CAPÍTULO VIII - 1905
Casa nueva, vida nueva
EL 4 de enero, la instalación definitiva de Virginia en el 46 de Gordon Square inauguró una nueva etapa. Para decirlo con sus propias palabras: “El golfo que cruzamos entre Kensington y Bloomsbury era el golfo entre la respetable y momificada charlatanería y la vida cruda e impertinente quizá, pero vida”. Por entonces, Bloomsbury era un suburbio bohemio, y tanto el cambio de barrio como las innovaciones en la decoración de la nueva casa adquirieron el carácter de una rebelión más o menos encubierta. Parientes y amigos no aprobaban la mudanza, incluso la siempre bien dispuesta Violet advertía que Julia no hubiese estado de acuerdo. Debido a que allí tuvo la oportunidad de mostrar una faceta de su personalidad oprimida por las paredes del 22 de Hyde Park Gate, Vanessa se convirtió en líder natural de una insurrección estética, cuyas consecuencias no se hicieron esperar.
Resulta que el 22 de Hyde Park Gate había albergado no solo a los miembros de tres familias, sino también sus posesiones, y como Virginia recordó:
«Nunca sabíamos, cuando buscábamos enlas muchas alacenas y roperos oscuros, si exhumaríamos la peluca de abogado de Herbert Duckworth, el cuello eclesiástico de mi padre o una hoja garabateada con dibujos de Thackeray, que después vendimos a Pierpont Morgan por una suma considerable. Había docenas de cajas negras de hojalata, llenas de cartas viejas. Cuando abrías esas cajas, recibías una increíble bocanada del pasado.»
Durante el tiempo en que Virginia estuvo enferma y recuperándose en casa de amigos y parientes, Vanessa “se había desembarazado de Hyde Park Gate de una vez y para siempre. Había vendido, había quemado, había ordenado y desechado, había hecho trizas”. No solo ofreció a la venta los viejos muebles en Harrods, también desarmó la gran araña que colgaba desde tiempos remotos en el centro del salón. Tomar esas decisiones no fue sencillo y, en una conferencia pronunciada muchos años después, recordó sus remordimientos al quitar la vieja araña, que desde “tiempos inmemoriales” estaba en la habitación y la luz, que antes se estancaba en los opacos cristales, inundó el lugar. Por su parte, atenta a la historia transcurrida, no bien Virginia volvió a la casa y contempló su cuarto vacío, comprobó: “Podría escribir la historia de cada marca y rasguño en esa habitación, donde viví durante tanto tiempo”.
Sin embargo, la excitación y las expectativas tenían más fuerza que la lealtad a un entorno querido, transformado en un decorado desierto, y las hermanas llegaron a considerar que Bloomsbury “en octubre de 1904 era la más hermosa, la más excitante, la más romántica plaza del mundo”. El entusiasmo de Virginia por su nuevo hogar se traslucía en las cartas a sus amigas:
«Cómo me gustaría que vieras mi habitación en este momento, en una oscura noche de invierno, todos mis amados libros con lomo de cuero tan hermosos en sus estantes, un buen fuego, la luz eléctrica encendida y una enorme cantidad de manuscritos, cartas, pruebas de galera, lapiceras y tintas en el suelo y por todos los lados.»
A diferencia de lo que ocurría en la casa anterior, en la nueva abundaban el espacio, la luz y la libertad. De la noche a la mañana, desaparecieron los muebles negros con líneas doradas y tapizados de terciopelo rojo, elegidos por Julia, y los papeles pintados de Morris “con sus intrincados dibujos”. En Bloomsbury, los Stephen pasaron a la “era Sargent-Furse”, las paredes estaban pintadas al temple, todo eran “experimentos y reformas”. Así lo recordó Virginia:
«Cosas que nunca habíamos visto en aquella oscuridad —cuadros de Watts, cómodas holandesas, porcelana azul- por primera vez vez resplandecían en la sala de estar de Gordon Square. Después del profundo silencio de Hyde Park Gate, el ruido del tránsito era realmente alarmante. Por las ventanas veíamos vagar y escabullirse a personajes extraños, raros y siniestros. Pero lo más estimulante era la extraordinaria enormidad del espacio. En Hyde Park Gate, solo teníamos el dormitorio para leer o ver a las amigas. Aquí Vanessa y yo contábamos con una sala de estar cada una, también había una gran sala de estar doble, y un estudio en la planta baja.»
Solo Sophie Farrell, la cocinera de la familia, no experimentó mejoras en las dependencias de servicio, que seguían ubicadas en el sótano de la casa.[105] En Gordon Square todas las habitaciones contaban con luz eléctrica, había numerosas chimeneas y también calefacción a carbón. Además, inaugurando lo que sería una costumbre en sucesivas mudanzas, frente a la casa existía una plaza, lo que reforzaba la sensación de claridad y espacio abierto. El efecto del cambio también se reflejó en una serie de “experimentos y reformas” que alteraron la vida cotidiana, desde pequeñas innovaciones como no usar manteles en las mesas, o tomar café en lugar de té después de la cena, hasta otras novedades más atrevidas y revolucionarias. Los hermanos comían y cenaban fuera o recibían visitas, y el diario que Virginia llevó entre 1904 y 1905 da cuenta de una abultada crónica social. No solo veían a mucha gente, paseaban, iban al teatro, asistían a conciertos y a musicales y visitaban el zoológico, sino que también hacían descubrimientos.
En enero de ese año, Vanessa escribió que “resultaba perfecto ocuparse de una familia en la que todos los miembros tienen más o menos la misma edad”. Deseaba “seguir siempre así” y agregaba: “¡Temo oír cualquier día que Thoby se ha enamorado!”. Las cosas mejoraron al punto que, como Virginia le contó a Violet, el doctor Savage consideró que podría llevar una vida normal:
«¡Me han dado el alta! ¡Parece un chiste! Savage estaba bastante satisfecho y dijo que deseaba que volviera a mi vida normal en todo y que saliera y viera gente, y trabajara, y que me olvidara de mi enfermedad. ¡Me pidió que saliera a cenar con él!»
