CAPÍTULO XX - 1917
Nuevos intereses: la Hogarth Press
AUN cuando se sintieron molestos por la irrupción de Dora Carrington y Barbara Hiles en su casa en Asheham, los Woolf pronto incluyeron a las dos jóvenes invasoras entre sus relaciones. Barbara Hiles, con quien tanto Saxon Sydney-Turner como Nicholas Bagenal querían casarse, le interesó mucho a Virginia, que durante un tiempo siguió las alternativas de ese romance triangular que podía recordarle la peculiar relación que mantuvo con Nessa y Clive. Por otra parte, la amistad con Saxon era de vieja data, y Virginia, que conocía su carácter impenetrable, reflexionaba: “Nunca se sabe si él está enamorado realmente, como otras personas. Quizá se contentaría con que B. se casara con Nick y él pasara a formar parte de la casa”. De todas maneras, a pesar de que solía agotarla su inacción, ella no dejaba de recordar que Saxon había compartido su dolor tras la muerte de Thoby.
Dispuesta a no perderse detalle de la historia amorosa que involucraba a Saxon, Barbara Hiles y Nick Bagenal, Virginia se transformó en confidente de su amigo. A gusto con la nueva generación, encontraba refrescante el contacto con los jóvenes ya que, en presencia de Barbara y Carrington, podía usar con “gran éxito” un vestido confeccionado por la primera, que trabajaba ocasionalmente para el Omega Workshop. Pero no todo era moda y frivolidad; como miembro de la rama Richmond del Women’s Cooperative Guild, Virginia continuaba organizando reuniones mensuales y se ocupaba de elegir y presentar a los disertantes.[192] La costumbre era que los invitados expusieran sobre temas de actualidad, arte o viajes, y después respondieran las preguntas del público. El 23 de enero, el primer encuentro del año resultó conflictivo. La oradora Mrs. Bessie Ward, del Consejo de Libertades Civiles, habló sobre el reclutamiento prestando especial atención al alistamiento femenino, pero también se refirió a las enfermedades venéreas y al riesgo que implicaban para la salud de los jóvenes.
Terminada la reunión, varias mujeres se retiraron de la sala, una lloraba y otra acusó a la oradora de crueldad y desconsideración hacia las madres. El público se dividió entre las que rechazaron la intervención y el tema tratado y las que lo consideraban oportuno. La cuestión es que Virginia, que debió intervenir para calmar los ánimos, lamentó que los convencionalismos impidieran a esas mujeres discutir abiertamente cuestiones que las afectaban en forma tan directa. Y aunque siempre admiraría “el buen sentido” de las mujeres trabajadoras, la sorprendía la “solemne pasividad” de las cooperativistas, por lo que se sintió liberada cuando después de cuatro años renunció a esa labor organizativa.
Mientras tanto y a través de la Fabian Society y del New Statesman, órgano de difusión de los Webb, la actividad política de Leonard se ramificaba sin que descuidase el seguimiento de la salud de Virginia. Vigilaba sus horas de sueño y estaba pendiente de su dieta, que incluía la ingesta de tres vasos de leche por día. Con Virginia estable, los Woolf retomaban su viejo proyecto de poner en marcha una imprenta que publicara “los cuentos de todos nuestros amigos”. Dicho en esas palabras, el proyecto no parece demasiado ambicioso,[193] y aunque en sus memorias Leonard destacó que uno de los motivos que lo llevaron a iniciarlo fue proporcionar a Virginia un trabajo manual que la ocupara por las tardes y mantuviera su mente liberada del trabajo de escritura, pronto descubrieron que cambiaban una obsesión por otra.
El 23 de marzo de 1917, mientras paseaban por Farringdon Street, los Woolf vieron la vidriera de una empresa dedicada al suministro editorial y entraron para informarse. Los atendió un hombre enfundado en un overol marrón, que supo ganárselos a base de simpatía y entusiasmo, y finalmente les ofreció una pequeña imprenta manual con todos los accesorios y el material necesario para imprimir, incluido un juego de caracteres tipográficos Old Face. Además “[les aseguró] que con solo leer un folleto de dieciséis páginas, que prácticamente los obligó a comprar, el funcionamiento de la imprenta no tardaría en ser para ellos un juego de niños”. El hombre fue tan convincente que antes de dejar la tienda, los Woolf eran propietarios de una pequeña imprenta que ocupaba el tamaño de una mesa.
