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El extraño lenguaje de las manos de Cinnamon

Ofrenda musical

—Cinnamon dejó de hablar poco antes de cumplir los seis años —me dijo Nutmeg—. El año de su ingreso en la escuela primaria. En el mes de febrero de aquel año, de repente, dejó de hablar. Por extraño que parezca, hasta la noche ni nos dimos cuenta de que en todo el día no había dicho ni una sola palabra. Nunca había sido muy hablador, pero, con todo… Hice lo imposible para que dijera algo. Intenté hablarle, sacudirlo, pero no lo logré. Cinnamon permanecía mudo, como una piedra. Ni siquiera sabíamos si había enmudecido por algo que le hubiera ocurrido o si era él mismo quien había decidido dejar de hablar. Ni siquiera ahora lo sabemos. A partir de entonces, no sólo no ha vuelto a hablar, tampoco ha emitido nunca un solo sonido, ninguno en absoluto, ¿comprendes? Aunque sienta dolor, no le oirás gritar, tampoco ríe a carcajadas cuando le haces cosquillas.

Nutmeg llevó a su hijo a varios especialistas en otorrinolaringología. Pero, tal como cabía esperar, no fueron capaces de establecer la causa. Lo único que llegaron a determinar es que no residía en ningún problema ni afección físicos. Los médicos no pudieron localizar anormalidad alguna en sus órganos de fonación. Podía oír bien. Pero no hablaba.

—Pertenece al campo de la psiquiatría —fue el diagnóstico unánime.

Nutmeg hizo que un psiquiatra conocido de la familia visitara a Cinnamon. Pero el psiquiatra tampoco pudo determinar las causas del silencio. Tras un examen mental pudo establecer que sus facultades intelectuales no presentaban discapacitación alguna. En realidad, su cociente intelectual era bastante alto, y tampoco mostraba, psicológicamente, problema alguno.

—¿Ha sufrido alguna conmoción fuera de lo normal? —le preguntó el médico a Nutmeg—. Recuerde bien. ¿Ha visto el niño, por ejemplo, algo extraño o alguien lo ha maltratado alguna vez en casa? ¿No ha sucedido nunca nada así?

A Nutmeg no se le ocurrió nada. Su hijo había cenado como siempre, había hablado con ella con toda normalidad, se había metido en la cama como otros días y había dormido tranquilo. A la mañana siguiente, Cinnamon ya estaba profundamente sumido en el mundo del silencio. En su casa no había problemas familiares, el niño era atendido con cariño por su madre y su abuela, la madre de Nutmeg. Nunca le habían levantado la mano, ni una vez siquiera. El médico concluyó que, por el momento, no cabía hacer otra cosa que observar cómo evolucionaba la situación.

—Obviamente, el desconocimiento de la causa impide establecer un tratamiento, ¿me comprende? Tráigalo una vez por semana. Quizás así lleguemos a descubrir la causa. Podría ocurrir, también, que recuperara el habla de repente, incluso en poco tiempo, como si hubiera despertado de un sueño. Está claro que no nos queda otra alternativa que esperar con paciencia. Ciertamente, este niño no habla, pero, aparte de eso, no presenta ningún otro problema…

Así que esperaron mucho tiempo, pero Cinnamon nunca emergió a la superficie del fondo del mar de su profundo silencio.

A las nueve de la mañana, el portón de entrada se abre hacia el interior, se oye también el leve ronroneo de un motor y el Mercedes Benz 500 SEL, que Cinnamon conduce, entra en el jardín. Lleva la antena del teléfono desplegada como un tentáculo que acabara de brotar cerca del parabrisas posterior. Observo la escena a través de las rendijas de la persiana. El coche recuerda un gigantesco pez migratorio que no le temiera a nada. Las ruedas nuevas, muy negras, dibujan sin hacer ruido unas grecas en el piso de cemento y se detienen en el lugar prefijado. Cada día dibujan las grecas de la misma forma y se detienen en el mismo lugar. Seguramente no hay ni cinco centímetros de diferencia.

Me estoy tomando el café que acabo de preparar hace un momento. Ha parado de llover, pero el cielo está cubierto de nubes grises y la tierra se ve aún mojada, negra y fría. Unos pájaros revolotean precipitadamente, entre agudos chillidos, buscando insectos casi a ras de suelo. Poco después se abre la portezuela del asiento del conductor, Cinnamon baja del coche con unas gafas oscuras. Mira a su alrededor con atención, se quita las gafas y, tras comprobar que no ocurre nada anormal, se las guarda en el bolsillo interior de la americana. Cierra la portezuela del coche. El ruido que hacen al cerrarse las portezuelas del Mercedes Benz es algo distinto al de cualquier otro coche. Para mí significa el comienzo del día en la «mansión».

