13

La larga historia del teniente Mamiya II

—Me despertó el sonido metálico del seguro de un rifle. Por muy profundamente dormido que esté, un soldado en combate jamás pasa por alto ese sonido. Un sonido especial. Frío y pesado como la muerte. Casi en un acto reflejo, alargué la mano hacia la Browning que tenía junto a la cabeza, pero alguien me dio un puntapié en la sien y, por el impacto, me quedé ciego unos instantes. Cuando hube recuperado el aliento, entreabrí los ojos y vi, encorvado y recogiendo mi Browning, al hombre que debía de haberme dado el puntapié. Alcé la vista despacio. Las bocas de dos rifles me apuntaban a la cabeza. Detrás de los rifles había dos soldados mongoles.

»Cuando me dormí, se suponía que estaba dentro de una tienda, pero ahora ésta había desaparecido y sobre mi cabeza titilaban las estrellas del cielo de Manchuria. A mi lado, otro soldado mongol apuntaba con una ametralladora ligera a la cabeza de Yamamoto. Éste debía de pensar que era inútil resistirse y permanecía tendido en silencio, con trazas de estar ahorrando energía. Los soldados mongoles llevaban largos capotes y cascos de guerra. Dos de ellos sostenían grandes linternas con las que nos alumbraban a Yamamoto y a mí. Al principio no entendía bien qué diablos había sucedido. Creo que el sueño había sido demasiado profundo y la impresión demasiado fuerte. Pero, mirando la figura de los soldados y la cara de Yamamoto, logré finalmente comprender la situación. Habían descubierto nuestra tienda antes de que pudiéramos cruzar el río.

»Me pregunté qué debía de haberles sucedido a Honda y a Hamano. Volví la cabeza despacio y miré a mi alrededor, pero no alcancé a verlos. ¿Los habrían matado los soldados mongoles? ¿Habrían, por el contrario, logrado escapar?

»Parecían los soldados de la patrulla que habíamos avistado antes en el vado. No eran muchos. Su equipo consistía en una ametralladora ligera, pistolas y rifles. Al mando había un suboficial corpulento, el único que llevaba un buen par de botas de caña alta. Era él quien me había golpeado. Se agachó, agarró la cartera de piel que Yamamoto había puesto al lado de su cabeza, la abrió y miró dentro. Luego le dio la vuelta y la sacudió con violencia. Lo único que cayó al suelo fue un paquete de tabaco. Me quedé atónito. Había visto con mis propios ojos cómo Yamamoto metía los documentos dentro de la cartera de piel. Los había sacado de las alforjas y metido en una cartera que se había puesto a la cabeza. No se me pasó por alto cómo también a Yamamoto, que se esforzaba en mantener la misma expresión impasible de siempre, se le descomponía la cara por un instante. Aparentemente, él tampoco tenía la menor idea de cuándo y cómo se habían esfumado los documentos. De cualquier modo, para él debió de representar un gran alivio. Tal como me había dicho, nuestra máxima prioridad era que aquellos documentos no cayeran en manos del enemigo.

»Los soldados desparramaron nuestro equipaje y lo inspeccionaron de arriba abajo, con todo detalle. Pero allí no había nada importante. Luego nos hicieron desnudar y registraron todos los bolsillos. Con las bayonetas rasgaron la ropa y los macutos. Pero los documentos no aparecieron por ninguna parte. Se hicieron con nuestro tabaco, los bolígrafos, monederos, cuadernos y relojes y se los metieron en el bolsillo. Uno tras otro, se fueron probando nuestros zapatos y se quedaron con los que les iban bien. Dos soldados se enzarzaron en una violenta discusión sobre quién debía quedarse no sé qué, pero el suboficial los ignoró. Supuse que entre los mongoles era normal apropiarse de las pertenencias de los soldados prisioneros o de los enemigos muertos en combate. El suboficial se quedó con el reloj de Yamamoto y luego dejó que sus soldados cogieran lo que quisieran. El resto del equipo, es decir, nuestras pistolas, las municiones, los mapas, la brújula y los prismáticos, lo pusieron dentro de un saquito. Probablemente, luego lo enviarían al Cuartel General en Ulan Bator.

»Después nos ataron, desnudos, con una cuerda delgada y fuerte. De cerca, los soldados mongoles olían como una cuadra que no se hubiera limpiado en años. Los uniformes eran extremadamente míseros y estaban cubiertos de emplastos de barro, polvo y comida, tan sucios que ni siquiera se adivinaba cuál debía de haber sido su color original. Los zapatos, terriblemente gastados, llenos de agujeros, parecía que fueran a caerse a pedazos de un momento a otro. No era de extrañar que quisieran los nuestros. La mayoría de ellos tenía rostros de una rudeza extrema, los dientes sucios y las barbas largas y enmarañadas. A simple vista parecían, más que soldados, rufianes o bandoleros, pero las armas de fabricación soviética que llevaban y los galones con estrellas indicaban que eran tropas regulares del ejército de la República Popular de Mongolia. Me daba la impresión de que tanto su cohesión como grupo de combate como su espíritu militar no eran muy altos. Los mongoles son soldados fuertes y resistentes. Pero no están hechos para el combate en equipo de la guerra moderna.

»Por la noche hacía un frío glaciar y, al mirar el aliento blanco de los soldados flotar unos instantes en el aire y desvanecerse a continuación, sentí como si me hubieran introducido por equivocación en una pesadilla ajena. Era incapaz de asimilar que aquello era un acontecimiento real. Tenía que ser una pesadilla. Pero, como comprendería más tarde, aquello no era más que el principio de una pesadilla enorme.

»Poco después, uno de los soldados surgió de la oscuridad arrastrando un bulto tras de sí. Con una sonrisa maliciosa lo arrojó a nuestros pies. Era el cadáver de Hamano. Estaba descalzo, alguien ya debía haberle quitado los zapatos. Después desnudaron el cadáver e inspeccionaron todo lo que encontraron en los bolsillos. Sacaron un reloj de pulsera, un portamonedas y tabaco. Se repartieron el tabaco y, mientras se lo fumaban, registraron el portamonedas. Dentro había algunos billetes del banco de Manchukuo y la fotografía de una mujer, probablemente la madre de Hamano. El suboficial que estaba al mando dijo unas palabras y agarró el dinero. La fotografía la arrojaron al suelo.

»Durante la guardia, los soldados debían haberse acercado a Hamano sigilosamente por detrás y lo habían degollado. Se nos habían adelantado haciendo lo mismo que nosotros pensábamos hacer. Del tajo abierto en redondo brotaba una sangre muy roja. Pero ya debía de haber manado profusamente porque, por lo enorme que era la herida, brotaba bastante poca sangre. Un soldado extrajo de la vaina que le pendía del cinto un cuchillo curvo de unos quince centímetros de hoja y me lo mostró. Era la primera vez que veía un cuchillo con una forma tan extraña. Debía de tener algún uso especial. El soldado hizo ademán de cortarme la garganta con él mientras silbaba “fiuu”. Algunos rieron. Aquel cuchillo, más que pertrechos del ejército, parecía propiedad personal del soldado. Mientras que todos llevaban una bayoneta a la cintura, él era el único que llevaba un cuchillo curvo. Debía de haber sido aquel hombre quien, con aquel cuchillo, había degollado a Hamano. Tras hacerlo dar vueltas en una mano con habilidad, lo enfundó.

