6
La herencia
Reflexión sobre las medusas
Cierta sensación de disociación
Me senté en la oscuridad. Sobre mi cabeza, la luz recortada por la tapa en forma de media luna exacta flotaba como el signo de algo. Pero la luz de la superficie no llegaba hasta el fondo.
Con el paso del tiempo, mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad. Pronto fui capaz de distinguir, aunque borrosa, la forma de mi mano al acercármela a la cara. Diversas cosas fueron perfilándose lenta y vagamente a mi alrededor. Como animalillos asustadizos que se van confiando poco a poco. Sin embargo, por más que mis ojos se acostumbraran a ella, la oscuridad era, a fin de cuentas, oscuridad. Cuando intentaba fijar en algo la mirada, el objeto me ocultaba de súbito su forma y se sumergía silenciosamente en las tinieblas. Quizá cupiera hablar de una «tenue oscuridad». Pero, aunque así fuera, ésta poseía su propia densidad. Y en algunos casos contenía una oscuridad de significado más profundo que la auténtica negrura. Veía algo. Pero, al mismo tiempo, no veía nada.
En aquella oscuridad llena de extraños sobrentendidos, mis recuerdos adquirieron una fuerza desconocida. Las imágenes fragmentarias que evocaban en mí eran prodigiosamente vívidas en cada detalle, tan claras que podía asirlas con la mano. Cerré los ojos e intenté recordar la época en que había conocido a Kumiko, casi ocho años atrás.
La conocí en la sala de espera para familiares del hospital universitario de Kanda. En aquella época, a causa de la redacción de un testamento, yo iba todos los días a visitar a un cliente ingresado en el hospital. El cliente era un hombre de, quizá, sesenta y ocho años, un potentado, propietario de terrenos y bosques en el centro de la prefectura de Chiba. Su nombre había aparecido una vez en los periódicos en una relación de los mayores contribuyentes. El problema estaba en que una de sus diversiones consistía en cambiar de forma periódica el testamento. En el bufete, todo el mundo estaba harto del carácter y las manías de ese personaje, pero era muy rico y pagaba buenas comisiones por cada modificación. Como los trámites no eran especialmente complicados, no teníamos derecho a quejamos. Por eso me encargaron el caso a mí, aunque todavía era novato.
Por más que diga que me lo encargaron, como no poseía la titulación requerida, yo era poco más que un simple recadero. El abogado especialista escuchaba las voluntades del cliente, redactaba el testamento siguiendo las pautas legales (según reglas y fórmulas establecidas sin las cuales un testamento no es válido), preparaba un borrador y lo pasaba a máquina. Yo lo llevaba al cliente y se lo leía. Si estaba conforme, éste lo copiaba a mano, lo firmaba y le ponía el sello. Es decir, que hacía lo que, en términos legales, se conoce como testamento ológrafo, que, como su nombre indica, debe estar escrito a mano por la persona en cuestión.
Cuando el cliente había acabado de copiarlo sin errores, tras meterlo en un sobre y sellarlo, yo lo llevaba con extremo cuidado al bufete. Allí lo depositaban en la caja de caudales. Y el asunto quedaba zanjado. Pero en el caso de aquel personaje las cosas no eran tan fáciles. Postrado en la cama, no podía escribirlo todo de una vez. Como el testamento era largo, necesitaba como mínimo una semana. Mientras tanto, yo iba cada día al hospital y respondía a sus preguntas (como había estudiado derecho, las preguntas que entraban en el dominio del sentido común podía responderlas), aunque cada vez que desconocía la respuesta llamaba al bufete y pedía instrucciones. Era una persona muy quisquillosa con los detalles y se le tenía que explicar cada expresión. Sin embargo, pasito a pasito, día a día, cabía esperar que aquella odiosa tarea un día u otro acabara. Sin embargo, cuando empezaba a avistarse el final del túnel, el hombre, invariablemente, recordaba algo que había olvidado especificar o cambiaba radicalmente de opinión. Si las rectificaciones eran menores, se podía añadir un yak la enmienda, pero cuando eran sustanciales, había que reescribirlo todo desde el principio. El cuento de nunca acabar. Además, le iban haciendo intervenciones quirúrgicas, chequeos y más cosas, con lo cual, aunque me presentara a la hora indicada, no siempre podía recibirme enseguida. También me había sucedido que iba a una hora y tenía que volver porque decía que no se encontraba bien. Tampoco era infrecuente que me hiciera esperar dos o tres horas antes de recibirme. Ésta fue la razón de que, durante dos o tres semanas, me pasara casi todos los días sentado con paciencia en una silla de la sala de espera del hospital matando un tiempo que se me hacía eterno.