Desde esta mañana voy dándole vueltas a la visita que Ushikawa me hizo anoche. Se presentó como mensajero de Noboru Wataya. Estoy dudando sobre la conveniencia de contárselo a Cinnamon, explicarle que Ushikawa me ha exigido que me retire de todo cuanto está ocurriendo aquí. Opto, finalmente, por no decírselo. Decido permanecer callado por lo menos durante un tiempo. Es un problema que tenemos que solucionar solos Noboru Wataya y yo. No querría involucrar a una tercera persona en este asunto.

Cinnamon, como siempre, lleva un traje elegante. Todos sus trajes están bien cortados y se ajustan a su cuerpo. El estilo es más bien clásico, no son llamativos, pero, en el momento en que Cinnamon se los pone los trajes se vuelven originales, juveniles, como si hubiesen esparcido un polvillo mágico sobre ellos. Por supuesto, las corbatas también cambian, a juego con los trajes. Y van variando las camisas, los zapatos. Tal vez su madre, Nutmeg, los elija como tiene por costumbre y le dé todo lo que compra. Pero, en cualquier caso, nunca verás una sola mancha en la ropa de Cinnamon, tampoco en sus zapatos se descubre una mota de polvo. Igual que en la carrocería del Mercedes Benz que él conduce. Ver su rostro cada mañana es algo que siempre, desde lo más hondo de mi corazón, me admira. No, incluso podría decir que me emociona. ¿Qué ser puede existir bajo esta apariencia tan impecablemente magnífica?

Saca del maletero del coche dos bolsas de papel con comida y otros artículos, las aguanta entre los brazos y entra en casa. Cuando él las lleva en brazos, incluso las bolsas de papel corriente del supermercado adquieren una apariencia elegante, artística. Quizás haya algún secreto en el modo de sostenerlas. O quizá sea algo aún más básico que eso. Cuando me ve, una sonrisa le ilumina el rostro. Una sonrisa maravillosa. Como si hubiera salido, de repente, a un espacio abierto y claro tras llevar largo tiempo perdido en un bosque frondoso.

—Buenos días —le digo.

«Buenos días», responde él sin voz. Lo entiendo a través del leve movimiento de sus labios. Luego, saca la comida de las bolsas de papel, la guarda en la nevera con diligencia, como un niño inteligente que hubiera memorizado un conocimiento nuevo recién adquirido. Ordena los diversos artículos, los guarda en el armario. Luego toma el café que he preparado. Cinnamon y yo nos sentamos a la mesa. Como tiempo atrás hacíamos cada mañana Kumiko y yo.

—Al final, Cinnamon no fue a la escuela ni un solo día —dijo Nutmeg—. Las escuelas primarias normales no admitían como alumno a un niño que no hablara y a mí no me pareció bien mandarlo a una escuela para niños con problemas. Las razones por las que no habla, sean cuales fueran, eran completamente distintas a las de otros niños. Tampoco Cinnamon quería ir a la escuela. Me parecía que él se sentía feliz en casa, solo, leyendo tranquilamente, escuchando discos de música clásica, jugando en el jardín con un perro bastardo que teníamos entonces. A veces salíamos de paseo, pero no le gustaba juntarse con niños de su edad, así que nunca mostró un gran entusiasmo por salir a la calle.

Nutmeg aprendió el lenguaje de las manos y empezó a usarlo de forma habitual para hablar con Cinnamon. Cuando no bastaba el lenguaje de las manos, hablaban por escrito usando las hojas sueltas de un bloc de notas. Pero, un día, Nutmeg se dio cuenta de que podían comunicarse perfectamente los sentimientos sin usar métodos tan complicados. Ella entiende perfectamente lo que él piensa o quiere con sólo un leve movimiento de su cuerpo, un cambio en la expresión de su rostro. Al darse cuenta de esto, dejó de preocuparle que Cinnamon no hablara. El intercambio de emociones con su hijo no se resiente por ello. Desde luego, hay casos en que siente la ausencia de lenguaje verbal como un inconveniente físico. Pero no pasa de ser un «inconveniente», y, por otra parte, gracias a ese inconveniente la comunicación entre ambos ha alcanzado, en cierto sentido, un mayor grado de pureza.

