CAPÍTULO X - 1907
El casamiento de Nessa
VANESSA reconocía que, al vivir con sus hermanos en Bloomsbury, la vida que llevaba tenía “todas las alegrías y ninguna de las molestias de la vida de casada”, pero la muerte de Thoby la precipitó en la decisión de casarse. Según contó, la proposición matrimonial de Clive la había tomado por sorpresa; nunca había sospechado de sus sentimientos ni los había alentado, dando por sentado que Clive la consideraba “estúpida y muy inculta” y que solo era amable con ella en consideración al resto de la familia. Pero a principios de 1907, el casamiento era un hecho que amenazaba con cambiar radicalmente la relación de las hermanas. Virginia escribía al respecto: “No vi a Nessa a solas, pero me doy cuenta de que todo aquello terminó, y nunca más la veré a solas; y Clive es una nueva parte de ella, que tengo que aprender a aceptar”. Al mismo tiempo que el matrimonio de Vanessa amenazaba el estilo de vida de los hermanos Stephen en el 46 de Gordon Square, amigos y parientes daban a entender que también Virginia debería casarse, pero ella le escribía a Violet:
«Si tú o Kitty vuelven a hablar de mi matrimonio otra vez, voy a escribirles un sermón de tal envergadura acerca de los pecados carnales, que las hará caer en brazos de la otra; pero ya no podrán acercarse a mí nunca más. Desde que Thoby murió, muchas mujeres han hecho alusiones a esto, hasta tal punto que ¡casi podría llegar a ponerme en contra de mi propio sexo!»
El anuncio del casamiento de Nessa tomó por sorpresa a muchos, y hubo reacciones y comentarios escandalizados. El mismo Henry James escribió en una carta lo que pensaba de semejante unión:
«No obstante, supongo que sabe lo que hace, y parecía muy feliz, ansiosa y escandalosamente enamorada (en esa casa de tantas muertes, ¡ay Dios!). Le regalé una caja de plata antigua (“para horquillas”), y me contó que le obsequiaste “un juego de té florentino muy bello”. Era evidente que estaba muy contenta con este último, pero me estremecí y apreté los dientes cuando me lo dijo. Ella y Clive van a quedarse con la casa de Bloomsbury, y Virginia y Adrian tendrán que buscarse un piso en cualquier otra parte. A propósito, Virginia se ha convertido en una mujer muy elegante, encantadora y casi “distinguidamente” hermosa. Me agradó estar con ellos, pero todo era tan extraño y terrible (con la ávidafuturidad de la juventud), y lo único que podía ver con claridad era a los fantasmas, incluso a Thoby y Stella, para no mencionar al querido Leslie y la bella, pálida y trágica Julia, a los que estos jóvenes daban la espalda, alegremente y con toda naturalidad.»
Aunque Virginia compartía el sentimiento de extrañeza del amigo de su padre, permanecía fiel a su hermana y se mostraba ante el mundo como aliada incondicional de Nessa; exaltaba su personalidad y encanto con reverencia, le declaraba su cariño y, el día antes del casamiento, retomando los apodos de animales que habían utilizado desde la infancia, le escribía:
«Nosotros, los abajo firmantes, tres Monos y un Wombat,[118] deseamos hacerle saber nuestro gran dolor y alegría ante la noticia de que tiene intenciones de casarse. Oímos que ha encontrado un nuevo Mono Rojo [Clive Bell] de una especie no conocida hasta ahora, que es mejor que todos los demás monos porque puede tanto hablar como casarse con usted, de lo cual quedamos excluidos.
[…] Nosotros hemos sido sus humildes Bestias desde que dejamos por vez primera nuestras Islas, lo cual fue antes de lo que podemos recordar, y durante todo este tiempo la hemos cortejado y le hemos cantado muchas canciones de invierno, de verano y de otoño con la esperanza de así hechizarla y hacer que condescendiera un día a casarse con nosotros. Pero como ya no esperamos este honor, le imploramos que siga teniéndonos por amantes, en caso de necesitar un semejante, y en calidad de tales le prometemos resignarnos y contentarnos con adorarla ahora igual que antes.»
