9
El pozo y las estrellas
Cómo desapareció la escala
Pasadas las cinco de la mañana ya había amanecido, pero aún quedaban algunas estrellas sobre mi cabeza. Tal como había dicho el teniente Mamiya, desde el fondo de un pozo pueden verse las estrellas incluso de día. Dentro del fragmento recortado en forma de media luna perfecta, las estrellas se agrupaban bellamente como un muestrario de minerales extraños.
Una vez, en quinto o sexto de primaria, fui con mis amigos a acampar a la montaña y vi por la noche un cielo cubierto de incontables estrellas. Tantas, que parecía que el cielo no iba a poder soportar su peso, que se partiría y caería en pedazos. Nunca antes había visto un cielo estrellado tan prodigioso, ni volvería a verlo jamás. Después de que todos se durmieran, como yo no podía conciliar el sueño, me deslicé fuera de la tienda, me tendí boca arriba y permanecí inmóvil contemplando aquel precioso cielo estrellado. De vez en cuando, la línea brillante de una estrella fugaz cruzaba el cielo. Pero me fue entrando miedo. Había demasiadas estrellas, el cielo de la noche era demasiado vasto y profundo. Aquel abrumador y extraño ente me rodeaba, me envolvía, provocándome inseguridad. Hasta entonces había creído que la tierra que pisaba seguiría siendo eternamente sólida. No, ni siquiera me había parado a pensar en ello. Lo había dado por supuesto. Pero la Tierra no era, en realidad, más que un pedrusco que flotaba en algún rincón del universo. Visto desde la inmensidad, no pasaba de ser un andamio efímero. Sólo con un pequeño cambio de fuerza, o con un destello momentáneo de luz, la Tierra, con todos nosotros, podría ser barrida mañana mismo. Bajo un cielo tan magnífico que cortaba el aliento, pensé que iba a desmayarme en cualquier momento pensando en la pequeñez e incertidumbre de mi propia existencia.
Mirar el cielo estrellado desde el fondo de un pozo o mirarlo desde la cima de una montaña son experiencias únicas de diferente índole. A través de aquella ventana angosta sentía que mi existencia como ser consciente estaba unida por vínculos especiales a aquellas estrellas. Me sentía íntimamente ligado a ellas. Es probable que sólo yo pudiera verlas desde el fondo del pozo. Yo las tomaba como una existencia especial y ellas me ofrecían a cambio su fuerza y su calor.
Conforme pasaba el tiempo y la luz brillante de la mañana de verano iba adueñándose del cielo, las estrellas fueron desapareciendo, una tras otra, de mi campo visual. En silencio. Yo observaba inmóvil su progresiva desaparición. Pero la luz de la mañana no logró borrarlas todas. Quedaron unas pocas de potente luz. Aquéllas, por muy alto que se elevara el sol, resistirían estoicamente y permanecerían. Esto me llenó de alegría. Aparte de alguna nube, las estrellas eran lo único que yo podía ver.
Había sudado mientras dormía y el sudor se había ido enfriando poco a poco. Me estremecí varias veces. El sudor me recordó la negra habitación de hotel y la mujer del teléfono. Aún resonaban en mis oídos cada una de sus palabras, los golpes en la puerta. Todavía permanecía en las ventanas de mi nariz el sofocante olor a flores ocultas. Noboru Wataya hablaba desde el otro lado de la pantalla. El recuerdo de estas diferentes impresiones no se desvanecía con el tiempo. Porque no era un sueño, me advirtió la memoria. Incluso tras despertar, seguía sintiendo calor en la mejilla derecha. Y, con él, se mezclaba ahora un ligero dolor. Como si me hubieran frotado la mejilla con papel de lija. Con la palma de la mano presioné aquella zona a través de la barba crecida, pero ni el calor ni el dolor se desvanecieron. En el fondo de la negrura del pozo, sin espejo, sin nada, no había manera de saber qué me había pasado en la mejilla.
Alargué el brazo y palpé las paredes del pozo. Exploré la superficie con las yemas de los dedos y luego apreté la palma de la mano contra la pared. Una vulgar pared de cemento. La golpeé con el puño. Una pared dura, inexpresiva, ligeramente húmeda. Recordaba la extraña sensación de viscosidad mientras la atravesaba. Una sensación idéntica a la de atravesar gelatina.
