32
El rabo de Malta Kanoo
Boris «el despellejador»
En sueños (aunque yo, por supuesto, no podía saber que se trataba de un sueño porque era yo mismo quien estaba soñando), Malta Kanoo y yo estábamos sentados, frente a frente, tomando un té. La sala, rectangular, era muy amplia, y era tan larga que no se alcanzaba a ver, desde un extremo, el final de la misma. Dentro de la sala, en perfecto orden, había más de quinientas mesas blancas y cuadradas. La nuestra se encontraba en el centro. Estábamos solos. El techo, tan alto que recordaba el de un templo budista, estaba atravesado por incontables vigas gruesas de las que, como si fueran macetas, pendían por todas partes unos objetos que parecían pelucas. Mirándolos bien, vi que se trataba de auténticos cueros cabelludos. Lo adiviné por la sangre negra coagulada en su interior. Aquellas cabelleras humanas debían de estar secándose colgadas de las vigas. Tenía miedo de que me cayeran gotas de sangre, todavía fresca, dentro del té. En realidad, a nuestro alrededor se oía el caer de la sangre como si hubiera goteras, y en aquella estancia vacía resonaba con fuerza. Por lo visto, la sangre de los cueros cabelludos que pendían justo sobre nuestras cabezas ya estaba seca y no goteaban.
El té estaba hirviendo, había tres terrones de azúcar de un ostentoso color verde junto a la cucharilla depositada en el plato. Malta Kanoo puso en la taza dos de los tres terrones y los removió lentamente con la cuchara. Pero, por más que los removiera, el azúcar no se disolvía. Desde algún lugar, aparecía un perro y se sentaba junto a la mesa. Al mirarle la cara me daba cuenta de que se trataba de Ushikawa. Un perro grande y negro, de cuerpo rechoncho, sólo de cuello para arriba era Ushikawa. Pero tanto el rostro como la cabeza estaban cubiertos por el mismo pelo negro, corto y rizado que cubría todo su cuerpo.
—¡Hola! Usted es el señor Okada, ¿no es así? —decía Ushikawa, ahora en forma de perro—. ¿Se ha fijado? Ahora tengo mucho pelo en la cabeza, ¿eh? La verdad es que, en cuanto me he convertido en perro, ha empezado a crecerme el pelo. ¡Vaya, vaya! Y hasta los huevos se me han puesto más gordos, y ya no tengo aquel continuo dolor de estómago. Ni tampoco llevo gafas, ¿lo ve? Ya no tengo que vestirme. Nunca me había sentido tan feliz como ahora. ¡Cómo puede ser que no me haya dado cuenta hasta hoy! ¡Ojalá me hubiese convertido en perro mucho antes! ¿Qué le parece, señor Okada? ¿Usted no quiere convertirse en perro?
Malta Kanoo cogía el terrón de azúcar verde que le quedaba en el plato y lo arrojaba con todas sus fuerzas contra la cara del perro, golpeándolo en la frente. La sangre empezaba a manar tiñendo de negro la cara de Ushikawa. Era una sangre muy negra, como tinta china. Pero a Ushikawa no parecía haberle hecho ningún daño. Con una sonrisa, erguía el rabo y se marchaba sin decir nada. Era cierto, sus testículos eran singularmente grandes.
Malta Kanoo llevaba una trinchera. Las solapas levantadas le cubrían el pecho, pero, por la tenue fragancia a piel femenina, yo podía adivinar que no llevaba nada debajo. Se cubría, por supuesto, con el sombrero de plástico rojo. Yo levantaba la taza y bebía un sorbo de té. No sabía a nada. Sólo estaba caliente.
—¡Cuánto me alegra que haya venido! —decía ella con tono de verdadero alivio. Después de tanto tiempo, su voz me parecía algo más alegre que antes—. Últimamente le he telefoneado varias veces y, como no lo encontraba en casa, me inquieté preguntándome si le habría ocurrido algo. Me alegra mucho que esté bien. ¡Me ha tranquilizado tanto oír su voz! Ante todo, querría disculparme por mi largo silencio. No entraré en detalles para explicarle lo ocurrido, sería demasiado largo. Teniendo en cuenta que estamos hablando por teléfono, intentaré ser breve. En realidad he estado de viaje durante largo tiempo, acabo de regresar hace apenas una semana. ¿Oiga? ¿Señor Okada?… ¿Me oye?
—¡La oigo, la oigo! —exclamaba yo. Cuando me daba cuenta, tenía un auricular en la mano y lo apretaba contra mi oreja. También Malta Kanoo tenía uno al otro lado de la mesa. En el teléfono, su voz se oía lejana, como una conferencia internacional con interferencias.
—Me he ausentado de Japón y, durante todo este tiempo, he estado en la isla de Malta, en el Mediterráneo. Un día sentí la necesidad de regresar a Malta, de estar de nuevo cerca de aquel manantial. Comprendí que había llegado el momento. Fue después de que usted y yo habláramos por teléfono por última vez. ¿Lo recuerda? Fue cuando lo llamé para decirle que desconocía el paradero de Creta. En realidad no pensaba ausentarme tanto tiempo. Tenía previsto regresar a los quince días. Por esa razón, señor Okada, no le dije nada a usted. Me subí al avión con lo puesto, sin avisar a casi nadie. Pero, en cuanto llegué a la isla, ya no podía dejarla. ¿Ha estado alguna vez en Malta, señor Okada?