Lejos de la solemnidad y de lo discursivo, Virginia tiende un lazo de afecto incondicional hacia su hermana, e incluyendo a Clive en el juego de apodos, consiente en incorporar al “Mono Rojo” como un integrante más de la tribu. En tanto, aunque a George Duckworth se lo exiliaba del terreno de los afectos, Vanessa recurrió a él para que concretara los arreglos matrimoniales con el padre de Clive, en los que se logró un compromiso financiero que beneficiaría a Vanessa y a sus posibles hijos. También se acordó que Clive recibiría de su padre 20.000 libras, con la condición de que, en caso de que él muriera, Vanessa percibiría los intereses.
El día anterior a la boda Virginia reconocía, refiriéndose a su hermana: “Odio que se vaya”, pero intentaba mantener la calma y no mostrar esos sentimientos. Finalmente, el matrimonio se celebró el 7 de febrero, en el Registro Civil de St. Pancras. Fue una ceremonia íntima y algo “accidentada”, a la que no asistieron ni primos ni tíos. Para que condujera a la novia a destino, George envió el coche de la familia de su esposa, adornado con las armas de la familia Carnarvon, pero el cochero, acostumbrado a recorrer barrios más elegantes de la ciudad, no conocía el camino, se perdió, y Vanessa llegó tarde a su boda. Debido al retraso, la pareja perdió el tren que la llevaría a su luna de miel en Manorbier. Mientras esperaba el siguiente, en la estación de Paddington, Vanessa “pasó la primera hora de su matrimonio escribiéndole a la hermana a la cual acababa de dejar”.
Pretendientes para Virginia
Luego de la boda, entumecida y como atontada, Virginia parecía incapaz de dedicarse a su trabajo. Su hermano Adrian se mostraba muy cariñoso y eso le daba ánimos para proyectar un alegre hogar para ambos, pero los dos se sentían abandonados. Virginia encontraba “terrible que él no tuviera hermano” y se consolaba a sí misma pensando que, a pesar del matrimonio, no había perdido a Vanessa para siempre. En los días posteriores a la boda, y mientras intercalaba unas cortas estadías en casa de su tía Nun en Cambridge y en la de Violet en Welwyn, Virginia se dedicó a elegir su nueva casa. Le pareció que la que más les convenía era una situada en la calle Fitzroy Square, donde habían vivido Bernard Shaw y su madre. Adrian coincidió con ella, y lo mismo opinó Sophie Farrell, la cocinera de la familia, que consideraba que Virginia era tan atolondrada que decidió acompañarla en su nuevo hogar, ya que en cuanto a la comida, decía, “nunca sabe lo que tiene delante”.
Otra vez, la cuestión de la mudanza atrajo la atención de parientes y amigos. Beatrice Thynne, “llena de sobreentendidos”, rondaba a Virginia y explícitamente le pidió que no alquilara casa en ese vecindario. Tampoco Violet estaba convencida de que fuera una decisión acertada. Pero después de buscar alojamiento durante un mes, Virginia no quiso saber nada con la idea de comenzar de nuevo; y como reconocía que no quería vivir en una casa que tuviera “mala fama”, intentaba encontrar razones que dieran cuenta de la respetabilidad del barrio. En ese sentido, el hecho de que Bernard Shaw[119] hubiese habitado la que iban a alquilar podía servirles de justificación, pero Virginia fue más allá, pidió un informe a la policía, y como este resultó tranquilizador, dio por zanjado el asunto. Mientras se organizaba el traslado a Fitzroy Square, ella y Adrian durmieron un par de noches en casa de Violet Dickinson.
Con casa nueva y esta vez a su cargo, Virginia inició una nueva etapa. Durante el tiempo en que vivió con su hermana, no había demostrado ningún interés por el matrimonio, y en sus cartas solo hay algunas referencias a sus relaciones con hombres ajenos a la familia, pero de pronto comenzaron a aparecer los pretendientes. Estando Vanessa de luna de miel, y convertida en anfitriona del hogar que compartía con Adrian, tuvo ocasión de recibir a Walter Headlam y Lytton Strachey para tomar el té; reacia a verse a sí misma como una señorita victoriana, se sintió inadecuada sin la presencia de su hermana; y como en una suerte de desdoblamiento se observó a sí misma sirviendo el té y tratando de hablar “como una lady”. Con todo, no tardó en descubrir que era su intelecto, y no cómo sirviera o dejara de servir el té, lo que seducía a algunos hombres.