»Yamamoto, sin decir palabra, sólo con un movimiento de ojos, me lanzó una rápida mirada. Duró un instante, pero comprendí enseguida lo que quería decir. Se leía en sus ojos: “¿Crees que Honda ha logrado escapar?”. Entre la confusión y el terror, yo también había estado pensando lo mismo: “¿Dónde diablos se habrá metido el cabo Honda?”. Si él había logrado escapar al ataque sorpresa de los soldados mongoles, nosotros aún teníamos alguna esperanza. Una esperanza muy tenue. Pensar qué podría hacer Honda solo era descorazonador. Pero, con todo, era una esperanza. Y eso es mejor que nada.

»Atados todavía, permanecimos tumbados en la arena hasta el amanecer. El soldado de la ametralladora ligera y el del fusil permanecieron de guardia vigilándonos, pero los otros, aparentemente tranquilos ahora que nos habían capturado, se reunieron en un lugar un poco apartado y estuvieron hablando y riendo mientras fumaban. Yamamoto y yo no dijimos una palabra. Aun en el mes de mayo, al amanecer las temperaturas descienden bajo cero. Llegué a pensar que, desnudos como estábamos, moriríamos congelados. Pero ni siquiera un frío como aquél era nada comparado con el terror que sentía. No tenía ni idea de lo que nos esperaba. Eran simples soldados de patrulla y no debían de poder decidir nuestra suerte por sí mismos. Tendrían que esperar órdenes superiores. No era probable que nos mataran de inmediato. Con respecto a lo que nos sucedería después, era imposible hacer conjeturas. Yamamoto debía de ser un espía y, al haberme capturado con él, era lógico que a mí me consideraran cómplice. En cualquier caso, la cosa no se resolvería así como así.

»Poco después del amanecer, se oyó en el cielo el zumbido de un motor de avión. Pronto entró en nuestro campo visual un fuselaje de color plateado. Era un avión de reconocimiento de fabricación soviética con la insignia del ejército de Mongolia Exterior. Dio varias vueltas sobre nuestras cabezas. Los soldados agitaron las manos. El avión les hizo señales subiendo y bajando los alerones. Después aterrizó en una explanada cercana, levantando una nube de polvo. Pese a no haber una pista, como en aquel lugar el suelo era duro y uniforme, se podía despegar y aterrizar con relativa facilidad. Posiblemente, a falta de aeropuerto, ya habían utilizado el mismo lugar muchas veces. Un soldado galopó hacia el avión llevando dos caballos de reserva. Volvió con dos hombres, a todas luces oficiales de alta graduación. Uno era ruso y el otro, mongol. Deduje que el suboficial de la patrulla había notificado nuestra captura por radio al Cuartel General y que los dos oficiales se habían desplazado ex profeso desde Ulan Bator para interrogarnos. Debían de ser oficiales del Servicio de Información. Había oído decir que el GPU estaba detrás de los arrestos masivos de miembros de la facción antigubernamental y de las grandes purgas de los años precedentes.

»Los dos oficiales vestían uniformes impolutos e iban bien afeitados. El ruso llevaba una especie de impermeable con cinturón. Por debajo, asomaban unas botas altas, brillantes, inmaculadas. Era un hombre delgado, no muy alto para ser ruso. Debía de estar en la primera mitad de la treintena. Tenía la frente ancha, la nariz pequeña, la piel sonrosada y llevaba unas gafas con montura de alambre dorado. En conjunto, su cara era bastante anodina. A su lado, el oficial mongol, de piel oscura, bajo y macizo, parecía un pequeño oso.

»El oficial mongol llamó al suboficial y los tres empezaron a hablar en un aparte. Supuse que el suboficial estaba dándoles una información detallada. Trajo el saco donde había metido las cosas que nos habían requisado y se las enseñó. El ruso las inspeccionó con atención, una a una, pero poco después volvió a guardarlas en el saco. Dijo algo al oficial mongol y éste, a su vez, dijo algo al suboficial. Luego el ruso se sacó una pitillera del bolsillo del pecho y les ofreció un cigarrillo. Los tres siguieron hablando mientras fumaban. El ruso golpeaba una y otra vez la palma de su mano derecha con el puño izquierdo mientras les decía algo. Parecía irritado. El oficial mongol permanecía con los brazos cruzados y el semblante hosco, mientras el suboficial negaba con la cabeza.

»Poco después, el oficial se acercó caminando despacio al lugar donde estábamos. Se detuvo ante nosotros.

»—¿Queréis un cigarrillo? —nos preguntó en ruso.

»Como he dicho antes, yo había estudiado ruso en la universidad y podía seguir, más o menos, una conversación en este idioma. Pero como no quería meterme en líos, fingí no entender ni una palabra.

»—Gracias, pero no —respondió Yamamoto en ruso. Su ruso era bastante bueno.

»—Muy bien —dijo el oficial—. Si hablamos en ruso, iremos más rápido.

»Se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo del impermeable. En el dedo anular de la mano izquierda llevaba un pequeño anillo de oro.

»—Como tú debes de saber muy bien, estamos buscando una cosa. La estamos buscando desesperadamente. Y sabemos que tú la tienes. No me preguntes cómo lo sabemos. Lo sabemos y punto. Pero tú ahora no la llevas encima. Lo que, pensando con lógica, significa que debes de haberla escondido en alguna parte antes de que te atrapáramos. Allí… —y en este punto señaló el río Khalkha—, allí, no la has podido llevar. Nadie ha cruzado el río todavía. Por tanto, la carta debe de estar escondida en esta orilla. ¿Entiendes lo que te he dicho?

»Yamamoto asintió.

»—Lo he entendido. Pero nosotros no sabemos nada de ninguna carta.

»—Muy bien —dijo el ruso con rostro inexpresivo—. Entonces podrás responderme a esta pequeña pregunta: ¿Qué diablos estáis haciendo aquí? Éste, como tú muy bien sabes, es territorio de la República Popular de Mongolia. ¿Con qué propósito habéis entrado en otro país? Explícamelo.

»Yamamoto le dijo que estábamos trazando un mapa. Que él era un civil que trabajaba para una empresa de cartografía y que yo y el soldado que habían matado le ofrecíamos escolta. Sabía que esta orilla era territorio mongol y sentía mucho haber cruzado la frontera. Pero no teníamos ninguna intención de cometer una violación territorial. Nosotros sólo queríamos observar la topografía desde la meseta de aquella orilla.

»El oficial ruso, con aire muy poco divertido, curvó los labios en una sonrisa.

»—Que lo sientes mucho —dijo repitiendo despacio las palabras de Yamamoto—. Claro. Querías observar la topografía desde la meseta. Claro. En un lugar alto, la visibilidad es buena. Esto tiene sentido.

»Durante unos instantes permaneció en silencio contemplando las nubes en el cielo. Luego volvió a posar la vista en Yamamoto, negó lentamente con la cabeza y suspiró.