Yo le decía que no. Recordaba haber mantenido con ella una conversación casi idéntica un año atrás.
—¡Oiga! ¿Oiga? —decía Malta Kanoo.
—¡Oiga! ¿Oiga? —repetía yo.
Yo tenía la sensación de que quería comunicarle algo. No lograba recordar qué. Al fin, tras devanarme los sesos, me venía a la cabeza. Apretaba de nuevo el auricular contra mi oreja.
—Hace tiempo que tengo que decirle una cosa, señorita Kanoo. El gato ha vuelto.
Malta Kanoo enmudeció durante cuatro o cinco segundos.
—¿Ha vuelto el gato?
—Sí, usted y yo nos conocimos a raíz de su desaparición, por eso he pensado que tenía que decírselo.
—¿Cuándo ha vuelto?
—A principios de la primavera pasada. Desde entonces está en casa.
—Exteriormente, ¿no ha experimentado ningún cambio? ¿No se le ve algo distinto a como era antes? ¿Algo distinto?
—Ahora que lo pregunta, me dio la impresión de que la forma del rabo era algo diferente —decía yo—. Cuando lo acaricié al volver me pareció, por un instante, que antes lo tenía más doblado. Tal vez me equivoque. Piense que estuvo fuera casi un año.
—¿Está seguro de que es el mismo gato?
—Sí. De eso no me cabe duda. Hace muchísimo tiempo que está en la casa.
—¡Ah, ya! Comprendo —decía Malta Kanoo—. Pero, si le digo la verdad, y siento mucho tener que decírselo, señor Okada, la verdadera cola del gato la tengo yo.
Después de decirlo, Malta Kanoo dejaba el auricular sobre la mesa, se quitaba la trinchera y se quedaba desnuda. Tal como suponía, no llevaba nada debajo. Tenía los pechos idénticos a los de Creta Kanoo, el triángulo de su vello púbico tenía la misma forma. No se quitaba el sombrero de plástico rojo. Se daba la vuelta y me mostraba la espalda. Ciertamente, justo sobre sus nalgas pendía el rabo del gato. Era más largo, en proporción a la estatura de Malta Kanoo, pero la forma era idéntica a la del rabo de Sawara. Tenía la punta doblada, y de un modo, además, mucho más real y persuasivo que el del propio Sawara.
—Mírelo bien. Éste es el auténtico rabo del gato desaparecido. El que ahora lleva es falso, fue hecho más tarde. Parece idéntico, pero, si se fija, es otro rabo.
Cuando iba a sujetarle el rabo, ella lo movía, me esquivaba. Saltaba desnuda encima de una de las mesas. Sobre la palma de mi mano, extendida en el aire, caían del techo unas gotas de sangre. De color rojo vivo, similar al del sombrero.
—Señor Okada, el nombre del bebé que Creta ha dado a luz es Córcega —decía Malta Kanoo desde lo alto de la mesa. Su rabo se agitaba con fuerza.
—¿Córcega? —preguntaba yo.
—Las personas no son islas, ¿verdad? —Ushikawa, el perro negro, metía baza desde algún rincón.
¿El bebé de Creta Kanoo?
Me desperté empapado en sudor.
Hacía tiempo que no tenía un sueño tan largo, tan nítido, que tuviera continuidad. Y también hacía tiempo que no soñaba algo tan extraño. Durante un buen rato, después de despertarme, el corazón me latió con fuerza. Me duché con agua muy caliente, saqué un pijama limpio, me cambié. Pasaba de la una de la madrugada, pero ya no tenía sueño. Del fondo del armario de la cocina saqué una botella de brandy que guardaba desde hacía tiempo, me serví una copa, me la bebí para tranquilizarme.
Luego fui al dormitorio, busqué a Sawara. El gato estaba profundamente dormido, hecho un ovillo bajo el edredón. Lo destapé, le agarré del rabo, se lo inspeccioné con minuciosidad. Mientras recorría con las yemas de los dedos el extremo del rabo intentando recordar cómo había estado doblado, el gato se desperezó con aire de fastidio. Pero volvió a dormirse al instante. Yo ya no estaba seguro de que el rabo fuera el mismo que el de la época en que aún se llamaba Noboru Wataya. De hecho, el rabo que pendía sobre las nalgas de Malta Kanoo me había parecido el auténtico rabo de Noboru Wataya. Recordaba aún vivamente el color y la forma con que había aparecido en el sueño.
«El nombre del bebé que Creta ha dado a luz es Córcega», me había dicho en sueños Malta Kanoo.
Al día siguiente no me alejé mucho de casa. Por la mañana fui al supermercado cerca de la estación, compré comida para varios días, entré en la cocina, preparé el almuerzo. Al gato le di de comer, crudas, unas sardinas grandes. Por la tarde, después de mucho tiempo, fui a nadar a la piscina municipal. Debido, probablemente, a que se acercaba Fin de Año, la piscina no estaba muy llena. Se oía música de Navidad por el altavoz del techo. Nadé despacio hasta que, tras haber hecho mil metros, sentí un calambre en el empeine y dejé de nadar. En una pared de la piscina había un gran adorno navideño.
Al llegar a casa encontré en el buzón una carta inusualmente gruesa. No tuve que darle la vuelta para saber quién era el remitente. No había nadie, aparte del teniente Mamiya, que escribiera a pincel aquellos magníficos caracteres.