Consciente de que, a diferencia de las “cartas casi incomprensibles” que recibía de Nessa, ella escribía otras que deleitaban tanto a su hermana como a su cuñado, no tardó en comprender que ese sería el lazo que las mantendría unidas a pesar de la distancia. En esta etapa, el intercambio epistolar entre ellos era casi diario, los recién casados no querían prescindir de sus escritos ya que los divertían y a la vez halagaban la vanidad de ambos. Sobre todo, cuando Virginia le escribía a Clive:
«[El nombre Vanessa] contiene toda la belleza del cielo, la melancolía del mar y la risa de los delfines en su circunferencia, primero en el místico Van desparramado como en un espejo de cristal gris hacia el Paraíso. Luego, en la sibilante cola de sus sucesivas eses, y finalmente en la pausa grave y en la suspensión de la última A, respirando paz como la respiración de la Tierra misma.»
En cuanto a la propia Vanessa, decía la misma carta: “¿Acaso no son todas las Artes sus tributarios, todas las ciencias sus continentes y el mismo globo, una bola pintada entre sus brazos?”. Y finalmente, dirigiéndose a su cuñado, agregaba: “Pero tú moras en el Templo, y yo, desde afuera, soy la adoratriz”
Por entonces, tal vez por no ser menos que su hermana, Virginia tuvo un “flirteo” con un antiguo amigo de la familia. Se trataba de Walter Headlam, reconocido helenista y poeta bastante mayor que ella que había sido uno de los jóvenes protegidos de Julia. Desde entonces, se sabía que Headlam tenía un lado siniestro. Una noche en que Julia y Headlam volvieron tarde a la casa, Stella percibió que parecían cansados y de mal humor, y escribió en su diario: “Maldito Mr. Headlam. ¿Qué ha sucedido?”. Y en otra oportunidad: “Mr. Headlam se fue a las diez y media. No puedo pensar en él sin sentir un escalofrío y, sin embargo, merece toda nuestra compasión. Es terrible”. Según parece, tanto Vanessa como Violet compartían sus reservas respecto a Headlam, pero en diciembre de 1906 Virginia le envió sus manuscritos con la esperanza de recibir “una crítica sobria”. Por su parte, Headlam le comentó que, en agradecimiento a “tres páginas de la mejor crítica”, pensaba dedicarle su traducción de Agamenón. Virginia se sentía reconocida y no es aventurado decir que esos halagos contribuyeron a acercarla a él. La amistad siguió su curso, y a fines de marzo de 1907 Virginia le contó a Violet que ella y Headlam habían sostenido “una entrevista seria”, en la que él señaló “que se sentía muy triste por el hecho” de que ella no se hubiera casado. De todas maneras, Quentin Bell, el sobrino de Virginia, subrayó que ni Violet ni Vanessa apoyaban la relación con Headlam, ya que se sospechaba que “su verdadera pasión en la vida […] eran las niñas pequeñas”.
El trato con Headlam se basaba en la necesidad que tenía Virginia de comentar sus escritos y de poner a prueba su inteligencia; no había intereses adicionales en el vínculo y, cuando Vanessa volvió de su luna de miel, no dudó en viajar con los Bell y en ningún momento pareció lamentar la distancia que los separaba. Así pues, el 28 de marzo, Virginia y Adrian partieron a París con Clive y Vanessa Bell. Aunque para mantener la privacidad optaron por alojarse en distintos hoteles, Virginia percibió claramente el despliegue sensual de Vanessa; pese a sus temores, comprobó que seguían compartiendo un espacio de intimidad y reconoció: “No puedo creer que Nessa no naciera casada, porque parece algo muy natural y apropiado en ella”. De hecho, percibía un componente intensamente provocativo en el despertar sensual de su hermana y lo relacionaba con su vida matrimonial, lo que la llevaba a observar el proceso con atención. Pero no era suficiente, y aunque disfrutaba del viaje, de la compañía e incluso de las cenas con Clive y Vanessa en “alguna excéntrica taberna de Montmartre”, comenzó a extrañar su hogar y su trabajo, como solía suceder cada vez que se alejaba de Inglaterra.
Finalmente, de regreso en Londres, el 10 de abril Virginia y Adrian se instalaron en su nueva casa de Fitzroy Square. Días después, refiriéndose a esta nueva etapa de su relación con Nessa, Virginia le escribía a Violet: “Es muy evidente, hasta para el ojo más prejuicioso, que Dios la hizo para el matrimonio; y ella se asolea allí como una vieja foca sobre un peñasco”.
Por entonces, Virginia no parecía dispuesta a casarse, y la relación con Headlam no daba la impresión de ser muy sólida. Durante su estadía en París, él le había escrito tres cartas, en la última de las cuales declaraba que la amaba “como a una hermana”.
