Epílogo
“DESPUÉS de la muerte de Virginia, continué viviendo en Rodmell. Varios amigos, creo, sintieron que no debería quedarme solo ahí; se ofrecieron a venir y hacerme compañía o me invitaron a quedarme con ellos”, escribió Leonard en sus memorias. El suicidio de Virginia y los “días horribles” que siguieron a su desaparición tuvieron sobre él “el efecto de un golpe en la cabeza y al corazón. Durante semanas, los pensamientos y las emociones estuvieron entumecidos”. La tragedia reafirmó en Leonard la convicción de que “no puedes huir del Destino, y el Destino, así lo sentí siempre, no está en el futuro, sino en el pasado”. Para él, tomar conciencia del “empedernido, el inmemorial fatalismo del judío” operaba como una forma de rescate; sentía que no poder escapar del pasado tenía como resultado “una resistencia interna pasiva, un silencioso, inquebrantable autocontrol”. Leonard afrontó la muerte de Virginia refugiándose en lo que consideraba, “después de la muerte, el sueño o el cloroformo”, el mejor antídoto para el dolor: “trabajar y trabajar”. A pesar de carecer de los consuelos de la fe y de la creencia en un destino ulterior del alma,[572] él abrevaba en lo que consideraba una herencia ancestral: “El trabajo duro era parte de la religión de los judíos”. De acuerdo con su temperamento reservado, Leonard no escribió acerca de sus sentimientos ni sobre sus sensaciones tras el suicidio de su mujer; su manera de resolver o atravesar el duelo fue reafirmarse en un rígido autocontrol. De hecho, pronto decidió que dividiría su tiempo entre Rodmell y Londres, y llama la atención que refiriéndose a ese período señalara: “La muerte de Virginia, que trastocó toda mi vida, trastocó el ritmo y la rutina de mi trabajo; pero lo que pude hacer y cómo lo hice se vieron muy influidos por el bombardeo de Londres”. En efecto, Leonard tuvo que buscar una nueva residencia en la ciudad hasta que pudo acomodarse en su casa de Mecklenburgh Square dispuesto como estaba, debido a sus múltiples ocupaciones, a pasar dos noches por semana en Londres. En resumen, hasta el fin de la guerra, él se sumergió, literalmente, en el trabajo.[573] De todas maneras, los veintiocho años que sobrevivió a Virginia estuvieron “lejos de constituir un período de decepción y deterioro”. No pasó mucho tiempo hasta que se puso a trabajar y a organizar los papeles, diarios, cuadernos y manuscritos de su mujer, pero lo que marcó un antes y un después en su vida fue, sin duda, su creciente y particular amistad con Ian y Trekkie Parsons, amistad que con el pasar de los años dio lugar a una relación triangular, al estilo Bloomsbury. Todo comenzó el verano que siguió a la muerte de Virginia, cuando Leonard visitó a Alice Ritchie, una escritora que había publicado un par de novelas en su editorial, había trabajado para la Hogarth Press, y que estando gravemente enferma vivía en Londres junto con su hermana Trekkie y el esposo de esta, Ian Parsons, editor de Chatto & Windus. Tras la muerte de Alice, Leonard continuó viendo a Trekkie, una ilustradora y dibujante nacida en África en 1902, que había diseñado cubiertas para la Hogarth, y de quien se enamoró.