La sala de espera del hospital, como cualquiera puede imaginarse, no era un lugar precisamente acogedor. El plástico de los sofás era de una rigidez casi post mortem y parecía que uno debía enfermar sólo con respirar aquel aire. Por la televisión emitían de forma invariable programas estúpidos y el café de la máquina automática sabía a tinta. Todo el mundo tenía una expresión sombría y preocupada. El lugar hacía pensar en unas posibles ilustraciones de Munch para una novela de Kafka. Pero allí fue donde conocí a Kumiko.
Kumiko acudía al hospital todos los días, entre las clases de la universidad, a cuidar a su madre ingresada por una úlcera duodenal. Solía llevar tejanos o una faldita corta y un jersey, y el pelo recogido en una cola de caballo. Estábamos a principios de noviembre y unas veces se ponía abrigo y otras no. Siempre llevaba un bolso colgado al hombro y acarreaba entre los brazos varios libros, sin duda manuales de la universidad y álbumes de dibujo.
La primera tarde que fui al hospital, Kumiko ya se encontraba allí. Estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas, los mocasines negros, absorta en la lectura de un libro. Sentado frente a ella, esperaba la hora de la entrevista con mi cliente mirando el reloj cada cinco minutos. Kumiko casi no levantó los ojos del libro. Recuerdo haber pensado que tenía unas piernas bonitas. Mirándola a ella me mejoró algo el humor. Intenté imaginar cómo debía de sentirse, tan joven, la cara tan simpática (o, como mínimo, tan inteligente) y con aquel fantástico par de piernas.
Tras varios encuentros, Kumiko y yo empezamos a intercambiar algunas frases banales. A pasarnos revistas que ya habíamos leído, a comernos a medias la fruta que le habían ofrecido a su madre las visitas. Estábamos terriblemente aburridos, hartos, necesitábamos un interlocutor de nuestra edad.
Kumiko y yo simpatizamos desde el principio. No fue una de aquellas emociones fuertes e irresistibles, como una descarga eléctrica, que algunos experimentan al encontrarse, sino un sentimiento mucho más dulce y sosegado. Como dos pequeñas luces que, mientras avanzan en paralelo a través de un vasto espacio oscuro, van acercándose de forma imperceptible la una a la otra. A medida que la iba viendo, casi sin darme cuenta, fue resultándome menos duro ir al hospital. Cuando tuve conciencia de ello, experimenté una sensación aún más extraña: más que haber conocido a una persona nueva, me había reencontrado con un viejo y querido amigo.
Me sentía insatisfecho con el intercambio de frases cortadas que manteníamos dentro del recinto del hospital y deseaba hablar con ella en otro lugar, sin prisas. Un día me decidí a pedirle una cita.
—Creo que nos iría bien cambiar de aires. ¿Por qué no vamos a cualquier sitio donde no haya enfermos ni clientes?
Kumiko, tras pensárselo un instante, respondió:
—¿Qué tal el acuario?
Ésa fue nuestra primera cita. El domingo por la mañana, Kumiko le llevó una muda de ropa a su madre al hospital y nos encontramos en la sala de visitas. Era un día cálido y soleado. Kumiko llevaba un sencillo vestido blanco y una chaqueta azul pálido sobre los hombros. Ya entonces me sorprendió lo bien que sabía vestirse. Por sencilla que fuera la ropa que se ponía, con un detalle o toque personal, como doblar el cuello o arremangarse, conseguía en un instante transformarla en algo espléndido. Además trataba la ropa con mucho cuidado, casi con amor. Cada vez que me encontraba con Kumiko, mientras caminaba a su lado contemplaba con admiración la ropa que llevaba. Blusas sin una arruga, los pliegues de la falda bien plisados, la ropa blanca inmaculada, como acabada de estrenar, y los zapatos sin ni una mancha. Miraba su ropa e imaginaba sus blusas y jerséis perfectamente doblados y alineados dentro del cajón de una cómoda, sus vestidos y faldas colgando del armario enfundados en bolsas de plástico (y eso sería, en efecto, lo que vería al casarme).
