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Despertar del letargo hibernal
Otra tarjeta de visita
El anonimato del dinero
Como es natural, para conseguir un terreno no basta con desearlo. En realidad, la cantidad de dinero que yo podía reunir se reducía casi a cero. Aún me quedaba algo del dinero de la herencia de mi madre, pero estaba destinado a desaparecer, en un futuro no muy lejano, pues lo necesitaba para subsistir. No tenía trabajo ni nada que hipotecar para ofrecer como garantía. En el mundo no existía un solo banco tan amable como para prestar su dinero a una persona como yo. O sea, que tenía que hacer aparecer el dinero del aire, por arte de magia. Y en un plazo de tiempo breve.
Una mañana fui andando hasta la estación y compré diez boletos con números correlativos de lotería. Cincuenta millones de yenes al primer premio. Uno al lado del otro, los clavé con chinchetas en la pared de la cocina y los observaba cada día. Había veces que me quedaba sentado en una silla mirándolos fijamente durante casi una hora. Como si esperara que surgiera así la clave secreta que sólo yo podría descifrar. Pero días después tuve una especie de presentimiento.
No me tocará la lotería.
Poco después, el presentimiento se transformó en convicción. Jamás resolvería mis problemas yendo a la estación a comprar boletos de lotería y esperando sentado el día de sorteo. Debía usar mi capacidad, tenía que conseguir el dinero valiéndome de esa capacidad. Rasgué los diez boletos y los tiré. Luego me puse ante el espejo del lavabo y miré hacia el fondo del cristal. Me interrogué a mí mismo ante el espejo: «Seguro que hay algún medio, ¿no es así?». No hubo respuesta.
Cansado de permanecer en casa dándole vueltas a lo mismo, salí y caminé por los alrededores. Paseé sin rumbo durante tres o cuatro días. Cuando me cansé de deambular por el barrio, cogí el tren y me dirigí a Shinjuku. Al acercarme a la estación me habían entrado ganas de ir al centro. No estaría mal reflexionar en un paisaje distinto al habitual. Y, pensándolo bien, hacía tiempo que no iba en tren. Mientras metía las monedas por la ranura de la máquina expendedora de billetes, casi llegué a sentir la típica incomodidad de cuando se hace algo a lo que no se está acostumbrado. Ya habían pasado más de seis meses desde que había ido al centro por última vez. El día que me topé con el hombre que llevaba el estuche de guitarra y lo seguí.
Después de tanto tiempo, la aglomeración de la gran ciudad me agobiaba. Sentía asfixia y el corazón se me aceleraba sólo con mirar a la gente que iba y venía. La hora punta ya había pasado y no debía de haber una muchedumbre exagerada, pero al principio yo era incapaz de andar esquivando a los transeúntes. Más que en una aglomeración de personas, me hacía pensar en un gigantesco torrente capaz de desmoronar las montañas y arrastrar las casas. Tras caminar un rato entré, con la intención de calmarme, en una cafetería que tenía una gran luna de cristal que daba a la calle y me senté en uno de los asientos junto a la ventana. La cafetería no estaba llena, aún faltaba para mediodía. Pedí un chocolate caliente y me quedé abstraído mirando a los transeúntes que pasaban por la calle. Perdí la noción del tiempo que había transcurrido. Quince o veinte minutos tal vez. De repente, me encontré persiguiendo con la mirada todos los Mercedes Benz, los Jaguar, los Porsche, relucientes, bruñidos, que pasaban despacio ante mis ojos por aquella calle atestada de coches. Brillaban de manera casi excesiva, como si fueran el símbolo de algo, bajo los rayos del sol matinal que había sucedido a la lluvia. No tenían ni un arañazo, ni una mancha. Pensé: «Esos tipos tienen dinero». Era la primera vez en mi vida que se me ocurría una cosa así. Sacudí la cabeza mirando mi rostro reflejado en el cristal de la ventana. Por primera vez en mi vida, desesperadamente, necesitaba dinero.
