a mí al estanque de Rodmell y nos chupan, chupan, chupan. Comprendo la razón de los succionadores de guineas. Pero nuestra vida, nuestras ideas, esto ya es un poco fuerte. Hemos cambiado lo inteligente por lo simple. Los simples envidian nuestra vida. Anoche la lectura de L. atrajo a Succionadores. Gwen Thompsett es una succionadora».

 

Aunque sus diarios podían ser terreno propicio para descargar tensiones y sin duda algunas crueldades respecto de sus vecinos, Virginia era muy amable[553] con su entorno que no percibía sus reticencias; de no ser así, Annie Thompsett no la hubiera convocado para que fuera tesorera del Instituto de Mujeres de Rodmell. Un compromiso que seguramente aliviaba la sensación de culpa que acompañaba sus exabruptos con aquella gente, y sus constantes dudas acerca de si estaba haciendo lo suficiente o lo que se esperaba de ella en tiempos de guerra.

La cuestión era que las relaciones, además de numerosas, eran demandantes. Se hacía necesario detenerse a conversar con Mrs. Cavase, la viuda de un médico de Birmingham y presidenta del Instituto de Mujeres, o con Mrs. Ebbs, la criticada mujer del párroco —“Mi pasión, señora Woolf, es el escenario”—, que dirigía las representaciones teatrales y le decía a Leonard que leía los libros de su mujer debido a su bello inglés, pero que no los entendía.

En octubre, cuando Mabel decidió dejarlos, Virginia se dedicó a la cocina y disfrutó de la soledad y la sensación de independencia[554]. Por primera vez en su vida, se quedaba “sin sirvientes en el sentido Victoriano”, es decir, se apartaba del sistema de servicio que había regido su existencia y comenzaba a prescindir de las empleadas domésticas que vivían en la casa. Pero había otros esquemas de los que no se alejaba: horarios de trabajo y lectura, jugar a los bolos o ver a los aldeanos en las puertas de sus casas, algo que se volvía casi “familiar”.

Confinada en Rodmell, Virginia disfrutaba del paisaje y sus paseos. A principios de noviembre, después de unas fuertes lluvias y con sus defensas debilitadas por las bombas, el río Ouse se desbordó, se inundaron grandes extensiones de campo y el agua llegó hasta el jardín de Monk’s House. Las marismas se transformaron en “un mar surcado de gaviotas” y Virginia disfrutó de un paisaje pretérito en el que se borrábanlas huellas humanas:

 

«El pajar en el diluvio es de una belleza increíble… Cuando levanto la vista veo toda esa agua en la marisma. Bajo el sol es azul profundo, las gaviotas semillas de alcaravea: bolas de nieve:[555] aviador atlántico: islas amarillas: árboles desnudos: techos rojos de cabañas. Oh, que la crecida dure para siempre… un borde virgen; no hay búngalos; como era en un principio. […] Ahora está gris plomizo con las hojas rojas en frente, nuestro mar de isla. Cabum se ha tornado un acantilado».

 

En esos días Leonard cayó en cama con gripe y, respetando las normas de seguridad, Virginia se encargó de oscurecer las ventanas de la casa. Pero como por las noches la luz se escapaba por las rendijas, recibió la visita del alguacil local. La conversación no fue fácil, Virginia sintió que estaba frente a un “matón oficial” que deseaba ponerla en su lugar, darle una reprimenda, y que incluso la amenazó con la prisión, una multa y más. De nada sirvió que desplegara su “batería femenina” o que se excusara aludiendo la enfermedad de Leonard. La guerra cambiaba las pautas de comportamiento, la autoridad conferida al “rudo y áspero” trabajador borraba los modales con que se hubiera dirigido a ella en otras circunstancias, y se hacía evidente que se abría una “brecha” en los comportamientos de clase.

Además de los comportamientos sociales, la guerra alteraba las costumbres de mesa; debido al racionamiento, una pequeña porción de manteca[556] podía considerarse un lujo. De ahí que después de recibir una buena cantidad que Vita le envió de regalo, Virginia le agradecía:

 

«Te has olvidado qué gusto tiene la mantequilla. Así que te lo diré: es algo entre rocío y miel. ¡Por Dios, Vita! [… ] tu lana, y luego encima ¡¡¡tu mantequilla!!! Por favor felicita a las vacas por mí, y a la que ordeña, y me gustaría sugerir que el ternero sea conocido en el futuro (si es hombre) con el nombre de Leonard, y si es mujer, Virginia.

Piensa en nuestro almuerzo mañana: Bunny Garnett y Angelica vienen; en el medio de la mesa pondré la porción entera. Y diré: Coman tanta como quieran, y no puedo interrumpir esta rapsodia, ya que ha pasado un año desde que vi una libra, por decirte otra cosa; no creo que nada más parezca importante».

No hacía mucho que Vita había visitado a su amiga, y es probable que no se le escapara lo que se ve en las fotos de esa época, incluso en las que tomó Giséle Freund y que muestran a una mujer en extremo delgada y hasta demacrada, y que entonces, consciente o inconscientemente, enviara el suculento alimento. Lo cierto es que tanto ella como Leonard llamaron la atención de la doctora Octavia Wilberforce, la amiga de la actriz norteamericana Elizabeth Robins, que conocían desde años atrás y que también comenzó a enviarles comida de su granja.

