CAPÍTULO XIII - 1910

Cerca de las sufragistas

A través del denominado Conciliation Bill (Proyecto de ley “Conciliación”), las sufragistas confiaban en lograr, durante una sesión del Parlamento, el esperado voto femenino. Pero la fuerte oposición de los conservadores, especialmente la de Winston Churchill, se interpuso y, finalmente, en la sesión de noviembre, el primer ministro Asquith anunció que habría elecciones generales pero que no tenían tiempo para tratar el tema del voto de las mujeres. Acto seguido, las sufragistas manifestaron su oposición y fueron reprimidas por la policía. Hubo golpes y arrestos, y algunas mujeres murieron como consecuencia de la violencia de ese día, que dio en llamarse Black Friday (Viernes Negro). La sociedad se dividía entre los que defendían el statu quo y los que avizoraban un futuro diferente.

Aunque Virginia era partidaria de los cambios y conocía a varias sufragistas, no consideraba militar en forma activa en el movimiento. Pero a principios de año, contactó a Janet Case, su antigua profesora de griego y militante sufragista, para ofrecerle su colaboración. Pensaba que podía trabajar unas horas para el movimiento, completando, por ejemplo, las direcciones en los sobres que solían enviar. Después de conversar con Janet, le escribía: “Me impresionaste tanto la otra noche con la injusticia de la actual situación que siento que es necesario actuar”.

Al tanto de sus capacidades, las sufragistas le sugirieron que investigara sobre la historia del derecho al voto en Nueva Zelanda o que redactara artículos, pero ocupada como estaba en su novela, el periodismo y su correspondencia, y sin el entusiasmo suficiente, Virginia prefirió encarar la cuestión desde la discreta labor de voluntaria.

Hasta ese momento, tampoco había tomado acción directa en las marchas de las sufragistas, de modo que trabajar en sus oficinas le dejó un interesante cúmulo de experiencias y reforzó su creencia de que la política y la filantropía eran tareas que solo llevaban a cabo personas rígidas e duras. Virginia sintió que su experiencia allí era lo más cercano a vivir en una novela fantasiosa de H. G. Wells. ¿No mostraban “esas mujeres insensibles, que no se interesan por sus propios familiares” y sí por la filantropía y la política, que “todos los buenos sentimientos se marchitan”? En realidad, es posible que sus suspicacias se debieran a que proyectaba conflictos irresueltos con la imagen materna, ya que la rodeaban todo tipo de mujeres, jóvenes secretarias y ardientes sufragistas que hacían su trabajo a pesar de la fuerte oposición del primer ministro Asquith y de buena parte de la sociedad.

Como durante los últimos meses del reinado de Eduardo VII el gobierno liberal debía convocar a elecciones, muchos pensaron que era un buen momento para tratar el debate tan postergado del voto femenino, pero el tema en cuestión se daba en un contexto no del todo propicio, ya que los conservadores alertaban sobre los peligros para la moral y advertían sobre la degeneración y debilitamiento de la identidad que traerían aparejadas las tendencias vanguardistas, las influencias extranjeras y todo lo que cuestionara, como la homosexualidad y las reivindicaciones de las mujeres, sus valores patrióticos y religiosos.

En ese clima político y social, Virginia participó de una broma que tomó dimensiones inesperadas y los llevó a las primeras planas de los periódicos. El 10 de febrero el vicealmirante May de la Armada Británica recibió un telegrama[135] en el que le comunicaban la llegada de una delegación de Abisinia que deseaba ver el acorazado Dreadnought, anclado en Weymouth. La misiva estaba supuestamente firmada por Hardinge, el secretario general del Ministerio de Relaciones Exteriores, pero en realidad se trataba de una broma que habían organizado Horace Cole y un grupo de amigos, entre los que figuraba Adrian Stephen, y que terminó incluyendo a Virginia.

Cole era un personaje especial a quien se le atribuía una gran cantidad de bromas e inocentadas. Tanto él como Adrian creían “que quien se arrogaba alguna clase de autoridad sobre los demás ofrecía necesariamente algún flanco a la burla”; y las instituciones y el Ejército constituían un blanco propicio para demostrarlo.