«Debo disculparme por mi largo silencio», decía el teniente Mamiya. Escribía tan educada y cortésmente como de costumbre. Mientras leía, casi tuve la sensación de que era yo quién debía disculparse.
«Hace tiempo que pensaba en escribirle a usted y referirle lo que sigue, pero diversas circunstancias me privaban de reunir las fuerzas necesarias para sentarme ante el escritorio y empuñar el pincel. Entretanto, ha pasado el tiempo, se aproxima Fin de Año. Yo no estoy, sin embargo, en situación de posponerlo indefinidamente. Soy viejo, puedo morir en cualquier instante. Es posible que esta carta sea más larga de lo que preveo, espero que no le ocasione a usted ninguna molestia.
»Cuando lo visité el verano pasado para entregarle el recuerdo del señor Honda, le conté la larga historia de mi viaje a Mongolia, pero, en realidad, la historia continúa. Podría decirse que tiene su cola. Existen varias razones por las cuales el verano pasado no le expliqué la historia en su totalidad. Una es la extensión del relato, ya que, aunque tal vez usted no lo recuerde, en aquel momento me reclamaba, por desgracia, un asunto urgente que me impedía referírsela hasta el final. Al mismo tiempo, no me sentía moralmente preparado para relatar con sinceridad, tal y como ocurrió, la continuación de la historia.
»No obstante, al despedirme de usted estuve pensando que tendría que haber dejado a un lado los asuntos urgentes y haberle contado a usted, honestamente, la historia hasta el final, sin ocultarle nada.
»El día 13 de agosto de 1945, en una violenta batalla en las afueras de Hailar, recibí el impacto de un proyectil de ametralladora y, tras caer desplomado al suelo, la oruga de uno de los tanques T-34 del ejército soviético me aplastó el brazo izquierdo, a consecuencia de lo cual lo perdí. Me trasladaron sin conocimiento al hospital del ejército soviético en Chita, me operaron y pude escapar, a duras penas, a la muerte. Como ya le dije en otra ocasión, yo pertenecía al grupo topográfico militar del cuartel general de Hsin-Ching y teníamos órdenes de retirarnos tan pronto como la Unión Soviética interviniese en la guerra. Pero yo, con la intención de morir, había solicitado mi incorporación a las tropas estacionadas en Hailar, cerca de la frontera, y, en un ataque suicida, me lancé contra una unidad de tanques del ejército soviético con una mina en la mano. Como el señor Honda me había predicho a orillas del río Khalkha, yo no podría morir tan fácilmente. En lugar de la vida, todo lo que perdí fue el brazo izquierdo. Si no me equivoco, todos los soldados del pelotón que yo comandaba murieron allí. Aunque me limitaba a cumplir las órdenes de mis superiores, aquello no fue, en realidad, más que un vano acto de suicidio. Las pequeñas minas de mano que usábamos eran del todo impotentes ante los grandes tanques T-34.
»La razón por la cual recibí en el hospital un trato preferente fue el hecho de que, en estado de inconsciencia, estuve delirando en ruso. Me lo dijeron más tarde. Como ya le conté, yo tenía conocimientos básicos de ruso; pero más tarde, mientras prestaba servicio en el cuartel general de Hsin-Ching, con tanto tiempo libre me dediqué a perfeccionarlo. En las últimas fases de la guerra yo ya podía mantener con fluidez una conversación en ruso. En Hsin-Ching había muchos rusos blancos, había camareras rusas en los cafés, de modo que no me faltaron oportunidades para practicar el idioma. Al parecer, aquel idioma me acudió solo a la boca mientras estaba inconsciente.
»Desde el principio, el ejército soviético tenía la intención de enviar a Siberia, tras la ocupación de Manchuria, a los prisioneros de guerra japoneses para realizar trabajos forzados. Lo mismo hicieron con los soldados alemanes al finalizar la guerra en el frente europeo. Habían ganado la guerra, pero la economía soviética se enfrentaba a una grave crisis y la escasez de mano de obra era un problema generalizado. Conseguir prisioneros como mano de obra masculina era una de las cuestiones primordiales. Y ésta era la razón de que necesitaran a muchos intérpretes, aunque lo cierto es que había muy pocos. Y también fue ésta la razón de que a mí me enviaran, con trato preferente, al hospital de Chita. Querían evitar que muriera alguien que hablaba ruso. Si yo no hubiera delirado en ruso, me habrían dejado tirado en cualquier parte y hubiese muerto enseguida. Y habría sido enterrado a orillas del río Hailar, sin lápida. El destino es realmente extraño.
»Después investigaron mis antecedentes con rigor y, como personal del equipo de intérpretes, recibí durante algunos meses educación ideológica y luego fui trasladado a las minas de carbón de Siberia. Omitiré los detalles de todas esas circunstancias. De estudiante había leído a escondidas algunas obras de Marx, y no era que no estuviese básicamente de acuerdo con la ideología comunista, pero ya entonces había visto demasiadas cosas como para sumergirme en ella. Conocía muy bien la sangrienta opresión a que Stalin y el dictador títere habían sometido a Mongolia. Tras la revolución, decenas de miles de lamas, de terratenientes y todas las fuerzas opositoras habían sido recluidos en campos de internamiento y eliminados de forma cruel. Exactamente lo mismo hicieron en la Unión Soviética. Yo podía creer en la ideología en sí, pero ya no podía tener confianza ni en los individuos ni en las instituciones que ponían en práctica aquella ideología, aquellos principios. Lo que nosotros, los japoneses, hicimos en Manchuria, fue lo mismo. Seguramente usted no podrá ni imaginar cuántos trabajadores chinos fueron asesinados durante la construcción de la fortaleza de Hailar para preservar el secreto de los planos.