»—Me encantaría creer lo que me estás contando. Darte un golpecito en la espalda y decirte: “De acuerdo. Vamos, cruza el río y vete. A partir de ahora, ten más cuidado”. Me encantaría poder decirte eso. No te miento. Lo pienso de veras. Pero, desgraciadamente, no puedo hacerlo. Porque sé muy bien quién eres. También sé muy bien qué estás haciendo aquí. Nosotros tenemos algunos amigos en Hailar. Igual que vosotros tenéis algunos amigos en Ulan Bator. —El ruso se sacó los guantes del bolsillo y, después de volver a doblarlos, se los guardó de nuevo en el bolsillo—. A decir verdad, yo no tengo ningún interés personal en haceros sufrir o en mataros. Si me entregáis la carta, daré el asunto por terminado. A una orden mía os soltarán y podréis marcharos enseguida de aquí. Os doy mi palabra de honor. Lo que suceda luego es asunto nuestro. No tiene nada que ver con vosotros.

»La luz del sol que llegaba del este empezaba a calentarnos la piel. No hacía viento y en el cielo flotaban algunas nubes blancas y compactas.

»Siguió un largo, larguísimo silencio. Nadie dijo una palabra. Ni el oficial ruso, ni el oficial mongol, ni los soldados de la patrulla ni Yamamoto. Todos estábamos sumidos en nuestro propio silencio. Yamamoto, que desde que nos habían capturado parecía resignado a morir, no mostraba en su rostro ninguna expresión.

»—O… de lo contrario… vosotros dos… moriréis… aquí —dijo el ruso despacio remarcando las palabras como si le hablara a un niño—. Y tendréis una muerte horrible, además. A ellos… —continuó señalando a los soldados mongoles, y el soldado corpulento de la ametralladora ligera me miró a la cara y sonrió burlón mostrando una dentadura sucia—, a ellos les encantan las maneras de matar lentas y refinadas. Podríamos decir que son expertos en eso. Desde tiempos de Gengis Khan, los mongoles se han divertido matando a gente de las maneras más atroces que quepa imaginar y saben muy bien cómo hacerlo. Nosotros, los rusos, desgraciadamente, lo sabemos también. Lo aprendemos en la escuela, en clase de historia. Lo que nos han hecho los mongoles. Cuando los mongoles invadían Rusia, mataban a millones de personas. Mataban por matar. No sé si sabes que en Kiev mataron de una vez a cientos de nobles rusos que habían caído prisioneros. Construyeron grandes y gruesos tablados, ataron a los nobles debajo, uno junto al otro, y celebraron un banquete sobre ellos, quienes, bajo aquel peso, murieron aplastados. Este tipo de cosas no se les ocurre a las personas normales, ¿no te parece? Se tarda tiempo, los preparativos son complicados. Demasiado trabajo, ¿no te parece? Pero ellos, estas cosas están dispuestos a hacerlas. Porque para ellos son una diversión. Incluso hoy en día siguen haciéndolas. Una vez vi una con mis propios ojos. Hasta entonces pensaba que había visto toda clase de brutalidades, pero recuerdo que aquella noche, como puedes imaginarte, no tuve apetito. ¿Entiendes bien lo que te estoy diciendo? ¿Hablo demasiado rápido?

»Yamamoto negó con la cabeza.

»—Muy bien. —Carraspeó e hizo una pausa—. Esta vez será la segunda y, con un poco de suerte, ya habré recuperado el apetito a la hora de cenar. Si por mí fuera, preferiría evitar muertes inútiles.

»El ruso, con las manos cruzadas a la espalda, contempló el cielo durante unos instantes. Después cogió los guantes y miró hacia el avión.

»—Hace buen tiempo —dijo—. Es primavera. Aún hace un poco de frío, pero se está bien así. Cuando haga más calor saldrán los mosquitos. Son terribles. La primavera es mucho mejor que el verano. —Sacó de nuevo la pitillera, tomó un cigarrillo y lo encendió con una cerilla. Inhaló el humo despacio y lo exhaló también despacio—. Voy a preguntártelo sólo una vez más. ¿Sabes dónde está la carta?

»—Niet —contestó simplemente Yamamoto.

»—Muy bien —admitió el ruso—. Muy bien. —Luego se dirigió al oficial mongol y le dijo algo en su lengua. El oficial asintió y transmitió la orden a los soldados. Éstos trajeron un leño no sé de dónde, afilaron un extremo hábilmente con las bayonetas e hicieron cuatro estacas. Después, midieron a pasos la distancia necesaria entre las estacas y las clavaron en el suelo con una piedra, formando un cuadrado. Sólo en estos preparativos invirtieron unos veinte minutos. De lo que vendría a continuación, yo no tenía ni la más remota idea.

»—Para ellos, una buena carnicería es como una buena comida —dijo el ruso—. Cuanto más se tarda en prepararla, mayor es la diversión. Si sólo se tratara de matar, con un disparo sería suficiente. Un minuto y listos. Pero eso… —se acarició la barbilla despacio con la punta del dedo—, eso no es divertido.

»Desataron a Yamamoto y lo llevaron a la zona delimitada con estacas. Completamente desnudo, lo ataron a ellas de pies y manos. Su cuerpo, boca arriba, con los brazos y las piernas en cruz, mostraba multitud de heridas. Todas ellas heridas impresionantes.

»—Como sabéis muy bien, son nómadas —dijo el oficial—. Los nómadas crían ovejas, comen su carne, las esquilan, las desuellan. En resumen, las ovejas lo son todo para ellos. Pasan los días con las ovejas, pasan la vida con las ovejas. Y son muy hábiles desollándolas. Con la piel hacen tiendas, hacen vestidos. ¿Has visto alguna vez como despellejan una?

»—Si quieres matarme, hazlo de una vez —dijo Yamamoto.

»El ruso unió las palmas de las manos y, frotándoselas, asintió.

»—No te preocupes, te mataremos bien muerto. No tienes por qué preocuparte. No tienes por qué preocuparte en absoluto. Tardarás un poco, pero morirás. No te preocupes. No hay ninguna prisa. Aquí, en esta estepa, sin nada en lo que alcanza la vista, nos sobra tiempo. Además, hay muchas cosas que quiero decirte. Por lo que hace a desollar, al parecer hay en cada tribu un especialista. Un profesional. Alguien que sabe hacerlo realmente bien. Milagrosamente bien, podríamos decir. Obras de arte. Desuella en un santiamén. Lo hace tan deprisa que llegas a pensar que, ni que te desollara vivo, podrías darte cuenta. Pero… —dijo, y se sacó la pitillera del bolsillo del pecho y la sostuvo con la mano izquierda mientras tamborileaba encima con los dedos de la derecha—, evidentemente, te das cuenta. El dolor es atroz. Espantoso. El dolor es mucho peor de lo que puedas llegar a imaginar. Y mueres muy despacio. Mueres desangrado, tardas mucho tiempo en morir.

»Chasqueó los dedos. El oficial mongol que había llegado con él en el avión se adelantó. De un bolsillo del capote sacó un cuchillo enfundado. Tenía la misma forma que el del soldado que había hecho el ademán de degollarme. Lo desenfundó y lo alzó en el aire. Al sol de la mañana, la hoja de acero lanzó un destello blanco y apagado.

