CAPÍTULO XXXVII - 1934
Conflictos domésticos
DESPUÉS de tres semanas en Monk’s, exultante, “divinamente feliz” y “rica en ideas”, Virginia disfrutaba de la “corriente” que beneficiaba a The Pargiters o Aquí y ahora, como llamaba por entonces a su libro. En ese estado, enterarse de la muerte de una de las hermanas de Leonard, Clara, con quien no tenía mucha relación, no la perturbó demasiado. Dado que no se permitía la presencia de las mujeres en la sinagoga durante el servicio fúnebre, Virginia recibió a su suegra en Tavistock Square y debió de conmoverse cuando la anciana le dijo en un susurro: “Ella le pedía tan poco a la vida”. Observadora más o menos desapegada, durante el entierro contempló a sus parientes políticos, que, “sin mucha esperanza de inmortalidad” y vestidos de negro, le recordaron “exactamente” a los antiguos profetas hebreos.
A principios de febrero, amenazada por lo que le parecía un brote gripal, intentaba seguir con The Pargiters, pero debía conciliar la escritura con las demandas de amigos y de la familia. En tanto aceptó posar para Nessa, declinó la oferta de la National Portrait Gallery, que había solicitado su retrato. Eran muchos los ofrecimientos que rechazaba: desde escribir una biografía sobre Leslie o conceder fotos y entrevistas, hasta formar parte de un comité asesor para la BBC. Lo cierto es que no era su intención aceptar honores ni posiciones oficiales. Finalmente, después de tres semanas de pausa debida a sus jaquecas, Virginia retomó su novela. Su deseo era crear a su alrededor un “mundo mágico” y “vivir fuerte y silenciosamente allí durante 6 semanas”, pero la dificultad era la usual: “cómo ajustar los dos mundos”. Mientras en el universo de los Pargiters era importante dilucidar cuán abiertamente se podía escribir acerca de la relación de “una mujer y un sodomita” —el personaje al que primero llamó Elvira y luego Sara tiene un amigo homosexual—, el mundo real presentaba otro tipo de interrogantes. En el Partido Laborista se veía con preocupación el creciente número de partidarios de la Unión de Fascistas Británicos, liderada por sir Oswald Mosley, por lo que más o menos seriamente por entonces Virginia decía que había llegado a contemplar la posibilidad de emigrar.
En otro orden de cosas, las dificultades domésticas protagonizadas por Nelly llevaron a nuevos enfrentamientos. A mediados de febrero, Virginia decidió que serían los últimos. Habían discutido porque Nelly se rehusaba a aceptar cocinar en un horno eléctrico; también, acerca de los días francos y sobre el exceso de trabajo que aparejaba una serie de arreglos que se hacían en la casa. Luego de montar una escena, Nelly los dejó plantados, sin dejar nada cocinado en su día libre, por lo que debieron comer afuera, detonante que hizo que Virginia se prometiera a sí misma liberarse de ella después de Pascua. No sería una cuestión fácil porque, a pesar de tener la casa llena de obreros, electricistas, pintores y yeseros[417] luego de esos días de tensión, Nelly cambió de actitud y estaba solícita, “alegre y charlatana como una alondra”.
A la luz de la grave situación europea, estos problemas domésticos debían de ser particularmente irritantes. El viejo orden de cosas se desmoronaba, el rey de Bélgica moría al escalar una montaña, en tanto en Austria estallaba la guerra civil, y John Lehmann, recién llegado de Viena, informaba de primera mano lo que estaba sucediendo. “Es el principio del fin”, auguraba Virginia, que temía que Inglaterra también cayera bajo el dominio de los fascistas. Agotados, corridos por el polvo y el desorden causados por la reforma en su casa, los Woolf se alojaron unos días en la de dos hermanas solteras de Lytton, en Gordon Square. Y en tanto Virginia no cejaba en su intento de continuar escribiendo, también cumplía con sus compromisos: asistía a una muestra de Nessa, al ballet sobre Casa de muñecas de Ibsen protagonizado por Lydia Keynes y a la Misa en Re de Ethel Smyth, presentada en el Albert Hall, en el marco de un homenaje en honor a la compositora, que contó con la asistencia de la reina Mary.
Después de unos días en Monk’s House, plantarse frente a Nelly se le hacía cada vez más difícil; era una situación que “pesaba en [su] espíritu”. Intuyendo que algo sucedía, Nelly le dijo: “Usted no demuestra confianza en mí; no me trata como a una mucama”; lo que irritó a Virginia, que debió contenerse para no despedirla ahí mismo. En realidad, su plan era despedirse y despedirla antes de partir hacia Rodmell. “Lo peor está por venir”, escribió en su diario, sintiéndose a la vez verdugo y víctima. Finalmente, cuando la “gran escena con Nelly” tuvo lugar, fue menos violenta de lo que esperaba. Virginia dio su “discurso correctamente”, logró cortar los intentos de respuesta de su empleada, y le dio un cheque que ella se negó a recibir diciendo: “Usted no me debe nada”. Aunque luego hubo lo que Virginia llamó “una tormenta de abuso y disculpas, e histerias y ruegos y amenazas maníacas” durante la cual Nelly rehusaba a irse, le devolvía su cheque e incluso les decía que su imagen quedaría dañada frente a las otras mucamas del vecindario, los Woolf no se replegaron ni retractaron. Virginia optó por salir a caminar, y finalmente el día que partieron a Rodmell tuvo lugar “la batalla final”. Lágrimas mediante, Nelly se negó a estrechar la mano que Leonard le tendía “y así la dejamos — escribió Virginia—, aferrando un trapo mojado en el fregadero y mirándonos, y así nos fuimos, y todavía dice que no se irá. ‘No, no, no, no los dejaré’ la escuché vociferar, y le dije, ‘Ah, pero debes hacerlo’, y así dimos un portazo”.