Habían pasado unos años desde la exitosa broma que idearon en Cambridge sobre la supuesta visita del tío del sultán de Zanzíbar.[136] Con este antecedente exitoso, Cole y Adrian prepararon una burla de mayor envergadura, ya que involucraba a la respetable Armada Británica. Si bien Adrian siempre aseguró que solo querían hacer una broma y que no habían pensado en sus consecuencias, es raro que, conociendo a Cole y su deseo de que estos asuntos tomaran notoriedad, no haya considerado la posibilidad de que todo terminara divulgándose.

La falsa delegación imperial abisinia estaba compuesta por Anthony Burton, el falso emperador, mientras que Cole representaba a un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores y Adrian, al intérprete. También debía haber un séquito de abisinios, pero como solo pudieron reclutar a Duncan Grant y a Guy Ridley unos días antes de ejecutar su acto, los bromistas invitaron a Virginia a participar, y ella aceptó. Los presuntos abisinios consiguieron sus trajes en una sastrería teatral. Como sus amigos, Virginia también se pintó la cara de negro, se puso una barba y bigotes falsos, un caftán bordado, el imprescindible turbante y, completando el cuadro, se colgó una cadena de oro que le llegaba a la cintura. Totalmente en desacuerdo con su participación, Vanessa, que temía que fueran descubiertos, trató de disuadirla pero fue en vano. Sus temores no eran infundados, ya que su primo Willy Fisher era parte de la tripulación del buque, lo que aumentaba las posibilidades de que los desenmascararan, una cuestión, por otro lado, más que probable teniendo en cuenta la estatura y los rasgos inconfundibles de Adrian, apenas disimulados por la barba y el betún con el que se había pintado la cara.

Finalmente, desoyendo las advertencias, el 10 de febrero el grupo partió de Fitzroy Square hasta la estación de Paddington. Cole y Adrian fueron al vagón restaurante, pero insistieron en que los demás no los acompañaran para que sus disfraces no sufrieran daño. Mientras almorzaban, Adrian se dedicó a aprender unas frases de swahili —habían comprado una gramática que editaba la Sociedad para la Difusión del Evangelio—, lengua que pensaban que sería similar a la que se hablaba en Abisinia. Cuando llegaron a Weymouth, comprobaron que la Armada había caído en la trampa; los esperaba una guardia de honor.

Para que el asunto no trascendiera y que la recepción fuera discreta, los bromistas habían enviado el telegrama anunciando su llegada esa misma mañana, pero la Marina había actuado con celeridad, e incluso tuvieron tiempo de colocar una alfombra roja en la estación para recibirlos. Después de la bienvenida, los marinos llevaron a los falsos abisinios en carruajes hasta el muelle y de ahí en un pequeño vapor hasta el buque. El Dreadnought se encontraba en medio de la escuadra con la marinería formada en cubierta, las banderas izadas en el mástil y una banda de música que comenzó a tocar al arribo de los visitantes. “Cuando llegamos” — recordó Adrian—, “el almirante y su estado mayor, junto con el comandante del navío, todos con los uniformes de gala, llenos de bordados de oro, estaban preparados para la recepción”.

Como no habían tenido tiempo de hacerse del himno nacional de Abisinia, la Armada convocó a una banda naval que tocó el himno de Zanzíbar. Mientras los recibían, Adrian alcanzó a identificar entre la tripulación a su primo Willy Fisher, que lo miraba fijamente, pero aunque también conocía a otra de las autoridades de la Marina allí presentes, amparado en su disfraz pudo representar bien su papel, y durante el pase de revista a la guardia de honor comenzó a hacer sus falsas traducciones al abisinio. Luego de unas palabras en swahili siguió con Virgilio. Modificando la acentuación y separando las palabras en sílabas, logró hacer irreconocible, aun para un experto, el libro IV de la Eneida. Además, cambió su acento de Cambridge por uno alemán —habían dicho que se llamaba Kauffmann— y distorsionó el tono de su voz. Sin advertir nada extraño, el almirante William May y el primo de Virginia, el comandante William Fisher, mostraron el barco a los visitantes.

Los falsos abisinios no aceptaron el ofrecimiento de almorzar con los oficiales y también rechazaron la salva de veintiún cañonazos con los que querían saludarlos, pero visitaron el navío y, antes de que el bigote de Duncan Grant se despegara, salieron de barco y volvieron extenuados pero ilesos a Londres.