»Y yo había presenciado, además, la escena infernal del desuello protagonizada por el oficial ruso y los soldados mongoles, me habían arrojado luego al fondo de un profundo pozo en Manchuria y, en aquel pozo, bajo aquella luz intensa y extraña, había perdido completamente la voluntad de vivir. ¿Cómo podía alguien que había experimentado todo aquello creer en una ideología y aceptar su política?
»Como intérprete, hice de enlace entre los prisioneros japoneses que trabajaban en las minas de carbón y los representantes de la Unión Soviética. No sé cómo eran los otros campos de prisioneros que había en Siberia. Pero la mina en la que yo estuve morían hombres a diario. No eran pocas las causas de muerte. Desnutrición, desgaste físico por el trabajo, derrumbamientos en las galerías, inundaciones, enfermedades contagiosas motivadas por la falta de instalaciones sanitarias, el frío increíble del invierno, la violencia por parte de los guardianes, represiones violentas ante la mínima resistencia, linchamientos entre los prisioneros mismos. Surgían odios personales, todos desconfiaban unos de otros, había miedo, desesperación.
»Con el aumento del número de muertos, disminuyó poco a poco la mano de obra disponible. Con el ferrocarril llegaron más prisioneros de otras partes. Demacrados, débiles, las ropas hechas jirones, un veinte por ciento murió en las primeras semanas, incapaz de resistir el duro trabajo de la mina. Los muertos eran arrojados a un profundo pozo en una mina abandonada. La mayor parte del año el suelo estaba helado y era imposible cavar una tumba con las palas. Como sepultura, las minas abandonadas eran lugares idóneos. Eran profundas, oscuras, el frío impedía que se extendiera el hedor a descomposición. De vez en cuando esparcíamos un poco de cal desde lo alto. Y, cuando el pozo empezaba a llenarse, lo cubríamos con tierra y con piedras, igual que si pusiéramos una tapa, y pasábamos a otro pozo.
»No sólo arrojaban muertos, a veces también arrojaron, como castigo ejemplar, a hombres vivos. Los guardianes soviéticos sacaban afuera a varios de los prisioneros japoneses que habían mostrado actitudes levantiscas, les propinaban entre muchos una paliza, les rompían los huesos de los brazos y las piernas y, al fin, los arrojaban al oscuro abismo. Aún puedo oír sus gritos de dolor. Aquello era realmente como experimentar el infierno en vida.
»La mina la dirigían funcionarios destacados allí por el Comité Central del Partido y estaba rigurosamente vigilada por el ejército como una importante instalación estratégica. Se decía que el hombre del Politburó, número uno en la mina, era del mismo pueblo que Stalin, un hombre aún joven, ambicioso, y también duro, cruel. Su idea fija era elevar las cifras de producción. El desgaste humano no entraba en absoluto en sus consideraciones. Si se lograban incrementar en la mina las cifras de producción, el Comité Central del Partido la consideraría una mina excelente y, como premio, continuaría mandando, prioritariamente, mano de obra. Por más muertos que hubiera, siempre llegarían tantos trabajadores como fuesen necesarios. Para mejorar resultados perforaban, una tras otra, peligrosas galerías que normalmente no hubieran perforado. Era lógico que el número de accidentes fuese aumentando cada vez más, pero eso nunca les preocupó.
»No sólo los dirigentes eran así. Los guardianes de las minas eran expresidiarios, sin educación, sorprendentemente crueles y obstinados. Tampoco mostraban compasión ni parecían tener siquiera sentimientos. Casi podía pensarse que el frío de Siberia, allí en el fin del mundo, los había transformado en seres inhumanos. Habían cometido algún crimen, habían sido trasladados a alguna cárcel de Siberia y habían cumplido una larga condena. Sin un lugar al que volver, sin familia, habían acabado por establecerse en Siberia, se habían casado, habían tenido hijos.
»Los prisioneros destinados a aquella mina de carbón no eran sólo japoneses. También había rusos. La mayoría eran, al parecer, presos políticos y exmilitares purgados por Stalin. Entre ellos podían contarse bastantes que habían sido personas realmente refinadas, que habían recibido una educación superior. También había, aunque no muchos, mujeres y niños. Seguramente familiares de presos políticos. Las mujeres y los niños realizaban trabajos de cocina, limpieza, la colada. En algunos casos obligaban a las mujeres jóvenes a prostituirse. Y no sólo había rusos, también había polacos, húngaros y otros extranjeros de piel morena (tal vez armenios o kurdos); todos fueron llegando en el ferrocarril. La zona que ocupábamos estaba dividida en tres recintos. En el recinto más grande concentraban a los prisioneros japoneses, en otro recinto a los otros prisioneros de guerra y demás presidiarios. Además había, aparte, un recinto donde vivían los que no eran prisioneros. Eran mineros, especialistas en minas, oficiales de la tropa de vigilancia, los guardianes y sus familias, y también simples ciudadanos rusos. Había además un recinto grande para el destacamento de la estación. A los prisioneros de guerra y a los presidiarios les estaba prohibido circular por toda la zona. Los diferentes recintos estaban separados por grandes alambradas de espino y por allí patrullaban soldados armados con metralleta.