Siempre previsor, en principio Leonard creyó que solventarían el gasto con un descuento de sus impuestos que esperaba que ascendiera a 35 libras, y que solo alcanzó las 15 libras, por lo que estudiaron la posibilidad de vender los manuscritos de Thackeray que habían heredado de Leslie. Todo se resolvió, sin embargo, luego de vender algunos “pendientes y collares” y no hizo falta que tocaran tampoco los fondos que tenían invertidos.
No es atrevido decir que un mes después, cuando la imprenta llegó a Hogarth House, la vida de los Woolf dio un vuelco nuevo y definitivo. La instalaron sobre la mesa del comedor, y después de superar un pequeño contratiempo, ya que fue necesario reparar una de las piezas, Leonard y Virginia se apasionaron con la interminable y absorbente tarea de imprimir. Ordenando los tipos en las cajas respectivas, después de confundir las “n” con las “h” y subsanar el error, sin desanimarse por las dificultades, Virginia confesaba: “No podemos parar, y veo que el imprimir puede llegar a absorberte la vida por completo”. Efectivamente, imprimir se convirtió para los Woolf en una especie de pasión adictiva, como lo manifestó Virginia en una de sus cartas: “Tras dos horas de trabajo en la prensa, Leonard exhaló un terrible suspiro y dijo: ‘¡Ojalá nunca hubiésemos comprado este maldito
artefacto!’. Para mi alivio, aunque no para mi sorpresa, añadió: ‘Porque nunca volveré a hacer ninguna otra cosa’. No puedes imaginarte lo excitante, lo ennoblecedor y satisfactorio que es”.
Como el temblor de las manos le dificultaba a Leonard poner los tipos en las cajas, esa era una de las tareas de las que se encargaba Virginia. Colocar letra tras letra y palabra por palabra demoraba horas, exigía paciencia y concentración. Aunque en principio realizaban solos un trabajo que aprendieron sobre la marcha, los Woolf nunca consideraron que se trataría de un hobby. Además de los cuidados que la máquina exigía —mantenerla limpia, aceitar las piezas, etc.—, había que considerar mil detalles técnicos. En suma, imprimir con una máquina manual requería destreza, y el trabajo solo culminaba después de la encuadernación, y cuando los libros ya empaquetados eran enviados a las direcciones correspondientes. El entusiasmo de los Woolf era tal que el 7 de mayo, pocos días después del arribo de la imprenta, enviaron un anuncio impreso con membrete luciendo el nombre elegido para su emprendimiento, The Hogarth Press, en el que comunicaban que se proponían publicar en breve un folleto con narraciones de Leonard Woolf y Virginia Woolf. El matrimonio devenía en pareja editorial, y su unión adquiría un nuevo impulso. El precio del libro, incluido el franqueo, sería de 1 chelín y 2 peniques. En plena efervescencia, Virginia le escribía a su hermana: “Apenas hemos comenzado a imprimir la historia de Leonard; todavía no he impreso la mía, pero escribir no es nada comparado con imprimir”.
En julio, luego de dos meses de arduo trabajo, la primera publicación de la Hogarth Press estaba lista. Se trataba de Two Stories, un pequeño libro que incluía el relato “Three Jews”,[194] de Leonard Woolf, y “The Mark on the Wall”, de Virginia Woolf. Dora
Carrington se había encargado de diseñar la cubierta. En sus memorias, Leonard recordaría:
«Lo unimos cosiéndolo a tapas de papel. Nos tomó bastante trabajo conseguir un tipo de papel japonés alegre y original para las cubiertas. Durante varios años nos tomamos mucho tiempo y molestias en buscar papel hermoso y poco común, a veces alegre, para nuestros libros, y como primeros editores en hacer esto, creo que comenzamos una moda que siguieron muchos de los viejos editores ya establecidos».