Durante un tiempo ella lo rechazó, pero finalmente se convirtió en su amante sin por ello dejar a su marido. En efecto, se estableció entre ellos una especial convivencia que quedó reflejada incluso en el obituario de Trekkie, publicado en 1995:
«En su casa londinense de Victoria Square, los Parsons tenían por vecino a Leonard desde la muerte de Virginia en 1941; y después de la guerra sus vidas y la de Leonard permanecieron unidas. Dejaron su casa propia y se mudaron a la de él en Victoria Square; Ian y Leonard fueron colegas cuando la Hogarth Press se unió a la Chatto; eran vecinos en Sussex, y Trekkie le hacía compañía a Leonard en Rodmell cuando Ian estaba en Londres. Fue la compañera de Leonard en sus viajes a Francia, Grecia, Israel, y en su memorable regreso a Ceilán en 1960. Hizo que los últimos tramos de su vida fuesen muy felices. “Conocerte y amarte son lo mejor que me pasó en la vida”, escribió él. Ella era su “Queridísimo Tigre”. Él murió en 1969 y legó Monk’s House a Trekkie, quien la cedió a la Universidad de Sussex. Actualmente pertenece al National Trust y está abierta al público».[574]
Vecinos en Londres desde 1943 y en Sussex, después de la guerra, Leonard y Trekkie se veían diariamente y compartieron los viajes ya mencionados y también las visitas a los Estados Unidos y Canadá. Mientras que con ella pudo aventurarse a países que no conocía, su marido, Ian Parsons, ofició como intermediario cuando, según Leonard, “John Lehmann me amenazó de muerte con la disolución de nuestra sociedad”. Así, Ian Parsons consiguió que la Hogarth se asociara a la editorial Chatto & Windus en 1946.[575]
Si bien en sus memorias Leonard menciona su amistad con Trekkie, “sus cartas expresan mucho mejor la intensidad de sus sentimientos”. A las cartas que le escribió y que se incluyen en su correspondencia, se suman las publicadas después de la muerte de ella: Love Letters: Leonard Woolf & Trekkie Ritchie Parsons 1941-1968 (Cartas de amor: Leonard Woolf y Trekkie Ritchie Parsons 1941-1968).
Leonard nunca abandonó la escritura: siguió publicando libros los últimos veinte años de su vida, y escribió y publicó, en 1953, Principia Politica. Además de ser miembro de muchas sociedades y ateneos,[576] su participación en la vida social y cultural no decayó nunca. Una de sus principales ocupaciones fue su autobiografía, que comenzó en 1953 y siguió con interrupciones hasta publicar el primer volumen en 1960, a los ochenta años. Hasta su muerte, en 1969, siguió escribiendo los cuatro tomos restantes “a un ritmo de entre 400 y 600 palabras por día”.
Con todo, nunca descuidó la obra de Virginia. No solo editó tres tomos de sus ensayos y escritos inéditos, también extrajo pasajes de los cuadernos que conformaban sus diarios personales y en 1953 publicó A Writer’s Diary (Diario de una escritora), libro que Victoria Ocampo hizo traducir al castellano de inmediato, y fue publicado por Sur al año siguiente. Además de ocuparse de recibir investigadores e interesados en la obra de Virginia y de encargarse de contestar las preguntas que le enviaban, Leonard decidió que sus manuscritos debían pertenecer a una colección universitaria, y eligió para eso una universidad norteamericana ya que no hubo interés manifiesto de las universidades inglesas por tenerlos. Si bien en los años cincuenta Leonard consideró la posibilidad de publicar al menos parte de la correspondencia de Virginia, solo dio a conocer un pequeño volumen de cartas de ella y de Lytton, convencido de que el clima hostil y crítico que percibía hacia ella y hacia el grupo de Bloomsbury perjudicaría su reputación como escritora. Muchos atribuyen a esos temores el hecho de que eligiera a Quentin Bell como biógrafo de Virginia.
No es aventurado afirmar que, a pesar de su muerte, Virginia siguió ocupando un lugar central en la vida de su marido; ya no se trataba de que él cuidara de ella, sino de que se ocupara del destino de su obra. En ese intento, convencido como estaba del gran aporte que significaban los libros de Virginia para la literatura moderna, Leonard —y en esto se trasluce el eficaz gobernador que había sido en su juventud— incluyó en su equipo a Trekkie, a Ian Parsons y a Quentin Bell: una nueva generación que tomaría su relevo.
Leonard también consiguió para sí mismo un espacio de afecto y contención, y hasta el fin de sus días contó con Trekkie Parsons. En 1969, él sufrió un accidente cerebrovascular que afectó brevemente su memoria y su habla: “Cuando Trekkie Parsons le preguntó los nombres de sus hermanos y hermanas, el de su esposa o el de ella misma, él sonrió y murmuró los versos de Swinburne: ‘Y lo mejor y lo peor es/ que nadie tiene la culpa,/ si tú has olvidado mis besos/ y yo he olvidado tu nombre’”.