»—Este hombre es uno de esos especialistas —apuntó el oficial ruso—. Mira bien el cuchillo. Es un cuchillo especial para el desuello. Está muy bien hecho. La hoja es fina y afilada como una cuchilla de afeitar. Y el nivel técnico de este pueblo es extraordinariamente alto. Llevan miles de años desollando ovejas. Ellos, en realidad, pueden despellejar a un hombre como si pelaran un melocotón. A la perfección, con limpieza, sin un desgarro. ¿Hablo demasiado deprisa? —Yamamoto no dijo nada—. Van levantando la piel despacio. Para desollar limpiamente, sin desgarrar la piel, es mejor hacerlo despacio. Si de pronto te entran ganas de hablar, dilo y pararemos enseguida. Si hablas, lo dejaremos correr y no te mataremos. Él lo ha hecho ya varias veces antes y ni una sola persona ha mantenido la boca cerrada hasta el final. Quiero que recuerdes una cosa. Si tenemos que parar, es mejor que lo hagamos pronto. Es mucho más fácil para los dos.

»Con el cuchillo en la mano, el oficial que parecía un oso miró a Yamamoto y le sonrió burlonamente. Aún ahora recuerdo aquella sonrisa. Aún ahora se me aparece en sueños. Jamás podré olvidarla. Y se puso manos a la obra. Los soldados sujetaron a Yamamoto por manos y rodillas, y el oficial mongol fue desollándolo minuciosamente con el cuchillo. En verdad lo desollaba como si pelara un melocotón. No pude enfrentarme a la escena. Cerré los ojos. Pero al cerrarlos, los soldados mongoles me golpearon con las culatas de sus fusiles. Abriera los ojos o los cerrara, de cualquier modo oía su voz. Al principio lo soportó estoicamente, en silencio. Pero, a la mitad, empezó a lanzar alaridos de dolor. Unos alaridos que no parecían de este mundo. El hombre, primero, le hizo con el cuchillo un rápido corte en el hombro derecho. Luego le fue desollando el brazo derecho de arriba abajo. Lo fue desollando despacio, con cuidado, casi con amor. Tal como había dicho el oficial ruso, aquello cabía calificarlo de arte. De no ser por los alaridos, tal vez hubiera llegado a pensar que ni siquiera dolía. Pero los alaridos de Yamamoto hablaban de la monstruosidad del dolor que lo acompañaba.

»La piel del brazo derecho estuvo poco después completamente levantada y se había convertido en una especie de fina película. El desollador la entregó al soldado que estaba a su lado. Éste la prendió con las puntas de los dedos, la extendió y fue dándole la vuelta, mostrándola a los demás. De la piel seguía goteando sangre. El oficial desollador pasó entonces al brazo izquierdo. Repitió la misma operación. Le levantó la piel de las dos piernas, le cortó el pene y los testículos, le cortó las orejas. Luego desolló la cabeza, la cara, todo el cuerpo. Yamamoto perdió el conocimiento; volvió a recobrarlo; y lo perdió de nuevo. Inconsciente, los alaridos cesaban; al recobrar la conciencia, los alaridos volvían. Pero la voz se fue debilitando cada vez más y, al final, se apagó. El oficial ruso, mientras tanto, estuvo dibujando una especie de planos sin sentido con el tacón de su bota. Los soldados mongoles, todos como un solo hombre, permanecieron inmóviles contemplando la operación. Sus rostros carecían de expresión. No se observaba en ellos ni repugnancia, ni emoción, ni espanto. Contemplaban las películas de piel de Yamamoto exactamente como si, de vuelta de un paseo, se hubieran detenido un momento a mirar unas obras.

»Yo, mientras tanto, vomité muchas veces. Al final ya no tenía nada que vomitar, pero seguí vomitando. El oficial mongol que parecía un oso extendió la piel del tronco de Yamamoto, desollada limpiamente de una pieza. Incluso estaban los pezones. Cosa tan siniestra como aquélla ni la había visto antes ni la he vuelto a ver jamás. Alguien se la llevó y la puso a secar como si fuera una sábana. Y el cadáver de Yamamoto, un amasijo de carne roja y sanguinolenta al que le habían arrancado toda la piel, quedó allí tirado. Lo más lastimoso era la cara. Entre la carne roja, dos grandes globos oculares blancos miraban con fijeza. La boca de dientes desnudos estaba abierta de par en par como si aún gritara. Al desprenderse la nariz, sólo habían quedado unos pequeños agujeros. El suelo era un mar de sangre.

»El oficial ruso escupió al suelo y me miró a la cara. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las comisuras de los labios.

»—Parece que este hombre realmente no sabía nada —dijo. Y se guardó el pañuelo en el bolsillo—. Si lo hubiese sabido, seguro que lo habría dicho. ¡Qué lástima! De todas maneras este hombre era un profesional y, antes o después, habrían acabado matándolo de mala manera. ¡Qué le vamos a hacer! En fin, si él no lo sabía, tú tampoco debes de saberlo. —El ruso se puso un cigarrillo entre los labios y encendió una cerilla—. O sea que tú ya no nos sirves para nada. No vale la pena torturarte para que hables. Tampoco vale la pena dejarte con vida y hacerte prisionero. A decir verdad, para nosotros esto es un asunto interno y pensamos mantenerlo en secreto. Y llevarte a Ulan Bator podría traer problemas. Lo mejor sería pegarte un tiro en la cabeza ahora mismo, enterrarte en alguna parte o quemarte y arrojarte al río Khalkha. Así, todo acabaría sin más complicaciones. ¿No te parece? —dijo mirándome fijamente a los ojos. Pero yo seguí fingiendo no entender una palabra de lo que me decía—. De todas formas, me parece que tú no entiendes el ruso. Es una pérdida de tiempo hablar contigo. Pero, bueno, ¿y por qué no? Es como si hiciera un monólogo. Y tú escucha. Por cierto, tengo una buena noticia para ti. He decidido no matarte. Es mi manera de expresar mis más humildes excusas por haber matado inútilmente a tu amigo contra mi voluntad. Hoy, de buena mañana, ya nos hemos hartado de matar. Estas cosas, con una al día ya es demasiado. Por eso a ti no te mataré. Te daré la oportunidad de sobrevivir. Si todo va bien…, te salvarás. Las posibilidades no son muchas. Se puede decir que casi no hay ninguna. Pero una oportunidad es una oportunidad. Al menos es mucho mejor que morir despellejado. ¿No te parece?

»Levantó la mano y llamó al oficial mongol. Éste acababa de lavar cuidadosamente el cuchillo con agua de la cantimplora y de afilarlo con una piedra. Los soldados mongoles habían extendido la piel de Yamamoto y estaban discutiendo algo frente a ella. Tal vez intercambiaban opiniones sobre los pormenores de la técnica del desuello. El oficial mongol enfundó el cuchillo y, tras guardarlo en el bolsillo del capote, se acercó. Me miró a la cara un instante y luego dirigió la mirada hacia el ruso. El ruso le dijo cuatro palabras en mongol y éste asintió con cara inexpresiva. Un soldado les trajo dos caballos.

»—Nosotros ahora volvemos a Ulan Bator en avión —dijo el ruso—. Es una pena volver con las manos vacías, pero ¡qué le vamos a hacer! A veces hay suerte y a veces no. Espero recuperar el apetito para la hora de cenar, pero no confío mucho en ello.

»Montaron a caballo y se fueron. El avión despegó y, cuando se convirtió en un pequeño punto plateado y desapareció en el cielo por el oeste, me quedé solo con los soldados mongoles y los caballos.