Los Woolf iniciaron su aventura editorial imprimiendo apenas 150 copias de las que se vendieron 134.[195]
Entusiasmados por la buena recepción de sus historias, pensaron en comprar una imprenta más grande, a fin de encarar trabajos más ambiciosos.
Gracias a la Hogarth Press, Virginia tuvo la libertad de innovar y experimentar, sin trabas editoriales, su propio proceso creativo. Es así como en “La marca en la pared” se percibe la intención de encontrar “una forma nueva”, premisa que se le impondría siempre, a la hora de reflexionar acerca de su condición femenina y debido a su necesidad de hallar nuevas maneras de expresión, diferentes del realismo. Por entonces, estaba leyendo Retrato del artista adolescente, de James Joyce, libro aparecido el año anterior, y aunque en un principio sintió que no entendía lo que buscaba Joyce y fue “vencida por un terrible aburrimiento”, pronto percibió allí ecos de su propia búsqueda literaria. En todo caso, Virginia volvió a tratar el tema de la originalidad en una carta a David Garnett: “Las novelas son terriblemente torpes y abrumadoras, por supuesto; de todos modos, si tan solo pudiéramos apoderarnos de ellas, sería genial. Habría que inventar una forma completamente nueva”. La fundación de la Hogarth Press permitió que Virginia se dedicara a trabajar en una línea experimental, publicando por cuenta propia el tipo de cosas que “los típicos editores rechazan”. En ese contexto, el relato “La marca en la pared” determina y señala un momento clave en su producción literaria; le dio libertad y la convicción de que “es más sencillo hacer algo corto, todo de un tirón, que una novela”.
En esa narración, a partir de una marca que el narrador ve en la pared, Virginia Woolf puede expresar una miríada de pensamientos y asociaciones donde lo importante es el encabalgamiento del proceso imaginativo y narrativo, y donde se da cuenta de la imposibilidad de fijar un significado último al “incesante chaparrón de innumerables átomos” que experimenta “una mente normal en un día normal”.
Katherine Mansfield
Casi al mismo tiempo que la imprenta ingresó en su vida, Virginia recibía insistentes invitaciones de lady Ottoline Morrell, a quien no veía desde su casamiento.[196] Durante la guerra, su granja en Garsington, cerca de Oxford, se había convertido en alojamiento para los objetores de conciencia, a quienes Philip Morrell les ofrecía empleo asociado a tareas rurales. Allí, entre residentes e invitados, podía verse a Clive Bell y Lytton Strachey, al pintor Mark Gertler, a Katherine Mansfield y John Middleton Murry, a Aldous
Huxley, D. H. Lawrence y a muchos jóvenes atraídos por un círculo alternativo y sospechado, puesto que desde el gobierno y otros sectores de la sociedad veían a Garsington como el refugio de espías alemanes. La cuestión tenía sus bemoles; si bien recibían atenciones constantes, los huéspedes vivían criticando a su anfitriona, pero nadie parecía tener “la fortaleza mental para dejar de ir”.
Ottoline ejercía sobre Virginia una fascinación contradictoria. De pronto, le parecía una sirena con mechones de cabellos dorados rojizos, “las mejillas suaves como almohadones con un encantador carmín en lo alto de los pómulos, y un cuerpo formado más como el que imagino de las sirenas y veo por primera vez”. Otras veces la consideraba superficial, exagerada, y hubo momentos en los que se mostró altiva y displicente con ella. Por su parte, Leonard trataba de evitar el contacto con ese círculo, caracterizado por sostener relaciones conflictivas; lo consideraba perjudicial para la salud de Virginia y hacía lo posible por posponer cualquier visita a Garsington. Allí, el año anterior, la escritora Katherine Mansfield había halagado Fin de viaje frente a Lytton y también había expresado su deseo de que le presentaran a Virginia. Por fin, en febrero, las dos escritoras se conocieron personalmente.
