37

Un simple cuchillo real

Lo que había sido profetizado

Me dirigí hacia la puerta sin hacer ruido, enfocando la luz hacia mis pies. Llevaba el bate en la mano derecha. Mientras caminaba, llamaron de nuevo. Dos veces. Dos veces más. Golpes más duros, más furiosos que los primeros. Me aplasté contra la pared cerca de la puerta y esperé conteniendo la respiración.

Cuando cesaron los golpes, un silencio profundo cayó de nuevo a mi alrededor como si nada hubiese sucedido. Pero sentía que había alguien al otro lado de la puerta. Ese alguien estaba allí, en pie, aguzando el oído y conteniendo la respiración, igual que yo. En silencio, intentando oír los latidos de un corazón, el sonido de un suspiro, leer el flujo de un pensamiento. Yo respiraba en silencio sin agitar el aire a mi alrededor. «No estoy aquí», me dije. No estoy aquí, no estoy en ninguna parte.

Poco después, se oyó girar la llave. Ese alguien realizaba cada uno de sus movimientos muy despacio, con extrema cautela. Los sonidos se oían tan fragmentados, alargados, que perdían toda significación. El pomo giró, apenas se oyó un perceptible rechinar de bisagras. Las contracciones de mi corazón se aceleraron. Intenté acompasarlas sin conseguirlo.

Alguien entró en la habitación. El aire vibró. Me concentré para aguzar mis cinco sentidos y percibí el vago olor de un cuerpo ajeno. Un olor extraño en el que se mezclaban el de la gruesa tela que cubría su cuerpo, el aliento contenido, la excitación sumergida en el silencio. ¿Tendrá un cuchillo? Tal vez lo tenga. Recordaba aquel brillo agudo y blanco. Conteniendo el aliento, ocultando mi presencia, asía fuertemente el bate con ambas manos.

Una vez dentro, aquel ser cerró la puerta tras de sí y la bloqueó desde dentro. Con la puerta a sus espaldas, estudió la habitación con cautela. Mis manos, aferradas al mango del bate, estaban empapadas de sudor. Me hubiera gustado secarme las palmas en los pantalones. Pero un movimiento innecesario podía tener consecuencias fatales. Pensé en la estatua del pájaro que había en el jardín de la casa abandonada de los Miyawaki. Para borrar mi presencia me identifiqué con el pájaro. El jardín en verano. Bañado por los deslumbrantes rayos del sol. Soy la estatua del pájaro que se yergue inmóvil en el aire con la vista clavada en el cielo.

Esta persona llevaba una linterna. Tras encenderla, un rayo de luz recto y estrecho recorrió la oscuridad. No era una luz muy intensa. Era una linterna de bolsillo pequeña como la mía. Esperé inmóvil a que el rayo de luz me pasara por delante. Pero mi adversario parecía reacio a moverse. Iba iluminando uno tras otro, como un reflector, todos los objetos de la habitación. Las flores en el jarrón, la bandeja de plata sobre la mesa (que volvió a brillar, sensual), el sofá, la lámpara de pie… El rayo de luz me pasó por delante de la nariz y se detuvo en el suelo a unos cinco centímetros de mis zapatos. La luz lamía los rincones de la habitación como la lengua de una serpiente. El tiempo de espera se me hacía eterno. El pánico y la tensión se convirtieron en un dolor agudo que me traspasó la conciencia como un taladro.

«No debo pensar en nada», pensé. No tengo que imaginar. El teniente Mamiya me lo había escrito en la carta. Imaginar aquí comportará mi muerte.

Al fin, la luz de la linterna empezó a avanzar muy despacio. Parecía que el hombre se dirigía a la habitación del fondo. Aferré el bate con más fuerza. Me di cuenta de que el sudor de las palmas de mis manos se había secado por completo. Incluso demasiado.

Mi adversario se aproximaba poco a poco, asegurando sus pasos. Respiré hondo, contuve el aliento. Dos pasos más. Y él estará aquí. Sólo dos pasos y podré parar a esta pesadilla andante. En ese momento, la luz se apagó ante mis ojos. Todo volvió a sumergirse en la oscuridad. Había apagado la linterna. En la oscuridad profunda, intenté hacer funcionar con agilidad mi cerebro. No lo logré. Por un instante, un escalofrío desconocido recorrió mi cuerpo. Me había descubierto.

«Tengo que moverme», pensé. No puedo quedarme aquí parado. Trasladé el peso del cuerpo al otro pie e intenté saltar hacia la izquierda. Pero mis pies no se movieron. Estaban clavados al suelo como los de la estatua del pájaro. A duras penas me agaché, incliné la parte superior del cuerpo hacia la izquierda. Justo entonces, algo chocó violentamente contra mi hombro derecho. Una cosa dura, muy fría, como una lluvia helada, pinchó el blanco hueso.