Aunque habían acordado no hablar con la prensa del asunto, una foto que se habían sacado como recuerdo apareció con grandes titulares y a página entera en el periódico Daily Mirror. Los periodistas, que contaban con una fuente que divulgó la identidad de los bromistas, llegaron hasta el 29 de Fitzroy Square con la intención de entrevistar a una joven “muy atractiva, con facciones clásicas” que había participado de la broma y lograron hablar con Virginia. También querían sus fotos con vestido de noche, cosa que al parecer no consiguieron. Días después de la broma, el Daily Mirror publicaba una historieta acerca de lo que podría pasar la próxima vez, cuando un auténtico príncipe abisinio visitase un buque de la Armada. La imagen muestra a los marinos lanzándose sobre los visitantes, tirándoles de las barbas y de los turbantes.

Con razón, Adrian creyó que el responsable de la infidencia había sido Cole, y los resultados no se hicieron esperar. Semanas después, Willy Fisher apareció indignado en casa de sus primos Stephen:

 

«¿Sabíamos —escribió Virginia— que todos los niños iban por la calle gritando Bunga-Bunga tras el almirante May? ¿Sabíamos que le debíamos la vida a la Armada? ¿Sabíamos que éramos impertinentes y estúpidos? ¿Sabíamos que merecíamos que nos azotaran en público? ¿Sabíamos que si nos hubieran descubierto nos habrían quitado las ropas y arrojado al mar?»

Willy Fisher exigió los nombres de los demás participantes y dijo que, según el código de honor de la Armada, él no podía castigar a un hijo de su tía. De esta manera, Adrian salió ileso, pero junto con algunos compañeros de armas, Fisher fue tras Cole y Duncan Grant, a quien encontraron desayunando en la casa de sus padres. Haciéndose pasar por unos amigos, los marinos reclamaron su presencia, y cuando Duncan salió, su madre pudo ver a través de la ventana cómo “desaparecía bruscamente en el interior de un vehículo. ‘¿Qué hacemos? —le preguntó a su marido—. Acaban de raptar a Duncan’. El comandante Grant, que era militar y sabía de procedimientos, le respondió, sonriendo: ‘Supongo yo que serán esos amigos del Dreadnought”.

Lo cierto es que Duncan “tenía el aspecto de un cordero”, lo que desarmó la animosidad de los vengadores: “No puedo con este individuo —dijo uno de los oficiales—. No se defiende. No puedo atacarlo”. Finalmente, y después de darle un par de golpes ceremoniales con un bastón, consideraron zanjado el asunto y anunciaron que “habían vengado el honor de la Armada”. Algo similar sucedió con Cole, pero en el caso de Virginia la estrategia fue diferente y, en principio, fue amonestada por parientes que se quejaban del rumbo que tomaba su vida;[137] ese tipo de fama no era conveniente para ella. El affaire concluyó sin grandes perjuicios para los actores en cuanto Adrian y Duncan Grant se entrevistaron con el primer lord del Almirantazgo. Si bien el tema llegó al Parlamento y hubo una interpelación pública,[138] ni los políticos ni la Marina se sentían inclinados a ventilar el hecho. Aun así, hubo consecuencias más o menos inmediatas, como la reformulación de reglamentos de correo y de seguridad de la Armada. A través de la inocentada —una broma ingenua e imposible de llevar a cabo en nuestros días—, lo cierto es que un pequeño grupo de jóvenes logró ridiculizar al Imperio y burlar las normas de seguridad, infiltrándose en las defensas de la nación; incluso llegó a saberse públicamente que uno de los supuestos abisinios no era hombre sino mujer.

Años después y como reacción al libro de Arnold Bennett Our Women: Chapters on the Sex Discord (Nuestras mujeres: tratado sobre la discordia sexual), que sostenía que las mujeres eran intelectualmente inferiores a los hombres,[139] Virginia escribió su relato “Una sociedad”, cuyo argumento desarrolló luego en Un cuarto propio y Tres guineas. En este relato, en el que un grupo de mujeres crea una sociedad “para responder a distintas preguntas” acerca del mundo de los hombres, se sirve de su experiencia para ridiculizar el sistema patriarcal. Rose, una de las protagonistas, cuenta que, disfrazada de príncipe etíope, subió “a bordo de uno de los buques de Su Majestad”. Al descubrir el engaño, el capitán le exigió “una satisfacción a su honor”, que consistió en unos “golpecitos en el trasero” dados con una vara, la misma que luego utiliza Rose para satisfacer el suyo. Finalmente, y con el honor intacto, ambos se dirigieron “a un restaurante; bebieron dos botellas de vino que él insistió en pagar; y se despidieron con promesas de amistad eterna”.