Después, durante un encuentro en Cambridge, se mostró quisquilloso e irritable y acusó a Virginia de “voluble, fría y traicionera”. Es probable que ninguno de los dos se sintiera demasiado afectado por el hecho de que la relación no prosperara. Mientras tanto, en Fitzroy Square, aun sin la presencia organizadora de Vanessa, la vida social de Virginia y Adrian era activa y variada, y aunque incluía a los viejos conocidos, se hacían cada vez más evidente sus preferencias por nuevas amistades, como la de Francis Dodd, un joven pintor y grabador que expresó su deseo de retratarla, por lo que tiempo después Virginia comenzó a posar para él. Por su parte, y con el apoyo de Clive, Vanessa decidió dejar en el pasado a sus antiguas relaciones, con las que llegaba a mostrarse abiertamente hostil. Más conservadora, Virginia asumía un tono conciliador e incluso trataba de calmar a los parientes ofendidos que, como George, se quejaban de la distancia que Vanessa imponía. Deslumbrada por la independencia de la que hacía gala, Virginia describía a su hermana “como una niña derrochadora, que deshoja flores, siempre bella como una diosa”.
La transformación de Vanessa Lo cierto es que Nessa y Clive no tenían reparos en mostrarse descorteses y era evidente que, en su nueva vida, los hermanos Duckworth no encajaban. Apegada al pasado, Virginia no se daba cuenta de que esas relaciones no tenían futuro. “Cuál es mi lugar entre todos ellos, no lo sé”, se preguntaba. Seguir en contacto con los viejos amigos y lo que podríamos llamar la “antigua” familia era como intentar que los muertos queridos no se fueran del todo. Pero el presente era más fuerte, y aunque en agosto Virginia le escribía a Violet diciendo que el dolor por la muerte de Thoby seguía siendo el mismo, contagiada por el entusiasmo vital de Nessa, aseguraba: “Sin embargo, mi gran religión es ser feliz”.
Así pues, desde los primeros momentos los hermanos Stephen y el matrimonio Bell formaron una suerte de grupo privado, y a nadie extrañó que decidieran pasar juntos las vacaciones de verano en Sussex. Allí Virginia se encontró con Henry James:
«Hoy tomamos el té con Henry James, y con el señor y la señora [George] Prothero, en el club de golf; y Henry James me clavó la mirada con sus ojos inexpresivos —como las canicas de los niños— y me dijo: ‘Mi querida Virginia, me dicen… me dicen… me dicen… que usted… de hecho, siendo la hija de su padre; no, más bien, la nieta de su abuelo… la descendiente ni más ni menos que de un siglo… de un siglo… de plumas y tint… tint… tinteros, sí, sí, sí, me dicen… ahm m m… que usted, que usted, en suma, que usted escribe” Y así siguió en la calle, mientras todos esperábamos, como los campesinos esperan a que la gallina ponga el huevo —¿lo hacen?—, nerviosos, corteses, ora sobre un pie ora sobre el otro. Me sentí como una persona condenada a ver el cuchillo caer y clavarse y volver a caer. Nunca ninguna mujer odió tanto “escribir” como yo. Pero cuando sea vieja y famosa haré disertaciones como Henry James.»
Aun cuando Virginia admiraba al consagrado escritor, también podía hacer comentarios críticos: “Estoy leyendo los escritos de Henry James sobre América y me siento como alguien embalsamado en un bloque de ámbar suave y pulido: no es desagradable, muy calmo, igual a la costa en el crepúsculo, pero no es la obra de un genio: no, debería ser una corriente fluida”. Por su parte, como no estaba de acuerdo con las elecciones de las hermanas, Henry James optó por alejarse y perdió contacto con las hijas de su amigo. Sin embargo, seguiría preguntando por Virginia y por Vanessa, a las que aseguraba no poder visitar porque le desagradaba la presencia de “aquella imagen insignificante” —como llamaba a Clive— e incluso instaba a sus amigos a que transmitieran su afecto y las razones de su alejamiento: “Dile a Virginia, dile, cuánto lamento que cosas inevitables de la vida hayan hecho posible, aunque sea por un instante, que yo permitiera que un hijo de su padre se deslizara fuera del alcance de mi vista”.