Aunque en esta nueva etapa Virginia prefería una vida sin etiquetas y sentía que no tener que cambiarse para la cena era un alivio indescriptible, obligada por un sentimiento de gratitud y con el deseo de impresionarlo favorablemente, salió a comer con su médico. La velada fue pesada y aburrida, y pudo constatar que Savage pertenecía a un mundo del que se estaba despidiendo: el médico que no aceptaba que criticara a Watts[106] era, para ella, un firme representante de lo tradicionalmente aceptado como correcto. Virginia vivía una época de transición en la que convivían costumbres inerciales y nuevas perspectivas, cuestión que aparece reflejada en sus primeros textos. Así, en “Phyllis y Rosamond”, relato que escribió en 1906, una de las protagonistas, una jovencita victoriana habituada a las “fachadas de estuco, las impecables hileras de Belgravia y South Kensington”, vislumbra que, a diferencia de lo que había sido su niñez, quien viviera en Bloomsbury “podía crecer como quisiera”.
Un cambio de actitud regía la conducta de las hermanas y si bien la independencia de la que hacían gala no era aprobada por todos, tampoco puede afirmarse que en esos momentos pensaran romper relaciones con quienes las juzgaban. Por esa razón, Virginia aventuraba que el 1° de marzo —día de inauguración oficial de la nueva casa—, los Fisher y demás parientes arribarían a Gordon Square donde tendría lugar una gran escena de reconciliación, todos se abrazarían, para luego proceder a “la langosta y el champán”. ¿No era Bloomsbury un sitio mucho más interesante que Kensington? Virginia iniciaba una fructífera relación con su barrio, disfrutaba del entorno, frecuentaba las librerías, los negocios y le fascinaba caminar por Oxford Street y por Regent’s Park acompañada por Gurth, el perro de Nessa que la seguía por toda la casa y a quien le dedicó uno de sus primeros ensayos publicados.[107]
Como sería una constante durante toda su vida, Virginia vagaba por la ciudad cosechando escenas e incidentes aprovechables, como la anécdota siguiente, que registró en su diario, y que reaparecerá muchos años después en La señora Dalloway, donde se hace referencia a “una pobre viejecita, ciega, entonando trémula y confiadamente su canción, al costado de la calle, con la esperanza de conseguir unas monedas, mientras el tráfico pasaba como un rayo”.
Pequeñas bromas y grandes REBELIONES
A principios de marzo, y unos pocos días después de la inauguración de Gordon Square, tuvo lugar un curioso episodio protagonizado por Adrian, Horace Cole y unos amigos. Aunque en su diario y en sus cartas Virginia hace solo una leve referencia a la cuestión, el hecho fue significativo. Resulta que, enterados de la visita del sultán de Zanzíbar a Londres, Adrian y su grupo decidieron gastarle una broma al alcalde de Cambridge. En una tienda especializada en vestuario teatral, adquirieron disfraces, se pintaron la cara y luego enviaron, desde Londres, un telegrama anunciando al alcalde la visita del tío del sultán. Así las cosas, los falsos visitantes fueron recibidos por el secretario de la municipalidad, el alcalde les ofreció una recepción formal, y después asistieron a una tómbola benéfica, recorrieron la ciudad y visitaron los colegios importantes. Finalmente, el secretario los llevó a la estación, pero como no deseaban volver a Londres, los audaces amigos se “arremangaron las túnicas” y echaron a correr entre las personas “que aguardaban la llegada de sus trenes”; por último, después de tirarse “de cabeza en unos coches de alquiler”, se dirigieron a las afueras para recuperar su apariencia habitual y volver a la universidad. Los bromistas se cambiaron en casa de unos amigos y regresaron a sus residencias en los respectivos colegios. La broma salió publicada en el Daily Mail, los estudiantes fueron más o menos identificados, pero a pesar de los intentos del alcalde, evitaron el castigo.
Bromas de ese tipo, que intentaban cuestionar los principios de autoridad, tenían un correlato histórico que Virginia Stephen difícilmente vislumbraba. En el diario íntimo que retomó ese año, apenas registra hechos como el llamado Domingo Sangriento,[108] indicador de un siglo que sería revolucionario. Lejos aún de comprender las consecuencias de ese acontecimiento, inmersa en su cotidianidad, solo hizo una somera mención referida a las “masacres rusas y el pobre timorato zar escondido”. Es que, a pesar de sus deseos de cambio, Virginia no se involucraba abiertamente en cuestiones políticas ni revolucionarias. Aun así, se presentó una oportunidad para utilizar los conocimientos y opiniones adquiridos a través de sus lecturas. Mary Sheepshanks, hija del obispo de Norwich y directora del Morley College, un instituto nocturno de enseñanza para trabajadores, le pidió que enseñara allí gramática inglesa. En principio, aduciendo que no era sociable y que no sabía “nada de gramática”, Virginia declinó la oferta; finalmente, gracias a la insistencia de la directora, aceptó el trabajo.
Ella cree —le escribió a Violet— que yo podría combinar diversión y enseñanza, un poco de chismes y amabilidad, y después “charlas” sobre libros y cuadros. Sé que no me importa cuánto hablo y realmente no veo límite para la cantidad de cosas sobre las que podría hablar. No obstante, como ella está convencida —la buena Sheepshanks— de que seré de la mayor utilidad… No me molesta intentarlo
Ese año, Vanessa se sumó al proyecto y dictó clases de dibujo a los trabajadores, mientras que Thoby y su amigo Clive Bell iniciaron las de latín y Adrian las de griego. Tiempo después, solo Virginia quedaba en su puesto. La razón de su perseverancia podría estar relacionada con el hecho de que, como escritora, más que instruir a sus alumnas, estaba interesada en conocerlas. Comprendió rápidamente que sus “trabajadoras” estaban “más dispuestas a hablar que a escuchar”, y advirtió que le era difícil entusiasmarlas. Aunque preparaba sus clases a conciencia y escribía las lecciones —“no puedo confiar en mí misma para decirlas de memoria”, decía —,su esfuerzo no colmó las expectativas de Mary Sheepshanks, y terminó por entender que sus alumnas preferían que hablara de sus viajes y escuchar “montones de chistes”; solo entonces se entusiasmaban y confesaban “¡que habían escrito poesía desde los once años!”.