Pasadas las Pascuas, y de regreso en Londres, Virginia anotó en su diario que se sentía orgullosa de sí misma, había manejado correctamente la situación, y la invadía un sentimiento de “libertad y calma”. Nunca más sería parte del “mundo de Nelly”[418] Finalmente, la casa de Tavistock Square estaba lista: habían reformado y modernizado instalaciones, renovado el cableado eléctrico, la caldera, el estudio lucía pintado y luminoso, y a eso se sumaba la libertad que otorgaba tener empleadas con retiro. No cabía duda, se habían roto las últimas cadenas de dependencia victoriana que la separaban del mundo moderno.
Ese verano, también efectivizaron reformas en Monk’s House. Y si bien la placidez del campo estuvo perturbada por la inevitable realidad política, los Woolf disfrutaron de las comodidades de la casa y la incorporación de nuevas empleadas:[419] Mabel era “un tesoro”, y Louie siempre estaba alegre y de buen humor. Por entonces, Virginia también hizo algunas modificaciones en sus hábitos: redujo sus seis o siete cigarrillos matinales a uno, tomó clases de francés con Janie Bussy, una sobrina de Lytton, y cambió su viejo plumón por una lapicera estilográfica. Pero lo más significativo fue la incorporación de un nuevo y particular integrante en el hogar. Durante una de sus visitas a la casa de Victor y Barbara
Rothschild en Cambridge, los Woolf conocieron a Mitz, una monita tití que se sintió particularmente atraída hacia Leonard y permaneció largo tiempo con él. Antes de partir de viaje, los Rothschild les pidieron que asilaran al animalito, que llegó en bastante mal estado y gradualmente se recuperó gracias a los cuidados de Leonard. No pasó mucho tiempo hasta que él y Mitz se hicieron inseparables. La monita, escribía Virginia, siempre tenía el aspecto de ver al mundo “como si fuera una interrogación”. Y si bien tan pronto la divertía como la irritaba, era evidente que había conquistado a Leonard, quien en sus memorias la evoca con cariño, cuenta que Mitz lo seguía a todas partes y que era en extremo celosa.[420]
El misterio irlandés
El 22 de abril, los Woolf volvieron a Rodmell, desde donde, llevando consigo a su perra Pinka, iniciaron un viaje con destino a Irlanda. A pesar de sus planes, Virginia comprobaba que su libro no estaría listo en los plazos previstos y, antes de viajar, escribió informando al respecto a su editor norteamericano Donald Brace; tiempo después y por los mismos motivos, el libro seguía demorándose, posponiendo la entrega, otra vez, en noviembre.
Después de conducir hasta Gales, los Woolf llegaron al embarcadero de Fishguard el 27 de abril y pernoctaron en un hotel, ya que al día siguiente debían tomar el ferry hasta Cork. Esa noche, un temporal que le hizo temer que no volvería a posar sus “ojos sobre Inglaterra” mantuvo a Virginia en una suerte de vigilia, con el temor, como le escribió a Ethel, de “cumplir [tus] expectativas; quiero decir, ver a Dios”.
No es extraño que Virginia pensara en Dios en vísperas de viajar a Irlanda. De hecho, poco antes de partir, en presencia de Maynard Keynes, Tom Eliot, Julian Bell y la escritora irlandesa Elizabeth Bowen, había discutido cuestiones referidas a la fe y moralidad en una reunión en Tavistock Square. También se refirieron al último libro de Eliot, After Strange Gods…[421] El caso es que mientras Maynard Keynes sostuvo que la moral de su generación tenía una deuda con la religión que habían profesado sus padres, Julian Bell alegaba que su generación abrevaba en el escepticismo y psicologismo de los suyos. Por su parte, si bien Virginia desafió a Eliot a definir su creencia en Dios, el poeta logró escabullirse. La fe de Eliot le era tan ajena como la actitud de una pareja de ingleses que observó la noche del temporal, en el hotel de Fishguard, en vísperas de tomar el ferry a Irlanda. En su imaginario, el matrimonio que leía noticias deportivas sobre cricket, en The Times, representaba una burguesía satisfecha de sí misma, estructurada y poco creativa, pero a la que en ocasiones podía envidiar: “Dios, cómo desearía ser como ellos! […] perfecta adecuación, que parece probar que el mundo es lo que ellos dicen, y todas nuestras alarmas son un mero aturdimiento”.
A pesar del penoso clima, los Woolf, su automóvil y su perra llegaron sanos y salvos a la costa de Irlanda. Virginia admiró la belleza de un paisaje que le parecía que combinaba los encantos de Grecia, Italia y Cornwall, pero también le impresionaron la pobreza, los tristes villorrios y las grandes extensiones de costa virgen, que le recordaban la Inglaterra de la época isabelina. Lo cierto es que en la década del treinta Irlanda era todavía un país pobre y desolado. En Lismore, la mesonera le dijo: “Todos se han ido, dejaron sus casas, nada se sostuvo desde la guerra”. Además de la soledad y la belleza de los parajes, “hay una gran melancolía en esta tierra desierta, si bien la belleza permanece intacta“Virginia reparó en el carácter de los irlandeses y su peculiar don de conversación. A todos les gustaba hablar. “Todos hablan con todos”, contaba en sus cartas. A su vez, la casa de la escritora Elizabeth Bowen en Cork, donde pasaron la noche, le pareció una alegoría de la vida irlandesa. Se trataba de “una gran caja de piedra” llena de mantelería italiana y destartalados muebles del siglo XVIII, muy a tono con el espíritu irlandés. Desolación, pobreza, “carácter y encanto” no fueron lo único que Virginia percibió en el comienzo de su viaje; se tratara o no de la influencia de lo que habían dicho antes tantos escritores ingleses,[422] característicamente señalaba: “Todo es como debería ser: pomposo, pretencioso, imitación y ruina”. Tampoco encontraba interés en la religiosidad ni en las antiguas supersticiones y, cuando antes de dejar la casa de Elizabeth Bowen visitaron un pozo de los deseos, Leonard la hizo reír al pedir que Pinka dejara de tener olor. Finalmente, los Woolf continuaron el viaje hacia Waterville. Como inglesa curiosa visitando Irlanda, Virginia trataba de discernir el carácter de los irlandeses y, a través de los velos y las apariencias, inferir cuáles eran los sentimientos que los nativos de esa isla tan castigada abrigaban hacia los ingleses. Es así como en su diario recordaba a aquellos que se declaraban partidarios de los ingleses “aunque ustedes siempre nos han tratado muy mal”. Lo cierto es que Virginia visitó Irlanda a la luz de la poesía de Yeats, a quien había conocido en casa de Ottoline, y de la obra de Swift, escritor predilecto de Leslie, pero es evidente que no alcanzó a profundizar en los meandros de la mente irlandesa tan caros a Joyce; y es poco probable que los irlandeses se mostraran expansivos con ingleses desconocidos.