El encuentro fue singular. A Virginia no le impresionó favorablemente la liberalidad sexual de la que Katherine hacía gala y la franqueza con que relataba sus aventuras, y le escribió a Vanessa diciendo que tenía una personalidad desagradable y sin escrúpulos. Por su parte, Katherine tuvo la impresión de que Virginia era una mujer delicada, cosa que no era de extrañar, puesto que por entonces se recuperaba de su larga enfermedad. Leonard, que también estuvo presente en el encuentro, retrató a Katherine Mansfield en sus memorias:
«Ella […] parecía estar siempre en guardia contra un mundo que veía como hostil. […] Creo que por naturaleza era alegre, cínica, amoral, obscena, ingeniosa. Cuando la conocimos, estuvo extraordinariamente entretenida. No creo que nadie me haya hecho reír tanto como ella en esos días. Se sentaba muy tiesa en el borde de la silla o sofá y contaba en toda su extensión algún tipo de saga, sobre sus experiencias como actriz, o cómo y por qué Koteliansky aullaba como un perro en la habitación de arriba del edificio en Southampton Row».
Comenzaba una relación que, oscilando entre la atracción y el rechazo, marcó desde un principio el encuentro de las dos escritoras. Dado que sus personalidades, estilos de vida y educación diferían claramente, la admiración que se dispensaron no estuvo exenta de resquemores. De estos sentimientos contradictorios da cuenta Virginia en su diario:
«Ambos podríamos desear que nuestras primeras impresiones de K. M. no fuesen que apesta como una, bueno, una civeta[197] que fue sacada a pasear. En verdad, estoy un poco conmocionada por su ordinariez a primera vista; líneas tan duras y vulgares. Sin embargo, cuando esto se apaga, ella es tan inteligente e inescrutable que recompensa la amistad».
Si tenemos en cuenta que por entonces Katherine decía: “Los Lobos [Woolves] … son apestosos”, comprobamos que la antipatía era mutua. De todas maneras, si bien se estudiaban, albergaban sospechas e incluso se referían a los olores[198] que emanaba la otra, sus siguientes encuentros dejaron en claro que las dos tenían una idea similar acerca de lo que debía ser la escritura y encaraban su trabajo con igual intensidad y seriedad. Es así como en junio de 1917, en condiciones de reconocerlo, Katherine le escribía a Virginia: “Tome en cuenta lo extraño que es encontrar a alguien con la misma pasión por la escritura y que desea ser escrupulosamente sincera con usted”.
Aunque Katherine admiraba “la extraña, tambaleante, destellante calidad de [la] mente” de Virginia, conservó sus reservas, y en agosto, poco antes de partir para un fin de semana en Asheham House, exclamaba: “Al demonio con las Bayas de Bloomsbury” (To Hell with the Blooms Berries). Como puede verse, la relación de Virginia y Katherine Mansfield estuvo plagada de desencuentros, ambivalencia, rivalidad, hostilidad y competencia. Además de que su vida y temperamento eran diferentes, se conocieron en momentos en los que Virginia resurgía de los abismos de su enfermedad y Katherine descendía a los de la suya. En 1911 había publicado En una pensión alemana, y por entonces escribía para una serie de revistas, una de las cuales editaban su pareja, John Middleton Murry, y D. H. Lawrence. La relación de Katherine y Murry no era excluyente, y entre 1914 y 1916 ambos sostuvieron una apasionada y turbulenta amistad con D. H. Lawrence y su mujer. Se decía que Lawrence contagió a Katherine la tuberculosis, y se sabe que, además, ella padecía de artritis a causa de la gonorrea que había contraído alrededor de 1910.