La incomprensión signaba la relación maestra-alumnas, cuestión que quedó en evidencia cuando Vanessa y Virginia se encontraron con “seis mujeres trabajadoras” en la Galería Nacional para ver pintura italiana. La cita resultó un “trabajo pesado”, después del cual las afanosas guías se preguntaron: “Qué piensan al respecto —hasta dónde les son inteligibles los cuadros—”Aun así, durante un tiempo Virginia no cejó en su empeño; intentó enseñar historia a sus discípulas, las invitó a recorrer con ella la abadía, y el día de la cita comprobó desilusionada que solo una alumna se había hecho presente. En definitiva, y teniendo en cuenta el informe sobre su experiencia que escribió a fines de ese año[109], se infiere que consideró que su labor docente no había sido exitosa. De todas maneras, supo volcar sus observaciones en la literatura: es así como en La señora Dalloway, Septimus, el joven autodidacta y lector de los clásicos, siente una atracción romántica por Isabel Pole, de quien recibe clases sobre Shakespeare y Keats. Cuando lo envían a la guerra, a falta de emociones nacionalistas, Septimus proyecta sus sentimientos patrióticos y siente que lucha por su maestra y por Shakespeare.
Aunque Virginia reconocía la capacidad de sus alumnos de conectar ideas, creía que su “inteligencia poco cultivada” constituía una brecha infranqueable, que se daba no solo entre clases sociales diferentes, sino entre aquellos que recibían distinta educación, como ocurría entre ella y sus hermanos varones. Libre a costa de la orfandad, Virginia adquiría conciencia de las diferencias de clase, pero también de que la distancia geográfica entre Kensington y Bloomsbury permitía rebelarse contra los convencionalismos, independizarse de las tías y amigas mayores de la familia y desentenderse de sus propuestas casamenteras. Advertidos, los Duckworth, los Fisher, la tía Minna y el mismo Henry James, desaprobaron el barrio elegido y la tendencia de los hermanos Stephen a llevar una vida bohemia.
La mayoría de edad no eximía a las Stephen de los censores. Fue así como Kitty Maxse desaprobó públicamente el texto de Virginia que apareció en la biografía autorizada de Leslie. Pero la novel escritora contaba con otros apoyos: la aprobación de Thoby le dio gran placer, y el biógrafo de su padre, Fred Maitland, le escribió diciendo que sus palabras hubieran deleitado a Leslie y también que “podría escribir una página de elogios” sobre su trabajo y que su aporte era “realmente hermoso”. Los amigos y parientes se convertían en jueces que legitimaban, aprobaban o criticaban sus escritos, y Virginia se sintió aliviada cuando, a pesar de las opiniones desfavorables de Kitty, su marido Leo Maxse, editor de la National Review, decidió publicar artículos suyos en la revista. Lo que ella llamó su ambición de juventud, es decir, ganar dinero como periodista, era ya un hecho. A fines de mayo de ese año, Virginia colaboraba con The TLS, The Academy, The National Review, y regularmente con The Guardian. La treintena de artículos que publicó en este período ayudaron a restablecer la economía familiar, drenada por las abultadas cuentas médicas del año anterior.
“Cómo es que obtuvieron semejante cabrita negra en su redil, no puedo concebirlo”, se preguntaba Virginia en tanto el editor del TLS le enviaba libros de Dickens y Thackeray para reseñar. Debía de sentirse satisfecha con sus progresos, sus comienzos periodísticos eran auspiciosos y la relación con The Times y su editor, Bruce Richmond, se prolongó hasta sus últimos años. Desde estos primeros artículos es posible rastrear su interés por la escritura de las mujeres, uno de los temas que frecuentó durante toda la vida, junto con reflexiones sobre cuestiones literarias y estéticas. Así, en una reseña del libro The Feminine Note in Fiction publicada en enero en The Guardian, Virginia señaló que, a diferencia de lo que ocurre con Safo y Jane Austen, grandes escritoras que combinaron “exquisitos detalles con un supremo sentido de la proporción artística”, la “pasión por el detalle” impidió que muchas fueran consideradas “artistas”. La propensión a fijarse en pequeñas cosas, dice, entra “en conflicto con la apropiada proporción artística de su trabajo”. Como periodista, Virginia también salía al cruce de opiniones que sostenían que “la novela como obra de arte [estaba] desapareciendo” debido a que cada vez más mujeres escribían sobre mujeres, y señalaba que el acceso a la educación y a la lectura de los clásicos podría darles a esas escritoras un “estricto sentido de lo literario”, y hacer de ellas consumadas artistas.
LOS AMIGOS DE THOBY
Por entonces, Thoby comenzaba a organizar las llamadas Veladas de los Jueves, continuación de la Midnight Society[110] a la que asistió con unos amigos durante su primer año en Cambridge. Los relatos de Thoby acerca de sus amigos habían generado una gran expectativa en sus hermanas. Tiempo antes de conocerlos, Virginia lo oía decir: “Hay un tipo genial llamado Bell […] Es una especie de mezcla de Shelley con un terrateniente aficionado a la caza”. Thoby agregaba que Strachey —el “Strache”— era “la esencia de la cultura […] era exótico, excepcional en todo”, y que su “ingenio era tal que hasta los maestros y preceptores iban a escucharlo”. Impresionada y deslumbrada, Virginia prestaba oídos a las historias acerca de “otro compañero sorprendente, un muchacho que temblaba constantemente de la cabeza a los pies. Un excéntrico, tan notable, a su manera, como Bell y Strachey a la suya. Era judío”. “Y cuando yo le pregunté por qué temblaba aquel muchacho —agrega Gima—, Thoby de algún modo me hizo sentir que era parte de su naturaleza, era tan violento y tan salvaje, tanto despreciaba al género humano en su totalidad”. Virginia sintió entonces “el más profundo interés por aquel judío tan violento, tembloroso y misántropo, que ya había amenazado con el puño a la civilización y que estaba a punto de desaparecer en los trópicos a fin de que ninguno de nosotros lo volviera a ver nunca más”.