Sea como fuere, Virginia infería que había algo fascinante en ellos. Además de pasar el tiempo charlando y riendo, los irlandeses hacían gala de una particular camaradería; y halló la “perfección” entre las conversadoras en Mrs. Ida Fitzgerald, la dueña del Hotel Glenbeigh. Aunque admiró “la riqueza y facilidad del lenguaje” —hablar para ella era una suerte de “intoxicante”—, Virginia sentía que había algo “despiadado” en los irlandeses que no llegaba a descifrar. “¿Por qué —se preguntaba observando la destreza con la que manejaban el lenguaje— no son estas personas los mejores novelistas del mundo?”. Los vestigios de una tierra asolada y sufrida emergían en las historias que contaban sus habitantes, y si bien no sabemos si Virginia escuchó los poemas de sus canciones, sí sabemos que en Dunraven Castle oyó los relatos de su guía, que había perdido un brazo en uno de los levantamientos. En esos tiempos Galway tampoco escapaba a la pobreza general, y aunque Virginia vio dos librerías, le pareció que se trataba de un sitio salvaje, pobre y sórdido. Aun así, las magníficas Islas de Aran, con sus imponentes y misteriosos acantilados, lograron conmoverla. Ese fue uno de los mejores paseos; los bellos paisajes se daban en un marco de “gente juntando algas y apilando carros. Extrema pobreza”. Para conocer más del alma irlandesa, los Woolf se remitieron a George D. Thompson, un Apóstol de Cambridge que daba clases en la Universidad de Galway. Él les dijo que los irlandeses “pasaban su vida charlando, [y que] no les importaba mucho la pobreza”. También les recomendó visitar un sitio imperdible en Dublín: la fábrica de la cerveza Guinness.
Una vez en esa ciudad, mientras comían en el tradicional Hotel Shelbourne, los Woolf coincidieron con el equipo de filmación de la película Men of Aran.[423] Un grupo de isleños, “en densos pantalones de tweed, [,] cantaban lo que podrían ser himnos” y Virginia escuchó, en ese fin de viaje, y por primera vez, hablar en gaélico. Irlanda la desconcertaba. Luego de asistir al teatro,[424] escribió en su diario que había sentido “una repentina sensación de estar en el medio de la historia… la de estar en un inquieto, ferviente lugar”. “Cualquier cosa podría suceder”, anotó. Pero su conclusión era que, a pesar de su belleza, no podría vivir en Irlanda, porque “toda la mente de una se escaparía en charla”.
Aunque conocía a Bernard Shaw, había leído la vida de Parnell y estaba más o menos al tanto de las diferencias entre unionistas e independentistas, Virginia no llegó a identificarse emocionalmente con los irlandeses contemporáneos, y parecía más impresionada al leer las “tremendas palabras” que Swift[425] había escrito para su propio epitafio en la catedral de San Patricio: “Aquí yace el cuerpo de JS, deán de esta catedral, en un lugar en que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón. Ve, viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de la libertad”.
El cuidador de la catedral les contó a los Woolf que un obispo había trasladado la placa que conmemoraba a Stella, la mujer que había sido pupila de Swift y con la que tal vez se había casado en secreto. (Una “mojigatería” de parte del obispo, enmendada por otro obispo en 1935). Qué querían los irlandeses era la pregunta que la perseguía, y Virginia intuía que había elementos que se le escapaban. Tal vez por eso, cuando pisó otra vez Inglaterra —a pesar de que Leonard insistió en que no lo hiciera—, se quedó mirando fijamente a unos hombres que bebían té. Es probable que esos “ingleses reales” le resultaran menos enigmáticos.
EL ENCANATO DE SHAKESPEARE
Durante su viaje a Irlanda, a través de un anuncio fúnebre publicado en The Times, Virginia se enteró de la muerte de su hermanastro George Duckworth.[426] Si bien tuvo la sensación de que con él desaparecía parte de su infancia —“no, no estoy seriamente apenada, solo egoístamente, mi pasado está ahora más lejos y la tumba, cerca, supongo”—, apenas le dedicó unas líneas en su diario donde recordó las cosas buenas que solían compartir, los paseos y las risas de la infancia. Como le confesó por entonces a Nessa, sentía más afecto por la “pobre vieja criatura” que el que había experimentado diez años atrás. De todas maneras, después de leer unos recuerdos de infancia escritos por su hermana, concluía: “Pero tus recuerdos me sumergen en el horror y no puedo ser indiferente en ese tema. Dios quiera que alguien haya ido al funeral; ojalá yo hubiera podido asistir”. Su viaje la había preservado de vivir esa experiencia y le había posibilitado otras. Antes de regresar a Londres, los Woolf pasaron por Stratford-on-Avon, lugar ideal para balancear el sentimiento de inadecuación que había acompañado a Virginia en Irlanda. De hecho, a pesar de la opinión de sus “detractores”, disfrutó de la aldea de Shakespeare y, conquistada por los influjos del lugar y la mística del escritor, se sintió en su elemento en esa “ciudad buena, natural”. Si bien la casa en la que se supone que habría vivido Shakespeare no se conserva, el jardín en flor y el sonido de las campanas de la iglesia la invitaban a reconstruir una escena: la del escritor sentado en su ventana, contemplando las flores y escribiendo La tempestad. La “extraña impresión de luminosa impersonalidad” que percibía en esos parajes coincidía con su filosofía del anonimato. Los pocos trazos que se conocen de la vida de Shakespeare, de quien apenas se atesoran una firma y datos dispersos, convalidaban lo misterioso de su presencia, que estaba “serenamente ausente y presente; ambas cosas a la vez, irradiando alrededor de uno, sí, en las flores, en el viejo hall, en el jardín, pero jamás se lo puede sujetar”. En la iglesia, y contemplando el busto del escritor y la lápida que exhorta a no remover sus cenizas, Virginia cavilaba que a pocos centímetros yacían “los pequeños huesitos que han desperdigado a lo largo del mundo esta vasta iluminación”. Aunque sintió que podría obtener de New Place[427] más “canturreos y melodías” que muchos “biógrafos zoquetes”, nunca llegó a escribir sobre Shakespeare.