La escritora neozelandesa había nacido en 1888. En 1903 viajó con sus padres a Inglaterra, donde estuvo pupila en el Queen’s College de Harley Street, un colegio femenino fundado cincuenta años antes. Allí conoció a su amiga y compañera de toda la vida, Ida Baker. Si bien en 1906 regresó con su familia a Wellington, Katherine convenció a sus padres para que le permitieran volver a Londres en 1908. Allí vivió una serie de amoríos con mujeres y con hombres hasta que —embarazada de un joven de diecinueve años— se casó con un profesor de canto llamado G. C. Bowden, apenas dos semanas después de conocerlo. Llamativamente, Katherine abandonó a su marido la misma noche de su boda, sin consumar el matrimonio. Por entonces su madre llegó a Londres y, en un intento de ocultar su estado y encauzarla, viajó con ella a Alemania y la internó en Bad Worishofen, un centro de salud donde Katherine perdió su embarazo. La relación con su familia se resintió, y eliminada del testamento de su madre, Katherine comenzó a dedicarse a la escritura. Publicaron sus primeros relatos en 1909, y ya era reconocida en Londres cuando, en 1911, apareció su primer libro de cuentos, En una pensión alemana. A fines de ese año conoció a John Middleton Murry, con quien inició una relación amorosa larga y accidentada, que además de problemas económicos constantes y de aventuras editoriales desastrosas, incluía la tormentosa amistad con el escritor D. H. Lawrence y su mujer Frieda. La liberalidad sexual de Katherine, sus amantes, un casamiento seguido de separación y luego la convivencia con John Middleton sumaban experiencias que Virginia estaba lejos de compartir. En el momento en que se conocieron, la tuberculosis de Katherine ya avanzaba y sufría los efectos de la gonorrea. Los padecimientos físicos, además de su carácter duro y difícil, no la convertían en una persona fácil de frecuentar, y Virginia nunca pudo superar sus prevenciones. Situaciones que involucraron a Clive —él acusó a Virginia de contarle a Katherine cosas desfavorables que había dicho sobre ella—, los chismes de Garsington y la misma actitud de Katherine no facilitaban la relación. La duplicidad se acentuaba, ambas hacían comentarios desagradables e incisivos a espaldas de la otra, y cuando se veían, las actitudes variaban del entusiasmo a la cautela. A pesar de ello, la relación estimuló y mantuvo en vilo a Virginia hasta 1920. Es así como, después de la muerte de Katherine, extrañó su juicio crítico, sus conversaciones literarias y no faltó ocasión en que conmemorara, como si se tratara de un fantasma, “esa extraña aparición con la mirada perdida y rictus en los labios, arrastrándose por la habitación”.[199]
Diario de una escritora
En agosto e instalados en Asheham, a pesar de que la guerra continuaba, se sucedían las batallas del otro lado del canal y contaban con la obligada vecindad de soldados alemanes prisioneros que trabajaban en una granja custodiados por “absurdos soldaditos”, los Woolf recibieron muchas visitas. Ni el racionamiento ni el aumento de los precios descorazonaba a amigos y conocidos, “la gente simplemente [clamaba] por ser invitada” y ese verano, la extensa lista de visitantes incluyó a Roger Fry, Lytton Strachey, Desmond MacCarthy, Katherine Mansfield, Sydney Waterlow, G. Lowes Dickinson, Pernel Strachey, Edward Garnett y también a miembros de la familia Woolf.
Durante ese verano, Virginia comenzó a llevar el diario íntimo que, salvo algunas interrupciones, siguió escribiendo a lo largo de toda su vida. Consciente desde un principio de que se trataba del diario de una escritora, no solo volcó allí las impresiones del día a día e hizo catarsis de situaciones emotivas que involucraban sus afectos, sino que también quiso darle el tono de una “inteligente y bien informada diarista, con un ojo para el futuro”.
Efectivamente, muchas veces, a través de sus notas anudadas en el tiempo, Virginia pudo recordar experiencias y situaciones concretas, comparar momentos de su vida y ponerlos al servicio de un proceso creativo dispuesto a no descartar ninguna vivencia. Durante más de veinte años, su diario también le permitió equilibrar energías después de un día de trabajo y concentración, o descansar la mente después de atender visitas. También le fue propicio para bosquejar retratos de sus amigos o dejar constancia de temas y cuestiones sobre los que pensaba escribir, y son, finalmente, cabal testimonio de que para Virginia Woolf toda experiencia, por más opaca que pareciera, podía traducirse en lenguaje.