»Pero yo, en principio, tenía libertad para ir y venir de un recinto a otro con salvoconducto, porque cumplía las funciones de intérprete-enlace y debía visitar diariamente la oficina central. Cerca de la oficina estaba la estación de ferrocarril y, frente a la estación, se abrían algunas calles que llegaban a formar una pequeña ciudad. Había unas cuantas tiendas miserables que vendían artículos de primera necesidad, tabernas, alojamientos para los funcionarios del Comité Central y los oficiales de alta graduación. Una gran bandera roja de la Unión Soviética ondeaba en la plaza donde había abrevaderos para los caballos. Bajo la bandera había estacionado un coche blindado y un soldado joven, completamente armado y con cara de aburrimiento, permanecía tranquilo y apoyado siempre en la ametralladora. Más allá había un hospital recién construido y, a la entrada, se erguía, como era costumbre, una gran estatua de Josif Stalin.
»Fue en la primavera de 1947 cuando me encontré de nuevo con aquel hombre. Creo que fue a principios de mayo, la estación en que la nieve al fin se había fundido. Había pasado un año y medio desde que fui destinado allí. Aquel hombre, con uniforme de presidiario, trabajaba en las obras de reparación de la estación junto con otros diez compañeros. Desmenuzaba piedras con una maza para pavimentar la calle. Los golpes de maza sobre las piedras resonaban por los alrededores. Pasé por allí casualmente, volvía de entregar un informe en la oficina central que administraba la mina. El suboficial que vigilaba las obras me paró, me pidió que le enseñara el salvoconducto. Saqué el permiso del bolsillo y se lo entregué. Era un sargento robusto, se lo quedó mirando un rato con desconfianza, pero era evidente que no sabía leer. Llamó a uno de los presos que estaban trabajando y le hizo leer el papel. Era un preso distinto a los otros, de aspecto más culto que los demás. Pero era aquel hombre. Cuando lo vi, me quedé blanco, muy pálido, casi se me cortó el aliento. No podía respirar, como cuando te ahogas en el agua.
»Era, precisamente, el oficial ruso que a orillas del río Khalkha había ordenado a los mongoles que desollaran a Yamamoto. Estaba demacrado, las entradas sobre la frente le llegaban hasta el centro del cráneo, le faltaba un diente. Llevaba ropas mugrientas en vez de su uniforme militar impecable, sin una arruga, y zapatos de tela agujereados en vez de las botas relucientes. Los cristales de las gafas estaban sucios, rayados, las patillas dobladas. Pero era, sin duda, aquel oficial. No podía equivocarme. Él también me miró fijamente. Tal vez le extrañara que yo me hubiese quedado petrificado de estupor. También yo, comparado a cómo era nueve años atrás, debía de estar demacrado, envejecido. El pelo incluso canoso. Pero me pareció que al final también él me había reconocido. Puso cara de espanto. Seguramente estaba convencido de que había acabado pudriéndome en el fondo de aquel pozo en Mongolia. Ni en sueños había imaginado que acabaría encontrándome con aquel oficial en una mina siberiana, vestido con ropas de presidiario.
»Él ocultó enseguida su sorpresa, le leyó con voz serena el contenido del salvoconducto al sargento analfabeto, que apoyaba sus brazos en la metralleta que le colgaba del cuello. Leyó mi nombre, que era intérprete, que tenía permiso para circular por la zona. El sargento me devolvió el salvoconducto, me indicó que me fuera haciéndome una señal con la barbilla. Di algunos pasos, me volví. El hombre también me miraba. Me pareció que en su rostro flotaba la sombra de una sonrisa. Tal vez fueran imaginaciones mías. Durante un rato me costó andar, me temblaban las piernas. En un instante había resucitado con toda su intensidad el pánico de entonces.
»Supuse que aquel hombre debía de haber sido destituido de su cargo por alguna razón y enviado preso a Siberia. No era algo raro en la Unión Soviética de entonces. Las feroces luchas intestinas en el gobierno, en el partido, en el ejército eran fomentadas por el recelo enfermizo de Stalin. A quienes perdían el favor les quedaban sólo dos caminos, o el fusilamiento inmediato o el traslado a un campo de concentración tras un juicio sumarísimo, pero sólo Dios sabe cuál de ambas penas era la más benigna. Porque, aunque hubieran escapado a la pena de muerte, eran obligados hasta el fin de sus días a realizar trabajos forzados de una crueldad terrible. Nosotros, los japoneses, éramos prisioneros de guerra, así que aún nos quedaba la esperanza de sobrevivir y poder regresar algún día a la patria, pero a los rusos desterrados ni siquiera les quedaba esa remota esperanza. También aquel hombre moriría inútilmente en Siberia.
»Pero había una cosa que me preocupaba. Él sabía ahora mi nombre, dónde estaba. Y sabía que antes de la guerra yo había participado, sin haber sido informado de ello, en una misión secreta junto a Yamamoto. Habíamos cruzado el río Khalkha, entrado en territorio mongol y realizado una acción de espionaje. Si él revelaba estos hechos, me vería en apuros. Pero no me denunció. Más tarde supe que, por aquellos días, organizaba en secreto un plan a gran escala.