Aquel día pasamos juntos la tarde en el acuario del parque zoológico de Ueno. Hacía un día espléndido y yo hubiese preferido pasear tranquilamente por el parque, así que, en el tren de ida a Ueno, sondeé a Kumiko, pero ella parecía decidida a ir al acuario. Si ella deseaba ir al acuario, yo no pondría ninguna objeción. Justo entonces había en el acuario una exposición especial de medusas y fuimos mirando, uno tras otro, los especímenes más raros llegados de todos los rincones del mundo. Dentro de los acuarios flotaban ondeando todo tipo de medusas: desde menudencias del tamaño de la punta de un dedo semejantes a hilachos blandos de algodón a monstruos de más de un metro de diámetro. Pese a ser domingo, el acuario no estaba muy lleno. De hecho apenas había gente. En un día tan precioso, cualquiera prefería mirar los elefantes y las jirafas del parque que las medusas del acuario.
A Kumiko no se lo dije, pero yo odiaba las medusas. De niño, nadando en el mar cerca de casa, me habían picado a menudo. Y una vez, mientras me adentraba en el mar, me hallé de pronto en un banco de medusas. En un santiamén me vi rodeado por ellas. Aún hoy recuerdo vivamente el tacto frío y viscoso. En el centro de aquella vorágine me invadió un pánico horroroso, como si me engullera una oscuridad profunda. Por misteriosas razones, aquella vez no llegaron a picarme, pero tragué mucha agua. De haber podido, me hubiese saltado con gusto la exposición de medusas para ver algún pez más normal, un atún o un lenguado.
Pero Kumiko parecía fascinada. Se detenía ante cada acuario, se inclinaba hacia delante y permanecía allí detenida como si hubiera perdido la noción del tiempo.
—¡Mira ésta! —me decía—. ¡Pensar que en el mundo hay una medusa de un rosa tan brillante! Y nada de una forma tan bonita, además. ¡Pensar que se pasa la vida errando por los mares del mundo! ¿No te parece increíble?
—Sí, y tanto —respondía yo.
Pero mientras acompañaba a Kumiko esforzándome en contemplar cada una de las medusas, empecé a sentir una fuerte opresión en el pecho. Sin darme cuenta, enmudecí y empecé a contar nervioso la calderilla en el bolsillo y a enjugarme las comisuras de los labios con el pañuelo. Rezaba para que acabaran pronto los acuarios de medusas. Pero parecían eternos. Se ve que en los mares del mundo hay una variedad de medusas realmente enorme. Logré resistir media hora antes de que, por la tensión, empezara a darme vueltas la cabeza. Al final, cuando ya ni siquiera podía mantenerme en pie apoyado en la barandilla, me dirigí solo hacia un banco que había allí cerca y me senté. Kumiko se me acercó y me preguntó preocupada si me encontraba mal. Le respondí con sinceridad. Que lo sentía, pero que me había mareado al observar las medusas.
Kumiko me miró fijamente a los ojos con expresión grave.
—Es verdad. Tienes la mirada extraviada. ¡No me lo puedo creer! ¡Mira que pasarte eso mirando las medusas! —exclamó atónita. Me agarró del brazo y me llevó del húmedo y sombrío acuario a la luz del sol.
Tras permanecer sentado unos diez minutos y haber respirado hondo varias veces, me recuperé. El sol de otoño brillaba acogedor y las hojas secas de los álamos danzaban a cada soplo de viento con un leve crujido.
—¿Estás bien? —me preguntó Kumiko poco después—. ¡Mira que eres raro! Si tanto odiabas las medusas, no hacía falta que aguantaras hasta sentirte mal. Podrías habérmelo dicho desde el principio —rió Kumiko.
El cielo estaba despejado, el aire era agradable y las personas que pasaban por allí, en domingo, tenían todas una expresión alegre. Una joven guapa y esbelta paseaba un perro de pelo largo, un abuelo vigilaba a su nieta subida al columpio. Había algunas parejas sentadas en los bancos, como nosotros. En la distancia, alguien hacía escalas con un saxofón.
—¿Y cómo es que te gustan tanto las medusas? —le pregunté.
—Pues, no lo sé. Las encuentro bonitas. Antes, mientras las miraba, he pensado una cosa. Escucha, lo que nosotros vemos es sólo una pequeña parte del mundo. Damos por hecho que esto es el mundo, pero no es del todo cierto. El verdadero mundo está en un lugar más oscuro, más profundo, y en su mayor parte lo ocupan criaturas como las medusas. Eso nosotros lo olvidamos. ¿No te parece? Dos terceras partes del planeta son océanos y lo que nosotros podemos ver con nuestros ojos no pasa de ser la superficie del mar, la piel. De lo que verdaderamente hay debajo casi no sabemos nada.
Luego dimos un largo paseo. A las cinco, Kumiko dijo que tenía que regresar al hospital y yo la acompañé.