En septiembre, ocasionales picnics con Nessa en Firle y paseos por la zona le dieron la oportunidad de contemplar a los prisioneros alemanes; en su diario, ese gran reservorio que comenzaba a constituir, registró que los soldados extranjeros silbaban “muchísimo, melodías mucho más completas que las de nuestros trabajadores”. En tanto marcaba las diferencias entre los soldados británicos y alemanes, los días transcurrían con placidez. Leonard y Virginia paseaban, miraban partidos de tenis, escuchaban una banda tocar o contemplaban un aeroplano “que parecía un juguete”. Pero atenerse a lo íntimo y cotidiano no ocultaba los avatares de una guerra que se evidenciaba en los ataques aéreos, en las pérdidas humanas y en el racionamiento. Virginia agradecía los suministros de granja que le enviaba Vanessa y, a su vez, se disponía a enviarle azúcar. La guerra hacía cada vez más difícil contratar ayuda doméstica, cuestión que durante meses llevó páginas y páginas en la correspondencia de Virginia, su hermana y amigos. También se ocupó del tema en su diario: se trataba de una “gran historia”, que entrañaba sus misterios. Unos y otros, empleadores y empleados, se volvían sospechosos de una conspiración, y Virginia sentenciaba: “Evidentemente hay una sociedad secreta entre los criados”.
A pesar de la guerra, leyendo su diario de 1917, se tiene la sensación de que Virginia y su entorno tenían margen para disfrutar de la vida cotidiana. Por entonces, los Woolf compraron una nueva cámara fotográfica. Considerando “que la palabra Kodak causa grandes celos”, Nessa se quedó durante un tiempo con la máquina. Las hermanas compartían, como cada vez más gente en su época, la afición por la fotografía que habían heredado de su tía abuela. En el caso de Virginia, puede decirse que sus álbumes fotográficos son un efectivo correlato visual tanto de sus diarios como de su correspondencia.[200] Pero estas distracciones, la escritura o el trabajo en la imprenta no alcanzaban para disipar los temores asociados con la guerra, agravados cuando en ocasión de un nuevo reclutamiento, Leonard recibió otro llamado a filas. “Era patético verlo temblar, temblar físicamente”, escribió Virginia, que lo acompañó a las dependencias militares, donde le hicieron un nuevo examen médico. Provistos de un certificado y una nota que decía que de él dependía la estabilidad y la recuperación de Virginia, y con el consejo de que no debían decir que eran objetores de conciencia para no perjudicar a Leonard, el matrimonio enfrentó una suerte de tribunal:
«Todo el día del sábado fue dedicado a lo militar. Estamos a salvo una vez más, y, según dicen, para siempre. Nuestra apariencia suavizó los obstáculos, y caminando por Kingston llegamos al consultorio del doctor alrededor de las 12, y todo terminó en media hora. Esperé en un gran cuadrado, rodeado de barrancas, que me hizo acordar a un colegio de Cambridge —soldados cruzando, bajando de escaleras y subiendo por otras—, pero con grava y no con pasto. Una desagradable impresión de control y resolución sin sentido. Un enorme mastín, emblema de la dignidad militar supongo, paseaba solitario. Leonard fue muy insultado: los médicos se refirieron a él, a través de una cortina, como “el tipo con temblor senil”. Piadosamente la impresión se esfumó poco a poco a medida que íbamos hacia Richmond».
La apariencia de fragilidad no impedía que Leonard sostuviera una actividad incesante. Como consecuencia de la Revolución rusa, acaecida en febrero, un grupo de intelectuales al que adhería formó el 17 Club, grupo con sede en el Soho londinense, que comenzó a funcionar en octubre y pronto se convirtió en un sitio de encuentro no solo para intelectuales socialistas y gente involucrada en la política, sino para una camada de jóvenes que Virginia llamó “la nueva generación”, los “cabezas rapadas” o los “conejitos” de Bloomsbury. Luego de sus incursiones por las librerías o de dejar sus artículos en The Times, solía reunirse con ellos. Las mujeres del grupo, que eran más jóvenes y habían asistido a colegios y universidades, le resultaban interesantes. Creyó que entre ellas podía encontrar una ayudante para la imprenta y contrató a Alix Sargant-Florence, quien por desgracia no soportó el trabajo y renunció al finalizar su primer día.