Nuevas crisis

En marzo, pocos días después de la broma del Dreadnought —que tal vez funcionó como detonante—, Virginia tuvo una nueva crisis nerviosa. El doctor Savage prescribió lo habitual: reposo, horarios regulares y ninguna vida nocturna. Buscando la tranquilidad aconsejada, se reunió con su hermana y Clive en Studland, donde también recibieron a otros visitantes. Allí estaba Lytton, muy a gusto con las hermanas pero displicente con Clive,[140] quien se sintió relegado y le dijo que ya no sería bien recibido en Gordon Square.

Pasadas tres semanas y considerándose curada, Virginia regresó a Londres. Desde allí le escribió a Violet: “Regresamos hace diez días. Estúpidamente, volví a ponerme mal de la cabeza y no he estado haciendo nada”. En realidad, su salud no era estable, y la agitada vida de Londres no colaboraba en su mejoría. Los síntomas más frecuentes eran dolor de cabeza, insomnio e irritación, y reincidía en el antiguo rechazo a la comida. Esta vez, Savage fue terminante y le ordenó que saliera de la ciudad. Así pues, en junio Virginia se alojó en la Moat House, residencia que Clive y Vanessa habían alquilado en Blean. Desde allí le escribió a su amigo Saxon diciendo que el lugar era estimulante, pero también le contó que Clive y Nessa habían perdido la paciencia durante una visita del dueño de la casa y que lo despidieron violentamente. Enojada por la falta de discreción de su hermana, Vanessa se sintió obligada a defenderse: “Desde muy joven, Virginia se ha metido a hacer de mí un personaje que se acomodara a sus propios deseos y ahora ha conseguido imponerlo de tal manera al mundo que nos rodea, que se supone que todas esas absurdas historias son ciertas por el hecho de ser tan características”.

A pesar de las bromas, y como después de un par de semanas en la Moat House Virginia no mejoraba, Vanessa, que estaba en los últimos meses de su segundo embarazo y debía volver a Londres, decidió que lo mejor era dejarla al cuidado de Clive, a quien recomendaba: “Tenemos que tomar en cuenta a la Cabra”. En su estado, ella también necesitaba cuidados y volvió a consultar al doctor Savage, quien indicó que debían recluir a Virginia en una casa de reposo de Twickenham Resignada pero a la vez preocupada por el costo del tratamiento, segura de que su permanencia allí sería detestable, Virginia lamentaba: “La sola idea de las enfermeras, la comida y el aburrimiento es de lo más desagradable, pero también imagino los deleites de estar sana otra vez”.

Enterado del estado de Virginia, George Duckworth se hizo presente mediante “dos cartas muy repulsivas, llenas de condescendencia y medio disparatadas”, en las que le recriminaba que fumaba demasiado y la invitaba a alojarse en su casa. A esas alturas, casi sin escapatoria entre las presiones de médicos y familiares, aceptó recluirse en la casa de salud y partió a Twickenham Pronto quedó claro que, pese al estado en que se encontraba, podía ganarse simpatías; conquistó a Miss Thomas, la dueña del establecimiento, que, encantada con Virginia, consideraba a su paciente un ser especial, apreciaba su inteligencia y disfrutaba de su conversación. Pero Jean Thomas era una mujer de convicciones religiosas y durante mucho tiempo intentó convertirla a la fe. La cuestión es que Virginia la había cautivado al punto de que tanto Clive como Vanessa llegaron a la conclusión de que la directora del establecimiento de salud se había enamorado de ella.

Por su parte, aunque Vanessa se quejara de que Virginia hacía de ella un personaje, tampoco se privaba a su vez de convertir a su hermana también en uno, y recordando que Lytton había hecho una cura de salud en un sanatorio de Suecia, le escribía a Virginia:

 

«Realmente, que tu práctica del safismo con una sueca en Twickenham y la de Lytton de la sodomía con suecos en Suecia —que es, al parecer, el caldo de cultivo del vicio—, hará que conformen, cuando ambos salgan, una linda pareja, hecha el uno para el otro».

 

La integración tenía sus bemoles, y los aspectos negativos eran demasiados. Aunque apreciaba a Miss Thomas, Virginia extrañaba lo que llamaba conversaciones inteligentes, y sobre todo sentía la ausencia de Nessa; a pesar de eso, como la consideraba una conspiradora que se ponía del lado de Savage, le escribía amenazante: “En realidad, no creo que pueda soportar esto mucho tiempo más. […] Sin embargo, lo que quiero decir es que pronto voy a tener que saltar por la ventana. La fealdad de la casa es casi incomprensible”.