»Volví a verlo delante de la estación una semana después. Los pies encadenados, ropa de presidiario mugrienta; como la vez anterior, desmenuzaba piedras con una maza. Lo miré a la cara, también él me miró. Dejó la maza en el suelo, se volvió hacia mí, irguió la espalda como cuando vestía uniforme militar. Esta vez vi, sin ninguna duda, una sonrisa en su rostro. Era una sonrisa leve, pero era una sonrisa. Una sonrisa que ocultaba una escalofriante crueldad. Aquéllos eran los mismos ojos que miraban cómo era desollado Yamamoto. Pasé de largo sin decir nada.
»Había sólo un oficial en la comandancia del ejército soviético con quien podía hablar en confianza. Se había licenciado, como yo, en geografía, en su caso por la Universidad de Leningrado, y tenía más o menos mi edad. Como era lógico, le interesaba el trazado de mapas. Por esta razón, y con cualquier pretexto, nos pasábamos el rato charlando sobre temas especializados, siempre relacionados con la elaboración de mapas. Su interés personal se centraba en los mapas estratégicos que había trazado el ejército de Kwantung. Por supuesto, no podíamos hablar de estos temas estando cerca sus superiores. No podíamos disfrutar de un relajado intercambio de opiniones entre especialistas. A veces me daba comida. También me enseñó las fotos de su mujer e hijos, a quienes había dejado en Kiev. Fue el único ruso, durante mi estancia como prisionero en la Unión Soviética, por el que sentí cierta simpatía.
»Un día le pregunté, sin alterar el tono, sobre los presos que trabajaban en la estación. Le dije que había visto a un hombre que tenía el aire de no ser un preso normal. ¿Había ocupado antes, tal vez, un cargo elevado? Y le expliqué detalladamente las particularidades de su aspecto. Nikolai —ése era el nombre del oficial amigo— me miró con expresión de desagrado.
»—Es Boris “el despellejador” —dijo—. Pero, por tu bien, es mejor que no te intereses por él.
»Le pregunté por qué. Nikolai no quería hablar de aquel tema. Pero, al fin, de mala gana, me explicó las razones por las cuales Boris el despellejador había sido desterrado a aquella mina.
»—No le digas a nadie que te lo he contado —me pidió Nikolai—. Es un tipo realmente peligroso, estoy hablando en serio. Yo no quiero ni verlo.
»Según lo que me contó Nikolai, el verdadero nombre de Boris el despellejador era Boris Gromov, y había sido comandante del NKGB, la policía secreta del Ministerio del Interior. Justo lo que yo había supuesto. Había sido destinado a Ulan Bator en 1938 cuando Choybalsan se había hecho con el poder real y había tomado posesión del cargo de primer ministro. Boris Gromov había fundado allí la policía secreta de Mongolia tomando como modelo la policía secreta soviética que dirigía Beria, y había demostrado una gran capacidad para reprimir las fuerzas antirrevolucionarias. Quienes fueron capturados por ellos, fueron enviados a campos de concentración y torturados. Cualquiera que fuera objeto de la más mínima sospecha, cualquiera sobre quien recayera la más mínima duda, era aniquilado.
»Al terminar la guerra en Nomonhan y desaparecer el peligro en el este, lo hicieron regresar al Comité Central. Lo enviaron al este de Polonia, zona ocupada por la Unión Soviética, donde se hizo cargo de la purga de exoficiales del ejército polaco. Fue allí donde le pusieron el apodo de Boris “el despellejador”. Porque su tortura preferida consistía en desollar vivas a sus víctimas. Para ello utilizaba a un individuo que, según se decía, había traído consigo de Mongolia. Por supuesto, los polacos lo temían a muerte. Quienes eran obligados a ver con sus propios ojos un desuello lo confesaban todo. Cuando estalló la guerra contra Alemania y el ejército alemán cruzó la frontera, Boris regresó desde Polonia a Moscú. Fueron muchos los detenidos bajo la sospecha de haber conspirado a favor de Hitler, y sin haber hallado pruebas inculpatorias fueron ejecutados o enviados a campos de internamiento, y, también allí, Boris, el brazo derecho de Beria, desplegó su brillante actuación utilizando la tortura de su especialidad. Stalin y Beria tenían que inventarse una conspiración interna para encubrir su propia responsabilidad por no haber previsto de antemano la invasión nazi y, de este modo, reafirmar sus posiciones como líderes. Sólo en la fase de las brutales torturas fueron asesinadas sin motivo muchas personas. No era algo que se supiese con certeza, pero lo que se decía era que Boris y su mongol habían desollado, en aquella época, por lo menos a cinco personas. Según los rumores, decoraba orgullosamente su despacho con aquellas pieles.