En noviembre de 1904, y antes de partir a Ceilán, el muchacho judío que temblaba y que no era otro que Leonard Woolf, su futuro esposo, cenó con los hermanos Stephen en Gordon Square. Después, y por unos cuantos años, solo tuvieron noticias de él a través de sus cartas, en especial las que le escribía a su íntimo amigo Lytton Strachey. Otro asiduo a las reuniones de los jueves era Sydney-Turner: un “prodigio de erudición” que se sabía a los griegos de memoria, leía a granel en distintos idiomas y era insistentemente silencioso: no hablaba sino para decir la verdad. En principio, sus amigos esperaron que Sydney-Turner produjera una obra genial, pero con el transcurso del tiempo lo definieron como una “pálida e inanimada” criatura, cuyo estatismo era cada vez más evidente. Leonard Woolf llegó a compararlo con un pequeño colegial al que los avatares de la vida intimidaron al punto de sumergirlo en la inconsciencia, y Lytton Strachey lo igualó a un animal nocturno enceguecido por la luz del día.
Como señaló Virginia, uno de los más destacados amigos de Thoby era Lytton Strachey. Todos reverenciaban su inteligencia, temían su mordacidad y lo consideraban un claro representante de la alta burguesía intelectual. Con el tiempo él se convirtió en uno de sus mejores amigos. También formaba parte del grupo Desmond MacCarthy, quien, como Lytton, Leonard y Saxon, pertenecía al grupo de los Apóstoles, sociedad secreta que agrupaba a un conjunto selecto de alumnos de Cambridge. Los Apóstoles tenían su propio lenguaje, compartían rituales y estaban vinculados a esa sociedad de por vida. Ser elegido por “La Sociedad”[111]—como la llamaban— era una suerte de privilegio, ya que todos reconocían la calidad intelectual de sus integrantes. Muchos eran los aspirantes, pero pocos los elegidos, y aun siendo íntimos amigos de muchos de los Apóstoles, ni Thoby ni Clive Bell fueron llamados a integrar sus filas.
Finalmente, cuando después de oír tantos comentarios sobre ellos, temblando “de excitación”, las hermanas recibieron a los amigos de Thoby en Gordon Square, la escena fue memorable. Los amigos de Thoby, escribió Virginia, “entraron indecisos, modestos, y se sentaron en silencio en los extremos de los sofás. Durante largo tiempo no dijeron nada. Ninguno de nuestros intentos de iniciar alguna conversación parecía dar resultado”. Por más que Vanessa, Thoby y probablemente Clive abordaran diferentes cuestiones, dispuestos a “sacrificarse por la causa de la conversación”, los otros solo decían “no”, o “no, no lo he visto”, o solo “no lo sé”. La reunión languidecía de un modo “que hubiera sido imposible en la sala de estar de Hyde Park Gate”. Sin embargo, “el silencio era difícil, no aburrido. Parecía que el estándar de lo que merecía decirse era tan alto que más valía no romperlo sin causa justificada”. Virginia recordó que fue Vanessa quien “después de haber dicho que había visitado una exposición de pintura, incautamente utilizó la palabra ‘belleza’. En ese momento uno de los jóvenes visitantes levantó la cabeza y dijo: ‘Depende de lo que quiera decir con belleza’. De inmediato, todos prestamos atención. Fue como si, al fin, el toro hubiese entrado al ruedo”. A partir de ese momento, la conversación giraría en torno a la “belleza”, la “bondad”, la “realidad”, todas cuestiones abstractas. Así lo relató Virginia:
«Me dejaba maravillada ver a los que finalmente seguían argumentando, poniendo piedra sobre piedra, con cautela y precisión, mucho después de que la discusión se hubiera elevado tanto más allá de mi comprensión. Pero aunque no pudieras decir nada, al menos podías escuchar. Percibías que algo milagroso estaba ocurriendo allá arriba.»
Esas ocasiones eran inauditas: las hermanas podían participar, no como meros adornos de salón, sino discutiendo a la par de esos jóvenes universitarios hasta las dos o tres de la mañana. Finalmente, “Saxon ponía la pipa a un lado como si fuera a hablar, y se la volvía a poner en la boca sin haber dicho nada. Por fin, después de echarse el cabello hacia atrás, pronunciaba un brevísimo y definitivo resumen concluyente. El maravilloso edificio había quedado terminado”. Recién entonces Virginia podía irse a la cama “con la sensación de que algo muy importante había ocurrido. Había quedado demostrado que la belleza formaba —o no formaba, pues nunca he estado muy segura de si era lo uno o lo otro— parte del cuadro”. Las muchachas Stephen estaban fascinadas con el cambio de paradigma: “En el mundo de los Booth y de los Maxse no se nos pedía que utilizáramos mucho nuestro cerebro. Aquí solo utilizábamos el cerebro”. Las Veladas de los Jueves comenzaron, y eran “asombrosamente abstractas”; influidos por el libro Principia Ethica de George Moore[112], los jóvenes hablaban de filosofía, arte y religión. La “carga de las apariencias” había terminado. Las muchachas no se vestían especialmente para cenar y la importancia concedida a los modales cedía lugar al peso de las argumentaciones. Al fin, ellas y ellos estaban discutiendo en un pie de igualdad. Se respiraban nuevos aires y Virginia comparaba la nueva situación con el denso ambiente de Hyde Park Gate, cuya “atmósfera […] estaba llena de amores y matrimonios”.