La médica admiraba a Virginia e incluso temía su inteligencia, pero eso no le impedía hacer su diagnóstico y le escribió a la Robins —que había vuelto a Norteamérica a causa de la guerra— subrayando: “Los dos se ven delgados y casi muertos de hambre y si alguien debe beneficiarse de mi ganado deberían ser esos desamparados”. Al tiempo que agradecía la crema que Octavia le enviaba, Virginia decía que solo podía retribuirle con las manzanas del huerto.

Curiosamente, ambas estaban emparentadas. El bisabuelo de Octavia, el antiesclavista William Wilberforce, tenía una hermana que se casó con el bisabuelo de Virginia. Octavia era la octava entre nueve hermanos, pertenecía a la clase media alta y se había criado en una amplia casa de Sussex. “Sus raíces —escribió Leonard— estaban en la historia inglesa y en el suelo inglés”. Por su parte, Virginia admiraba la determinación que la llevó a ser médica: sin los estudios necesarios, se preparó arduamente para los exámenes de ingreso que aprobó contrariando los mandatos familiares, ya que solo se esperaba de ella que se dedicara a actividades como jugar tenis, asistir a bailes “para casarse y criar más señoritas que criarían aún más señoritas en aún más casas de campo”.

A principios de diciembre llegó la mudanza con las pertenencias que habían rescatado en Londres, y Virginia escribió mientras las acomodaba: “Veo lo que es la vida de una mujer trabajadora. No hay tiempo para pensar. Una brisa alborota la superficie. No hay silencio”.

Ocupada en cuestiones domésticas, le costaba concentrarse y sabía que tenía un gran trabajo por delante. Estaba escribiendo un ensayo sobre la actriz Ellen Terry (protagonista de Freshwater) para la Harper ’s Bazaar, y la esperaba la ardua tarea de corrección y tipeo de Pointz Hall.

Tanto trabajo se acumulaba sobre una realidad que Virginia negaba conscientemente. Su diario de los primeros días de diciembre se refiere en su mayor parte a temas cotidianos y literarios al punto que debe recordarse a manera de advertencia:

 

 

 

«Tengo tan solo 5 minutos tras una lucha con Ellen Terry para decir que la guerra — sí, he dejado solo 5 minutos para llenar esa omisión— que la guerra continúa; en 10 años habré de preguntar, ¿qué estaba sucediendo con la guerra? [… ] La guerra lentamente se representa a sí misma en una gran escena: alrededor de nuestra pequeña escena. Pasamos 59 minutos aquí; un minuto allí».

 

 

 

Lo anterior parece más una expresión de deseo que una realidad. Como se señaló, la guerra y sus efectos tienen lugar protagónico en sus diarios personales, y a finales de año Virginia, que continuaba trabajando para el Instituto de Mujeres, convocó a Vita para dar una charla sobre Persia y a Angelica para hablar de teatro. Entre tanto, el racionamiento de comida y combustible se hacía cada vez más difícil de sobrellevar. Para colmo y debido a la falta de gasolina, Nessa la visitaba solo de paso, cuando hacía sus compras en Lewes. Si las cosas continuaban así, concluía Virginia, “estaremos hambrientos, “¿Qué es lo próximo que Hitler sacará de su manga?”, se preguntaba, atemorizada, mientras los alemanes enviaban tropas a Italia.

Poco antes de Navidad, invadida por la nostalgia, Virginia leyó viejas cartas y recordó a sus padres: “Qué bella que era esa gente antigua —me refiero a papá y mamá—, qué simples, qué claros, qué serenos. […] Nada turbulento; nada complicado: sin introspección”. Por otra parte, refiriéndose a sí misma constataba:

 

«Noto con cierto temor que mi mano se está paralizando. Por qué, no podría decirlo. ¿Puedo seguir trazando líneas rectas? Parece que no. Escribo esto a modo de experimento; de hecho está menos paralizada esta mañana, pero luego he estado copiando mi manuscrito de P.H., y estoy intoxicada con palabras… pero no entraré en este tema Es Nochebuena, y no me gustó bajar las cortinas; Leonard y Virginia se recortaban muy negros contra el cielo.

Es necesario escribir. Sí, nuestra vejez no será de una dulce somnolencia en un huerto soleado. Pero bajando la cortina, siento que puedo vivir el momento, lo que es bueno; ¿por qué ceder un momento al arrepentimiento o a la inquietud? ¿Por qué?»

 

El 29 de diciembre Virginia escribió la última anotación del año en su diario. Hacía un esfuerzo por recuperar el ánimo que flaqueaba. Se lanzaba a los campos, caminaba, leía, buscaba justificaciones para la existencia.

Hay momentos en que la vela aletea. Luego, siendo una gran aficionada al arte de vivir y resuelta a extraer todo el jugo de mi naranja, como una avispa en el capullo, me siento desvanecer, y sucedió ayer; cabalgo por las colinas hasta los acantilados.

 

Pero cansa el cuerpo y la mente duerme. Todo deseo de escribir un diario aquí ha decaído. ¿Cuál es el antídoto correcto? Debo husmear a mi alrededor. Creo que Madame de Sévigné. Escribir debe ser un placer diario. Charleston tonto; Leslie vocal. Los Anrep almorzaron. Detesto la dureza de la vieja edad… la siento, raspo, estoy áspera.

El pie menos presto a encontrar el rocío de la mañana, el corazón menos circunscripto a emociones nuevas, y la esperanza, una vez destrozada, menos dispuesta a surgir nuevamente. [… ] Yo soy yo; y debo seguir mi surco, no copiar el de otro. Esa es la única justificación para mi escritura y vida.