Con el impacto, la parálisis de mis pies desapareció de golpe. Salté inmediatamente hacia la izquierda, me tendí boca abajo en la oscuridad e intenté descubrir su presencia. Las venas de mi cuerpo se dilataban y contraían. Los músculos y las células de todo el cuerpo me reclamaban oxígeno. Sentía un entumecimiento sordo en el hombro derecho. Pero aún no me dolía. El dolor vendría más tarde. No me moví. Mi adversario tampoco. Nos enfrentábamos conteniendo el aliento en la oscuridad. No se veía nada, no se oía nada.

El cuchillo volvió sin previo aviso. Pasó por delante de mi cara como una avispa enfurecida. Su aguda punta me rozó la mejilla derecha. Justo donde tenía la mancha. Noté que se rasgaba la piel. Tal vez la herida no fuera profunda. Mi adversario aún no me ha visto. Si me hubiera visto, ya me habría matado. Blandí el bate con todas mis fuerzas intentando adivinar el lugar de donde me había llegado la cuchillada, pero el bate no chocó contra nada. Sólo cortó el aire con un silbido. Ese silbido me alivió un poco. Todavía estamos empatados. He recibido dos cuchilladas. Pero no son mortales. No podíamos vernos. Él tiene un cuchillo, pero yo tengo el bate.

El tanteo a ciegas empezó de nuevo. Espiábamos nuestros movimientos. Aguardaba, conteniendo la respiración, a que se moviera el enemigo. Noté cómo la sangre me corría por la mejilla. Pero, extrañamente, no sentía miedo. «Es sólo un cuchillo», pensé. «No es más que una herida». Esperé con paciencia. Esperé a que volviera a atacarme con el cuchillo. Podía esperar hasta el infinito. Inspiraba y espiraba el aire en silencio. «¡Muévete!», pensé. Yo estoy aquí quieto. Si quieres clavarme el cuchillo, hazlo. No te tengo miedo.

El cuchillo cayó sobre mí desde alguna parte y me rasgó el cuello del jersey. Noté cómo me pasaba rozando la garganta. Fue por poco, pero ni siquiera me tocó. Salté hacia un lado, retorciéndome, y blandí el bate en el aire, impaciente por recuperar el equilibrio. El bate debió de darle en la clavícula. No era un punto vital. Y el golpe no había sido tan fuerte como para romperle el hueso. Pero, al parecer, le había hecho daño. Noté claramente cómo retrocedía. Lo oí respirar hondo. Golpeé de nuevo con ímpetu el cuerpo de mi adversario. En el mismo lugar por el que se le oía aspirar el aire, un poco más arriba.

Fue un golpe perfecto. El bate lo golpeó en el cuello. Se oyó un ruido siniestro de huesos que se rompen. El tercer golpe le dio de lleno en la cabeza, le hizo dar un salto en el aire. El hombre cayó al suelo con un grito extraño. Durante unos instantes permaneció tumbado, entre estertores, y el ruido cesó al fin. Yo cerré los ojos y, sin pensar en nada, asesté el golpe definitivo en el lugar donde había oído el estertor. No quería hacerlo. Pero no podía dejar de hacerlo. No era por odio, ni por pánico, era simplemente porque debía hacerlo. En la oscuridad, algo reventó como una fruta. Como una sandía. Me quedé allí plantado, aferrando el bate con fuerza ante mis ojos. Me di cuenta de que estaba temblando. Un temblor irrefrenable me sacudía el cuerpo. Retrocedí un paso e intenté sacar la linterna del bolsillo.

—¡No lo mires! —me gritó alguien deteniéndome. La voz de Kumiko me gritaba desde la oscuridad de la habitación del fondo. Pero mi mano izquierda ya aferraba con fuerza la linterna. Quería saber qué era eso. Quería ver con mis ojos aquella figura que estaba en el corazón de las tinieblas y que había aplastado con mis propias manos. Una parte de mi mente comprendía la prohibición de Kumiko. No tenía que verlo. Pero, al mismo tiempo, mi mano izquierda empezó a moverse sola.

—¡Por favor, no lo hagas! —gritó ella de nuevo—. ¡Si quieres llevarme a casa, no lo mires!

Apretando los dientes, expulsé despacio el aire de los pulmones, como si abriera, empujándola, una pesada ventana. El temblor de mi cuerpo aún no había cesado. A mi alrededor flotaba un olor desagradable. A materia cerebral, a violencia, a muerte. Todo aquello lo había hecho yo. Me desplomé en el sofá cerca de mí luchando contra las náuseas que ascendían desde el estómago. Pero las náuseas me vencieron. Vomité sobre la alfombra todo lo que tenía en el estómago. Cuando ya no había nada más que vomitar, vomité jugos gástricos. Y cuando se agotaron los jugos gástricos vomité aire, vomité babas. Entretanto, se me cayó el bate al suelo. Rodó ruidosamente por la oscuridad hacia algún rincón.