Si bien ansiaba continuar con su novela, un par de días después del regreso a Tavistock Square, una de sus gripes invernales le impidió continuar con su trabajo; la enfermedad diluía cualquier ambición[428] tenía un efecto “esponja húmeda” y exigía paciencia, tiempo y tranquilidad para desaparecer. De todas maneras, como solía suceder, luego de verse abrumada por “la rigidez y la nada” surgía una “tenue llamita” La gripe se transformaba en un escollo que estaba a punto de saltar; aunque se sentía “a millas” de distancia de sus personajes, creía que estaba consiguiendo “el tono adecuado de voz”. Para ello debía permitir “al suave mundo inconsciente poblarse”; no apresurar las cosas. Tenía suficiente dinero “como para durar un año” y ya no había necesidad de “forjar hacia adelante, ya que la parte narrativa” estaba terminada. Se trataba de “enriquecer y equilibrar”. La última parte del libro debía igualar en extensión e importancia a la primera “para dar realidad al otro lado, el lado sumergido, de aquello”. Mientras se recuperaba, Virginia leía las memorias de Edith Wharton y admiraba Sodoma y Gomorra, de Proust, pero también pensaba que, en comparación, su libro era irremediablemente maloe incluso conversó con Leonard acerca de la posibilidad de quemarlo.
Además de sus gripes y jaquecas, Virginia solía tener problemas dentales; ya había sufrido varias extracciones y ese año se deprimió bastante ante la perspectiva de perder otros dos dientes. Con la edad, las preocupaciones de salud aumentaban. Duncan Grant tampoco pasaba por un buen momento. Lo habían operado de hemorroides y requería la presencia ininterrumpida de Nessa. Verla convertida en “una tía Mary”, presa de lo que llamaba “sumisión pasiva”, enojaba a Virginia, quien por otra parte se aburría de su rol irreal de “buena tía de cuento de hadas”. Celosa porque Nessa no podía dejar a Duncan ni un momento solo, Virginia no se daba cuenta de que con esa actitud su hermana buscaba ser indispensable para él. De todas maneras, poco después recuperaba a Nessa y la recibía en Monk’s House.
Un día, mientras Virginia y Clive caminaban por el parque, Nessa atendió el teléfono e inmediatamente salió trastornada a la terraza y, con un grito desgarrador que Virginia recordaría mucho tiempo, anunció: “¡Ha muerto!”. Roger Fry, que había resbalado y se había roto la cadera un par de días antes, y estaba internado en el Royal Free Hospital, había sufrido un infarto. La reacción visceral, el shock que dejó en un grito y sin palabras a Vanessa impactó en Virginia. Un “delgado velo negruzco” cubría todo, se sentía aturdida, sin capacidad de expresarse ni escribir, con la “cabeza entumecida”. Pero lo que más la impresionaba era la sensación de no estar instalada en el dolor “como todo el mundo”. Haciéndose eco de las palabras de Maupassant, compartía el temperamento del escritor que no puede “sufrir, pensar, amar, sentir” como las demás personas, francamente, sin analizar cada alegría, cada sollozo. Como cuando falleció su madre, Virginia volvía a tener la sensación de desapego, de no estar sintiendo “bastante”. Los sentimientos “simples” se convertían para ella en “objetos de observación” y todo pasaba a ser analizado, como si diseccionara cada emoción. Esto podría explicar por qué, durante el servicio fúnebre, sintió que la ausencia de discursos era liberadora: “Todo muy simple y digno. Música”. La música de Bach decía más que cualquier palabra. Un “tremendo” sentimiento se apoderó de ella en esos momentos. La sensación de que la vida, a pesar de los esfuerzos y las luchas de cada uno, sería vencida por una “indiferente” fuerza exterior le hizo temer su propia muerte. Pensar que alguna vez su cuerpo, como el de Roger, se deslizaría en la tumba, la asustaba: sentía lo vano de la “perpetua lucha”.
Días después, en una fiesta organizada por Angelica, la demudada presencia de Vanessa, su evidente pena, convertía a su hermana en una suerte de “estatua” con “algo congelado en ella”. Las hermanas estaban desconsoladas, pero también lo estaban los hijos de Nessa, quienes habían querido especialmente a Roger. Todos estaban conmocionados y tal vez por eso Virginia sintió que su muerte era todavía “peor que la de Lytton”. Una gran parte de su vidase iba con él. “Odio que mis amigos se mueran”, le escribía a Ottoline; y a Vita: “Querida mía, ¿por qué los amigos deben morir?”.
A finales de septiembre, después de la tragedia y a pesar de todas las interrupciones y tristezas, Virginia terminaba las últimas líneas de su libro “sin nombre”. A partir de entonces tendría que “compactar una vasta masa”, pero aun así podía considerar que la tarea estaba terminada. “Sea como fuere —escribía en su diario—, si muero mañana, la línea está allí”. Un verano signado por la escritura, los hechos políticos y las pérdidas llegaba a su fin. Había disfrutado como nunca de “la alegría de caminar”, ya que muchas páginas de su libro habían surgido de sus paseos por los downs, cuando probaba la sonoridad de sus frases, recitándolas en voz alta.