Cuidado por Trekkie, Leonard se recuperó y pudo continuar con la corrección del último volumen de su autobiografía. Su vida se acercaba al final, pero él siguió ocupándose de su jardín, como era su costumbre; “durante las semanas siguientes su mayor placer fue cuando Quentin Bell lo visitó y le leyó fragmentos del primer manuscrito de su biografía de Virginia. Indignado —colérico— ante la perspectiva de morir, se aferró desafiante a la vida, pero por poco tiempo, ya que en la mañana del 14 de agosto ella lo abandonó”.
VANESSA: ENTRE EL DESCONSUELO Y LAS NUEVAS ALEGRÍAS
La desaparición de Virginia sorprendió a Vanessa. El 28 de marzo de 1941, cuando el jardinero de los Woolf le avisó lo que había sucedido, ella inmediatamente se dirigió a Rodmell a ver a Leonard. A su regreso, se encontró con Angelica, que vivía en pareja con Bunny, cerca de Charleston, y que había ido en bicicleta a casa de su madre y estaba allí con Quentin. A pesar de sus temores, sus hijos la vieron volver “muy calmada y contenida”. Esa noche, al regresar de Londres, Duncan se enteró de lo sucedido y él, Angelica y Vanessa permanecieron juntos “en un momento poco frecuente de intimidad física y emocional”. Tres semanas después encontraron el cuerpo de Virginia, y aunque todos temían que su hermana sufriera una crisis nerviosa, pudo seguir trabajando y ocupándose de su casa, y se mostró más preocupada por Leonard que por sí misma.
La impresión de John Lehmann, cuando por entonces junto con Leonard la visitó en Charleston, es elocuente: “Vanessa y Clive y Duncan Grant y Quentin se encontraban todos allí. Era extraña la circunstancia de que estuvieran juntos así: aumentaba la impresión que tuve durante todo el fin de semana, de visitar a fantasmas, de entrar en un sueño, en especial porque Vanessa estaba muy callada, evidentemente por el sufrimiento que le causaban tanto la muerte de Julian como la de Virginia. No puede haber tenido más de sesenta y pocos en ese momento, pero parecía mucho mayor”. A pesar de todo, la adorada hermana de Virginia seguía trabajando. Junto con Duncan preparaban unas pinturas para decorar una iglesia en Berwick, a dos millas de Charleston, pero por un tiempo debieron posponer el trabajo y llegaron a pensar que no podrían llevarlo a cabo debido a las objeciones de una parroquiana. Nessa estaba preocupada porque creía que la mujer “iba a denunciarla en público como a una atea que vivía en pecado”. Finalmente nada de eso sucedió y pudieron terminar su trabajo, lo que resultó una manera de elaborar su dolor. “El paralelismo entre la experiencia de María y la suya propia no se le puede haber escapado a Vanessa”, afirma su biógrafa al referirse a su pintura de la Anunciación, que ocupa uno de los paneles de la iglesia. “El gesto de la Virgen transmite una expresión muy sentida de resignación, de sometimiento al componente de alegría y dolor propio de la experiencia maternal”.
Hasta el fin de la guerra, Vanessa continuó pintando paisajes y retratos de sus amigos, y realizó varios proyectos de diseño; también elaboró las cubiertas para los libros de Leonard, incluido el volumen de ensayos póstumos de Virginia publicado con el título The Death of the Moth (La muerte de la polilla). Pero su vida familiar no era sencilla y en 1942 tuvo que aceptar la decisión de Angelica, que se casó con Bunny y que no la invitó —ni a ella ni a Duncan— a la boda. Las relaciones con Bunny fueron tensas hasta el año siguiente, cuando Angelica anunció que estaba embarazada. La reconciliación llegó una vez que Vanessa se enteró de que sería abuela. Enseguida comenzó a confeccionar ropa para su nieta, que nació para la época de Navidad, como Angelica, y a quien llamaron Amaryllis Virginia. Pero para Vanessa los sufrimientos seguían. En agosto de 1944 descubrió un tumor en su pecho y debió someterse a una mastectomía.[577] Solo Quentin supo de la intervención, y fue él quien la acompañó al hospital. Un año después, en agosto de 1945, Vanessa constató que, aparte del tiempo que se había ausentado debido a su operación, no se había movido de Charleston “por más de dos noches en seis años”.