Saqué a tientas la cantimplora de la mochila y bebí un trago de agua. Llevaba casi un día sin tomar nada. Al pensarlo sentí de repente un hambre terrible. Pero, al poco, la sensación de hambre desaparecería y me sumergiría en la insensibilidad. Volví a palparme la cara y comprobé lo que me había crecido la barba. En la barbilla tenía la barba de un día. Había transcurrido un día. Pero mi ausencia de un día es probable que no hubiera tenido efecto sobre nadie. Quizá ningún ser humano se hubiera dado cuenta. En el momento en que yo desapareciera, el mundo continuaría funcionando impertérrito. La situación era terriblemente complicada, sin duda. Pero una cosa la tenía clara: a mí no me necesitaba nadie.
Volví a mirar las estrellas sobre mi cabeza. Observándolas se desaceleraron poco a poco los latidos de mi corazón. Y, movido por un pensamiento repentino, alargué el brazo a través de las tinieblas y busqué la escala que colgaba contra la pared del pozo. Pero mis manos no lograron encontrarla. Palpé con extremo cuidado una amplia superficie. La escala no estaba allí. No se encontraba en el lugar donde debía estar. Respiré profundamente, hice una pequeña pausa, saqué la linterna de la mochila y la encendí. Allí no había ninguna escala. De pie, con la linterna, iluminé el suelo y las paredes sobre mi cabeza. Hasta donde alcanzaba la luz. Pero la escala no aparecía por ninguna parte. Un sudor frío me manó de las axilas y resbaló despacio por mis costados, como un animal. La linterna se me soltó de la mano, cayó al suelo y, del golpe, se apagó. Aquello era una señal. En un instante, mi conciencia estalló, se redujo al tamaño de la fina arena, se diluyó en la oscuridad y fue absorbida por ella. Mis funciones vitales se interrumpieron como si hubieran cortado la corriente. Me sumergí en la nada más absoluta.
Probablemente fue cosa de segundos. Pronto me recuperé. El funcionamiento del cuerpo se me normalizó poco a poco. Me agaché, recogí la linterna a mis pies y, tras darle unos golpes, conseguí encenderla. Intenté calmarme y ordenar mis ideas. Por más que me atolondrara, por más miedo que sintiera, no conseguiría nada. ¿Cuándo había comprobado la existencia de la escala por última vez? Pasada la medianoche, poco antes de dormirme. Sin duda. La escala había desaparecido mientras dormía. Me la habían retirado, arrebatado.
Apagué la linterna y me apoyé en la pared. Cerré los ojos. Ante todo, sentía hambre. Avanzaba desde lejos, como una ola, me bañaba en silencio y luego se retiraba. Y, cuando retrocedía, mi cuerpo quedaba hueco, vacío como el de un animal disecado. Tras superar el abrumador pánico inicial, ya no sentí ni miedo ni desesperación. Era realmente extraño, una especie de resignación, eso era todo lo que sentía.
Cuando volví de Sapporo, abracé a Kumiko y la consolé. Se sentía confusa y desconcertada. Ni siquiera había ido a trabajar. Me dijo que aquella noche no había podido dormir.
—En el hospital tenían una hora libre que me iba bien y lo decidí yo sola —me contó y lloró un poco.
—Ya ha terminado todo —dije—. Hemos hablado mucho al respecto y ahora ya está hecho. Es inútil darle más vueltas. Si quieres decirme algo, hazlo ahora. Y luego olvídalo todo. Querías hablarme de algo, ¿verdad? Me lo dijiste por teléfono.
Kumiko negó con un movimiento de cabeza.
—Es igual. Ya no tiene importancia. Tienes razón. Olvidémoslo todo.
Durante un tiempo evitamos mencionar el aborto de Kumiko. Pero no era fácil. Mientras hablábamos de cualquier cosa, a veces enmudecíamos los dos de repente. Los días festivos solíamos ir juntos al cine. En la oscuridad nos concentrábamos en la película, pensábamos en algo que no tuviera nada que ver con ella o nos relajábamos dejando la mente en blanco. En ocasiones, me daba cuenta de que, en el asiento vecino, Kumiko estaba pensando en otra cosa. Lo percibía.
Después de la película, íbamos a tomar una cerveza o a comer algo. Pero, a veces, no sabíamos de qué hablar. Esta situación se prolongó durante seis semanas. Seis largas semanas. A la sexta, Kumiko me dijo:
—Oye, ¿por qué no nos tomamos mañana el día libre y hacemos un viajecito? Hoy es jueves. Podríamos estar hasta el domingo. Es necesario hacer algo así de vez en cuando.