»Boris era cruel, pero a la vez extremadamente cauto. Gracias a su cautela, logró sobrevivir a diversas intrigas y purgas. Beria lo quería como a un hijo. Pero, al parecer, a Boris se le subieron los humos y fue demasiado lejos. Cometió un error fatal. Capturó a un capitán de una unidad de tanques sospechoso de haber conspirado, durante la batalla de Ucrania, junto a oficiales alemanes de una unidad de tanques de la guardia de corps y acabó matándolo mientras lo interrogaba. Lo mató introduciéndole un soldador candente por diversos orificios del cuerpo. Por las orejas, la nariz, el ano y el pene. Pero resultó que aquel oficial era sobrino de uno de los altos cargos del Partido Comunista. Más tarde, una minuciosa investigación del Estado Mayor del Ejército Rojo demostró su completa inocencia con respecto a los cargos que se le imputaban. El alto cargo del partido, por supuesto, se enfureció, y el Ejército Rojo, cuyo honor había sido puesto en entredicho, no permaneció ni quieto ni callado. Ni siquiera Beria pudo protegerlo. Boris fue destituido de inmediato, juzgado y sentenciado a pena de muerte junto a su ayudante mongol. Pero el NKGB logró reducir la pena haciendo lo imposible, y Boris fue deportado a un campo de concentración en Siberia y condenado a trabajos forzados (el mongol fue ahorcado). Se decía que Beria había hecho llegar un mensaje secreto a Boris diciéndole que haría gestiones ante el Ejército Rojo y el Partido y que lo restituiría en el cargo antes de un año. Al menos eso fue lo que me contó Nikolai.
»—¿Comprendes, Mamiya? —dijo Nikolai bajando la voz—. Aquí todo el mundo cree que Boris volverá a ocupar su antiguo cargo. Seguramente Beria lo rescate de aquí en un futuro breve. Es cierto que este campo de concentración está administrado, por ahora, por el Comité Central y por el Ejército Rojo, así que incluso Beria tiene que andarse con pies de plomo. Pero no podemos estar tranquilos. La situación puede cambiar en cualquier momento. Si ahora se lo hiciésemos pasar mal, está claro que tramaría contra nosotros una venganza terrible. En el mundo abundan los tontos, pero no hay ninguno que lo sea tanto como para firmar él mismo la orden de ejecución de su propia sentencia de muerte. De modo que aquí todos lo tratamos con muchos miramientos, casi como a un invitado. Por supuesto, no podemos dejar que viva en un hotel rodeado de sirvientes, así que, por el momento, sigue encadenado y se le obliga a hacer trabajos ligeros para cubrir las apariencias. En realidad, tiene su propia habitación, también recibe alcohol, tabaco, todo lo que pide. A mi modo de ver, no es más que una víbora que no favorece ni a mi país ni a nadie. Ojalá una noche lo degollara alguien.
»Un día que yo pasaba cerca de la estación, me llamó el mismo sargento corpulento de la otra vez. Ya le iba a enseñar el salvoconducto. Pero él hizo un signo negativo con la cabeza. Me dijo que fuera al despacho del jefe de estación. No entendía el motivo, pero me dirigí allí. El jefe de estación no se encontraba en el despacho, sino Boris, con sus ropas de presidiario, y me estaba esperando. Estaba sentado a la mesa del jefe de estación y tomaba el té. Me quedé petrificado en la entrada. Ya no llevaba los grilletes. Me hizo una señal con la mano para que entrara.
»—¡Cómo va, teniente Mamiya! Hacía tiempo que no nos veíamos —dijo sonriendo con buen humor. Me ofreció un cigarrillo, lo rechacé con un gesto de cabeza. Se puso el cigarrillo entre los labios y lo encendió—. Ya han pasado nueve años desde entonces. ¿O son ocho? Me alegra que estés vivo y bien. Siempre me alegra volver a encontrar a un viejo amigo. Especialmente después de una guerra tan cruel como ésta, ¿no es verdad? ¿No te lo parece? Por cierto, ¿cómo pudiste salir de aquel maldito pozo? —Yo permanecía callado, con los labios prietos—. Bueno, qué importa eso ahora. En cualquier caso pudiste escapar de allí. Y has perdido el brazo en algún lugar. Y has aprendido a hablar un ruso fluido. Me alegro mucho. Perder un brazo no es nada. Lo importante es conservar la vida.
»Le contesté que no estaba vivo por propia voluntad.
»Boris, al oírlo, rió a carcajadas.
»—Teniente Mamiya, reconozco que eres un tipo muy interesante. No se conoce todos los días a alguien que no quiere estar vivo pero que, en cambio, ha logrado escapar de todas partes vivito y coleando, ¿eh? Vaya, vaya, vaya, realmente interesante. Pero a mí no puedes engañarme con tanta facilidad. Es imposible para una persona normal salir sin ayuda de aquel pozo y, luego, regresar a Manchuria después de cruzar el río. No te preocupes, no voy a decírselo a nadie.
»Por cierto, desgraciadamente, como puedes ver, he perdido el puesto que me corresponde, me hallo en este campo como un presidiario cualquiera. Pero no pienso quedarme siempre partiendo piedras con la maza en esta tierra en los confines del mundo. Ahora me encuentro aquí de este modo, pero preservo una influencia evidente en el Comité Central y estoy consolidando mi poder, también aquí, día a día, utilizando esa influencia. Y, si te hablo en confianza, me gustaría tener una buena relación con vosotros, los prisioneros japoneses. Digan lo que digan, los resultados de esta mina dependen de vuestro trabajo, los diligentes prisioneros japoneses. Pienso que nada de lo que se haga aquí puede hacerse sin teneros en cuenta. De modo que, para empezar, me gustaría que me ayudaras. Tú pertenecías a la sección de espionaje del ejército de Kwantung y eres valiente. Hablas muy bien el ruso. Creo que podré ofreceros facilidades, a ti y a tus compatriotas, si haces de intermediario. Pienso que es una buena oferta.