—Los soldados mongoles me ataron a la silla de un caballo y partimos en fila hacia el norte. El soldado que iba justo delante de mí tarareaba en voz baja una melodía monótona. Aparte de eso, lo único que se oía era el sonido seco de los cascos de los caballos golpeando rítmicamente la arena. No tenía ni idea de adónde me llevaban o de qué diablos me esperaba. Todo lo que sabía era que yo era un engorro sin ningún valor. Me repetí una y otra vez las palabras del oficial ruso. Había dicho que no me matarían. Que matarme, no me matarían…, pero que casi no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. ¿Qué significaba aquello? No lo entendía. Eran unas palabras demasiado vagas. Tal vez quería decir que me utilizarían en algún juego de trama diabólica. Quizás abrigaban la secreta intención de disfrutar despacio de esa trama en vez de matarme de golpe.

»Pero, con todo, me sentía aliviado de que no me hubieran matado, especialmente de que no me hubieran desollado vivo como a Yamamoto. Quizás, al final, me mataran de todos modos, pero había escapado a aquella muerte horrorosa. Al menos, todavía estaba vivo, todavía respiraba. Y, de creer lo que me había dicho el oficial ruso, no me matarían de inmediato. Y si aún me quedaba tiempo antes de morir, significaba que aún tenía posibilidades de salvarme. Por remotas que fueran las posibilidades, no podía por menos de aferrarme a ellas.

»Luego, de pronto, resurgieron en mi memoria las palabras del cabo Honda. La extraña profecía según la cual yo no moriría en el continente. Atado a la silla del caballo, con el sol del desierto abrasándome la espalda desnuda, rumié sus palabras una y otra vez. Tomándome tiempo, recordé la expresión de su rostro, su entonación, el sonido de cada palabra. Y quise creer de corazón en aquella profecía. ¡Sí! Yo no moriría como un perro en un sitio así. Yo saldría con vida de aquello y volvería a pisar el suelo de mi patria.

»Avanzamos hacia el norte unas dos o tres horas. Nos detuvimos en un lugar donde se alzaba, construida en piedra, una torre sagrada lamaísta. Estas torres se llaman Obo. Son una especie de dioses protectores de los caminos y, a la vez, desempeñan la valiosa función de indicadores en el desierto. Desmontaron frente a uno de esos Obo y me desataron. Luego me llevaron en volandas entre dos a un lugar un poco apartado. Pensé que iban a matarme allí. Estábamos ante un pozo excavado en el suelo. Rodeado por un brocal de piedra de un metro de alto. Me hicieron arrodillar en la boca del pozo y, agarrándome por el cogote, me obligaron a asomar dentro. Parecía muy profundo. El interior estaba muy oscuro y no se veía nada. El suboficial de las botas trajo un pedrusco del tamaño de un puño y lo arrojó dentro. Poco después se oyó un sonido seco. Al parecer no había agua en el pozo. Quizás antes había servido de pozo en el desierto, pero las venas subterráneas de agua debían de haberse desplazado y el pozo se había secado mucho tiempo atrás. Por el tiempo que había tardado la piedra en alcanzar el fondo, el pozo era bastante profundo.

»El oficial me miró a la cara sonriendo burlonamente. Luego sacó una gran pistola automática de una funda de piel que le colgaba del cinto. Soltó el seguro y, con un sonido metálico, cargó una bala en la recámara. Apoyó la boca de la pistola contra mi cabeza. Pero pasó mucho tiempo y no apretaba el gatillo. Luego bajó la pistola despacio. Levantó la mano izquierda y señaló el pozo, a mis espaldas. Pasándome la lengua por los labios resecos, inmóvil, bajé los ojos hacia la pistola. Se trataba, en resumen, de que yo decidiera mi suerte. Tenía dos posibilidades. La primera, que él me disparara. Una muerte rápida. La segunda, que saltara dentro del pozo. Era profundo y, al caer, podía matarme. Si sobrevivía, moriría lenta e inexorablemente en el fondo de aquel agujero oscuro. Al fin comprendí. Era aquélla la oportunidad de la que hablaba el ruso. El suboficial señaló el reloj de Yamamoto, que ya había pasado a formar parte de sus pertenencias, y levantó los cinco dedos de una mano. Me daba cinco segundos para decidir. Cuando hubo contado hasta tres, pasé las piernas por encima del brocal y salté dentro con resolución. No tenía alternativa. Pensaba que podría agarrarme a las paredes del pozo e ir descendiendo hasta el fondo, pero, a la hora de la verdad, no pude hacerlo. Mis manos resbalaron y caí rodando.

»Era un pozo profundo. Me dio la impresión de que pasó mucho tiempo antes de que chocara contra el suelo. Como es obvio, tardé a lo sumo unos pocos segundos, y a eso no se le puede llamar “mucho tiempo”. Pero recuerdo que pensé en muchas cosas mientras caía a través de las tinieblas. Pensé en mi pueblo lejano. Pensé en la mujer a quien había abrazado una sola vez antes de partir hacia el frente. Pensé en mis padres. Me sentí agradecido por tener una hermana pequeña, no un hermano. De este modo, aunque yo muriera, a ella al menos no la llamarían a filas y podría quedarse con mis padres. Pensé en los pastelillos de arroz. Luego mi cuerpo golpeó contra el suelo seco y por el impacto perdí el conocimiento durante unos instantes. Me dio la sensación de que todo el aire contenido dentro de mi cuerpo estallaba. Mi cuerpo chocó pesadamente contra el fondo del pozo como si fuese un saco de arena.

»Creo que sólo estuve inconsciente unos instantes. Cuando recobré el conocimiento, sentí que algo me salpicaba. Al principio pensé que llovía. Pero no. Era orina. Todos los soldados estaban orinando sobre mí, que yacía en el fondo del pozo. Al mirar hacia lo alto, allá a lo lejos, vi a los soldados de pie en la boca redonda del pozo orinando por turno, con sus figuras perfilándose, pequeñas, como siluetas. Me pareció terriblemente irreal. Como una alucinación producida por la ingestión de alguna droga. Pero era real. Yo me encontraba realmente en el fondo del pozo y ellos me estaban rociando con orina real. Cuando todos acabaron de orinar, alguien me alumbró con una linterna. Se oyeron risotadas. Y sus figuras desaparecieron de la boca del pozo. Cuando se hubieron ido, todo quedó sumido en un silencio profundo.

»Durante unos instantes esperé, inmóvil, con la cara pegada al suelo, a ver si volvían. Pero pasaron veinte, treinta minutos (eso es lo que me pareció, claro, no tenía reloj), y ellos no volvieron. Debían de haberse ido. Me habían abandonado allí, solo, en el fondo de un pozo en medio del desierto. Cuando comprendí que no volverían, comprobé en qué estado se hallaba mi cuerpo. Averiguarlo en la oscuridad es bastante difícil. No podía verme. Con los ojos no podía comprobar cómo estaba. Tenía que basarme sólo en lo que sentía. Sumido en una oscuridad tan profunda, pierdes la facultad de discernir si la percepción es real o no. Me daba la impresión, incluso, de que mis sentidos se burlaban de mí, de que me engañaban. Una sensación muy extraña.