En cuanto a Virginia, a pesar de sus esfuerzos, los cambios no eran fáciles de aceptar. Cuando se enteró de que Vanessa estaba embarazada, debió asumir una nueva realidad y, luego de encontrarse con ella, escribió que había visto “a quien llamamos Nessa; pero eso significa marido y bebé, y de hermana queda menos de lo que solía haber”. También era motivo de conflicto su propio futuro y pensaba qué sería de ella: “Me sentiré desdichada o feliz; una criatura sentimental y parlanchina, o una escritora de un tipo de inglés que algún día quemará las páginas”. Al mismo tiempo, la intensidad de sus sentimientos y el deseo de estar con su hermana la llevaban a una observación atenta que concluía con la certeza de que Nessa tenía un poder especial: “Estar con ella es como sentarse bajo el sol de otoño; ¡pero entonces está Clive! […] todos somos como la madera verde o seca, arrojados a sus llamas; y no le importa demasiado a ese prodigio con qué se alimenta: ‘transmuta’”.
La plenitud de Vanessa y la conciencia de que estaba hecha para el matrimonio y la sensualidad llevaban a Virginia a preguntarse por su propio destino y a compararse con su hermana:
«En estos últimos quince días, estuve conversando con unos muchachos —Lamb y Sidney Turner—, pero se muestran tan poco interesados que ya veo que pasaré el resto de mis días como una solterona, una Tía, una autora. S. T. está ahora en el piso de abajo con Adrian, resolviendo un problema de ajedrez, o tocando distraídamente su propia ópera en el piano. Pues son capaces de escribir música, así como latín y griego y todo lo demás. [Lytton] Strachey está con Nessa y Clive.»
Hacía tiempo que Virginia analizaba la compatibilidad entre el matrimonio, la maternidad y la escritura. Planteó la cuestión ese año en uno de sus ensayos, donde se refirió a las escritoras que habían decidido que “el don de la poesía no es compatible con las tareas de esposa y madre”, alegando que debía reconsiderarse esta posición ya que “la mente prosaica puede verse tentada a afirmar que el mundo podría ser, quizá, considerablemente peor si los grandes escritores hubieran cambiado sus libros por niños de carne y hueso”. Inserta en ese dilema, Virginia escribió uno de sus primeros relatos, “El diario de Joan Martyn”, donde la narradora, una mujer dedicada a rastrear documentos históricos, tropieza con el descubrimiento de los diarios de una joven del siglo XV que ante la perspectiva de contraer matrimonio escribía:
«¡Qué bendición sería no casarse nunca, no envejecer! ¡Pasar la vida, inocente y despreocupada, entre los árboles y los ríos, los únicos que pueden mantenerla a una pura e ingenua en medio de las preocupaciones del mundo! El matrimonio o cualquier otra gran dicha confundirían esa clara visión que aún es mía. “No, nunca te dejaré…, por un marido o un amante”.»
Las preocupaciones de su personaje no le eran ajenas, y en septiembre, de vacaciones, mientras contemplaba a Nessa “más feliz y serena que nunca”, Virginia se dedicaba a su escritura, pero también pensaba: “Me pregunto si alguna vez engendraré un niño”. Se sentía solitaria, pero también “fértil como una tetera”, y es probable que durante esa temporada en Playden, en el norte de Rye, además de describir la zona en su diario, comenzara a escribir “Recuerdos”, el texto autobiográfico que dedicaría a su primer sobrino. En esa época Violet también recibió un homenaje a su amistad en la forma de un texto titulado Friendship ’s Gallery, que podría considerarse un antecedente de Orlando —libro también dedicado a una amiga—, donde Virginia reunió con humor anécdotas y descripciones de las aristocráticas amigas de Violet, en páginas escritas con tinta violeta y encuadernadas en el mismo color.
Informes de una educadora
Durante el embarazo de Nessa, Virginia se dedicó a escribir. Además de los homenajes a Violet y a su sobrino por nacer, siguió con sus artículos periodísticos y es probable que a fines de año ya estuviera pensando en su primera novela: “Confieso que ahora, mi cerebro […] flota en aire azul, donde hay nubes circundantes, tenues rayos de sol de oro elástico y gasas mágicas y sutiles —cosas que no se pueden cortar — que hay que incluir con ternura, y expresar en un globo lleno de palabras exquisitamente coloreadas. Al más mínimo pinchazo de acero, desaparecen”.