Mandriles lamiendo un papel dulce
En consonancia con la época, las preocupaciones de Virginia no eran solo literarias. A principios de julio, había leído en el diario sobre la matanza ordenada por Hitler con el objetivo de eliminar a su antiguo amigo y luego opositor, Ernst Rohm, así como al grupo de camisas pardas que lideraba. Ese mismo caluroso día de verano, ella había ido al zoológico con Leonard, uno de sus hermanos y sus hijos. En su diario, Virginia relacionaba ambas situaciones: “Entre tanto, esos brutales matones van encapuchados y enmascarados, como niñitos disfrazados, actuando ese pandemonio idiota, sin sentido, brutal y sangriento.
[…] Es como mirar al mandril en el Zoo, pero él lame un papel con helado, que habían tirado, y ellos disparan sus revólveres”. Las caras que había visto en los periódicos la perseguían; “por primera vez en [su] vida se sentía, honestamente, y sin exagerar, horrorizada de los alemanes” y por el poder alcanzado por Hitler. La alarma era general y la política se filtraba en todas las conversaciones. Tanto visitar la lujosa casa de Victor Rothschild, como ver a los Hutchinson, daba ocasión para que Leonard expusiera el estado del debate en las filas del Partido Laborista, o se embarcase en discusiones acerca de la posición que debía tomar Inglaterra. Según él, no se podría estar mucho tiempo sin tomar partido, y Virginia comenzaba a hacerlo, aunque solo fuera “leyendo los periódicos”.
Mientras tanto, su vida social se hacía cada vez más exigente, debía aceptar algunos compromisos y denegar otros, como una invitación de lady Colefax. Enojada, la célebre anfitriona le escribió una “violenta carta”. Esos eran los riesgos que corría al defender su intimidad, pero también había situaciones más difíciles de eludir, como ver a la viuda de su hermanastro George Duckworth: “Una curiosa escena: un poco de sinceridad manando después de todos estos años indiferentes”. Poco después, cuando se enteró de que había recibido un legado de cien libras de George, Virginia volvió a enfurecerse con él. ¿Qué haría con ese dinero que no necesitaba? Le repelía esa condescendencia póstuma en alguien que solo había dejado “7000 libras o algo así”. Pensar que su hermanastro no había generado obras ni capital la llevaba a reflexionar sobre sus logros y sobre los ingresos apreciables de sus libros y de la Hogarth, que incluso le permitían destinar una mensualidad para los gastos personales de su sobrina Angelica.
Pero no solo se trataba de sus ingresos; también la fama y el reconocimiento aumentaban; y por entonces, el joven escritor Stephen Spender[429] le decía que Al faro era la única novela, aparte de La guerra y la paz, que había leído cuatro o cinco veces. Otro admirador, R. C. Trevelyan,[430] le dedicaba un poema. Quizás, escribía Virginia en su diario, el poema acertaba al llamarla “la más afortunada”; sentía que como escritora se había esforzado por decir lo que pensaba, y que de alguna manera había logrado “romper cada molde y encontrar una forma fresca de ser, es decir de expresión”. Semejante realización le daba la “sensación de estar enteramente energizada”, y si bien el costo era alto, los “constantes esfuerzo, ansiedad y riesgo” valían la pena. De hecho, Virginia sentía que en “Aquí y ahora [estaba] rompiendo el molde” de Las olas. Lamentablemente, esa sensación de logro podía desaparecer y verse opacada por las dudas acerca de “la inmensa longitud, y el perpetuo flujo y reflujo de la invención”. Finalmente, aunque decretó un plan de trabajo que consistía en revisar 10 páginas por día, lo que implicaría 90 días de labor, demoró más de lo previsto. Y ante las constantes oscilaciones de su ánimo, escribió una “advertencia a otras Virginias”: esa era la forma en la que funcionaban las cosas: “arriba abajo, arriba abajo… y Dios sabe cuál es la verdad”. Evidentemente no podía ser por siempre “la más afortunada” y los días malos no se referían solo a los problemas que le planteaba su libro. En Charleston, mientras enfrentaba a una molesta lady Sybil Colefax, ofendida por su rechazo, percibía que su reacción tenía que ver con “una gota del veneno de Clive”. Pero lo más duro fue enterarse de que otro de sus amigos, Francis Birrell, iba a ser nuevamente operado, y Virginia concluyó que no debería dejarse tentar, como lo había hecho, por “la ilusión de una perfecta felicidad”. Con la necesidad de circunscribir el área de sus afectos más cercanos, por entonces se dedicaba a diferenciar entre quienes formaban parte de su “clan” y los que solo eran su “clientela”, grupo en el que ubicaba a sus admiradores de la nueva generación, como William Plomer y Lyn Lloyd Irvine. En cuanto al “petit clan”, Virginia incluía a sus amigos y afectos más antiguos, con quienes compartía una visión del mundo. El contacto con esa gente era tanto más necesario en una época política y socialmente convulsionada, pero, además, ella percibía una extraña sincronía entre lo que relataba en su novela y las preocupaciones actuales de su entorno.
En agosto, poco después de que Maynard hubo regresado de Norteamérica, donde había sido invitado por la Universidad de Columbia, los Keynes, inefables miembros del “petit clan”, tomaron el té en Rodmell. Si bien durante la conversación Virginia estuvo pensando “todo el tiempo” en el fin de su novela y en “cómo hacer la transición de lo coloquial a lo lírico, de lo particular a lo general”, también prestó atención a los comentarios de Keynes acerca de la economía germana.Días después, en otra reunión que incluía a los Keynes, los amigos se planteaban —“como en mi libro esa mañana”, escribió Virginia en su diario— el “futuro de la civilización”[431] En la escena a la que se refería, Peggy reflexiona acerca de la inanidad de escribir “un librito y luego otro librito […] en vez de vivir de una forma diferente, diferente”. La pregunta acuciante era la misma que Virginia comenzaba a hacerse y que la acompañaría por el resto de su vida: “¿Cómo se puede ser ‘feliz’ en un mundo rebosante de desdichas? En todos los carteles de todas las esquinas se encuentra la muerte; o peor, la tiranía, la brutalidad, la tortura, la decadencia de la civilización, el fin de la libertad”.