—Gracias por un día tan fantástico —me dijo al despedirnos. Y en su sonrisa descubrí una luz serena que no existía antes. Al verla, supe que durante aquel día me había acercado un poco a ella. Tal vez gracias a las medusas.
Después de aquel día, Kumiko y yo seguimos saliendo juntos. Su madre fue dada de alta sin complicaciones y el asunto del testamento concluyó, con lo cual ya no fue necesario volver al hospital, pero nosotros continuamos quedando una vez por semana, íbamos al cine, a escuchar música o, simplemente, a pasear. Cada vez que nos veíamos, nos acercábamos más el uno al otro. Me gustaba estar con ella y, cuando me rozaba, me estremecía. A veces, incluso me costaba trabajar cuando se acercaba el fin de semana. Estaba seguro de que yo le gustaba. De no ser así no quedaría conmigo todas las semanas.
Pero no quería apresurarme en profundizar mi relación con Kumiko. Porque percibía en ella algunas dudas. No podía concretar de qué se trataba, pero en sus palabras y en sus acciones asomaba en ocasiones una especie de vacilación. A veces, cuando le preguntaba algo, retrasaba un poco la respuesta. Creaba una pequeña pausa. Y yo, en esos instantes de vacío, no podía por menos de percibir la «sombra» de algo más.
Llegó el invierno y, después, Año Nuevo. Nos habíamos visto todas las semanas. Ni yo le había preguntado nada a Kumiko sobre este «algo» ni ella me había dicho nada. Nos veíamos, íbamos a cualquier lado, comíamos y hablábamos de cosas impersonales.
—Oye, ¿no tendrás novio o algo así? —me atreví a preguntarle un día.
Kumiko se me quedó mirando unos instantes.
—¿Qué te hace suponerlo?
—Pues, no lo sé. Me da esa impresión.
Estábamos en los jardines imperiales de Shinjuku, desiertos en invierno.
—¿Qué tipo de impresión?
—Pues como si hubiera algo que quisieras decirme. Si puedes hablarme de ello, hazlo.
Vi cómo cambiaba la expresión de su rostro. Aunque fue un cambio muy leve, casi imperceptible. Puede que sólo vacilara un instante. Pero la decisión estaba tomada desde el principio.
—Gracias. Pero no tengo nada especial que decir —dijo Kumiko.
—Aún no has respondido a la primera pregunta.
—¿Si tengo novio o algo así?
—Sí.
Kumiko se detuvo, se quitó los guantes y los deslizó en el bolsillo del abrigo. Tomó mis manos, sin guantes, entre las suyas. Unas manos calientes y suaves. Se las estreché ligeramente como respuesta. Me pareció que su aliento se volvía más breve, más blanco.
—¿Podemos ir a tu apartamento ahora?
—Claro que sí —dije yo un poco sorprendido—. Pero no es gran cosa.
En aquella época vivía en Asagaya, en un pisito con cocina, lavabo y una ducha del tamaño de una cabina telefónica. Estaba en un primer piso, orientado al sur, y las ventanas daban a un solar donde se amontonaban materiales de una empresa de construcción. La luz era lo único bueno. Un piso sin ningún encanto en el que la luz era el único elemento positivo. Kumiko y yo permanecimos largo tiempo sentados uno junto al otro, apoyados en la pared, en aquel rincón soleado.
Aquel día hice el amor con Kumiko por primera vez. Aún hoy sigo pensando que ella lo quiso así. En cierto sentido, fue ella quien me invitó a ello. No es que me lo propusiera con palabras o acciones concretas. Pero cuando mis brazos rodearon su cuerpo, supe que ella había deseado desde el principio que ocurriera. Su cuerpo era suave y se abandonó sin resistencia.
Fue su primera experiencia sexual. Después de hacer el amor, permaneció largo tiempo en silencio. Intenté iniciar varias veces una conversación, pero no respondió. Se metió en la ducha, se vistió y volvió a sentarse en el rincón soleado. Yo no sabía qué decir. Me senté a su lado y permanecí en silencio. A medida que el sol se desplazaba, también nos desplazábamos nosotros, siguiéndolo. Al anochecer, Kumiko dijo que volvía a casa y yo la acompañé.
—¿De verdad no hay nada que quieras decirme? —le pregunté una vez más ya en el tren.
Kumiko negó con un movimiento de cabeza.
—No pasa nada, de veras —dijo ella en voz baja.