Era difícil para Virginia permanecer en un ambiente teñido por la religiosidad; creía firmemente que la religión había arruinado tanto a las pacientes como al personal de la clínica, y desde esa perspectiva analizaba una situación que también la tenía presa: “Respetan mis cualidades, aunque Dios me haya dejado en la oscuridad. Siempre se están preguntando qué es lo que trama Dios. La mentalidad religiosa es bastante sorprendente”

Lejos de ser una paciente sumisa, Virginia se mostraba rebelde y, en más de una ocasión, pensó en huir. Esto preocupaba a Vanessa, que insistía en que debía permanecer allí hasta finalizar su cura. Por su parte, mientras estuvo en Twickenham, Virginia se entretuvo observando a las pacientes, “innumerables jóvenes con problemas amorosos”, entre las que le llamó la atención una tal Miss Somerville, porque llevaba dos crucifijos y alternaba períodos de excitación —en los que cortaba todas las rosas del jardín e iba a la iglesia— con semanas de silencio y confinamiento.

Ella misma pasaba por momentos de aburrimiento eirritabilidad, y sospechaba que “una gran conspiración” se fraguaba a sus espaldas. Por otra parte, las visitas estaban acotadas, y aun cuando Clive pudo ir algunas veces a verla, se sentía alejada de sus afectos e intereses. En una de estas visitas, Clive fue testigo de la influencia que Virginia ejercía sobre Miss Thomas. Había trastocado la monotonía de sus días de tal manera que, para no perder contacto con su paciente, cuando el doctor Savage le dio un alta parcial, la directora del sanatorio quiso acompañarla durante su convalecencia en Cornwall, donde las dos dieron largos paseos y sostuvieron intensas conversaciones. Más adelante, reflexionando sobre su futuro, Virginia le escribió a Clive:

 

«Mis conclusiones acerca del matrimonio quizá puedan interesarte. Soy tan feliz que es una lástima no poder ser más feliz aún; y sin embargo, cuando me imagino al hombre a quien le diría ciertas cosas, no es a mi querido Lytton, ni tampoco a Hilton. No deja de ser extraño que le dediquemos tanto tiempo a imaginar los encantos de la simpatía. El futuro, como de costumbre con estos antropoides sanguíneos, se presenta lleno de maravillas».

 

Esta visión esperanzada no impedía que durante su estadía en Cornwall pensara “en Thoby todo el tiempo”. Preocupada por su propia salud, Virginia se proponía cautela, no extenuarse durante sus caminatas ni excitarse demasiado. Además, ponía especial cuidado en evitar las jaquecas. De pronto, cobraban su precio las tensiones de los últimos años, a saber: la muerte de Thoby, el intempestivo casamiento de Vanessa y finalmente la estimulante, pero culpable, relación con Clive. En efecto, no es arriesgado pensar que esta crisis nerviosa fuera la resultante de un conflicto provocado por la relación triangular con su cuñado y su hermana, que debía resolverse con urgencia, aun cuando para Virginia implicara ponerse en una situación de inferioridad o de súplica y pedirle a Clive que en sus futuros encuentros, para evitar crisis mayores, evitara “irritar a la bestia, como entretenimiento”.

Nuevos amigos

En septiembre, confiada en su recuperación, Virginia regresó a Londres y conoció a su nuevo sobrino, que había nacido el 19 de agosto. Luego se dirigió con los Bell a Studland. Uno de los motivos del viaje era proseguir con su cura de descanso y tranquilidad, pero mientras Clive estuvo allí discutieron y se irritaron mutuamente. Finalmente, él viajó a París y las hermanas pudieron reanudar sus charlas como antaño. El tema principal era el futuro de Virginia, y ambas llegaron a la conclusión de que el matrimonio con Lytton era inviable, “mientras que era perfectamente posible el matrimonio con alguna otra persona”.