Como si fuera poco vérselas con las crueldades del mundo, también su tranquilidad personal volvía a estar amenazada. Uno de sus detractores, Percy W. Lewis[432] volvía al ataque. Ya señalamos que la hostilidad del crítico era legendaria. En 1930 había publicado la novela satírica The Apes of God donde ridiculizaba a los integrantes de Bloomsbury. Y ahora volvía sobre el tema en Men without Art, libro que, siguiendo su “razón e instinto”, Virginia se dijo que no leería. De todas maneras, lamentaba ser “públicamente demolida” en Oxford, Cambridge y cualquier lugar donde los jóvenes leyeran a Lewis. Amparándose en Keats, copió en su diario una cita en la que el poeta decía que su “propia crítica casera” le había provocado más aflicción que la que los críticos pudieron infligirle. Pero para Virginia, los ataques de la crítica no solo invocaban pensamientos acerca de la celebridad póstuma —“¿Tendré alguna vez un lugar entre los novelistas ingleses después de mi muerte?”, se preguntaba—; también le producían terror sus efectos inmediatos. Le resultaba insoportable que se rieran de ella, ser despreciada, ridiculizada, y sentía que tampoco era bueno experimentar “el extraño irrefutable placer” de convertirse en una “figura”, una suerte de “mártir”. Mortificada por la crítica de Lewis —“una flecha en el corazón”—, retornó varias veces sobre el tema en su diario; pero finalmente llegó a la conclusión de que ninguna crítica la haría cambiar de rumbo. Entre tanto, además de usar “cada onza” de su “escritura creativa” en el libro sobre los Pargiters, intentaba infructuosamente escribir el proyectado libro de crítica basado en su artículo “Facetas de la narrativa”, publicado en 1929.
Reuniones sociales, como una exitosa fiesta en Rodmell en la que se mezclaron los del “petit clan” y la “clientela” —de hecho, un joven amigo de Julian departió con Saxon Sydney-Turner, la tía Mary Fisher y la escritora Rose Macaulay, entre otros—, le brindaron la oportunidad de retomar un tema que la obsesionaba. Así pues, durante esa reunión, Virginia conversó con Rose Macaulay acerca de cuánto la afectaba la crítica de sus libros. Poco antes había confesado su admiración por Vita, a la que llamaba la más modesta de las escritoras, porque no se había ofendido cuando le dijo que consideraba que su último libro —The Dark Island— era malo. Siempre atento a que estas situaciones pudieran desequilibrarla, mientras paseaban por el Serpentine y los jardines de Kensington, Leonard insistió en que lo mejor era abstenerse de leer las críticas, también le aconsejó que las mañanas en que no pudiera escribir las dedicara a la lectura. Incluso hablaron de hacer un viaje “a gran escala”, volar a Norteamérica o tal vez ir a la India o a China.
Su depresión era evidente. Leyendo sus diarios, Virginia comprobaba que su estado de ánimo era similar al que había experimentado al término de Las olas, e incluso la asaltaban los pensamientos suicidas que recordaba que habían seguido a Al faro.[433] Sentirse además “fea” y “vieja” no mejoraba las cosas. Sin embargo, tenía sus defensores. El joven poeta Stephen Spender salió al cruce del libro de Lewis en el Spectator acusándolo de escribir unas páginas “cargadas de malicia […] dedicadas a atacar a Mrs. Woolf’. La contestación de Lewis no se hizo esperar y, con una crítica anónima sobre “Walter Sickert: A Conversation”, ahondó la devastadora sensación de Virginia de estar “en la luz nuevamente, justo cuando estaba sumergiéndome en mi populosa oscuridad”.
Además de los “extravagantes altibajos de la reputación”, la tristeza por la muerte de Roger no desaparecía. Por su parte, Vanessa pensaba que Margery Fry, ejecutora de los papeles de su hermano, le pediría a Virginia que escribiera sobre él. A ese pedido se le sumó el de Helen Anrep, la última pareja de Roger. Si bien en principio no se sintió preparada para la tarea, Virginia comenzó a darle vueltas al asunto. Incluso se le ocurrió que varias personas que habían conocido a Roger podrían escribir acerca de las diferentes etapas de su vida. Finalmente, la venció la tentación de zambullirse ella misma en su biografía, convencida de que escribirla libremente sería “una espléndida y difícil oportunidad”.
Exóticas apariciones
“¿Por qué el cristianismo es tan insistente y tan triste?”, le preguntaba Virginia a Ethel, irritada por el sonido de las campanas de la iglesia de Rodmell. Desde joven, no soportaba la moralidad impuesta y la hipocresía de algunos que se decían piadosos, y ahora el conflicto se extendía al fervoroso Eliot: el “pobre viejo Tom”, que a su entender hacía proselitismo religioso en sus poesías y se estaba “petrificando en sacerdote”. Lo cierto es que, a pesar de sus peleas,[434] la compositora fue una de las últimas personas que logró incluirse entre sus amistades más cercanas; Virginia reservaba su intimidad a unos pocos, no parecía permeable a nuevas adquisiciones en materia de amistad y delimitaba las áreas de cercanía con precisión quirúrgica.