Puede considerarse que el 16 de febrero de 1905, día de la inauguración de las Veladas de los Jueves, fue el punto de partida de lo que se llamó Grupo de Bloomsbury. En sus recuerdos de esa época, Virginia lamenta que su diario se interrumpa luego de anunciar que habían recibido la visita de Clive Bell, con el que hablaron “sobre la naturaleza del bien ¡hasta la una!”, y que en dicho diario no hubiera detalles, justamente cuando el relato “hubiera podido comenzar a ser interesante”.
Viajes, paisajes y prejuicios
Pocos días después de esa conversación con Clive Bell, Virginia compró un libro de Walter Pater, el teórico de arte que defendía ideales esteticistas que la influyeron profundamente.[113]Podría decirse que las descripciones del paisaje inglés que se encuentran en sus diarios y en su obra, más allá de lo pintoresco o lo romántico, apuntan a un sentimiento estético a través del cual la pertenencia al suelo inglés, dejando de lado componentes morales o nacionalistas, halla arraigo en una epifanía que no escapa a la nostalgia. La influencia de Pater está relacionada con la necesidad, que Virginia tenía por entonces, de estudiar la historia de Inglaterra y a sus escritores, e incluso con su afán de profundizar en la Grecia antigua. Esta temática alcanza un punto culminante en su último libro, Entre actos, donde Mrs. La Trobe organiza una representación teatral con el fin de alcanzar un clímax, similar al descripto por Walter Pater en su Estudios en la Historia del Renacimiento (1873):
«En cualquier momento aparece en una mano o en un rostro la perfección formal; cierta tonalidad en las colinas o en el mar es más exquisita que el resto; cierto estado de pasión o de visión o de excitación intelectual es irresistiblemente real y atractivo para nosotros —para aquel momento tan solo. No el fruto de la experiencia, sino la experiencia misma, es el fin […] Arder siempre con esta sólida llama resplandeciente, mantener este éxtasis, es el éxito de la vida… Mientras todo se desmorona bajo nuestros pies, bien podemos intentar aferrar alguna pasión exquisita, alguna contribución al conocimiento que, al despejarse el horizonte, parezca poner el espíritu en libertad por un momento.»
El éxtasis que anuncia Pater se asocia, en Virginia Woolf, con su experiencia del paisaje y con una visión estetizante de la vida rural, características que abordó desde sus primeros ejercicios literarios y descriptivos. Lo inglés estaba arraigado en ella de manera natural, en tanto que lo extranjero podía resultar alternativamente estimulante, fascinante o perturbador.
A mediados de febrero, coincidiendo con el inicio de las Veladas de los Jueves, los esfuerzos de Virginia estuvieron dirigidos a leer en castellano y a enfrentarse con las dificultades de su gramática. Resulta que junto con Adrian habían decidido hacer un viaje por el continente, y a fines de marzo partieron en barco hacia Portugal, con destino final a España. El navío estaba atiborrado de gente y, a pesar de que el viaje les resultó largo, disfrutaron de la travesía. Esto no impidió comentarios discriminatorios, que reiteraría durante bastante tiempo y que son testimonio de las marcas características de la clase social a la que pertenecía y de la educación recibida. “Hay muchos judíos portugueses a bordo, y otros repulsivos objetos, pero nos mantenemos alejados de ellos”, escribió Virginia unos cuantos años antes de casarse con Leonard Woolf, judío, aunque no portugués. Para escapar de sus compañeros de viaje, Virginia y Adrian se refugiaron en un lugar encima de la sala de máquinas, y desde allí pudieron contemplar Cornwall, el paraíso de la infancia al que no habían regresado desde que dejaron la casa de St. Ives. Una vez en Portugal, los hermanos visitaron Oporto y Lisboa. Durante su estadía en Sevilla, Virginia advirtió que, como en Italia, había guías y mendigos por doquier, pero le encantaban el clima y las flores de los frutales, y en sus cartas comentaba que el abril mediterráneo era más veraniego que el agosto inglés.
La ciudad de Granada los conquistó; Virginia pensaba que la costa de España era romántica y heroica y, según parece, estaba dispuesta a adjudicarles a los españoles esas características. Lo cierto es que una noche en la que durmieron en una pequeña posada tuvo la sensación de estar viviendo una peligrosa aventura:[114] “El fuego ardía en medio de la habitación, y el grupo de campesinos españoles permanecía sentado alrededor, mientras bebían y nos miraban fijamente, y todo el tiempo temíamos encontrarnos con un cuchillo en la garganta”. A pesar de la belleza y de las pequeñas aventuras, tal como solía suceder en sus viajes no podía estar demasiado tiempo alejada de su casa sin extrañar sus cosas, por lo que anhelaba volver. Esta ansiedad se trasluce en las cartas del período, especialmente en una dirigida a Violet, en la se refiere a un pequeño contratiempo en el “fin de viaje”, utilizando, sin advertirlo, las palabras con las que titulará su primera novela. El viaje de regreso tampoco resultó muy cómodo, y cuando tuvieron dificultad para conseguir pasajes, Virginia volvió a sus expresiones xenófobas: “Me temo que voy a tener que dormir con un judío portugués”.
Así y todo, las adversidades fueron superadas y estuvo de regreso en Londres a tiempo para asistir a una exposición de arte en la New Gallery y ver colgado un retrato de lady Robert Cecil pintado por Vanessa. Eran muchas las antiguas relaciones que, como lady Robert Cecil, consideraban su deber estimular y proteger a las hermanas Stephen. La aristócrata no solo había encargado su retrato a la mayor y elogiado los artículos de Virginia, sino que también planeaba escribir con ella una novela a cuatro manos. El sincero afecto de estas personas continuó operando durante cierto tiempo, pero pronto no resultó fácil conservar las antiguas relaciones y conciliarlas con los nuevos intereses. Aunque las líneas de fractura terminaron imponiéndose, hubo momentos en los que Virginia pudo disfrutar de lo mejor de los dos mundos:
«He estado alternando con la sociedad hípica […] —es decir que cené con George y lady Carnarvons—, la joven lady C. esta vez, gracias a Dios. Era la noche de las carreras Kemptown, y hablamos sobre caballos toda la noche, que son probablemente más interesantes que los libros. Luego vi a Margaret [Duckworth], que es una mujer agradable, y nuestra relación empieza a ser prometedora. Vamos a tener que estar en contacto toda la vida, así que podremos tomarnos las cosas con calma.»