»Poco a poco, con infinito cuidado, fui averiguando la situación en que me hallaba. Lo primero que comprendí, y eso para mí había sido una gran suerte, fue que el fondo del pozo era de una arena bastante blanda. De no haber sido así, dada su profundidad, al caer me hubiera roto, molido, los huesos. Respiré profundamente una vez e intenté moverme. Primero, los dedos de la mano. Un poco entumecidos, pero se movían. Después intenté incorporar la parte superior de mi cuerpo. No pude. Había perdido la sensibilidad por completo. Conciencia sí tenía, pero estaba desligada del cuerpo. Aunque determinara hacer algo, mi pensamiento no llegaba a transformarse en acción. Desistí y permanecí tumbado en la oscuridad.

»No sé cuánto tiempo permanecí allí inmóvil. Poco después, mi cuerpo fue recuperando la sensibilidad. Y con la recuperación de los sentidos volvió, evidentemente, el dolor. Un dolor intenso. Pensé que debía de haberme roto las piernas. Quizá también me había dislocado los hombros. O tal vez peor: quizás estuviesen rotos.

»Me mantuve en la misma posición, soportando el dolor. Las lágrimas me corrían por las mejillas sin que me diera cuenta. Lágrimas de dolor y también de desesperación. Creo que comprenderá usted la soledad y la desesperanza que sentía, atacado por un dolor intenso en la negra oscuridad, abandonado en el fondo de un profundo pozo en medio del desierto, en los confines del mundo, solo. Incluso llegué a lamentar que el suboficial no me hubiera disparado. Si alguien me hubiera matado de un disparo, al menos mi muerte habría estado relacionada con esa persona. Pero si moría allí, mi muerte sería verdaderamente solitaria. Sin relación con nadie. Una muerte muda.

»A veces oía el viento. Cuando barría la superficie, producía un extraño sonido en la boca del pozo. Parecía el lamento de una mujer en algún mundo remoto. Aquel mundo remoto y mi mundo estaban unidos por un pequeño agujero a través del cual me llegaba su voz. Pero incluso este sonido lo oía muy de tarde en tarde. Yo había sido abandonado, solo, en la más profunda de las oscuridades, en el más profundo de los silencios.

»Reprimiendo el dolor, palpé en torno a mí con cautela. El fondo del pozo era plano. No muy amplio. Quizá de un metro sesenta o setenta centímetros. Mientras iba palpando el suelo, mi mano rozó de repente algo duro y afilado. Sorprendido, aparté la mano en un acto reflejo, pero volví a alargarla hacia allá despacio, con precaución. Primero pensé que eran ramas de un árbol. Pero pronto comprendí que se trataba de huesos. No eran huesos humanos, sino de un animal más pequeño. Tal vez porque llevaran mucho tiempo allí, o tal vez porque los había aplastado al caer, lo cierto es que estaban esparcidos. Aparte de los huesos del pequeño animal, en el fondo del pozo no había nada. Sólo arena fina y seca.

»Luego pasé la palma de la mano por la pared del pozo. Estaba recubierta de piedras planas y delgadas superpuestas. Durante el día, en la superficie de la tierra hacía bastante calor, pero el calor no llegaba a aquel mundo subterráneo, frío como el hielo. Pasé la mano por la pared y fui estudiando, uno a uno, todos los intersticios. Quizá, con un poco de suerte, podría encaramarme hincando el pie en ellos. Pero eran demasiado estrechos para trepar apoyando allí los pies y, además, yo estaba herido. Aquello rayaba en lo imposible.

»Arrastrándome, me incorporé y me apoyé en la pared haciendo un gran esfuerzo. Al moverme, sentía un dolor sordo en los hombros y en las piernas, como si me clavaran una multitud de gruesas agujas. Durante un buen rato, cada vez que respiraba parecía que el cuerpo se me fuera a romper en mil pedazos. Me llevé la mano a la espalda y comprobé que la zona estaba caliente e hinchada.

—No sé cuánto tiempo pasó. Pero, en un momento dado, sucedió algo imprevisto. Un rayo de sol penetró de repente hasta el fondo del pozo como si fuera una revelación. En ese instante pude ver todo lo que había a mi alrededor. El pozo rebosaba de luz brillante. Era como una inundación de luz. Ante esa claridad sofocante apenas pude respirar. La oscuridad y el frío fueron desterrados en un instante y los cálidos rayos del sol abrazaron dulcemente mi cuerpo desnudo. Incluso el dolor parecía haber sido bendecido por la luz. A mi lado estaban los huesos del pequeño animal. La luz del sol también iluminó cálidamente aquellos huesos blancos. Con aquel fulgor, incluso aquellos huesos funestos se convirtieron en un afable compañero. Pude ver la pared de piedra que me rodeaba. Bañado por aquel resplandor me olvidé incluso del pánico, el sufrimiento y la desesperación. Atónito, me senté sumergido en esa luz deslumbrante. Pero tampoco aquello duró mucho. Y pronto la luz se extinguió de repente, tal como había venido. Y cayeron de nuevo las tinieblas. Fue un acontecimiento brevísimo. A lo sumo diez o quince segundos. Por cuestión de ángulo, los rayos del sol no podían penetrar en línea recta hasta el fondo del profundo agujero más que unos pocos segundos al día. Y el resplandor se apagó antes de que lograra entender su significado.

»Cuando se extinguió la luz, me hallé sumido en una oscuridad aún más profunda. Ni siquiera podía moverme. No tenía agua, ni comida. Ni un trozo de tela que me cubriera. Y, tras una larga tarde, llegó la noche. Al anochecer, las temperaturas bajaron de repente. Apenas pude dormir. Mi cuerpo pedía reposo, pero el frío me punzaba igual que incontables espinas. Sentía como si el tuétano de mi vida fuera endureciéndose y muriera poco a poco. Sobre mi cabeza se veían las estrellas heladas. Tantas que asustaba. Contemplé inmóvil cómo se desplazaban despacio. Su movimiento me mostró que el tiempo aún corría. Dormí un poco, me desperté de frío, de dolor, volví a dormir otro poco, volví a despertarme.

»Y llegó la mañana. En la boca redonda del pozo, las nítidas estrellas de la noche se difuminaron poco a poco. La luz suave de la mañana flotaba allí, redonda. Pero incluso después del amanecer, las estrellas no desaparecieron. Empalidecidas, quedarían allí para siempre. Aplaqué la sed lamiendo el rocío posado en las paredes del pozo. Obviamente había poca cantidad, pero fue una bendición del cielo. Recordé que hacía más de un día que ni bebía ni comía. Pero no sentía ni pizca de hambre.

»Permanecí inmóvil en el fondo del pozo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ni siquiera pensar. Mi soledad y mi desesperación eran demasiado profundas. Estuve simplemente sentado allí, sin hacer nada, sin pensar en nada. Pero, de manera inconsciente, esperaba aquel rayo de luz. En todo un día no penetraba en línea recta hasta el fondo del pozo más que unos segundos. Aquella luz deslumbrante. Según los principios de la física, los rayos caían perpendicularmente al suelo cuando el sol estaba en su punto más alto, por tanto, debía de suceder cerca del mediodía. Sólo esperaba que llegara la luz. Porque no podía esperar ninguna otra cosa.