Su idea del cielo era la de un lugar de “continua y no cansadora lectura”. Concepción que reafirmaba al leer la vida de uno de sus ancestros, Venn, que había sido sacerdote y que comentaba lo iluminador que fue para una mujer tragarse un alfiler, porque después reflexionó acerca de la muerte y dejó de “batir sus alas” en fiestas y frivolidades, convirtiéndose a partir de allí en una “reluciente luz”, una suerte de ejemplo de virtud. Virginia encontraba en este relato ocasión propicia para descargarse con Ethel a quien le espetaba: “¡Piadosa ella, se tragó un alfiler! ¿Cómo puedes pertenecer a semejante credo hipócrita?”. De nada sirvió que Ethel defendiera su fe y alegara que le resultaba una gran ayuda en la lucha contra su arraigado egoísmo, pero lo que definitivamente empeoró las cosas fue que dijera que muchas veces se había preguntado si Virginia hubiera perdido el sentimiento religioso de no haberse casado con Leonard. La contestación de Virginia fue fulminante; en principio, se dedicó a derribar La solitaria dama de Dulwich, la novela de Maurice Baring que Ethel había comparado con la Carmen de Mérimée: si esta era “como un roble”, aquella no pasaba de ser “una pieza de soga masticada”. Por otra parte, a pesar de que le confesó que años atrás había detestado casarse “con un judío” y nunca perdía ocasión de señalar lo pesados que eran sus parientes políticos, era evidente que no toleraría los comentarios de su amiga:
«Tengo menos egoísmo en todo mi cuerpo, Ethel, que alguien a la que le gusta que toquen su música, en sus deditos hinchados. Hinchada de egocentrismo, eso es… ¿Gota, lo llamas? Pídele a tu doctor la próxima vez que te purgue de tu egotismo. […] Mi judío tiene más religión en una uña del pie; más amor humano, en un cabello».
Punto seguido, como era evidente, Ethel debió disculparse y asegurar que no era su intención ofender a Leonard, pero las discusiones sobre religión continuaron. Virginia estaba a la defensiva y tampoco soportó que Ethel hiciera alusiones sobre la “integridad” de Vita, por entonces refugiada en Sissinghurst, y que Virginia imaginaba en “su torre color rojo rosado donde se sienta con miles de palomas arrullando sobre su cabeza”. Si bien su relación con Vita se hacía más distante, y detestaba la influencia de su nueva amante,[435] Virginia era leal con esta amiga que se enamoraba “de cada mujer bonita, tal y como un hombre”. La pasión de Vita era tan misteriosa como la fe de Ethel. De hecho, ambas exaltaban sentimientos que ella desconocía. Pero como su rechazo y curiosidad incluía cierta envidia hacia los creyentes, Virginia siempre estaría interesada en indagar en sus mentes, en un intento de explicarse el resorte oculto que disparaba su fe. Eso fue lo que ocurrió durante una conversación en casa de Ottoline, donde William Yeats, con su habitual franqueza y simplicidad, ratificó su creencia en “lo oculto”. Halagada porque el poeta la nombraba en su último libro,[436] Virginia lo escuchó manifestar que había fenómenos que revelaban lo que no podían ni la ciencia ni la religión. Además de creer en la astrología, Yeats consideraba que se debía consultar el horóscopo para tomar decisiones:
«Él había corroborado esta teoría porque había visto una percha emerger de su armario y moverse a lo largo de los pies de su cama; la noche siguiente volvió a emerger, con una de sus chaquetas colgando; la tercera noche, una mano emergió de una de las mangas; la cuarta noche: “¡Ah! Sra. Woolf, esa sería una larga historia; suficiente con decir que finalmente recuperé mi potencia”».
En un terreno de mayor coincidencia, Yeats se refirió a los griegos, dijo que “todo” estaba en Plotino, argumento que estimuló una vuelta a los griegos de parte de Virginia, quien escribió en su diario que Antígona le provocaba “una emoción distinta de cualquier otra”. Entusiasmada, en tanto una intensa vida social signaba el fin de ese año, se propuso seguir con Plotino, Heródoto y Homero. Pero además, tenía que ver a Vita, y a su cuñada y amante Gwen St. Aubyn, sin olvidar a otros escritores, entre ellos: Stephen Spender, Rosamond Lehmann y Aldous Huxley. También asistió a una representación de Sweeney Agonistes, la obra de Tom Eliot. Sentada a su lado, Virginia percibió algo “sórdido, emocional, intenso” en él, y pensó en Crippen, un hombre que había sido colgado en 1910 por envenenar a su mujer. Si, como le sucedía a Yeats, ella hubiera tenido alguna tendencia a relacionar algunos hechos con las ciencias ocultas, se habría sorprendido al comprobar que tiempo después de su intuición, en 1939, Eliot se disfrazó de Crippen en una fiesta de disfraces organizada por Adrian Stephen.
A finales de noviembre, otro tipo de resortes ocultos determinaron que conociera a una escritora muy especial.
Invitados por Edward McKnight Kauffer,[437] artista y diseñador que realizó la cabeza de lobo que la Hogarth Press utilizó como logo alternativo a partir de los años treinta, los Woolf concurrieron a una muestra del fotógrafo Man Ray. Allí estaba la escritora y editora sudamericana Victoria Ocampo, a quien Aldous Huxley le había informado que existía la posibilidad de que Virginia asistiera y que deseaba fervientemente conocerla.
La Ocampo tuvo suerte. Virginia fue a la muestra de Man Ray y Huxley las presentó. En sus memorias, la escritora argentina recordó que Virginia llegó “con un gran sombrero adornado con plumas”. “Yo —continúa Ocampo— la miré con admiración. Ella me miró con curiosidad. Tanta curiosidad por una parte, y admiración por otra, que enseguida me invitó a su casa”. La relación que establecieron entonces no se apartaría de esos parámetros. La apasionada Victoria la admiraría cada vez más, mientras que Virginia observaría a la sudamericana con curiosidad entomológica. De hecho, desde que Sylvia Beach[438] le había recomendado Un cuarto propio diciendo “Estoy segura de que usted sueña con este libro”, Victoria soñaba con ese encuentro, que algo de onírico tuvo; al menos, así se deduce de la imagen que Virginia hizo de ella en su diario:
«Una rasta[439] sudamericana… ¿era así como Roger llamaba a estos opulentos millonarios de Buenos Aires? […] muy madura y rica; con perlas en las orejas, como si una gran falena hubiera dejado caer cúmulos de huevos, el color de un damasco bajo vidrio; ojos abrillantados creo por algún cosmético; pero allí nos quedamos y hablamos, en francés e inglés, sobre la Estancia, las grandes habitaciones blancas, los cactus, las gardenias, la riqueza y opulencia de Sudamérica; así como de Roma y Mussolini, a quien ella acababa de ver».