Las arcadas cesaron, quise sacar el pañuelo del bolsillo y limpiarme la boca. Pero no podía mover la mano. Ni siquiera podía levantarme del sofá.

—Vamos a casa —dije dirigiéndome a la oscuridad del fondo—, todo ha terminado, volvamos juntos a casa.

Ella no contestó.

Ya no había nadie. Me hundí en el sofá y cerré los ojos.

Sentí cómo las fuerzas iban abandonándome por los dedos, por los hombros, por el cuello, por los pies. Al mismo tiempo, desaparecía el dolor de las heridas. El cuerpo iba perdiendo peso y masa. Pero yo no sentía ni inquietud ni miedo. Sin protesta, confiado, entregué mi cuerpo a aquella cosa grande, cálida y blanda. Era un hecho natural. Cuando me di cuenta, estaba atravesando la pared de gelatina. No hacía más que dejarme llevar por un flujo lento. «No volveré aquí jamás», pensé mientras atravesaba la pared. Todo ha terminado. Pero ¿adónde ha ido Kumiko? Yo tenía que llevarla a casa. Por eso lo había matado. Sí, por eso había tenido que aplastarle la cabeza, como a una sandía. Había sido por eso… Pero ya no pude seguir pensando. Mi conciencia iba siendo absorbida en el vacío.

Cuando volví en mí, estaba sentado en aquella oscuridad. Con la espalda apoyada en la pared, como siempre. Había vuelto al fondo del pozo.

Pero aquél no era el fondo del mismo pozo de siempre. Había algo nuevo, algo que no me era familiar. Me concentré e intenté captar la situación. ¿Qué había cambiado? Pero tenía paralizado, en su mayor parte, el cuerpo, sólo podía captar impresiones incompletas, fragmentarias. Tuve la sensación de haber sido puesto, por error, en un receptáculo equivocado. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, empecé a comprenderlo.

A mi alrededor había agua.

El pozo ya no estaba seco. Yo me encontraba sentado en el agua. Respiré hondo repetidas veces para calmarme. ¿Qué había ocurrido? Estaba manando agua. El agua no estaba fría. La sentía más bien tibia. Como si me encontrara en la piscina climatizada. De repente se me ocurrió buscar en el bolsillo de los pantalones. Quería saber si todavía tenía la linterna. ¿He regresado con la linterna de aquel mundo? ¿Hay alguna relación entre lo que ha ocurrido allí y esta realidad? Pero las manos no me respondieron, no podía mover los dedos siquiera. Había perdido por completo la fuerza en manos y pies. No podía levantarme.

Pensé con calma. Ante todo, el agua sólo me llegaba a la cintura. Así que, de momento, no corría peligro de ahogarme. Era cierto que no podía moverme, pero probablemente era debido a que había agotado todas mis fuerzas y estaba débil. A medida que fuese pasando el tiempo las recuperaría. Las heridas no eran profundas y, mientras el cuerpo estuviese entumecido, no sentiría dolor. La sangre se había coagulado y ya no me resbalaba por la mejilla.

Con la cabeza contra la pared, me dije: «Todo va bien, no hay por qué preocuparse». Quizá todo hubiese terminado ya. Descansaría un poco más, después regresaría al mundo que habita la superficie de la tierra, inundado de luz, el mundo en el que yo estaba antes… Pero ¿por qué había empezado de repente a manar el agua? El pozo llevaba largo tiempo seco, muerto. Y ahora, súbitamente, había recuperado la vida. ¿Guardaría alguna relación con lo que había hecho allí? Quizá sí. Tal vez algo había hecho saltar esa especie de tapón que obstruía la vena de agua.

Poco después comprendí una realidad siniestra. Al principio, intenté rehuirla. Mi mente fue enumerando diversas posibilidades para negarla. Intenté pensar que era una ilusión causada por la oscuridad y la fatiga. Pero al final no tuve más remedio que aceptar su evidencia. Por más que me engañara a mí mismo, la realidad no desaparecería.

El agua estaba subiendo de nivel.

Poco antes, me llegaba sólo a la cintura. Ahora ya sólo sobresalían las rodillas dobladas. El nivel del agua estaba subiendo de manera lenta pero constante. Traté de moverme de nuevo. Me concentré, hice acopio de todas mis fuerzas. Fue inútil. Sólo podía doblar un poco el cuello. Miré hacia arriba. La tapa estaba cerrada. Intenté mirar el reloj de pulsera que llevaba en el brazo izquierdo, pero no lo logré.

El agua brotaba de alguna fisura. Y parecía que la velocidad iba aumentando cada vez más. Al principio sólo rezumaba, ahora manaba inagotablemente. Aguzando el oído, casi podía percibir su gorgoteo. El agua ya me cubría el pecho. ¿Qué nivel podía alcanzar?