Con el ánimo dispuesto a sutiles entonaciones y armonías, visitó Oxford, donde su primo era decano, pero la cortante atmósfera académica reforzó su idea de lo pernicioso que resultaba ese tipo de educación en los varones. Tiempo después, y convencida de que se trataba de un sistema nefasto, escribió:
«La mayoría de nuestros parientes varones eran expertos en ese juego. Conocían las reglas y les atribuían una enorme importancia a los que ganaban el juego. Mi padre, por ejemplo, les daba un valor extraordinario a las libretas de notas, a los exámenes finales y a las becas. Los varones Fisher pasaban las pruebas a la perfección. Ganaban todos los premios y todos los honores. El otro día nomás, en cuanto terminé de leer la autobiografía de Herbert Fisher, me preguntaba qué hubiera sido de Herbert sin Winchester, el New College y el gabinete. ¿Cuál habría sido su imagen si la gran máquina patriarcal no lo hubiese marcado y moldeado? Todos y cada uno de nuestros parientes varones entraban a la fuerza en esa máquina a la edad de diez años y salían a los sesenta como directores de escuela, almirantes, ministros de gobierno, o como rectores de alguna universidad. Es tan imposible pensar en ellos como seres humanos comunes y corrientes como lo es pensar en un caballo de tiro galopando libre por la pampa [sic], con las crines al viento y sin aperos ni herrajes.»
La cuestión es que su experiencia como educadora en el Morley College la puso en contacto con un mundo muy diferente del de Oxford y Cambridge. En ese mundo había sudor, trabajo duro y muy pocos honores. En “Informe sobre las clases en Morley College”, Virginia describió a cuatro obreras que asistían a su curso de Historia. Una tal Mrs. Williams —que había descripto, al principio, como la menos interesante de la clase— la llevó a reconsiderar su opinión. Después de “presionarla” para “que se mostrara a sí misma”, la señora Williams le “contó que era periodista y que estaba empleada en un periódico religioso […] hacía crítica literaria; en pocas palabras ¡el germen de una dama literaria! Y uno muy curioso. Allí estaba la literatura despojada de todo atractivo del arte: esa mujer manejaba las palabras como otros manipulan los frascos de enjuague bucal”. Esa muchacha, escribió Virginia, “era una máquina de escribir para que un editor la pusiera a trabajar […] para escribir esa reseña no era necesario leer el libro”. Gracias a ella, finalmente comprobó que sus alumnas eran inteligentes, “mucho más de lo que hubiera esperado, aunque poco cultivadas”. Estaba convencida de que no sería difícil educarlas porque “poseen tentáculos que desde la mente se prolongan con languidez en una búsqueda vaga de la sustancia, y que son fácilmente orientados por una mano guía hacia lo que realmente pueden llegar a comprender”.
En su caso, el destino había operado conduciéndola hacia objetivos netamente diferenciados de los de su núcleo de origen. A fines de 1907, las hermanas Stephen formaban parte del Friday Club y de las Veladas de los Jueves que, después de la muerte de Thoby, continuaban en casa de Virginia y Adrian. Los miembros de estos grupos eran más o menos intercambiables, y las casas de Gordon y de Fitzroy Square terminaron por conformar las sedes de lo que se llamó el Grupo de Bloomsbury. En ese contexto, el 27 de diciembre de 1907 se inauguró en Gordon Square una serie de lecturas de obras teatrales, la Play Reading Society. Esta sociedad contaba formalmente con un libro de actas, en el que figuraban los miembros del reparto, los comentarios sobre las obras y donde calificaba la actuación de los protagonistas. El día de la inauguración tuvo lugar la lectura de The Relapse, obra de John Vanbrugh, cuya “divertida obscenidad, ingenio burlón y anticlericalismo” encajaban perfectamente con el espíritu del grupo de amigos en el que Vanessa y Virginia encontraban comprensión y afecto, grupo que, por otra parte, lideraban. Era un panorama alentador en el que podían desarrollar sus aptitudes, ya que, a pesar de que los varones ostentaban los títulos y galones propios de su educación preferencial, todos reconocían el talento de las hermanas y las incluían en algunas de sus experiencias. Y allí quedó registrado que, como actriz, Virginia podía salir airosa y resultaba creíble en algunos papeles, aunque no en otros. Los lectores representaron a los isabelinos, a Milton, a Shakespeare y también a Ibsen. Pero muy pronto a algunos miembros del grupo no les pareció suficiente la lectura de dramas amorosos y cayeron en la tentación de protagonizarlos.