Sin que tuviera que moverse de su isla, Victoria Ocampo le permitía proyectarse en los viajeros ingleses que observaron la realidad americana. Pero como sugiere una carta que dirigió a Hugh Walpole, donde la llamaba “Baronesa Okampo”[440] y la presentaba como una suerte de Sybil Colefax de la Argentina, Virginia no consideraba seriamente a Victoria, al menos no desde el punto de vista de su escritura. Según cuenta la propia Victoria, lo que a Virginia le llamaba la atención era el elemento “exótico” que ella representaba en su imaginario. Lejos de sentirse ofendida, la argentina sacó provecho de esta curiosidad para conocerla mejor y comenzar una relación. Y si bien Victoria se sintió “una impostora al explotar esta primera impresión”, no es de suponer que Virginia la cambiara con el transcurso del tiempo. De hecho, sorprendida porque la argentina le enviaba orquídeas y rosas, le contaba a Walpole: “Es una mujer generosa. Se deshace de orquídeas tan fácilmente como si fueran florcitas silvestres”. Ante tanto derroche, bastante azorada, Virginia le pidió que no le enviara más regalos. Pero Victoria, que en 1931 había iniciado Sur, su propia aventura editorial, y deseaba publicar sus libros en la Argentina, no se daría por vencida fácilmente. Cartas y conversaciones mediante, finalmente[441] consiguió que Virginia le sugiriera, en principio, tres títulos para traducir y publicar en la Argentina: Un cuarto propio, Orlando y Al faro.
Por su parte, divertida con su exótica adquisición, y con el fin de azuzar la curiosidad de Vita, recluida en su “torre rosa”, Virginia le escribía: “Estoy enamorada de Victoria Okampo” o “He tenido que pedirle a Victoria Okampo que cesara de enviarme orquídeas”.
A pesar de pertenecer a continentes diferentes, estas dos mujeres tenían más en común de lo que se aprecia a simple vista. Escritoras, editoras, criadas en el seno de familias tradicionales en sus respectivos países, defensoras de los derechos de las mujeres, incluso compartían lecturas. Victoria recordaba que había leído que Darwin, durante su viaje a Sudamérica, había quedado hipnotizado por las mujeres de Buenos Aires, a las que comparó con sirenas. Por eso, la primera vez que fue a casa de Virginia, intentó conseguir un efecto similar. Apareció vestida con “un traje bordado con medias lunas de lentejuelas plateadas y doradas, lo más aproximado a las escamas que corresponden a la mitad pez de toda sirena respetable”. En sus recuerdos, Victoria rememoró su actuación, mientras comían un lenguado cocinado por la propia Virginia:
«Como ante un chico que sigue con los ojos un sonajero, o un trompo que gira, agitaba, para interesarla, un mundo de insectos, de pumas, de papagayos, de floripondios, de “señoritas” (mis bisabuelas) envueltas en mantillas de finísimos encajes (como las vio Darwin), de ñandúes veloces, de indios mascando coca, de gauchos tomando mate, todos deslumbrantes de color local; en fin, la rodeé del torbellino humano, animal y vegetal de Hispanoamérica. Así pagaba el lenguado comido con los Woolf y entraba en su intimidad, coronada por la fama y la flora de todo un continente».
Victoria Ocampo tuvo una intuición salvadora: se presentó no como una escritora más, a quien por otra parte Virginia no podría leer, ya que desconocía el castellano, sino como un ser extravagante, una rareza. “Se me ocurre —escribió sin inmutarse— que al principio Virginia sentía cierto asombro al comprobar que yo podía articular palabras”. Ese era el camino más sencillo para llegar a su intimidad; entre tanto, un miembro del “petit clan” equivocaba sus pasos. Julian Bell, que insistía en ser reconocido como escritor, había enviado sus poemas a la Hogarth, pero ni Leonard ni Virginia consideraron publicarlos, lo que desencadenó una tensión considerable entre ellos y Vanessa. Irritada por “la religión y superstición de la maternidad”, Virginia creía que su hermana alborotaba “como una gallina” y su “parcialidad maternal” le desagradaba profundamente.
Aun así el agua no llegó al río, y a finales de diciembre, mientras seguía con sus correcciones y leía a Dante, Virginia terminó de poner a punto Freshwater, la obra de teatro ideada años antes y que tendría a su sobrina Angelica en el papel de Ellen Terry. Era un fin de año agitado y de realizaciones. Leonard terminaba Quack Quack, su libro contra el fascismo, y en Rodmell demolían el pabellón del jardín y construían uno nuevo. En ese contexto, muy afligida y preocupaba porque Francis Birrell estaba muriendo, Virginia apenas se sintió afectada por las críticas que lanzaba otro de sus detractores: C. E. M. Joad.[442]
La muerte de los amigos volvía a cuestionar los propios paradigmas, y luego de conversar con Francis Birrell, asombrada de su entereza sin esperanzas, Virginia otorgó “un crédito para el ateísmo”. Pero también recordaba a Roger, y cavilaba: “No puedo pasar por todo aquello nuevamente”. Días después, cuando volvió a visitar a Birrell, lo encontró anhelando el desenlace. Después de despedirse de él, conmovido, Leonard le dijo a Virginia: “El alma merece ser inmortal”, y ambos se sintieron “contentos de estar vivos”.
El 21 de diciembre los Woolf partieron hacia su refugio de Rodmell.
El nuevo pabellón de Virginia estaba listo. Y si bien avanzaba en sus correcciones, y se sentía feliz, no dejaba de recordar a Francis Birrell “negociando su muerte” en un sanatorio. Tampoco se olvidaba de Roger y pensaba que, de convertirse en su biógrafa, ansiaba “remover las brasas […] hacer la mayor cantidad de fuego posible”.