Es probable que Clive viviera con ambivalencia dicha posibilidad. Por un lado, el matrimonio liberaría a los Bell de hacerse cargo de Virginia, pero mientras esto no sucediera, él seguiría siendo la mayor influencia sobre las dos creativas e interesantes hermanas. De regreso en Londres, Virginia retomó la escritura de su novela, pero tanto Savage como Miss Thomas le advirtieron que debía mantener una rutina tranquila, y eso contribuyó a su decisión de buscar una casa para pasar una temporada en las afueras de la ciudad. Cuando Virginia recordó esos momentos años después, no dudó en señalar un nuevo punto de clivaje que dio otro giro a la vida de los más ilustres integrantes de Bloomsbury:

 

«Una noche, Clive subió las escaleras a toda velocidad, en estado de gran excitación. Acababa de tener una de las conversaciones más interesantes de su vida. Fue con Roger Fry. Hablaron durante horas de teoría del arte. Clive consideraba que Roger Fry era la persona más interesante que había conocido desde los tiempos de Cambridge».

 

Roger Eliot Fry era crítico de arte y pintor. Provenía de una familia cuáquera y tenía un hermano y siete hermanas, todas solteras. Elegido miembro de los Apóstoles en Cambridge, se había graduado con honores en King’s College; su interés por la pintura lo llevó a convertirse en una autoridad en los Viejos Maestros. Publicó su primer libro, Giovanni Bellini, en 1899. Más adelante, Fry se casó con una pintora y tuvo dos hijos, pero 1910 dio un vuelco catastrófico a su vida tanto en lo personal como en lo artístico: su esposa comenzó a dar señales de disturbios mentales y debió internarla. En ese mismo período, él estaba organizando la Primera Exposición de Pintores Postimpresionistas en Londres. Acababa de regresar de Nueva York, donde se había desempeñado como curador del Museo Metropolitano de Arte, cargo que se vio obligado a dejar después de enfrentarse con su director, Pierpont Morgan. En aquel momento, la carrera hasta entonces convencional de Fry empezaba a tomar nuevos rumbos.

Aunque hasta 1910 Fry solo se había encontrado ocasionalmente con algunos integrantes de Bloomsbury, no era un desconocido para las hermanas. Vanessa lo había conocido en Cambridge en 1902, y volvieron a verse en 1904, en una comida en casa de Desmond MacCarthy. Poco después, se perdieron de vista hasta el momento en que ella y Clive compartieron con Fry un viaje en tren entre Cambridge y Londres. En ese viaje, descubrieron que tenían mucho en común, y Roger invitó a Clive para que lo ayudase en la organización de la Primera Exposición de Pintores Postimpresionistas, que debía realizarse en Londres. La muestra, que agrupaba a Manet y los postimpresionistas, se inauguró el 8 de noviembre en la Grafton Gallery. Era la primera vez que se exponían en Londres pinturas de Cézanne, Denis, Derain, Gauguin, Manet, Picasso, Seurat, Van Gogh y otros.

Virginia recordaría que, en ese entonces, Roger “tenía más conocimiento y más experiencia que todos nosotros juntos. Su mente parecía unida a la vida por una cantidad extraordinaria de vínculos”. La exposición de los postimpresionistas dividió al público inglés entre fanáticos entusiastas y críticos acérrimos. Los Bell estuvieron decididamente de parte de Fry, lo consideraron un adelantado: una nueva era comenzaba. “Los viejos y esquemáticos argumentos del Bloomsbury primitivo —escribió Virginia— adquirieron carnadura.

Siempre surgía una idea nueva, siempre había, apoyado en una silla, un nuevo cuadro para contemplar, siempre había un nuevo poeta rescatado de la oscuridad y expuesto a la luz del día”.

La presencia de Fry fue aglutinante y rectora. El joven Duncan Grant se convirtió en un asiduo concurrente a las reuniones de Bloomsbury, y Vanessa, que se encontraba en su elemento a pesar de tener que ocuparse de dos hijos pequeños, florecía en sus aspectos creativos. Por su parte, finalizada su convalecencia, Virginia había retomado Melymbrosia y —como le escribió a Violet— compartía el entusiasmo que generaba la exposición de los postimpresionistas:

 

«Ahora que Clive está en la vanguardia de la opinión estética, oigo hablar mucho sobre cuadros. No los considero tan buenos como los libros. Pero por qué todas las duquesas se sienten insultadas por los postimpresionistas, una modesta muestra de pintores, libres incluso de indecencia, no lo puedo entender. Sin embargo, no se puede decir que son como otros cuadros, solo que mejores, porque eso enfurece a todo el mundo».