A la hora de la comida, la cafetería se llenó y decidí caminar por las calles. No había ningún lugar adónde quisiera ir. Simplemente, después de tanto tiempo me apetecía vagar por la ciudad. Fui de una calle a otra, atento sólo a no chocar con la gente que venía de frente. Doblaba a la derecha o a la izquierda, o seguía recto, según el color de los semáforos o el impulso del momento. Con las manos en los bolsillos, me concentraba sólo en la acción física de caminar. Pasé de las calles principales, atestadas de grandes almacenes y escaparates de grandes tiendas, a callejuelas donde se alineaban sex-shops vistosamente decorados, a calles bulliciosas de cines, volví a las calles principales atravesando el silencioso recinto de un santuario sintoísta. Era una tarde templada y la mitad de las personas que iban por la calle iba sin abrigo. De tanto en tanto, soplaba un airecillo agradable. Y, de súbito, me encontré en un paisaje familiar. Miré el suelo de azulejos. Miré la pequeña estatua y levanté los ojos hacia la pared de cristal que se erguía ante mí. Me encontraba en el centro de una plaza frente a un rascacielos gigantesco. El mismo lugar donde el verano pasado, siguiendo el consejo de mi tío, había contemplado la cara de la gente que pasaba. Lo había hecho durante diez días. Y me había topado con aquel hombre extraño que llevaba el estuche de guitarra, lo había seguido, me había golpeado el brazo izquierdo con un bate de béisbol. Había vuelto a aquel lugar tras vagar sin rumbo por el barrio de Shinjuku.
Igual que la otra vez, me compré en Dunkin’ Donuts un donut y un café, me los tomé sentado en un banco de la plaza. Observé el rostro de las personas que pasaban ante mí. Mientras, fui recobrando poco a poco la calma. No sabía por qué, pero allí me sentía muy cómodo, como si en un rincón hubiera hallado un hueco donde mi cuerpo encajase a la perfección. Hacía mucho tiempo que no contemplaba de frente la cara de la gente. Luego me di cuenta de que lo que hacía tiempo que no veía, no era sólo la cara de la gente. Apenas había visto cosas durante el último medio año. Enderecé la espalda, volví a contemplar la gente, los edificios que se erguían en el cielo claro, sin nubes, de primavera, las vallas con anuncios de colores y el periódico que había encontrado por allí. Me dio la sensación de que, a medida que se acercaba el atardecer, las cosas recuperaban a mi alrededor sus colores.
A la mañana siguiente, volví a coger el tren para Shinjuku como el día anterior. Sentado en el mismo banco, observé la cara de la gente que pasaba. A mediodía me bebí un café y me comí un donut. Antes de la hora punta cogí el tren y regresé a casa. Al día siguiente repetí exactamente la misma operación. Tal como imaginaba, no pasó nada. No hice ningún descubrimiento. Como siempre, el enigma seguía siendo un enigma, la duda seguía siendo una duda. Pero tenía la vaga sensación de que me acercaba a algo, aunque fuese muy despacio. Podía constatar esa proximidad con mis propios ojos poniéndome ante el espejo del lavabo. El color de la mancha era más vivo y la temperatura más alta. En algunos momentos llegué a pensar que la mancha estaba viva. Vivía igual que vivía yo.
Como el verano pasado, seguí haciendo lo mismo durante una semana. Me dirigía al centro de la ciudad en el tren de las diez y pico, me sentaba en uno de los bancos de la plaza frente al rascacielos y, sin pensar en nada, observaba todo el día a la gente que iba y venía. Había veces que, por algún motivo, los ruidos se alejaban y desaparecían a mi alrededor. Entonces, lo único que me llegaba a los oídos era el murmullo profundo y sosegado de una corriente de agua que discurría por allí. De súbito, me acordé de Malta Kanoo. Me había hablado de escuchar el rumor del agua. El agua en ella era un tema recurrente. Pero no podía recordar qué había dicho sobre el murmullo del agua. Ni siquiera recordaba su rostro. Lo único que podía recordar era el color rojo de su sombrero de plástico. ¿Por qué llevaría siempre aquella mujer el sombrero de plástico rojo?
Poco a poco, los ruidos a mi alrededor fueron retornando, y yo volví a mirar la cara de la gente.
El octavo día por la tarde se me acercó una mujer. En aquel instante, con un vaso de papel vacío en la mano, yo estaba mirando hacia otra parte.
—Oye —dijo la mujer.
Me di la vuelta y clavé la mirada en el rostro de la mujer que tenía de pie ante mí. Era la mujer de mediana edad que había conocido antes en el mismo lugar. Era la única persona que me había hablado y, aunque no preveía volver a encontrármela, que me hablase me pareció una consecuencia natural del flujo del destino.
Como la vez anterior, llevaba ropa de excelente calidad. Vestía con exquisito buen gusto. Llevaba gafas de sol oscuras con la montura de carey, chaqueta azul con hombreras y una falda de franela de color rojo. La blusa era de seda y, en la solapa de la chaqueta, brillaba un broche de oro minuciosamente trabajado. Los zapatos rojos de tacón alto eran sencillos, sin adorno alguno, pero calculé que su precio equivalía a mis gastos a lo largo de unos cuantos meses. Frente a ella, mi aspecto era tan lamentable como de costumbre. Llevaba una cazadora deportiva que había comprado el año de mi ingreso en la universidad, una sudadera de color gris con el cuello desbocado y unos tejanos deshilachados. Las zapatillas de tenis, blancas originariamente, tenían tantas manchas que era imposible adivinar su color.