No volví a hablar más de ello. A fin de cuentas, ella había decidido libremente hacer el amor conmigo y, si ocultaba algo que era incapaz de expresar con palabras, ya se resolvería solo con el paso del tiempo.
Después seguimos viéndonos una vez por semana. Ella solía pasar por mi apartamento y hacíamos el amor. A fuerza de abrazos y caricias empezó a hablar, poco a poco, de sí misma. De ella, de sus experiencias y, también, de los sentimientos que le habían suscitado. Y yo, poco a poco, fui comprendiendo su manera de ver el mundo. Y, poco a poco, fui contándole cómo lo veía yo. Me enamoré de Kumiko profundamente y también ella decía que no quería separarse de mí. Esperamos a que se licenciara en la universidad y nos casamos.
Después de casados vivimos felices, sin preocupaciones. Con todo, yo no podía evitar pensar a veces que en su interior existía un territorio al que yo no tenía acceso. Por ejemplo, cuando conversábamos, de manera normal o apasionada, a veces enmudecía, súbitamente, sin más. Callaba de repente en mitad de la conversación sin ninguna razón especial (o, al menos, sin ninguna que yo atinara a descubrir). Como si fuera andando por un camino y, de repente, cayera en una trampa. El mutismo no duraba mucho tiempo, pero después, durante unos instantes, ella parecía no estar en realidad allí. Y hasta después de cierto tiempo no volvía a ser ella misma. Mientras escuchaba, me respondía con evasivas: «¡Ah, claro!», «Tienes razón», «Pues, quizás».
Poco después de casarnos, cada vez que ella hacía esto le preguntaba: «Oye, ¿te pasa algo?». Me desconcertaba terriblemente, me preocupaba haber dicho algo que la hubiese herido. Pero Kumiko siempre sonreía y decía sin más: «No me pasa nada». Transcurrido el tiempo oportuno, volvía a la normalidad.
Recuerdo haber sentido una turbación extraña, parecida a eso, la primera vez que entré dentro de Kumiko. Para ella era la primera vez y sólo debió de sentir dolor. De hecho, mantuvo todo el tiempo el cuerpo rígido de dolor. Pero no fue eso lo único que me turbó. Allí había algo extrañamente lúcido. Es difícil de expresar, pero era una especie de disociación. Me asaltó la extraña idea de que el cuerpo que tenía entre los brazos era diferente del cuerpo de la mujer que unos minutos antes había estado tendida a mi lado hablando íntimamente conmigo. En algún momento, sin que me diera cuenta, había sido sustituido por otro cuerpo. Mientras la abrazaba, seguía acariciándole la espalda con la palma de mi mano. Me fascinaba el tacto de aquella espalda pequeña y suave. Pero, al mismo tiempo, la sentía lejísimos de mí. Entre mis brazos, Kumiko parecía encontrarse muy lejos, pensando en otra cosa. Volví a pensar que el cuerpo que tenía entre los brazos era un sustituto. Es posible que fuera ésa la razón por la que, pese a sentirme sexualmente excitado, me costara tanto eyacular.
Pero sólo me dio esa sensación la primera vez que hicimos el amor. Después la sentí cada vez más cerca de mí, y sus reacciones físicas se hicieron más vivas. Me convencí de que había sentido aquella especie de disociación porque era su primera experiencia sexual.
Mientras seguía el hilo de mis recuerdos, de vez en cuando alargaba el brazo, alcanzaba la escala y daba un fuerte tirón para asegurarme de que no se hubiera soltado. Todavía temía que se soltara en cualquier momento. En las tinieblas, cada vez que pensaba en esta posibilidad, me sentía terriblemente inquieto. Tanto, que podía oír los latidos del corazón retumbando en mis oídos. Pero después de haberme asegurado tras tirar de la escala varias veces —quizás unas veinte o treinta— fui calmándome. La escala estaba bien sujeta al árbol. No se soltaría así como así.
Miré el reloj. Las agujas fluorescentes señalaban poco antes de las tres. Las tres de la tarde. Sobre mi cabeza flotaba la tabla de luz con forma de media luna. La superficie de la tierra debía de estar bañada por la luz deslumbrante del verano. Imaginé un riachuelo centelleante y las hojas verdes mecidas por el viento. Justo debajo de una luz tan abrumadora existía una oscuridad como aquélla. Bastaba con descender un poco con una escala de cuerda. Y hallabas una profunda oscuridad.
Volví a tirar de la escala de cuerda y comprobé que estaba bien sujeta. Luego apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos. Pronto me invadió el sueño, como una marea que va subiendo despacio.