—Sí, tienes razón, pero no sé si en el bufete alguien sabe lo que significa esa maravillosa palabra: «vacaciones» —dije riendo.
—Ponte enfermo, entonces. De gripe o algo así. Yo haré lo mismo.
Fuimos en tren a Karuizawa. Kumiko prefería un lugar tranquilo, en la montaña, donde pudiéramos pasear cuanto quisiéramos. Y elegimos Karuizawa. Era abril, temporada baja, y los hoteles estaban prácticamente vacíos y casi todas las tiendas cerradas, pero nosotros queríamos un lugar tranquilo. Nos pasamos el día paseando. Paseamos de la mañana a la noche.
Kumiko tardó un día y medio en liberar sus sentimientos. Lloró casi dos horas sentada en una silla del hotel. Mientras, yo la abrazaba sin decir palabra.
Luego, Kumiko empezó a hablar, poco a poco, conforme le acudían las ideas. Habló del aborto. De lo que sintió en aquellos momentos. De la horrible sensación de pérdida. De lo sola que se había sentido mientras yo estaba en Hokkaido. De cómo únicamente en medio de aquella soledad pudo llevarlo a cabo.
—No es que me arrepienta —dijo Kumiko al final—. No había otra solución. Esto lo tengo muy claro. Lo que me resulta más duro es no poder explicarte con exactitud todo, absolutamente todo lo que siento.
Kumiko se echó el pelo para atrás mostrando su pequeña oreja. Luego negó con un movimiento de cabeza.
—No es que quiera ocultártelo. Algún día podré hablarte de ello, seguro. Quizá seas la única persona a quien puedo decírselo. Pero aún no. Todavía no soy capaz de expresarlo bien con palabras.
—¿Pertenece al pasado?
—No.
—Si lo que necesitas es tiempo, tienes todo el que quieras. Hasta que estés preparada. Yo permaneceré siempre a tu lado. No hay ninguna prisa. Pero quiero que tengas esto presente: tus cosas, sean del tipo que sean, las considero mías. De eso nunca tendrás por qué preocuparte.
—Gracias —dijo Kumiko—. He tenido suerte casándome contigo.
Pero no dispusimos de tanto tiempo como yo suponía. ¿Qué podía ser aquello que Kumiko no era capaz de expresar bien con palabras? ¿Tenía alguna relación con su fuga? Si entonces le hubiera sacado a la fuerza aquel algo, quizás ahora no habría perdido a Kumiko. Pero después de darle vueltas a estas ideas, decidí que era inútil. Kumiko había dicho que era incapaz de traducirlo en palabras. Fuera lo que fuese, superaba sus propias fuerzas.
—¡Oye, señor pájaro-que-da-cuerda! —me llamó May Kasahara a voz en grito. Estaba adormecido y, al escucharla, creí que soñaba. Pero no era un sueño. Al mirar hacia arriba vi, diminuta, la cara de May Kasahara—. ¡Oye, señor pájaro-que-da-cuerda! Estás aquí, ¿verdad? Sé que estás aquí. ¡Así que responde!
—Sí, aquí estoy.
—¿Qué narices estás haciendo en ese sitio?
—Reflexionando —contesté.
—Hay otra cosa que no acabo de entender. ¿Por qué, para reflexionar, has tenido que bajar, a propósito, al fondo de un pozo? No es fácil hacerlo y es bastante pesado, ¿no crees?
—Así puedes concentrarte mejor en tus pensamientos. Está oscuro, fresco, en silencio.
—¿Haces a menudo cosas de este tipo?
—No, no. Ésta es la primera vez en mi vida. La primera vez que bajo al fondo de un pozo —dije.
—¿Van bien tus reflexiones? ¿Se puede pensar bien ahí dentro?
—Aún no lo sé. Sólo estoy probándolo.
Ella carraspeó. El carraspeo resonó fuertemente hasta el fondo del pozo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿te has dado cuenta de que ha desaparecido la escala?
—Sí, hace un rato.
—¿Y sabías que había sido yo quién la había sacado?
—Pues no. No lo sabía.
—Entonces, ¿quién diablos pensabas que lo había hecho?
—No lo sé —respondí con sinceridad—. No sé cómo explicarlo, pero no había pensado en eso. En quién se la había llevado. Simplemente he pensado que había desaparecido. De verdad.
May Kasahara permaneció en silencio unos instantes.