Finalmente, los hechos desmentirían esas apreciaciones; los efectos de la recién adquirida libertad se percibían en la conducta de las hermanas Stephen y poco a poco dejaron de ver a sus viejos conocidos. A diferencia de las fiestas a las que solían asistir en vida de Stella o acompañadas por George, en un baile del Trinity Virginia confesó: “Nos hemos tomado muchas licencias”. Sin la compañía de chaperonas y lejos de las convenciones, las hermanas conversaron con Walter Headlam y con Clive Bell, y en lugar de bailar, Nessa prefirió fumar cigarrillos. Placeres como esos ya no les estaban vedados, y cuando Adrian obtuvo, aunque con notas poco brillantes, su diploma y dejó atrás la vida de estudiante para dedicarse, como lo estaba haciendo Thoby, a estudiar Derecho, todos pudieron considerarse adultos.
Entre el Morley College y Cambridge
Dispuesta a cuestionar los viejos paradigmas, Virginia se burlaba de sus parientes y le escribía a Violet: “La excelente Lettice [Fisher] exponía sus teorías, siempre poniéndolas a prueba en su propia persona, como, por ejemplo, la vida ideal es la vida de casada, la vida de una trabajadora — ella enseña—, la vida de la filántropa —ella dirige una pocilga—”Con este tipo de actitudes, tomando distancia de mujeres similares a su madre y a Stella, las hermanas Stephen se reafirmaban en la idea de que ellas no se ajustaban a ese patrón. Quedaba claro que no aspiraban a seguir el modelo conocido, y como no tenían otros en los cuales proyectarse, tanto Vanessa como Virginia debieron crear sus propios estándares.
En ese sentido, se puede afirmar que la tarea de Virginia en el Morley College no tenía que ver con la filantropía; consideraba sus clases casi una diversión y las preparaba con la esperanza de que a sus alumnos se les pusiera “la piel de gallina”. También intentaba ser poco previsible y en noviembre le escribía a Violet:
«Los miércoles tengo mis clases de redacción; diez personas: 4 hombres, 6 mujeres. Supongo que es la clase más inútil del Instituto y así lo cree la Sheepshanks. Se sentó allí durante toda la clase anoche y casi pataleaba de impaciencia. Pero ¿qué puedo hacer? Tengo a un viejo socialista de cincuenta años, que cree que debe traer a colación al parásito (el aristócrata, es decir, tú y Nelly) a un ensayo sobre el otoño y a un holandés que cree —al final de la clase también— que le he estado enseñando Aritmética; y a unas anémicas dependientas que dicen que escribirían mucho más, pero solo tienen una hora para cenar, y no parece mucho tiempo para escribir.»
Las clases que dictaba y su labor periodística no eran suficientes; Virginia se sentía insegura con respecto al valor de su escritura, pensaba que no estaba preparada para encarar un trabajo de ficción y limitaba sus aspiraciones a escribir un trabajo histórico basado en la lectura y anotación de cuatro volúmenes de historia medieval. Forzando un paralelismo con Leslie, juzgaba no tener condiciones para encarar una escritura más creativa, pero sin duda esa era su meta y el tipo de literatura que más valoraba.
Por entonces, menos tímidos que ella, Thoby y un grupo de amigos entre los que se contaban Clive Bell, Lytton Strachey, Walter Lamb, Saxon Sydney- Turner y Leonard Woolf, presentaron un librito de poemas llamado Euphrosyne. Virginia no tomó demasiado en serio el opúsculo y señaló con ironía —en una carta a lady Robert Cecil— ciertos aspectos del libro y de sus autores: “Son un grupo bastante melancólico, creo. Sin embargo, el mayor no puede tener más de veinticinco años. He leído un verdadero poema en el Daily Chronicle esta mañana, que tiene todo el derecho de ser melancólico”.
El poema era “Epitafio para una cansada ama de casa”? composición satírica en la que una mujer pide que no lloren su muerte, porque después de una vida dedicada a trabajar en el hogar, sin ningún tipo de ayuda, siente que al fin se dirige a un sitio donde ya no tendrá que hacer nada más. La ironía de Virginia apuntaba a señalar que esa mujer tenía más razones para la melancolía que los educados y privilegiados poetas, pero también es un indicio de que comenzaba a desidealizar a esos hiperprotegidos estetas de clase alta que eran sus amigos. Pensaba que, comparados con la mujer a la que, según ella, el jurado declaró unánimemente loca, “lo cual demuestra una vez más lo que significa ser un poeta en estos días”, los siete poetas carecían de tesón, e inmediatamente agregaba: “¿Por qué escribo sobre suicidio y gente loca?”. Esta pregunta se plantea como marcando una posición entre el material poético que producían las mentes de aquellos jóvenes educados y la que podría ser su propia obra, asociada tanto a la experiencia de la locura que sufrió el año anterior y que aquellos no comprendían, como a su condición de mujer, de outsider, condición a través de la que se definiría y que desarrolló en forma de ensayo en Tres guineas. De todas maneras, esta categoría, que surge de una clara experiencia vivencial, ya estaba presente en su primera novela Fin de viaje y define los sentimientos de Rachel, que también se siente una outsider respecto de su novio y de su amigo, el archiintelectual Hirst.