A fines de octubre, a causa de sus compromisos políticos, Leonard viajó al norte. Por su parte, Virginia estuvo con Saxon en Asheham y también jfue a Charleston. Como sucedería desde entonces, reflexionaba en su diario acerca de los efectos que producía en su ánimo la ausencia de Leonard, y reconocía que su personalidad parecía “resonar como un eco a través del espacio cuando [él] no está ahí para contener todas las vibraciones”. Virginia cotejaba a su “rápida, intrépida” Mangosta con el pálido Saxon, y la invadía la melancolía; además, compararse con Nessa acrecentaba su sensación de desvalimiento. Los poco cohibidos pintores, decía Virginia, “cuentan con espacios suaves y amplios en la mente donde yo soy toda púas y peñascos. No obstante, pienso que pocas personas tienen un agarre más vigoroso o un arrojo más directo que Nessa. Dos niños con mentes muy activas la mantienen alerta”.
Virginia se consolaba pensando que, como le había dicho Saxon, su matrimonio con Leonard “le parecía el mejor entre todos los que conocía” y los asomos de tristeza no afectaban la estabilidad que había logrado. Por otra parte, sentía la tentación de retomar la vida social, por lo que, en noviembre, Leonard no pudo impedirle que aceptara la invitación de lady Ottoline Morrell a Garsington. Allí se encontró con Aldous Huxley y Lytton Strachey; “multitudes de personas se movían por las habitaciones yendo de una a otra”; las “intrigas y los enredos generales” complicaban las relaciones y, en ese contexto, Ottoline merecía “cierto reconocimiento por mantener su barco a toda vela”. Virginia llegó a opinar que todos en la casa se habían metido “por su cuenta en un camino de una intriga tal en las relaciones que apenas conservan la cordura entre ellos”[201]
Una escritora al acecho
Durante toda su vida, Virginia había disfrutado de la conversación con personas cuya inteligencia le permitía dar vuelo a la suya. En el ámbito familiar, primero Leslie, luego Thoby y más adelante Clive y Leonard habían sido animados y seducidos por sus cuestionamientos y preguntas; y si bien establecía diferencias entre el pensamiento masculino y el femenino, valoraba el tipo de conversación que “inspiraba ideas”. En noviembre, una comida con Clive y Roger cumplió sus expectativas. Hablaron de literatura, de arte, de Shakespeare y Giotto. De pronto, Roger le preguntó si su literatura se basaba en la “textura” o en la “estructura”. Ella relacionó “estructura con argumento”, así que respondió “textura”. En otras palabras: consideraba que en literatura el estilo era más importante que la historia.
Las discusiones literarias y artísticas continuaban en el marco de una guerra que cobraba sus víctimas. A comienzos de diciembre, la tragedia alcanzó a la familia Woolf. Cecil y Philip, hermanos de Leonard, estaban en el frente en Bourlon Wood. Durante un combate salieron de la trinchera para socorrer a un superior herido; una bala mató a Cecil y dejó a Philip gravemente herido. Luego de visitar a su cuñado en el Fishmongers Hall, Virginia sintió “una sensación de la inutilidad de todo, rompiendo a esta gente y volviéndola a remendar”.
Durante la Primera Guerra, la condición insular de Inglaterra proporcionó una suerte de resguardo a los ataques directos. Durante mucho tiempo “nada parecía suceder, mes tras mes, y año tras año, excepto la inclemente, inútil matanza en Francia”. Pero los bombardeos aéreos que comenzaron en 1917 cambiaron totalmente la situación. Los aviones se acercaban en medio de la noche, se escuchaban sirenas, estallidos de bombas, y en esos momentos, tanto estuvieran en Londres como en Asheham, los Woolf, Nelly y Lottie debían buscar refugio en la cocina, escaleras abajo.