»—Nunca he sido espía ni tengo intención de serlo ahora —contesté claramente.
»—No te estoy diciendo que hagas de espía —dijo Boris como si tratara de tranquilizarme—. No quiero que me interpretes mal. Escúchame bien, lo que te digo es que mejorarían vuestras condiciones. Te propongo que busquemos un mejor entendimiento. Y sólo te estoy pidiendo que hagas de mediador. Escúchame bien, teniente Mamiya, puedo echar a patadas de su silla a ese mierda inútil de georgiano del Politburó. No te miento. ¿Qué te parece? Vosotros debéis de odiarlo a muerte. Y una vez haya saltado, sería posible concederos una autonomía parcial. Vosotros creáis un comité y os administráis vosotros mismos. Entonces ya no recibiréis, como hasta ahora, malos tratos por parte de los guardianes. Hace tiempo que lo estáis deseando, ¿no es así?
»Ciertamente, Boris tenía razón. Era algo que nosotros veníamos reclamando a las autoridades del campo desde hacía mucho tiempo, pero siempre se habían negado rotundamente.
»—¿Y qué nos pides a cambio? —pregunté.
»—Nada especial —dijo sonriendo con los brazos abiertos—. Lo que yo busco es una relación estrecha y buena con vosotros, los prisioneros japoneses. Necesito vuestra colaboración para sacarme de encima a unos cuantos camaradas con quienes considero difícil congeniar. Y nuestros intereses coinciden en algunos puntos, ¿no te parece? Podríamos colaborar. Como a menudo dicen los americanos, give and take. Si colaboráis conmigo, no os haré nada malo. No tengo la menor intención de engañaros. Por supuesto, sé muy bien que no estoy en situación de pedirte que me tengas simpatía. Entre nosotros hay algunos recuerdos no muy agradables. Pero, aunque no lo aparente, soy una persona muy fiel. Cumplo sin falta lo que prometo. De modo que olvidemos el pasado.
»Me gustaría que dentro de unos días me dieras una respuesta respecto de mi propuesta. Vale la pena probarlo y, por vuestra parte, ya no tenéis nada más que perder. ¿No es así? Escúchame bien, teniente Mamiya, lo que te pido es que mantengas en secreto lo que acabo de decirte y que se lo transmitas sólo a alguien de la máxima confianza. A decir verdad, entre vosotros hay algunos delatores que colaboran con el Politburó. Procura que no se enteren. Si se enteraran, nos veríamos en apuros. Mi influencia aquí todavía no es suficiente.
»Volví al campo de concentración y, en secreto, le comenté la propuesta a un exteniente coronel, inteligente y valeroso. Comandaba las tropas que quedaron sitiadas en una fortaleza en las montañas de Khingan y nunca, ni siquiera después de finalizada la guerra, izó la bandera blanca, era un líder oficioso entre los prisioneros japoneses e incluso los rusos le cedían el paso. Le expliqué que Boris había sido oficial de alta graduación de la policía secreta y luego le expliqué su propuesta sin mencionar a Yamamoto ni nuestra misión junto al río Khalkha. Al parecer, al teniente coronel le pareció interesante la posibilidad de expulsar al representante del Politburó y de conseguir la autonomía de los prisioneros japoneses. Le insistí en que Boris era un hombre cruel, peligroso, maquiavélico, que no cabía fiarse de él sin tomar precauciones.
»—Sin duda es así. Pero es cierto que, tal como él mismo dice, no tenemos nada que perder, ¿no es cierto? —comentó el teniente coronel.
»No supe qué responderle. Me parecía imposible que la situación pudiese empeorar a consecuencia de aquel trato. Pero, en definitiva, me equivocaba. El infierno, realmente, no tiene fondo.
»Días después, por fin, fijé el lugar donde el teniente coronel y Boris podían encontrarse a solas, sin ser vistos por nadie; yo también asistí en calidad de intérprete. Después de treinta minutos de negociación, llegaron a un acuerdo sobre el compromiso secreto y se estrecharon la mano. Desconozco lo que ocurrió después. Por lo visto intercambiaban con frecuencia notas en clave a través de algún conducto secreto. Por mi parte, no tuve otra oportunidad de actuar como intermediario. Mientras tanto, el teniente coronel y Boris mantenían el máximo secreto. Algo que, para mí, era de agradecer. Porque yo no quería, de ser posible, volver a relacionarme con Boris. Por supuesto, más tarde sabría que aquello era imposible.
»Algo así como un mes después, el representante del Politburó fue expulsado de su puesto por órdenes del Comité Central del Partido y, tal como Boris me había asegurado, dos días después llegó otro funcionario de Moscú. Dos días después, por la noche, tres prisioneros japoneses fueron estrangulados. Para simular su suicidio, fueron colgados con cuerdas de unas vigas del techo, pero era evidente que habían sido linchados por sus compañeros japoneses. Seguramente eran los delatores de los que había hablado Boris. Pero aquel incidente terminó sin que nadie buscara a los asesinos ni se impusiera ningún castigo. En aquel momento, Boris ya tenía en sus manos el verdadero poder del campo de concentración».