En los ratos libres que le dejaba el trabajo, Nutmeg le enseñó a Cinnamon caracteres chinos, palabras y también matemáticas. Pero en realidad no había muchas cosas que enseñarle. Porque a él le gustaba leer y aprendía solo todo lo necesario a través de la lectura. El papel de Nutmeg era, más que el de enseñarle cosas, el de elegir y proporcionarle los libros que él requería. A Cinnamon le gustaba la música y quería aprender a tocar el piano, pero sólo aprendió con profesor, durante unos pocos meses, la técnica básica del movimiento de los dedos, porque la técnica necesaria para tocarlo a un nivel bastante alto para su edad la aprendió por su cuenta de los libros de método, con cintas grabadas, sin recibir otra enseñanza formal. Interpretaba perfectamente a Bach y a Mozart y no mostraba el menor interés por interpretar partituras posteriores a la escuela romántica, aparte de Bartok y Poulenc. Durante los primeros seis años, todo su interés se centró en la música y la lectura. Cuando llegó a la edad de ingresar en la escuela de enseñanza media, su interés se dirigió hacia los idiomas. Primero escogió inglés, luego francés, en seis meses era capaz de leer libros fáciles. Por supuesto, no podía hablar, pero el objetivo de Cinnamon no era conversar, sino los libros escritos en estos idiomas. Y también se aficionó a manipular maquinarias complejas. Compró herramientas especializadas, empezó a montar radios, amplificadores con tubos de vacío, a desmontar y reparar relojes.

Quienes lo rodeaban —aunque en realidad las personas con las que se relacionaba fueran sólo tres: Nutmeg, su padre y su abuela (la madre de Nutmeg)— se acostumbraron a que él no hablara en absoluto, no encontraban este hecho poco natural, anormal. Algunos años más tarde, Nutmeg dejó de llevar a su hijo al psiquiatra. La sesión semanal no había alterado en absoluto sus «síntomas». Aparte de no hablar, Cinnamon no tenía ningún problema. Era, en cierto sentido, el niño perfecto. Nutmeg no recordaba haber tenido que ordenarle jamás que hiciera algo o haber tenido que reñirlo para que no hiciera algo. Cinnamon decidía por sí mismo lo que debía hacer y lo hacía hasta el final a su manera, siempre perfecta. Cinnamon era en todo tan distinto a los otros chicos que no hubiese tenido sentido compararlo con ellos. Tras perder a su abuela a los doce años (la lloró sin palabras durante varios días), realizaba por propia voluntad los quehaceres domésticos, cocinar, hacer la colada, la limpieza, mientras Nutmeg trabajaba de día fuera de casa. Tras la muerte de su madre, Nutmeg hubiese querido contratar a una criada, pero Cinnamon se opuso, movió la cabeza en señal negativa, tajante. Se negó a que entrara una persona nueva, ajena a la casa, que alterara el orden establecido en el hogar. Al final quedó decidido que Cinnamon se ocuparía de las tareas domésticas, labores que desempeñó con orden y precisión.

Cinnamon me habla con ambas manos. Tiene los dedos finos y bonitos, heredados de su madre. Dedos largos, pero no en exceso. Los diez dedos se mueven sin cesar por delante de su rostro, como seres vivos, obedientes, para transmitir los mensajes necesarios.

«Hoy a las dos hay una visita. Sólo una. Hasta entonces no hay nada. Yo terminaré mi trabajo en una hora y luego me iré. A las doce volveré con la visita. Según el servicio meteorológico, el cielo estará nublado todo el día, así que, aunque entres en el pozo antes de que oscurezca, no creo que te dañe la vista».

Como dice Nutmeg, comprender las palabras que dicen sus diez dedos no supone ningún problema. Aunque yo no sabía nada del lenguaje de las manos, no tenía dificultad alguna en seguir el movimiento, elegante y complicado, de sus dedos. Es tan maravillosa su forma de moverlos, que quizás haya acabado comprendiendo lo que me quieren decir sólo de mirarlos fijamente. De la misma manera que conmueve una obra de teatro representada en un idioma desconocido. Sin embargo, es probable que aunque siga con los ojos los movimiento de sus dedos apenas vea sus gestos. El movimiento de sus dedos es como la fachada decorativa de un edificio y, en realidad, tal vez esté mirando sin darme cuenta algo distinto que hay detrás. Cada mañana, mientras converso con él, sentados a la mesa, intento discernir de alguna manera esta línea de demarcación, pero no lo consigo. Suponiendo que exista, la línea fluctúa, cambia de forma continuamente.

Después de nuestras breves conversaciones, intercambios de información, se quita la americana, la cuelga de una percha, introduce el extremo de la corbata dentro de la camisa y limpia la casa, o me prepara en la cocina una comida sencilla. Lo hace mientras escucha música en un pequeño equipo estéreo. Una semana escucha sólo cintas de música sacra de Rossini, otra, sólo conciertos para instrumentos de viento de Vivaldi. Escucha las cintas tantas veces que casi me sé las melodías de memoria.

