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Dos noticias distintas

Lo que desapareció en alguna parte

—Ha sido Cinnamon quien te ha traído aquí —dijo Nutmeg.

Al despertar, lo primero que sentí fueron unos dolores difusos. Me dolían las heridas, las articulaciones, los huesos, los músculos de todo el cuerpo. Seguramente, mientras huía corriendo por la oscuridad había chocado con violencia en múltiples ocasiones. Pero esos dolores no habían asumido aún una forma concreta. Se acercaban al dolor, pero no cabía definirlos exactamente como eso.

Luego me di cuenta de que llevaba un pijama de color azul marino que no me era familiar y de que estaba acostado en el sofá del probador de la «mansión». Me cubría una manta. La cortina estaba descorrida, por la ventana penetraban los claros rayos del sol de la mañana. Supuse que serían alrededor de las diez. El aire era fresco, el tiempo transcurría. Pero yo no acababa de comprender por qué existían tales cosas.

—Ha sido Cinnamon quien te ha traído aquí —repitió Nutmeg—. Las heridas no son graves. La del hombro es profunda, pero, por suerte, no alcanzó la vena, la de la cara no es más que un rasguño. Cinnamon te ha cosido las dos heridas con aguja e hilo, para que no quede cicatriz. Tiene habilidad para estas cosas. Dentro de unos días puedes quitarte los puntos tú mismo, o vas al hospital. —Intenté decir algo, pero se me trabó la lengua y no me salió la voz. Sólo inspiré y expulsé el aire con un desagradable sonido—. Es mejor que no hables ni te muevas aún —dijo Nutmeg. Estaba sentada en una silla, allí cerca, con las piernas cruzadas—. Cinnamon me ha contado que has permanecido demasiado tiempo en el pozo. Dice que estuviste en peligro. Pero no me preguntes más. La verdad es que no sé nada de lo ocurrido. Me llamó por la noche y vine corriendo en taxi. Desconozco los detalles de lo que ocurrió antes. De todos modos, tu ropa estaba empapada de agua y manchada de sangre, por eso la he tirado.

Nutmeg, en efecto, debía de haber venido corriendo. Iba vestida de una manera más sencilla que de costumbre. Un jersey de cachemir de color crema, una camisa a rayas de hombre y una falda de lana de color verde oliva. No llevaba joyas, se sujetaba el cabello por detrás. Hacía cara de sueño. A pesar de todo, parecía la foto de un catálogo. Nutmeg se puso un cigarrillo entre los labios y le prendió fuego con el encendedor de oro, sonó el agradable chasquido de costumbre. Aspiró el humo con los ojos entornados. «Realmente no he muerto», pensé de nuevo oyendo el chasquido del encendedor. «Cinnamon debe de haberme salvado en el último instante».

—¡Cinnamon sabe tantas cosas! —exclamó Nutmeg—. Además, al contrario de ti y de mí, sopesa con cuidado todas las posibilidades. Pero, por lo visto, ni siquiera él había imaginado que el agua podría salir de repente en el pozo. No entraba en sus cálculos. Por culpa de eso, has estado a punto de perder la vida. Es la primera vez que veo a este chico tan trastornado. —Ella sonrió levemente—. Debe de tenerte mucha simpatía.

Pero yo no podía seguir escuchándola. Empezó a dolerme el fondo de los globos oculares, me pesaban los párpados. Cerré los ojos y fui sumergiéndome en la oscuridad, como si bajara en un ascensor.

Tardé dos días enteros en recuperarme. Durante todo aquel tiempo Nutmeg permaneció a mi lado. Yo no podía levantarme solo ni hablar. No podía comer nada. Sólo tomaba, a veces, zumo de naranja o comía un poco de melocotón en almíbar cortado muy fino. Ella se iba a su casa al llegar la noche y volvía por la mañana. Después de todo, por la noche yo no hacía más que dormir profundamente. Y no sólo durante la noche, me pasaba durmiendo la mayor parte del día. Dormir era, al parecer, lo que más necesitaba para recuperarme.

Durante aquel tiempo, Cinnamon no apareció. No sabía por qué, pero parecía evitar encontrarse conmigo. Oía su coche entrando y saliendo por el portón. Desde fuera me llegaba el característico y profundo ronroneo del motor del Porsche. Por lo visto, acompañaba a Nutmeg y traía la ropa y la comida en su coche en vez de usar el Mercedes Benz. Pero Cinnamon nunca entraba en la casa. Entregaba el paquete a Nutmeg en el recibidor y se marchaba.