Se sentó a mi lado, cruzó las piernas en silencio, abrió el cierre del bolso y sacó un paquete de Virginia Slims. Me ofreció uno, como había hecho la otra vez. Lo rechacé, igual que la otra vez. Con un cigarrillo entre los labios, sacó un encendedor de oro, largo y fino, del tamaño de una goma de borrar, y lo encendió. Luego se quitó las gafas de sol, se las metió en el bolsillo de la pechera y me miró fijamente a los ojos, como si buscara una moneda que se le hubiese caído en un estanque poco profundo. También yo la miré a los ojos. Eran extraños. En ellos había profundidad, pero carecían por completo de expresión.
La mujer entrecerró los ojos.
—De modo que has vuelto otra vez aquí, ¿eh?
Asentí con un movimiento de cabeza.
Contemplé cómo se alzaba el humo desde la punta del fino cigarrillo y desaparecía danzando en el viento. Ella echó una ojeada al paisaje que nos rodeaba. Como si quisiera comprobar con sus propios ojos qué había estado mirando yo todo el tiempo que llevaba sentado en el banco. Pero la panorámica no pareció interesarle demasiado. Fijó de nuevo la mirada en mi rostro. Durante unos instantes mantuvo los ojos clavados en la mancha, luego me miró los ojos, me miró la nariz, la boca, volvió a fijar la mirada en la mancha. De haberle sido posible, quizá me hubiera abierto la boca a la fuerza para inspeccionar la dentadura y quizá me hubiera inspeccionado también las orejas como en un concurso canino.
—Ahora sí necesito dinero —le dije.
—¿Cuánto? —repuso ella tras una pequeña pausa.
—Creo que bastarían ochenta millones.
Ella desvió la mirada, permaneció unos instantes con los ojos clavados en el cielo. Me pareció que calculaba aquella suma de dinero dentro de su cabeza. Como si pensara sacar cierta cantidad de alguna parte y, a cambio, colocar otra cantidad en otra parte. Mientras tanto, observé su maquillaje, la suave sombra de sus ojos, como una sombra tenue de su conciencia, y el delicado rizo de las pestañas, que parecía el símbolo de algo. Torció un poco los labios.
—No es una cantidad pequeña.
—A mí me parece muchísimo dinero —dije yo.
Tiró el cigarrillo del que apenas había fumado una tercera parte y lo pisó con uno de sus zapatos de tacón alto. Sacó del bolso delgado un tarjetero de cuero y me deslizó una tarjeta de visita en la mano.
—Ve mañana a esta dirección a las cuatro en punto de la tarde.
En la tarjeta sólo había la dirección, impresa en caracteres negros. En la dirección se leía: Akasaka, Minato-ku, el número, el nombre del edificio, el número de la puerta. No aparecía ningún nombre. Ningún número de teléfono. Le di la vuelta por si acaso, el dorso estaba en blanco. Me la acerqué a la nariz. No estaba perfumada. Era un simple trozo de papel blanco.
Miré a la mujer a la cara.
—No pone su nombre.
La mujer sonrió por primera vez. Luego negó despacio con la cabeza.
—Lo que necesitas es dinero, ¿verdad? ¿Tiene nombre el dinero?
Yo también negué con un movimiento de cabeza. Claro que el dinero no tiene nombre. Si el dinero tuviera nombre, ya no sería dinero. Lo que realmente da significado al dinero es su anonimato, oscuro como la noche, y su abrumadora intercambiabilidad.
La mujer se levantó del banco.
—¿Podrás venir a las cuatro?
—Si lo hago, ¿podré conseguir el dinero?
—A ver, a ver. —Una sonrisa le flotaba en el rabillo del ojo como dibujos hechos por el viento en la arena. Miró de nuevo el paisaje a su alrededor e hizo con la mano ademán de sacudirse los bajos de la falda.
Después de que se perdiera entre la muchedumbre, me quedé unos instantes mirando la colilla que ella había apagado de un pisotón, y el carmín que manchaba el filtro. Aquel rojo vivo me recordó el sombrero de plástico rojo de Malta Kanoo.
Si todo aquello tenía alguna ventaja, es que no tenía nada que perder. Quizás.