Virginia admiraba y sentía afecto por los amigos de su hermano, pero también consideraba los aspectos paralizantes de la educación formal recibida en Cambridge. La condición de autodidacta le había evitado “la omnisciencia, la prematura saciedad, la melancólica autosatisfacción de una educación” universitaria, que hacía que los jóvenes ingresaran en esas casas de estudio vitales y animosos, pero egresaran “preocupados y silenciosos”, “imbuidos de su capacidad”, pero sin ilusiones. El retrato que hace de ellos no es halagador:
«Ni disfrutan ni trabajan. No aprueban sus exámenes porque, dicen, el éxito es un fracaso, y desprecian el éxito.
Quizá porque temen ser las víctimas de sus trampas, permanecen, generalmente, silenciosos, y manifiestan la mayor parte del tiempo una ignorancia serena y universal, que no los descalifica, sin embargo, para afirmar que las opiniones de otros son absurdas.»
Muchos años después, en 1936, siendo una consagrada escritora, Virginia retomó este tema en cartas a su sobrino Julian. Aludiendo a los celos y vanidades de las sociedades de Cambridge y recordando su experiencia de juventud, le escribía: “Me desagradaban los aires que el joven Cambridge se daba a sí mismo. Encontré un viejo diario personal que era un violento ataque de furia contra Saxon y Lytton sentados allí sin decir nada”.
La melancolía que Virginia atribuía a los jóvenes de su generación, así como la morosidad de sus temas, su autocomplacencia y altanería, no impedía que discutiera con ellos cuestiones trascendentes, como la finalidad de la vida y el suicidio. También Nessa participaba de esas inquietudes, y hay constancia de que, aunque 1905 no fue un año melancólico, durante toda una mañana, ambas abordaron la “ética del suicidio”.
Escribir, pintar, ¿casarse?
Ocupada en sus artículos periodísticos, que abarcaban desde reseñas de libros y crónicas de viajes hasta ensayos personales, y mientras su confianza aumentaba, Virginia comenzaba a experimentar frustraciones. Comprobaba que la relación con los editores no era fácil e incluso podía llegar a ser desquiciante. Debía aprender a controlar su enojo cuando rechazaban sus notas en The Cornhill Magazine, o cuando Bruce Richmond impugnaba su reseña sobre un libro referido a Catalina de Médicis, en la que había trabajado arduamente y que él rechazó por no ser lo suficientemente académica. Por otra parte, aunque los libros que le enviaban para reseñar podían no gustarle para nada, había que esforzarse, y después de escribir sobre Henry James, Virginia experimentó la sensación de que había sido el “más duro de los trabajos” que había realizado hasta el momento.
Dado que su honestidad crítica estaba en juego, Virginia confesaba: “Cómo me gustaría poder ser valiente y franca en mis críticas, en vez de tener que tramarlas elaboradamente”. La censura de los editores, la censura de lo que llamaba el “Ángel de la Casa” y la autocensura, junto con lo arduo del trabajo, impedían que estuviera satisfecha con los resultados. Su vocación de innovar y romper las estructuras no coincidía con lo que pretendían los editores, pero en esa tensión lograba forjar un ideal de ensayo libre, que llegaría a caracterizarla: “Mi verdadero placer al hacer las críticas es decir cosas desagradables, y hasta ahora he tenido que ser respetuosa”.
En la treintena de artículos que publicó en 1905, Virginia escribía “cada oración como si fueran a leerla ante tres presidentes de la Corte Suprema”.
Como Mr. Ramsay en Al faro, y como lo había hecho su padre, buscaba el apoyo y la aprobación de su familia y amigos. Necesitaba el elogio de los demás y oscilaba en la consideración de su propio trabajo. Algunas personas cercanas, como Violet Dickinson, no dejaban de asegurarle que se convertiría en una “gran escritora”. Por su parte, todavía no sabía si se dedicaría a la historia o se animaría a convertirse en escritora de ficción; y mientras seguía con el periodismo, exigía y pedía más y más críticas. Sus cartas a Madge, Violet y Vanessa retoman una y otra vez estas cuestiones, y aunque le preocupaba su propio egocentrismo, cuando la respuesta de las amigas no coincidía con lo que quería escuchar, se mostraba en extremo susceptible.
Hacia mediados de año, además de dedicarse a sus estudios de griego, Virginia leía una historia de Inglaterra, publicada en varios volúmenes, y escribía “copiosas notas” para preparar las conferencias destinadas a las mujeres trabajadoras del Morley College. También se interesaba en el cristianismo primitivo, la conquista normanda, el comienzo de las Cruzadas y analizaba el “estatuto legal de la mujer” en el siglo XIX. Al tiempo que pensaba “escribir es un arte divino, y cuanto más escribo y más leo, más me gusta”, consideraba que debía salvar los baches de su formación y se esmeraba en sus lecturas relacionadas con el siglo XVIII, su “punto débil”. Tal era su entusiasmo que el domingo, el día en que no trabajaba, era el “más melancólico de la semana”.
Vanessa también tenía sus proyectos, y estos influyeron indirectamente en su hermana. En el verano de 1905, inspirada en lo que observó en algunos bares de París, organizó el Friday Club, donde agrupó a sus compañeras de la Real Academia, a algunos conocidos de Slade, a otros pintores y a un grupo de parientes y amigos. Muchos de esos pintores eran aún estudiantes que practicaban o adherían a estilos diversos; mientras “la mitad del comité defendía a Whistler y al Impresionismo francés con gran énfasis, la otra mitad era partidaria incondicional de los británicos”. En principio el grupo de Vanessa presentó un aspecto amateur, y las discusiones sobre arte eran apasionadas; pero su capacidad organizativa quedó demostrada ese mes de noviembre cuando se llevó a cabo la primera exhibición del grupo.[115] Las hermanas vivían un momento de “plena actividad… pintando y escribiendo”. La curiosidad y el deseo de Virginia de innovar en materia literaria, junto con el estrecho contacto con los pintores, las visitas a museos y exposiciones, tuvieron mucho que ver con su predisposición a utilizar un lenguaje vinculado al que empleaban los artistas y a recurrir a imágenes pictóricas como un recurso eficaz para descifrar la realidad, cuestión evidente en el personaje de Lily Briscoe en Al faro.