Durante el día, mientras Leonard se enfrascaba en la política y en el trabajo de la imprenta, Virginia se daba algunos respiros en medio de su novela y los trabajos periodísticos, tomaba el té con Nessa, paseaba por Londres y se reunía con sus amigos en Gordon Square. Sin embargo, muchos afectos habían cambiado de signo, y a principios de diciembre comprobaba, sin inmutarse, que Mary Hutchinson, la amante de su cuñado Clive Bell, una mujer algo misteriosa, elegante y sofisticada, no le provocaba celos. Tampoco los sentía ante el cántico de alabanzas a Nessa, que Clive coreaba a despecho de ella y de la presencia de su amante. Como si se tratase de una espectadora sin afanes de protagonismo, Virginia anotaba en su diario situaciones que años antes la hubieran desestabilizado. En ellos también se refiere a las reuniones del 17 Club, al ambiente de Garsington, a la muerte de su cuñado en el frente, o a un bombardeo que la despertó en medio de la noche. De pronto, como narradora, parece desaparecer en una maraña de hechos, personas y conflictos domésticos. Y sin embargo, Virginia está allí, escribiendo su segunda novela, embarcada en el proyecto editorial, conversando acerca de “textura” y “estructura”, analizando el carácter y las posibilidades de sus amigos y advirtiendo nuevas complicaciones en las relaciones amorosas en las que Lytton se embarcaba:
«No digo que sea apasionado, ni magistral, ni original, sino la persona cuya mente parece más sensible a las impresiones, menos almidonada por cualquier formalidad o impedimento. Está su gran don para la expresión, por supuesto, nunca (para mí) a sus anchas en la escritura; pero eso lo convierte, en algunos aspectos, en el amigo más simpático y comprensivo con quien hablar. Además, se ha vuelto, o al menos ahora se muestra de modo más entero, alguien curiosamente gentil, de dulce temperamento, considerado; y si añadimos su peculiar sabor de mente, su sabiduría e infinita inteligencia —no mente sino inteligencia— es una figura irreemplazable por cualquier otra combinación. La intimidad me parece posible con él como con casi nadie más; ya que, aparte de gustos en común, me agradan y creo que comprendo sus sentimientos, incluso en sus desarrollos más caprichosos. Por ejemplo, en el asunto de Carrington. Habló de ella, por cierto, con un candor no halagador, pero no del todo malicioso.
—Esa mujer me perseguirá como un perro —observó—. No me va a dejar
escribir, no lo dudo.
—Ottoline estaba diciendo que vas a terminar casándote con ella.
—¡Dios! La mera noción es suficiente… si hay algo de lo que estoy seguro… nunca me casaré con nadie…
—¿Pero si ella está enamorada de ti?
—Bueno, debe arriesgarse.
—Creo que a veces tengo celos.
—¿De ella? Eso es inconcebible.
—Yo te gusto más, ¿no es cierto?
Dijo que sí; reímos; resaltó nuestro deseo por un corresponsal íntimo. Pero ¿cómo sobrellevar las dificultades? ¿Deberíamos intentarlo? Tal vez».
Si bien Virginia seguía encontrando estimulantes e incluso irreemplazables a sus viejos amigos, le interesaba incorporar a los jóvenes en sus relaciones, y fue así como en reemplazo de Alix, los Woolf contrataron como aprendiz de la imprenta a Barbara Hiles, con quien encararon la ardua tarea de impresión manual de Preludio, obra que les había facilitado Katherine Mansfield. Barbara era voluntariosa, pero muchas veces, cuando se retiraba de trabajar, Leonard debía corregir su trabajo. Tampoco para Virginia resultó sencillo convivir con alguien que, vista de tanto en tanto, podía ser estimulante, pero que finalmente catalogó como un “suplicio” que la sumía en las “profundidades del tedio”.
Poco antes de Navidad, Clive Bell le envió a Virginia un libro de poemas de su autoría, que ella leyó en la carbonera, durante unos bombardeos. Aunque luego le escribió unos medidos elogios, era evidente que los miembros de Bloomsbury tenían una suerte de jerarquía y que él no estaba entre los primeros. Además, la tendencia a tomarlo en broma no colaboraba con la armonía de las relaciones, y en ocasión de la aparición del libro, Virginia le escribió a Lytton:
«Vinieron Maynard y el autor [Clive] de Ad Fam [Adfamiliares] el otro día, ambos agradables en extremo, y el autor tan modesto —aunque tenía un sinfín de halagos reunidos en un gran sobre—, que no tuve valor para hacer derroche de ingenio a costa de él, aunque, como tú bien dices, a Leonard le agarra un espasmo ante la mera mención del tema».