—Dentro de poco nos desharemos de esta mansión —dijo Nutmeg—. Yo me encargaré de ellas otra vez. No me queda otro remedio. Parece que estoy condenada a seguir eternamente yo sola, hasta que me quede vacía por completo, ¿verdad? Debe de ser mi destino. Y entre tú y nosotros no podrá haber, en el futuro, relación alguna. Cuando te pongas bien y todo termine, es mejor que te olvides de nosotros cuanto antes. Porque… ¡ah, sí!, se me olvidaba algo. Algo sobre tu cuñado. Sobre Noboru Wataya. —Nutmeg fue a buscar el periódico a la otra habitación y lo puso sobre la mesa—. Cinnamon lo ha traído hace un rato. Dice que tu cuñado cayó fulminado ayer por la noche, que lo llevaron a un hospital de Nagasaki y que está inconsciente. No saben si se recuperará.

¿Nagasaki? Me costó comprender lo que estaba diciendo Nutmeg. Intenté hablar. Pero no me salieron las palabras. Noboru Wataya debía de haber caído fulminado en Akasaka, ¿por qué en Nagasaki?

—Noboru Wataya dio en Nagasaki una conferencia ante un público numeroso y luego, mientras cenaba con los organizadores, se derrumbó de repente y tuvo que ser ingresado en un hospital cercano. Al parecer se trata de una especie de hemorragia cerebral. Dicen que debía de tener ya algún problema congénito en el riego sanguíneo del cerebro. El periódico informa de que no se recuperará al menos durante una temporada. Y que, si recuperara el conocimiento, no podría hablar bien. Esto implica el fin de su carrera política. ¡Una lástima, tan joven! Te dejo aquí el periódico, ya te lo leerás cuando estés mejor.

Me llevó tiempo aceptar la realidad de aquel hecho. Porque las imágenes por televisión de las noticias que había visto en el vestíbulo del hotel se habían grabado demasiado nítidamente en mi cerebro. Las escenas del despacho de Noboru Wataya de Akasaka, los policías, el ingreso en el hospital, la voz tensa del locutor… Pero poco a poco fui convenciéndome. Aquéllas eran, simplemente, las noticias de aquel mundo. En éste yo no había golpeado jamás a Noboru Wataya con el bate y, por lo tanto, la policía no tenía ningún motivo para detenerme o interrogarme. Él había caído víctima de una hemorragia cerebral delante de mucha gente. En eso no hay posibilidad alguna de crimen. Darme cuenta de esto me hizo sentir un profundo alivio. La descripción del criminal que habían dado por televisión se correspondía conmigo y yo no tenía, además, coartada alguna para demostrar mi inocencia.

Debía de haber, sin duda, alguna relación entre lo que yo había matado a golpes en el otro mundo y la pérdida de conocimiento de Noboru Wataya. Yo había eliminado algo que había en su interior o algo con lo que tenía un fuerte vínculo. Noboru Wataya tal vez lo presintiera y tuviera pesadillas frecuentes. Lo que hice, sin embargo, no llegó a quitarle la vida. Noboru Wataya había logrado sobrevivir. La verdad es que tendría que haberlo dejado muerto y bien muerto. ¿Qué pasará con Kumiko? Mientras Noboru Wataya siga vivo, ¿podrá liberarse de él? ¿Seguirá embrujándola desde una oscuridad sin conciencia?

No pude llevar mis pensamientos más lejos. Mi conciencia empezó a caer en la oscuridad, cerré los ojos y me dormí. Tuve un sueño fragmentado, tenso. En el sueño, Creta Kanoo llevaba en brazos a un bebé. No se veía la cara del pequeño. Ella llevaba el cabello corto y no iba maquillada. Me decía que el niño se llamaba Córcega y que los padres éramos, mitad y mitad, el teniente Mamiya y yo. También me confesaba que no había ido a la isla de Creta, sino que había permanecido en Japón, donde había dado a luz al niño y donde lo estaba criando ahora. Decía que ella había podido encontrar, al fin, un nombre nuevo para sí misma y que ahora llevaba una vida apacible junto al teniente Mamiya cultivando un huertecillo en las montañas de Hiroshima. Yo no me sorprendía al oírlo. Era algo que había previsto, por lo menos en sueños.