Las hermanas estaban de buen humor y ese verano, sin que los fantasmas de la infancia lo impidieran, los hermanos volvieron a Cornwall. Virginia visitó Talland House y tomó el té con sus ocupantes, una deliciosa pareja de artistas con hijos de la edad que ellos tenían cuando iban allí con sus padres. También recibieron a muchos visitantes, entre los que se contaban los “pequeños poetas”. En Cornwall, contó Virginia, sus amigos se sentaban “en absoluto silencio, todo el tiempo; en ocasiones se juntan en una esquina y se ríen en voz baja de un chiste en latín”. “Tal vez — continuaba Virginia en una de sus cartas — están enamorándose de Nessa, ¿quién sabe? Sería un proceso silencioso y muy estudiado. De todas maneras no creo que tengan el vigor suficiente como para sentir mucho. Ah, las mujeres son mi especialidad y no esas criaturas inanimadas”.
Esos jóvenes comenzaban a aburrirla y consideraba que los hombres carecían de la espontaneidad y frescura que confería, en líneas generales, al género femenino. En “The Value of Laughter”, un ensayo publicado en agosto de ese año, preanuncia sus ideas acerca de la diferencia de género:
«Las mujeres y los niños, entonces, son los máximos ministros del espíritu cómico, pues sus ojos no están nublados de conocimientos ni sus cerebros atragantados de teorías sobre libros, de modo que hombres y cosas aún conservan sus formas originales. La espantosa superfluidad que ha inundado nuestra vida moderna, la pompa y las convenciones y las horrendas solemnidades no aborrecen nada tanto como la irrupción de risas que, como un relámpago, las sacude y las muestra al desnudo. Es porque sus risas tienen ese poder que los niños son recelados por quienes comparten aquellas afectaciones e hipocresías, y es probablemente por este motivo que las mujeres sean miradas con recelo en las profesiones eruditas.»
Todo parecía girar en torno al arte, la literatura y la libertad que acababa de adquirir, y Virginia estaba más que satisfecha de que así fuera. Pero finalmente las cosas del amor volvían a irrumpir, aunque esta vez a la manera de Bloomsbury. Asomada al balcón de la casa, Virginia oía las conversaciones de los criados y aseguraba que Bloomsbury “con las lámparas encendidas y la luz sobre el césped” era “un lugar romántico”. Además, durante sus vacaciones en Cornwall, comprobó que aunque tuvieran la mente llena de abstracciones, los jóvenes poetas encontraban tiempo para el amor. En efecto, durante aquellas vacaciones, Clive Bell declaró su amor y pidió en matrimonio a Vanessa. ¿Habrá esperado un rechazo? Lo cierto es que lo obtuvo y partió desconsolado de la casa. Tal vez su error fue no elegir el lugar propicio para declararse, ya que no es de extrañar que Nessa tuviera frescas en la memoria las actividades casamenteras que, años atrás y allí mismo, había llevado a cabo su madre. Todos recordaban que Julia había actuado como una mujer araña, tejiendo los destinos de jóvenes más o menos incautos, sobre cuyas vidas y decisiones influía sustancialmente. Como queda demostrado en Al faro, esas escenas perduraron en la memoria de Virginia.
Allí, y en oposición a Mrs. Ramsay, para quien “una mujer que no se casa se pierde lo mejor de la vida”, el personaje de Lily Briscoe, la joven pintora, desea “seguir soltera, le gustaba ser como era, no estaba hecha para lo otro”. Podría inferirse, trasponiendo un parlamento de la novela, que durante las vacaciones de 1905, como le sucede a Lily Briscoe en el libro, Vanessa contemplaba el mar de la infancia atenta, más que a cuestiones sentimentales, a formulaciones de otra índole:
«¿Por dónde empezar?: este era el problema; ¿en qué punto hacer la primera señal? La primera línea sobre el lienzo la comprometía a incontables riesgos, a decisiones con frecuencia irrevocables. Todo esto que parecía sencillo desde un punto de vista teórico, se convertía en algo muy complicado desde el punto de vista práctico; […] Pero había que correr el riesgo, hizo la primera mancha.»
Se trataba de dar pinceladas, se trataba de escribir y, por el momento, las hermanas no pensaban perder su libertad. En el querido Cornwall y mientras Virginia escribía para su propio deleite y atacaba si lo deseaba “la santidad del Amor y la Religión”, Vanessa pintaba a razón de dos cuadros por día. En tanto, Thoby fue el encargado de escribir sus condolencias a Bell, el enamorado caballero rural que “había confesado que podría incluso renunciar a la cacería si fuera necesario, para poder casarse”. Segura de que todo continuaría así, en una de sus cartas Virginia señalaba con humor: “Y nadie, dejo aquí bien sentado, me ha pedido todavía en matrimonio”. En realidad, enfrascada en su nuevo mundo, apenas se preocupaba por su apariencia y en su diario solo señala al pasar que había comenzado a usar anteojos. Los diarios de ese año, las descripciones de sus viajes, su labor periodística y sus clases en el Morley College se sumaban a los textos que escribía por puro placer. Virginia se fijaba ciertas metas, como “aprender a hacer descripciones sin adjetivos”, o redactar sus recuerdos de viaje como si se tratase de “notas de un borrador para que sirvan como puntos de referencia”. A fin de año, The Times le enviaba para reseñar una novela por semana, mientras el Friday Club florecía en actividades e incluso había discusiones entre sus miembros, lo cual, decía Virginia, “es una señal saludable”. Por su parte, debido a su fuerte autocrítica, al miedo a la exposición y al temor de ser burlada o despreciada, ella mantenía ciertos escritos en reserva y pensaba: “Siempre siento que escribir es una cosa irreticente que hay que ocultar… como la histeria”.