“Cambió el carácter humano”

Años después, analizando ese momento en particular, Virginia afirmaba categóricamente que “en diciembre de 1910 o más o menos en esa época, cambió el carácter humano”. Era un hecho que las costumbres de las hermanas Stephen habían evolucionando al punto que, según parece, Vanessa “propuso […] la creación de una sociedad libertaria donde hubiera absoluta libertad sexual para todos”. Este tipo de propuestas iba de la mano de una rebeldía estética que, sin embargo, tenía sus límites; así lo interpretó retrospectivamente su hijo mucho después:

 

«El pintor Henri Doucet, que estaba presente en una de las reuniones más alocadas, en la que Vanessa bailó con tal entusiasmo que se quitó la mayor parte de la ropa y empezó a dar vueltas desnuda hasta la cintura, observó —quizá con cierta añoranza— que “En France ga aurait fini dans les embrassades ”, cosa que allí aparentemente no sucedió: el juego de la promiscuidad era solo un juego. Ya no era necesario que el matrimonio santificara el sexo, convinieron todos, pero aún debía santificar la pasión».

 

Las hermanas tenían ante sí un espacio de libertad inédito, pero no dejaban de ser mujeres de transición, todavía apegadas o moldeadas por los viejos valores. Por eso —y dadas las inclinaciones homosexuales de Maynard Keynes—, Quentin Bell señala que son poco creíbles los rumores que circulaban por entonces acerca de que Vanessa y Keynes “copularon coram publico” en la sala de Gordon Square.

A principios del siglo XX comenzó a tomarse conciencia de que “lo privado es político”,[141] y es así como las tres transgresiones en las que Virginia participó durante ese año, “que se interpretaron como tres manifestaciones relacionadas entre sí […]: el movimiento sufragista, la inocentada del acorazado y la exposición postimpresionista”, tuvieron una dimensión que excedía el ámbito de lo privado. Tomando anclaje en convicciones íntimas y que nacían en ese ámbito, tanto la vida como la obra de Virginia Woolf alcanzan una dimensión política todavía actual, ya que “siguen siendo estas tres subversiones de Bloomsbury ejes en torno a los cuales gira una parte nada desdeñable del debate político y artístico contemporáneo”.

De hecho, la coincidencia temporal entre las movilizaciones por el voto femenino y la muestra postimpresionista, junto con la influencia de Fry, hacían sentir aires nuevos y liberadores. Entusiasmada, Vanessa escribió:

 

«“Podíamos decir lo que siempre habíamos sentido en lugar de tratar de decir lo que los otros nos decían que podíamos sentir”».

 

Reaccionarias, las mentes más conservadoras se mostraban abiertamente críticas, y los diarios decían que la muestra era pornográfica.[142] “El público de 1910 se vio arrastrado a paroxismos de indignación y risa […] se enfurecían”. Entre artistas y críticos estaban los que consideraban que la obra de los impresionistas era “basura” y “detectaba síntomas de locura en los pintores”; en ese contexto, en una conferencia el doctor Hyslop —más adelante, sería médico de Virginia— dijo que “los cuadros eran obra de locos”.

Por su parte, algunos críticos hicieron circular “unas caricaturas en las que Roger Fry, con la boca muy abierta y el pelo alborotado, proclamaba la religión de Cézannah, con Clive Bell como acólito en Saint Paul”. Lo cierto es que las costumbres arraigadas durante la era victoriana —incluso la manera de vestir de hombres y mujeres— seguían patrones que estaban en trance de revisión, lo que ponía en el tapete cuestiones de orden moral. Una de esas noches, Virginia cenó en un pequeño restaurante del Soho, y luego, entre sorprendida y divertida, escribía que había estado en un lugar “donde las prostitutas seducen a los jóvenes. La perversidad de Londres en estos días es inconcebible”.

Como pintora, Vanessa se sentía en el centro de un movimiento realmente importante y creía que “los escritores estaban enderezando las orejas y levantando sus voces por miedo a que se prestase una atención excesiva… a los pintores”. Mucho después, en su biografía de Roger Fry, Virginia reconoció: “la Literatura sufría de una plétora de viejos ropajes. Cézanne y Picasso habían mostrado el camino; los escritores debían arrojar la representación a los cuatro vientos y seguir su ejemplo”. Esa percepción tuvo que ver con que en Al faro sea una pintora, Lily Briscoe, la que encarna la necesidad de tirar por la borda las convenciones heredadas de la era victoriana.