—¿Y qué ha sido de Malta Kanoo? —le preguntaba.

Creta Kanoo no respondía. Se limitaba a poner una expresión triste. Y desaparecía.

Al tercer día por la mañana conseguí, a duras penas, levantarme solo. Todavía me costaba caminar, pero ya podía hablar un poco. Nutmeg me preparó arroz hervido. Me comí el arroz y un poco de fruta.

—¿Qué le habrá pasado al gato? —le pregunté. Lo había tenido siempre en mi pensamiento.

—No te preocupes, Cinnamon se ocupa de él. Cada día va a tu casa, le da de comer y cambia el agua. Tú no necesitas preocuparte por nada. Piensa sólo en ti mismo.

—¿Cuándo os desprenderéis de esta mansión?

—En cuanto podamos. Tal vez el mes que viene. Recuperarás algo de dinero. Quizá la casa tenga que revenderse a un precio más bajo que el de compra, y la cifra no será muy alta, pero te quedará un porcentaje del dinero de los plazos que has desembolsado hasta ahora. Y, bueno, podrás vivir una temporada con eso. Por el dinero no hace falta que te preocupes. Has trabajado muy duro y es normal que lo recibas.

—¿Derribarán la casa?

—Seguramente. Y también cegarán el pozo. Es una lástima, ahora que sale agua, pero hoy en día nadie quiere un pozo viejo tan grande. Ahora meten un tubo en la tierra y sacan el agua con una bomba. Es más cómodo y no ocupa espacio.

—Creo que este terreno ya se ha convertido en un lugar normal, sin maldiciones —dije—. Ya no es la mansión de la horca.

—Tal vez —repuso Nutmeg y se mordió ligeramente el labio después de una pausa—. Pero eso ya no tiene nada que ver contigo ni conmigo, ¿verdad? De todos modos, procura descansar unos días y no le des demasiadas vueltas a la cabeza, creo que necesitarás un poco más de tiempo para recuperarte del todo.

Ella me enseñó un artículo sobre Noboru Wataya que había salido en la edición matinal del periódico. Un artículo breve. Decía que Noboru Wataya había sido trasladado en estado de coma desde Nagasaki hasta el hospital de la Universidad de Medicina de Tokio donde era atendido en la unidad de cuidados intensivos. Su estado era estacionario. No daba más detalles. En aquel momento pensé en Kumiko, como era lógico. ¿Dónde demonios estaría Kumiko? Tenía que volver a casa. Pero aún no había recuperado las fuerzas.

Al día siguiente, poco antes de mediodía, fui andando hasta el cuarto de baño y, después de tres días, me puse delante del espejo. Mi cara tenía un aspecto espantoso, parecía un cadáver bien conservado y no la cara de alguien vivo. La herida de la mejilla estaba bien suturada, tal como me había dicho Nutmeg. Los labios de la carne estaban muy bien unidos con hilo blanco. Debía de tener dos centímetros de longitud y no era muy honda. Si movía los músculos de la cara, la herida se tensaba, pero no me hacía daño. Me lavé los dientes y me afeité con una maquinilla eléctrica. No me atrevía aún a usar una navaja de afeitar. Me sobresalté al descubrirlo. Dejé la maquinilla eléctrica y clavé los ojos en el espejo. ¡La mancha había desaparecido! Aquel hombre me había herido en la mejilla derecha. Justo donde estaba la mancha. Quedaba la cicatriz. Pero la mancha ya no estaba. Había desaparecido de mi mejilla sin dejar rastro.

Al quinto día por la noche oí de nuevo a lo lejos el sonido de las campanillas de trineo. Eran poco más de las dos. Me levanté del sofá, me puse una chaqueta sobre el pijama y salí del probador. Pasé por delante de la cocina y me dirigí al pequeño cuarto de Cinnamon. Abrí despacio la puerta y me asomé al interior. Cinnamon me llamaba desde el fondo de la pantalla. Me senté a la mesa y leí el mensaje que aparecía en ella.

Acaba de acceder al programa «Crónica del pájaro-que-da-cuerda».

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