»Me pareció que había pasado mucho tiempo. Me adormecí. Cuando, advertido por algún indicio, me desperté sobresaltado, la luz ya estaba allí. Y conocí de nuevo el abrazo de la luz abrumadora. Casi de manera inconsciente, alargué las palmas de ambas manos y recibí en ellas el sol. Era un fulgor mucho más intenso que la primera vez. Al menos así me lo pareció. Bañado por aquel fulgor, empecé a verter lágrimas. Sentí que todo el líquido que contenía mi cuerpo se transformaba en lágrimas que manaban de mis ojos. Que todo mi cuerpo se fundía e iba manando de la misma forma. En el estado de gracia de aquella luz mágica, poco me importaba morir. No, incluso deseaba morir. Sentí que todo lo que había en el fondo del pozo, ahí y en ese momento, se convertía en una única cosa. Una sensación abrumadora de comunión. Sí, el verdadero sentido de la vida se encontraba en aquella luz que no duraba más que unos pocos segundos, y yo debía morir ahí y en ese momento.

»Pero, obviamente, la luz se apagó pronto. Cuando me di cuenta, estaba tan abandonado como antes en el fondo de aquel pozo miserable. La oscuridad y el frío me aferraron con fuerza como si jamás hubiera existido la luz. Permanecí acurrucado durante mucho tiempo, inmóvil. Tenía la cara anegada en lágrimas. Ni siquiera podía pensar, como si una fuerza colosal me hubiera derribado. Ni siquiera sentía mi propio cuerpo. Yo era una cáscara reseca, una muda de reptil. Y entonces, la profecía del cabo Honda volvió a resonar en mi cabeza, convertida en una cámara vacía. La profecía según la cual yo no moriría en el continente. Ahora que aquella luz había venido y se había ido, sí podía creer firmemente en ella. Porque yo no había podido morir en el lugar donde debía morir en el momento en que debía morir. No es que yo no muriera allí, sino que no había podido morir allí. ¿Me entiende usted? Yo había perdido la gracia divina.

En este punto del relato, el teniente Mamiya miró su reloj de pulsera.

—Y como puede usted ver, ahora estoy aquí —dijo en voz baja. Y sacudió ligeramente la cabeza como si intentara recobrar el hilo de sus recuerdos—. Yo, tal como dijo el señor Honda, no morí en el continente. Y soy, de los cuatro el que ha vivido más tiempo. —Asentí—. Perdóneme por haber hablado tanto tiempo. Debe de haberse aburrido escuchando las historias del pasado de un viejo que escapó con vida de la muerte —dijo el teniente Mamiya. Y luego cambió de posición en el sofá—. Si me quedo más tiempo, perderé el Shinkansen.

—Espere un momento —dije precipitadamente—. No deje de contar la historia ahora. ¿Qué sucedió después? Quiero saber cómo termina.

El teniente Mamiya me miró unos instantes.

—¿Qué le parece? En realidad no tengo más tiempo, así que, ¿por qué no vamos andando hasta la parada del autobús? Mientras tanto podré contarle de forma concisa el resto de la historia.

Salí de casa con el teniente Mamiya y caminamos hasta la parada del autobús.

—Al tercer día por la mañana, el cabo Honda me rescató. La noche que nos apresaron intuyó que vendrían los mongoles, huyó solo de la tienda y se ocultó. Al salir cogió los documentos que Yamamoto llevaba en la cartera de piel y se los llevó. Nuestra máxima prioridad era evitar, a cualquier precio, que los documentos cayeran en manos del enemigo. Quizás usted se pregunte cómo es que, sabiendo que vendrían los mongoles, no nos despertó para que huyéramos todos, cómo es que escapó solo. Pero, de haberlo hecho, todo se habría perdido. Ellos sabían que estábamos allí. Estaban en su territorio, eran superiores en número y armamento. Nos hubieran encontrado fácilmente, nos hubiesen matado a todos y habrían interceptado los documentos. Es decir, que en aquella situación era necesario que huyera solo. En el campo de batalla el acto del cabo Honda habría sido considerado, como es obvio, deserción ante el enemigo. Pero en una misión especial es imprescindible obrar ateniéndose a las circunstancias.

»Vio cómo venían el ruso y su acompañante y cómo éste desollaba a Yamamoto. Vio cómo los soldados mongoles se me llevaban. Pero él había perdido los caballos y no pudo seguirme de inmediato. No tuvo más remedio que desplazarse a pie. Desenterró las municiones y enterró los documentos en el mismo lugar. Luego nos buscó. Por lo tanto, le resultó muy difícil llegar al pozo. Ni siquiera sabía la dirección hacia donde nos habíamos dirigido.

—¿Cómo pudo encontrar el pozo? —pregunté.

—No lo sé. Tampoco él me habló demasiado de eso. Pero creo que simplemente lo sabía. Cuando me encontró, se rasgó la ropa, trenzó una cuerda larga y, con enormes esfuerzos, logró izarme, semiinconsciente, fuera del agujero. Después consiguió encontrar los caballos, me cargó encima, cruzamos el desierto, vadeamos el río y me llevó hasta el punto de observación del ejército de Manchukuo. Allí me curaron las heridas, me subieron a un camión del ejército que habían enviado del Cuartel General y me trasladaron al hospital de Hailar.

—¿Qué pasó con los documentos, la carta o lo que fuera?

—Deben de estar todavía allí, enterrados cerca del río Khalkha. El cabo Honda y yo no tuvimos tiempo de desenterrarlos. Tampoco encontramos ninguna razón para hacerlo al tener que jugarnos la vida. Llegamos a la conclusión de que una cosa así habría sido mejor que no hubiera existido jamás. Antes del interrogatorio militar convinimos de antemano decir que no sabíamos nada de los documentos. Si no, probablemente nos habrían hecho responsables de no haberlos llevado de vuelta. Con el pretexto de la atención médica estuvimos confinados en habitaciones separadas y cada día sufríamos un nuevo interrogatorio. Acudieron varios oficiales de alta graduación y nos hicieron repetir una y otra vez la misma historia. Sus preguntas eran concretas y capciosas. Pero al parecer nos creyeron. Expliqué detalladamente mis experiencias sin omitir nada. Sólo oculté con celo la cuestión de los documentos. Anotaban todo lo que contaba, pero me dijeron que se trataba de un asunto de máxima reserva del que ni siquiera quedaría constancia en los registros oficiales del ejército. Nos advirtieron que no debíamos decir nada a nadie bajo ningún concepto so pena de ser, si lo revelábamos, severamente castigados. Dos semanas después me reincorporé a mi puesto. Es posible que el señor Honda también fuera devuelto a su división.

—Lo que no entiendo es por qué hicieron ir ex profeso al señor Honda para la misión —dije.

—Sobre eso no me dijo gran cosa. Posiblemente le habían prohibido revelarlo y debió de pensar que era mejor que yo no lo supiera. Pero la impresión que tuve cuando hablé con él fue que había habido algún tipo de relación personal entre él y el tal Yamamoto. Algo que, tal vez, estuviera relacionado con sus poderes extraordinarios. Yo había oído decir que el Ejército de Tierra había montado un departamento en el que se investigaban científicamente todo tipo de poderes ocultos, que allí se reunían personas de todo el país con facultades adivinatorias y telequinésicas y se llevaban a cabo diversos experimentos. Sospecho que Honda y Yamamoto ya se conocían. De todos modos, sin esos poderes él jamás me hubiera localizado y tampoco hubiese podido llevarme hasta el puesto del ejército de Manchukuo. Pese a carecer de mapa y de brújula se dirigió allí sin vacilar. El sentido común le dice a cualquiera que eso no es posible. Yo soy especialista en trazado de mapas. Conocía la geografía de la zona. Y no hubiese podido hacerlo. Quizá fueran esos poderes lo que Yamamoto buscaba en él.