«Ten cuidado con el agua», me había dicho el señor Honda. En aquel momento no había hecho caso de su predicción, ni tampoco después. No había olvidado sus palabras (eran demasiado extrañas para olvidarlas), pero jamás me las había tomado en serio. El señor Honda sólo había sido «un episodio inofensivo». En ciertos casos, yo le decía a Kumiko bromeando: «Será mejor que tengas cuidado con el agua». Y nos reíamos. Éramos jóvenes y no necesitábamos predicciones. Vivir ya era en sí una profecía. Pero finalmente el señor Honda había tenido razón. Me entraron ganas de reírme a carcajadas. El agua subía, mi situación era desesperada.

Pensé en May Kasahara. Imaginé que venía y levantaba la tapa. De manera muy real. Muy nítida. Tan real y nítida era la fantasía que casi podía entrar en ella. Mi cuerpo no se movía, pero yo podía imaginar. ¿Qué podía hacer aparte de imaginar?

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dice May Kasahara. Su voz resuena por todo el pozo. No sabía que el sonido resonara más profundamente en un pozo con agua que en uno seco—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Ya estás pensando otra vez?

—Nada en especial —respondo mirando hacia arriba—. Es muy largo de explicar, no puedo moverme. Además, está saliendo agua. El pozo ya no está seco como antes. Moriré ahogado.

—Pobre señor pájaro-que-da-cuerda —dice May—. Has hecho todos los esfuerzos posibles para salvar a Kumiko que estaba perdida y te has quedado vacío. Y tal vez lo hayas conseguido. ¿No es así? Has salvado a varias personas en este recorrido. Pero no has podido salvarte a ti mismo. Ni tampoco ha podido salvarte alguien a ti. Tú ya has agotado todas tus fuerzas y tu destino salvando a los demás. Las semillas están todas sembradas en otros lugares. Ya no te queda ninguna en la bolsa. Qué cosa tan injusta, ¿verdad? Te compadezco desde el fondo de mi corazón, señor pájaro-que-da-cuerda. No es mentira. Pero, al fin y al cabo, eso es lo que has escogido. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

—Creo que lo entiendo —dije.

De repente sentí un dolor sordo en el hombro derecho. «Aquello ha ocurrido de verdad», pensé. Aquel cuchillo se me había clavado realmente como un cuchillo de verdad.

—Oye, ¿tienes miedo a la muerte? —pregunta May Kasahara.

—Claro —contesto. Puedo escuchar mi voz retumbando en mis oídos. Es mi voz y, al mismo tiempo, no lo es—. Claro que tengo miedo al pensar que me voy muriendo de esta manera en el fondo negro del pozo.

—Adiós, pobre señor pájaro-que-da-cuerda —dice May Kasahara—. Lo siento, pero no puedo hacer nada por ti. Porque estoy muy lejos.

—Adiós, May Kasahara. Estabas muy guapa con el biquini.

Y May Kasahara dice con una voz muy suave:

—Adiós, pobre señor pájaro-que-da-cuerda.

Y la tapa del pozo se cerró de nuevo. La imagen se desvaneció. Pero después no ocurrió nada. Aquella imagen no estaba vinculada a nada. Grité hacia la boca del pozo:

May Kasahara, ¿dónde estás y qué estás haciendo en un momento como éste?

El agua me llegaba al cuello. La superficie del agua me rodeaba el cuello, redonda y sigilosa, como la soga de una horca. Empecé a experimentar dificultades para respirar. El corazón, bajo el agua, marcaba con esfuerzo el paso del tiempo que aún me quedaba. Si el agua seguía subiendo al mismo ritmo, en cinco minutos me cubriría la boca y la nariz, en un instante me llenaría los pulmones. Entonces ya nada podría hacer. Había resucitado el pozo y yo moriría en la resurrección. «No es una muerte tan mala», me dije. El mundo está lleno de muertes más crueles.

Intenté aceptar lo más serena y pacíficamente posible la muerte que ya se acercaba. Me esforcé en vencer el pánico. Por lo menos había sido capaz de dejar algunas cosas a la posterioridad. Era, aunque pequeña, una buena noticia. Las buenas noticias se dan en voz baja. Intenté sonreír recordando esta frase, pero no lo logré. «Aunque tengo miedo a morir, como es lógico», me susurré a mí mismo. Serían mis últimas palabras. No eran precisamente impresionantes. Pero ya no podía cambiarlas. El agua me cubrió la boca. Luego llegó a la nariz. Dejé de respirar. Los pulmones intentaban respirar desesperadamente aire nuevo. Pero allí ya no había aire. Sólo agua tibia.

Me estaba muriendo. Como muchas otras personas que vivían en este mundo.