Cinnamon trabaja con destreza, no hace ni un solo movimiento gratuito. Al principio quise ayudarlo, pero cada vez que se lo decía, él movía la cabeza, sonriente, en señal de negación. En realidad, observando cómo se desenvolvía, llegué a la conclusión de que lo mejor era confiárselo todo a él. Desde entonces, leo algún libro sentado en el sofá del «probador», para no molestarlo, mientras Cinnamon hace las labores matutinas.

No es una casa grande, sólo hay los muebles estrictamente necesarios. Nadie vive allí, así que tampoco se ensucia ni se desordena. Pero Cinnamon pasa cada día el aspirador, saca el polvo de los muebles, de la estantería, limpia todos los cristales con espray. Encera la mesa. Limpia las bombillas. Vuelve a poner todos los objetos de la casa en orden. Ordena los cubiertos en el cajón, alinea correctamente las ollas según su tamaño. Vuelve a plegar bien, esquina contra esquina, la ropa blanca y las toallas apiladas en el armario. Coloca las tazas de café de modo que las asas queden todas orientadas en la misma dirección. Corrige la posición del jabón del lavabo, cambia la toalla por una limpia aunque no se haya usado. Junta toda la basura en una misma bolsa, la cierra y la saca fuera. Pone a la hora exacta el reloj de mesa, ajustándolo al suyo (puedo apostar a que su reloj no se adelanta ni retrasa tres segundos siquiera). Las cosas que están fuera de su sitio, aunque sean pocas, son devueltas a su lugar original por el movimiento elegante y preciso de sus dedos. Si yo hubiera desplazado el reloj de la mesa dos centímetros a la izquierda, al día siguiente él lo desplazaría dos centímetros a la derecha.

En el caso de Cinnamon, este comportamiento no da la impresión de ser neurótico. Sólo parece «correcto», natural. Quizá Cinnamon tenga grabado en la cabeza, nítidamente, cómo debe ser este mundo —por lo menos el pequeño mundo que nos rodea—, y mantenerlo así tal vez sea para él una cosa tan natural como respirar. Quizá Cinnamon sólo se dedique a ayudar un poco a que las cosas, poseídas por un fuerte deseo inmanente de hallarse en su lugar, retornen a su estado originario.

Cinnamon pone la comida que ha preparado en un recipiente, la guarda en la nevera, me dice qué es lo que he de comer al mediodía. Le doy las gracias. Vuelve a anudarse la corbata ante el espejo, se examina la camisa, se pone la americana. Me dice «adiós» moviendo sólo los labios, con una sonrisa, mira a su alrededor, sale por la puerta del recibidor. Sube al Mercedes Benz, inserta una cinta de música clásica en la platina del casete, abre el portón con el control remoto, se va resiguiendo las grecas que ha dibujado al entrar. Al salir el coche, el portón se cierra de nuevo. Yo lo observo, como antes, con una taza de café en la mano, a través de las rendijas de la persiana. Los pájaros ya no alborotan como antes. Se ven, hechas jirones, unas nubes bajas arrastradas por el viento. Sobre éstas aguardan otras nubes, imponentes.

Me siento en la silla de la cocina, deposito la taza de café sobre la mesa y miro la sala que han ordenado las manos de Cinnamon. La sala me parece un gran bodegón tridimensional. Sólo el reloj de mesa marca silenciosamente el paso del tiempo. Las agujas del reloj señalan las diez y veinte. Vuelvo a preguntarme si he hecho bien no informándolos, a ellos, de la visita de Ushikawa la noche anterior. ¿Había hecho bien? ¿No malograría así la confianza que existía entre Cinnamon y yo, entre Nutmeg y yo?

Lo que yo quiero es observar cómo se desarrolla el asunto durante un tiempo. Quiero saber qué es lo que tanto irrita a Noboru Wataya y por qué. Cuál de sus colas le estoy pisando, qué medidas intenta tomar para enfrentarse a esto. Y así tal vez pueda acercarme, aunque sólo sea un poco, al secreto que esconde Noboru Wataya. De esta forma, tal vez pueda aproximarme un poco al lugar donde se halla Kumiko.

Salí al jardín para meterme en el pozo poco antes de que el reloj de mesa, que Cinnamon había desplazado dos centímetros hacia la derecha (devolviéndolo, pues, a su posición original), señalara las once.