En la fiesta que acompañó la inauguración de la Exposición de los Postimpresionistas en Londres, Vanessa y Virginia ratificaron su rebelión. Se presentaron vestidas a la manera de las mujeres de Gauguin, envueltas en policromadas telas exóticas, fabricadas para los nativos africanos por la compañía Burnetts. Se adornaron con flores y collares, se maquillaron las piernas y los brazos de color oscuro, e irrumpieron en la reunión con las piernas al descubierto, lo que acrecentó su ya incipiente fama de rebeldes y no convencionales. Las hermanas eran conscientes de su actitud contestataria,[143] que escandalizaba a muchos de sus contemporáneos; incluso hubo mujeres que se retiraron indignadas de la reunión. Había cierto orgullo en mostrarse rebeldes y también una aspiración: su vida privada ya era revulsiva para sus antiguos amigos y parientes, pero aún faltaba lo más importante: sus respectivas artes deberían ser también revolucionarias.

En ese sentido las hermanas actuaban como doble o doppelganger, e incluso como perseguidor, ya que si por un lado cada una era el apoyo, guía y compañera del alma de la otra; por el otro, competían para ver cuál de las dos resultaba más exitosa.

Alrededor de 1910, un nuevo discurso se instalaba en Bloomsbury; el grupo se hacía cada vez más conocido; la timidez de los primeros tiempos y la exaltación casi mística que acompañaba las discusiones cedía paso a actitudes abiertamente provocadoras. En cuanto a las cuestiones políticas que se debatían, en diciembre, después de participar en un par de reuniones sufragistas en el Albert Hall, Virginia le escribía a Violet acerca del “lado inhumano de la política”, un mundo conspirativo que le era extraño, donde “el único entretenimiento fue un bebé que no dejaba de llorar, cosa que alguien tomó como un sarcasmo mordaz contra la obtención del voto femenino”.

A pesar de que no le interesaba la participación ni le entusiasmaban los discursos políticos, es un hecho que Virginia supo trasladar a su obra la experiencia obtenida en el contacto con mujeres mucho más comprometidas que ella. En Noche y día, novela ambientada en el período eduardiano, los personajes femeninos principales son Katherine Hilberny, una joven que vive con sus padres y pertenece a una familia distinguida, y Mary Datchet, que vive sola y trabaja en una oficina sufragista. Las dos se sienten atraídas por Ralph Denam, y aunque Katherine es su elegida, ambas conservan una amistad que en esta última incluye admiración por la independencia y las convicciones de Mary. Como le ocurría a Virginia Woolf, ese respeto no se hallaba exento de incredulidad, y Katherine desconfía de los intentos de Mary y de sus amigos sufragistas de reformar la sociedad. Finalmente, cuando Katherine y Ralph se declaran su amor, pasan bajo la ventana de Mary, pero no se deciden a entrar, como si un ámbito excluyera el otro. Desde su “íntima felicidad” contemplan “la luz que pasaba a través de los visillos, pensando que había algo extraordinario en el espíritu sereno de aquella mujer que trabajaba dentro, que trabajaba con el afán de lograr un mundo mejor, un mundo que ninguno de ellos llegaría a conocer”.

Después de un año intenso, en diciembre, Virginia y Adrian pasaron una semana en Lewes, en la zona de Sussex, donde recibieron las visitas de Miss Thomas, y para contento de Adrian, la de Duncan Grant, con el que mantenía un affaire. Los hermanos paseaban por el pueblo —sus excéntricas figuras hacían que los lugareños los confundieran con extranjeros—, y a pesar de sus divergencias, parecían concluir el año en una relativa armonía. Durante una de sus excursiones por los alrededores, Virginia encontró una casa en el pueblo de Firle. Encantada con el lugar, decidió alquilarla y, nostálgica, recordando su infancia en St. Ives la llamó Little Talland House. Mientras resolvía esas cuestiones, su futuro generaba expectativas de los suyos y de extraños. Así lo comprobó durante una visita a Brighton, donde vivían los padres de Saxon, cuya “madre era tan poquita cosa como un ratón de campo”:

 

«Saxon no dijo ni una palabra, pero me sonrió una vez. A todos se los veía muy delgados e incómodos. Después del almuerzo me llevaron a la sala de estar y encendieron la chimenea en mi honor. Es una habitación amarillo claro atiborrada de baratijas. La señora Turner empezó a hablar sobre Saxon. […] ¡Solo deseaba que pudiera encontrar una buena esposa! […] Estoy segura de que pensó que yo estaba interesada en él, y que había ido a perseguirlo».