Llegamos a la parada del autobús y esperamos.

—Por supuesto, muchas cosas siguen siendo un enigma. Hay cosas que todavía ahora no entiendo. ¿Quién diablos era el mongol que nos aguardaba allí? ¿Qué diablos habría sucedido si hubiésemos llevado los documentos al Cuartel General? ¿Por qué Yamamoto no cruzó el río solo y nos dejó a nosotros en la ribera derecha del Khalkha? Solo habría podido moverse con mayor libertad. Quizá tuviera la intención de utilizarnos de cebo y huir solo. Es posible. Y quizás el cabo Honda lo supiera desde el principio. Quizá por eso dejó que lo mataran.

»Sea como sea, el cabo Honda y yo no volvimos a vernos durante mucho tiempo. Nos separaron en cuanto llegamos a Hailar y nos prohibieron vernos y hablarnos. Quería darle las gracias por última vez, pero me fue imposible. Luego, él resultó herido en la batalla de Nomonhan y fue repatriado. Yo permanecí en Manchuria hasta el fin de la guerra y luego fui trasladado a Siberia. No pude localizarlo hasta años después de mi retorno a casa, tras ser liberado del campo de concentración. Después nos vimos varias veces y fuimos escribiéndonos con cierta frecuencia. Pero el señor Honda parecía que evitaba hablar de lo que pasó cerca del río Khalkha y yo tampoco deseaba hablar de ello. Había sido para los dos un acontecimiento demasiado importante. Compartimos esa experiencia no hablando de ella. ¿Lo entiende usted?

»La historia se ha alargado mucho, pero lo que quería decirle es que mi verdadera vida posiblemente acabó dentro de aquel profundo pozo del desierto de Mongolia. Tengo la impresión de que el corazón de mi vida se consumió por entero envuelto en aquella luz cegadora que brillaba, sólo diez o quince segundos al día, en el fondo del pozo. Tan grande fue para mí el misterio de aquella luz. No puedo explicárselo bien, pero, a decir verdad, después de aquello nada de lo que he visto, nada de lo que me ha sucedido ha hecho mella en el fondo de mi corazón. Incluso frente a las poderosas unidades de tanques soviéticos, cuando perdí la mano izquierda o en aquel infernal campo de concentración en Siberia, me poseía una especie de insensibilidad. Le sonará extraño, pero nada de aquello podía importarme. Algo que había dentro de mí ya había muerto. Y posiblemente, tal como lo sentí entonces, yo debía haber muerto sumergido en aquella luz y desvanecerme con ella. Era aquélla la hora de mi muerte. Pero, tal como había profetizado el señor Honda, yo no morí allí. O quizá sería mejor decir que yo no pude morir.

»Con un solo brazo y doce preciosos años de mi vida perdidos, volví a Japón. Regresé a Hiroshima, pero mis padres y mi hermana ya habían muerto. Mi hermana había sido reclutada, y mientras trabajaba en una fábrica de Hiroshima cayó la bomba y ella murió. Mi padre, que había ido a visitar a mi hermana, también perdió la vida. Mi madre, a consecuencia del disgusto, ya no pudo volver a levantarse de la cama y murió el año 22 de Shoowa[11]. Como he dicho antes, la mujer con la que estaba prometido de manera no oficial se había casado con otro hombre y tenía ya dos hijos. En el cementerio estaba mi tumba. No me quedaba nada. Me sentí verdaderamente vacío. No debía haber vuelto. La vida que he llevado desde entonces apenas la recuerdo. Me convertí en profesor de ciencias sociales e impartí geografía e historia en un instituto. Pero no he estado, en el verdadero sentido de la palabra, vivo. Simplemente he ido desempeñando, una tras otra, las funciones de la vida real que me eran asignadas. No ha habido una sola persona a quien haya podido llamar amigo y, con mis alumnos, tampoco he establecido ninguna relación. No he querido a nadie. Ya no sé qué es querer a alguien. Al cerrar los ojos se me aparecía la figura de Yamamoto desollado vivo. Lo he soñado infinitas veces. En mis sueños, Yamamoto era desollado una vez tras otra y se convertía en un amasijo de carne roja. Podía oír con claridad sus alaridos de dolor. Y he soñado infinitas veces que me iba descomponiendo vivo en el fondo del pozo. A veces me he preguntado si la verdadera realidad no será aquélla y si no es mi vida la que es un sueño.

»Cuando, en las orillas del Khalkha, el señor Honda me dijo que yo no moriría en el continente, me alegré. Lo creyera o no lo creyera, en aquel momento necesitaba aferrarme a algo. Es posible que el señor Honda lo supiera y me lo dijera para tranquilizarme. Pero, en realidad, no me ha producido una sola alegría. Desde que volví a Japón he vivido como la muda vacía de un animal que ha cambiado la piel. Y viviendo como una muda, por más larga que sea la vida, no se puede decir que se haya vivido de verdad. Del corazón de una muda vacía y del cuerpo de una muda vacía no puede nacer más que la vida de una muda vacía. Esto es lo que quiero que usted entienda, señor Okada.

—Entonces, ¿no ha estado casado nunca desde que volvió del continente? —pregunté.

—Por supuesto que no —dijo el teniente Mamiya—. No tengo ni mujer, ni padres, ni hermanos. Estoy completamente solo.

Después de dudar un poco, le pregunté:

—¿Cree que hubiera sido mejor no conocer la profecía del señor Honda?

El teniente Mamiya permaneció en silencio unos instantes. Después me miró fijamente.

—Quizá sí. Quizás el señor Honda no debiera habérmelo dicho nunca. Quizás yo no debiera haberlo escuchado. Como él mismo dijo entonces, el destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás, no algo que deba saberse de antemano. Pero, en mi opinión, eso ahora ya no tiene importancia. Lo único que hago ahora es cumplir con la obligación de seguir, simplemente, viviendo.

Cuando llegó el autobús, el teniente Mamiya me hizo una profunda reverencia. Después se disculpó por haberme hecho perder tanto tiempo.

—Me despido de usted —dijo el teniente Mamiya—. Muchas gracias por todo. Estoy muy contento de haber podido entregarle el recuerdo. Con esto mi misión ha concluido. Ya puedo volver tranquilo a casa. —Utilizando la mano artificial y la mano derecha sacó con destreza unas monedas y las metió en la máquina expendedora de billetes.

Permanecí allí de pie, mirando fijamente cómo el autobús doblaba la esquina y desaparecía. Cuando se hubo ido, tuve una extraña sensación de vacío. El desconsuelo de un niño abandonado en una ciudad desconocida.

Luego volví a casa, me senté en el sofá de la sala de estar y abrí el paquete que el señor Honda me había dejado como recuerdo. Desenvolví con esfuerzo las esmeradas vueltas y vueltas de papel de embalar y apareció una sólida caja de cartón. Una caja de regalo de Cutty Sark. Pero por el peso comprendí que no contenía whisky. Abrí la caja y descubrí que dentro no había nada. Completamente vacía. El señor Honda me había dejado una caja vacía.