—Le conté al pequeño Cinnamon la historia del submarino y del parque zoológico. Lo que vi desde la cubierta del barco mercante en agosto del año veinte de la era Sboowa[19]. Y cómo los soldados japoneses mataban a tiros los animales del parque zoológico de mi padre mientras el submarino americano apuntaba con el cañón hacia nosotros con la intención de hundir el barco en el que viajábamos. Desde hacía mucho tiempo llevaba esas historias dentro de mí sin contárselas a nadie. Y erraba en silencio por el laberinto oscuro que se extendía entre esta visión y la realidad. Al nacer Cinnamon, pensé lo siguiente. A nadie más puedo contárselas aparte de a mi hijo. Se las conté muchas veces, incluso antes de que pudiera entender las palabras. Mientras le relataba en voz baja todos los detalles, las escenas empezaron a revivir intensamente ante mí como si hubiera forzado la tapa.

»Cuando empezó a entender las palabras, Cinnamon me hizo repetir muchas veces aquella historia. Se la repetí cientos de veces, doscientas veces, quinientas, tal vez. Pero no se trataba sólo de repetirla, cada vez que se la contaba, Cinnamon quería conocer otras pequeñas historias contenidas en ella. Quería conocer las distintas ramas del árbol. Yo iba resiguiendo las ramas a medida que él preguntaba, le explicaba las historias que descubría allí. De esa forma, la historia fue creciendo más y más.

»Esas historias conformaron nuestra propia mitología. ¿Me comprendes? Cada día hablábamos con entusiasmo de todo ello. Del nombre de los animales que había en el parque zoológico, del brillo de sus pieles, del color de sus ojos, de los diversos olores que flotaban allí, del nombre, de los rostros de cada uno de los soldados, de su nacimiento, del peso del fusil, de las balas, del miedo, de la sed que sentían, de la forma de las nubes que flotaban en el cielo. Mientras le hablaba, podía distinguir claramente su color, su forma, podía contárselo todo tal como lo veía, traduciéndolo en palabras. Podía encontrar las palabras justas, las más precisas. No había límites. Siempre había detalles que agregar y la historia se hacía más profunda, se extendía cada vez más. —Nutmeg sonrió como si recordara aquella época. Fue la primera vez que vi una sonrisa tan natural en el rostro de Nutmeg—. Pero, un día, aquello terminó de repente. La misma mañana del mes de febrero en que Cinnamon dejó de hablar, dejó también de compartir conmigo las historias. —Nutmeg encendió un cigarrillo como si abriera una pausa—. Ahora ya sé lo que sucedió. Sus palabras fueron engullidas en el laberinto del mundo de aquellas historias y desaparecieron. Algo que surgió de aquellas historias le robó el habla y se la llevó. La misma cosa, algunos años después, mató a mi marido.

El viento soplaba con más fuerza que durante la mañana y unas nubes pesadas y grises se dirigían, incansables, directamente hacia el este. Parecen viajeros silenciosos que se encaminen al fin del mundo. De vez en cuando, el viento produce un silbido breve, que no llega a formar palabras, entre las ramas de los árboles completamente desnudos del jardín. Me quedo unos instantes mirando el cielo, en pie, junto al pozo. Pienso que Kumiko también estará mirando estas nubes desde algún lugar. No sé por qué tengo esa sensación, no hay ninguna razón especial.

Bajo por la escalera hasta el fondo del pozo, tiro de la cuerda, cierro la tapa. Respiro profundamente dos o tres veces, agarro el bate de béisbol, lo empuño con fuerza, me siento en la oscuridad, lentamente. Una oscuridad perfecta. Debe ser así, es lo más importante. En esa oscuridad pura reside el secreto. Se me ocurre que parece un programa televisivo de cocina. «¿Me han entendido bien? El secreto reside en la oscuridad total. Así que, amigas, preparen una oscuridad lo más densa y absoluta posible». Y continúo: «Y añadan luego un buen bate de béisbol, lo más sólido posible». Esbozo una leve sonrisa en la oscuridad.

Siento que la mancha empieza a aumentar ligeramente de temperatura. Voy acercándome poco a poco al corazón del asunto. La mancha me lo indica. Cierro los ojos. Todavía resuena en mis oídos la melodía que Cinnamon escuchaba esta mañana mientras trabajaba. Ofrenda Musical de Bach. La música permanece en mi cabeza como el murmullo del público en un auditorio de techo alto. Poco después, el silencio desciende danzante, empieza a penetrar en cada una de los pliegues de mi cerebro, como un insecto que desovara. Abro los ojos, los cierro. Se mezclan ambas oscuridades, voy separándome del receptáculo llamado yo.

Como siempre.