—Que simplemente había desaparecido —dijo ella con tono cauto. Como si pensara que en mis palabras se escondía una complicada trampa—. ¿Qué quieres decir con eso? Con ese «simplemente había desaparecido». ¿Que había desaparecido sola?
—Pues, tal vez.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda. No me lo hagas decir otra vez: eres muy raro, ¿sabes? No hay mucha gente tan rara como tú. ¿Lo sabías?
—Yo no creo ser tan raro, la verdad —dije.
—Entonces, ¿cómo crees que se lo hacen las escalas para desaparecer solas?
Me palpé el rostro con ambas manos. Intenté concentrar mi atención en la conversación con May Kasahara.
—Te la has llevado tú, ¿verdad?
—¿Y a ti qué te parece? —replicó May Kasahara—. Por poco que uno piense, lo comprende enseguida. Claro que lo hice yo. Vine por la noche a escondidas y la saqué.
—¿Por qué lo has hecho?
—Ayer me acerqué muchas veces a tu casa. Quería proponerte que fuéramos a trabajar juntos otra vez. Pero tú no estabas. En la cocina había una nota. Esperé mucho tiempo, pero tú no volvías. Por si acaso, me acerqué a mirar a la casa abandonada. Vi que habían quitado media tapa del pozo y que una escala colgaba por dentro. Sin embargo, ni se me pasó por la cabeza que tú pudieras estar ahí. Pensé que estaban haciendo obras o algo así y que habían colgado la escala. ¿A quién se le ocurre? No hay mucha gente que se meta dentro de un pozo, se siente en el fondo y se ponga a reflexionar.
—Sí, claro —admití.
—Pero luego, a medianoche, volví a tu casa y aún no habías regresado. Entonces se me ocurrió que a lo mejor estabas dentro del pozo. No podía ni imaginar qué estarías haciendo allí, pero como eres tan raro… Me acerqué otra vez al pozo y retiré la escala. Te has asustado, ¿no?
—Pues sí —dije.
—¿Has traído comida y agua?
—Agua, un poco. Comida no. Pero me quedan tres caramelos de limón.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Desde ayer por la mañana.
—Tendrás hambre, ¿no?
—Pues sí.
—¿Y cómo te lo montas para hacer pipí y todo eso?
—Me las apaño. Como apenas he tomado nada, no es un problema tan grave.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿te das cuenta de que si me diera la gana, tú te morirías aquí dentro? Soy la única persona que sabe que estás aquí. Y te he escondido la escala. ¿Te das cuenta? Si me largara, tú te morirías dentro. Nadie te oiría aunque gritaras, y nadie podría imaginar tampoco que estás en el fondo de un pozo. Además, nadie se daría cuenta de que has desaparecido. No trabajas en ningún sitio y tu mujer se ha largado. Aunque alguien se diera cuenta y avisara a la policía, tú acabarías muriendo y jamás encontrarían el cadáver.
—Seguro que pasaría eso. Si a ti te diera la gana, yo me moriría aquí.
—¿Qué siente uno en esta situación?
—Miedo —respondí.
—Pues no pareces muy asustado que digamos.
Volví a palparme las mejillas con las dos manos. «Ésta es mi mano, ésta es mi mejilla», pensé. Inmerso en la oscuridad, no lo veía, pero mi cuerpo estaba ahí.
—Porque aún no me he hecho a la idea.
—Pues yo sí me he hecho a la idea —dijo May Kasahara—. Matar a alguien quizá sea más fácil de lo que parece.
—Depende de la forma de matar.
—Sería fácil. Bastaría con dejarte aquí dentro. Sin hacer nada más. ¡Va! Trata de imaginártelo, señor pájaro-que-da-cuerda. Lo que sufrirías muriéndote en la oscuridad, poco a poco, de hambre y de sed. No sería una muerte dulce precisamente.
—Pues no —repuse.
—No me tomas en serio, ¿verdad? No crees que pueda hacer algo tan cruel, ¿no es así?
—No lo sé. Ni lo creo ni dejo de creerlo. Existe como posibilidad. Eso es lo que creo.
—Yo no estoy hablando de posibilidades —dijo ella con voz gélida—. ¿Sabes? Se me acaba de ocurrir una cosa. He tenido una buena idea. Ya que te has metido dentro del pozo para reflexionar, voy a hacer que te concentres mejor en tus pensamientos.
—¿Cómo? —pregunté.
—Así.
Y cerró la mitad abierta de la tapa. Entonces la oscuridad fue completa, total.