En mayo de 1945 nació la segunda hija de Angelica, Henrietta Catherine Vanessa, y al año siguiente sus mellizas Nerissa y Frances. En 1947, con cuatro hijas, Angelica comenzaba a asumir el fracaso de su matrimonio. Mientras tanto, su relación con Duncan y con Vanessa siguió siendo, según sus palabras, “demasiado estrecha”. Angelica sentía que el vínculo que la unía a Vanessa era malsano: “Estábamos sumergidas en la inercia y en la depresión”. Aunque todos atribuían la melancolía de su madre a la pérdida de Julian, Angelica tenía “la sensación de que tan solo había hecho aflorar algo que siempre había estado en ella”, algo de lo que ella “era consciente incluso de niña. Sabía que Vanessa anhelaba una muestra de amor —igual que Virginia, aunque fuese incapaz de pedirla con franqueza—” Por entonces, Vanessa “cedía a la tentación de autodenigrarse” por su apariencia física, “pero sobre todo, y de forma más inquietante, [por] su pintura”. Para Angelica, esa actitud tenía que ver con su relación con Duncan, con una pregunta siempre dirigida hacia él e imposible de satisfacer: “Ella anhelaba el reconocimiento no tanto como pintora, sino como mujer, y eso era algo que él no podía darle”. A pesar de todo, Vanessa siguió encontrando “siempre grandes motivos de disfrute” y según Angelica fueron sus nietas “las que pudieron sacar de ella sus cualidades más humanas y deliciosas”. En las dos mayores, que fueron las que más la conocieron, “dejó el recuerdo indeleble de un amor profundo y un humor inagotable”.
La tendencia de Vanessa a restringir su círculo íntimo a sus conocidos se afianzó con los años. En 1946, la muerte de Maynard Keynes significó otra pérdida importante para la familia. Según parece, Vanessa cambió su actitud hacia Lydia, “que ahora era recibida en Charleston con mayor frecuencia y afecto”.²³ En 1948 falleció Adrian Stephen, y aunque no eran muy unidos ella debió sentirlo. Mientras tanto, debía afrontar el problema de siempre: las relaciones de Duncan Grant con otros hombres. Especialmente importante fue su relación con el poeta Paul Roche, a quien llamaban Don.[578] Hay que destacar, sin embargo, la larga carta de diciembre de 1948 que Duncan le escribe a Vanessa y en la que intenta dejar en claro cuánto las ama a ella y a Angelica, y las diferencias entre su amor por ella y el que siente por Don. En ese contexto, las nietas fueron un gran consuelo. “Qué bendición es que existan”, le escribía a Angelica, “y qué diferencia tan increíble hacen estas criaturas tan pequeñas en mi vida. Están tan plenas de ella, que parece que la derramaran por todas partes”. En 1952, Vanessa estuvo encantada con el nacimiento de Julian, hijo de Quentin Bell, quien ese mismo año se había casado con Olivier Popham, con quien tuvo dos hijas más, Virginia y Cressida. Exposiciones, viajes y trabajo formaron parte de la vida de Vanessa en la década del cincuenta, mientras viejos amigos como Saxon Sydney-Turner se recluían en casas para ancianos y otros fallecían, entre ellos Desmond y Molly MacCarthy.
El último viaje que hizo con Duncan a Francia fue en 1960. Angelica pudo acompañarlos; en las cercanías residían Clive y Barbara Bagenal, que se había convertido en su compañera. A pesar de que su madre comenzaba “a tener olvidos, y era llamativo que se olvidara de encargar la comida, o bien que la encargase dos veces”, Angelica recordó que “daba la impresión de que fuese a seguir así como siempre”. Pero a su regreso a Inglaterra la salud de Vanessa se deterioró. En el invierno de 1960 contrajo una neumonía y otra en la primavera de 1961. Finalmente, a los ochenta y un años, dejó de existir. Las palabras de su hija parecen un eco de los sentimientos que albergaba Virginia Woolf hacia su hermana: “Siempre había parecido tan inalterable que no podía yo imaginar el mundo sin ella, y menos aún ese mundo privado suyo, que había creado como refugio lejos de los forasteros y como cobijo para su familia: el mundo en el que nos había nutrido a todos, para nuestra confusión y nuestro deleite”.