35

Un lugar peligroso

La gente delante del televisor

El hombre vacío

La puerta se entreabrió hacia dentro. El camarero hizo una ligera reverencia y entró en la habitación sosteniendo la bandeja con ambas manos. Mientras yo esperaba tras el jarrón a que saliera el camarero, me estuve preguntando cuál debía ser el siguiente paso que debía dar. Podía entrar en la habitación en cuanto él saliera. Hay alguien en la habitación 208. Y, si la serie de acontecimientos se desarrolla igual que la vez anterior (como hasta ahora se está desarrollando), la puerta no debería de estar cerrada con llave. O quizá pueda dejar la habitación para más tarde y, en cambio, seguir al camarero. De este modo podré llegar al lugar al que él pertenece.

Vacilé entre esas dos alternativas. Pero, al fin, opté por seguir al camarero. Podía haber algo peligroso oculto en la habitación 208. Tal vez un peligro mortal. Recordaba muy bien el sonido seco, resonando en la oscuridad, de alguien que llamaba a la puerta, el brillo blanco, afilado, de algo parecido a un cuchillo. Debo ser cauteloso. Primero comprobaré adónde se dirige el camarero. Después volveré aquí. Pero ¿cómo? Me metí las manos en los bolsillos de los pantalones y palpé lo que llevaba dentro. La cartera, monedas sueltas, un pañuelo, un bolígrafo pequeño. Saqué el bolígrafo y comprobé si escribía trazándome una línea en la palma de la mano. «Puedo ir haciendo marcas», pensé. Podré volver hasta aquí siguiendo las marcas. Pensé que quizá fuera posible.

Se abrió la puerta, salió el camarero. No llevaba nada en las manos. Lo había dejado todo, incluso la bandeja, en la habitación. Cerró la puerta, se irguió y, con las manos libres, silbando otra vez La gazza ladra, volvió a paso rápido por el mismo lugar por donde había venido. Salí de detrás del jarrón y lo seguí. Cada vez que llegaba a una bifurcación hacía una pequeña marca, una x, con el bolígrafo azul en la pared de color crema. El camarero no se volvió ni una sola vez. Había algo peculiar en su forma de moverse. Parecía que estuviera haciendo una demostración en algún Concurso Internacional de Andares de Camareros de Hotel. Avanzaba por el pasillo a grandes zancadas balanceando los brazos al son de la melodía de La gazza ladra, la cara en alto, la barbilla hundida, la espalda erguida, como si ésa fuera la forma en que deben caminar los camareros de hotel. Dobló muchas esquinas, subía y bajaba por breves tramos de escalera. La luz crecía o decrecía según el lugar. Los recovecos en las paredes mostraban diversas intensidades de sombra. Caminé dejando la distancia justa para que él no pudiera darse cuenta, pero seguirlo no era difícil. Porque, aunque lo perdiera de vista en cada esquina, no había posibilidad alguna de perder el rastro de su claro silbido.

Tras recorrer infinidad de pasillos, el camarero entró en un gran vestíbulo como un pez que, remontando el río, llegase a un quieto remanso. Era el vestíbulo donde había visto a una multitud atendiendo a las palabras de Noboru Wataya en la televisión. Ahora el vestíbulo estaba en silencio, apenas había un puñado de gente reunida, sentada frente a un televisor grande. La televisión emitía las noticias de la NHK. Al llegar al vestíbulo, el camarero había dejado de silbar, como para no molestar a los clientes. Atravesó la sala en línea recta y desapareció por la puerta de servicio del hotel.

Caminé sin rumbo por el vestíbulo, haciendo ver que estaba matando el tiempo. Me fui sentando en uno y otro sofá de los muchos que había sin ocupar, miré hacia el techo, comprobé el estado de la alfombra. Después me dirigí al teléfono público, eché monedas. Pero el teléfono estaba muerto, como el de la habitación. En el teléfono interno del hotel pulsé el número de la habitación 208, tampoco funcionaba.

Me senté en una silla algo apartada y observé con naturalidad a la gente reunida ante el televisor. Había en total doce personas. Nueve hombres y tres mujeres. La mayoría de los hombres estaba entre los treinta y los cuarenta, había dos que podían tener cincuenta y cinco años. Llevaban traje, corbatas discretas, zapatos de piel. Ninguno de ellos tenía nada de particular, sólo se diferenciaban por la estatura y el peso. Las mujeres rondarían los treinta y cinco, las tres vestían bien, muy parecidas, maquilladas con esmero. Por su aspecto pensé que podían estar de vuelta de una fiesta de exalumnos de algún instituto de enseñanza superior, aunque, por la separación que habían dejado entre sus sillas, era evidente que no debían de conocerse. Por lo visto habían llegado allí por separado, se habían juntado, sin decirse nada, para ver la televisión, miraban fijamente el aparato. Nadie decía nada, ningún signo con los ojos, ningún asentimiento con la cabeza.

Sentado allí, me quedé mirando las noticias durante un rato. Ninguna me llamó la atención. La inauguración de una carretera, donde el alcalde cortaba la cinta. Se había descubierto un componente tóxico en los lápices pastel para uso infantil y los estaban retirando de los comercios. En Asahikawa había habido una gran nevada, un autocar había chocado contra un camión a causa de la mala visibilidad y el piso helado, había muerto el conductor del camión y habían quedado heridos varios de los turistas que se dirigían a una zona de fuentes termales en un viaje organizado. El locutor iba leyendo las noticias, una tras otra, en tono contenido, como si repartiera cartas de baja puntuación. Me acordé del televisor de la casa del señor Honda, el vidente. Ahora que lo pensaba, aquel televisor siempre sintonizaba la NHK.

Las imágenes de aquellas noticias me parecían muy reales y, al mismo tiempo, no me lo parecían en absoluto. Sentí lástima por el conductor del camión, de treinta y siete años, muerto en el accidente. Nadie quiere acabar con las vísceras reventadas en un lugar como Asahikawa cuando se produce una gran nevada. Yo no conocía personalmente al conductor, tampoco él a mí. Así que no es que me compadezca personalmente por él. Siento compasión sin más, en general, por los hombres a los que les sobreviene, de forma inesperada, una muerte violenta. Una generalización puede sentirse como real y puede ser irreal del todo. Dejé de mirar la televisión, miré de nuevo el vestíbulo vacío. Pero no hallaba nada que me sirviese como indicio. No había por allí ningún empleado del hotel, el pequeño bar aún no estaba abierto. En las paredes sólo había colgado un cuadro grande en el que, pintada al óleo, se veía una montaña.

Cuando posé de nuevo la mirada en el televisor, vi en la pantalla una cara familiar. Era la cara de Noboru Wataya. Me puse derecho y agucé los oídos. Algo le había pasado a Noboru Wataya. Pero me había perdido el arranque de la noticia. Instantes después desapareció la foto y apareció de nuevo en pantalla un reportero. Asomando por debajo del abrigo se le veía la corbata, llevaba un micrófono en la mano. Estaba ante la entrada de un edificio grande.

«… ha sido trasladado al Hospital de la Universidad Femenina de Tokio y recibe tratamiento en la unidad de cuidados intensivos. Sólo sabemos que su estado es grave debido al hundimiento de la pared craneal y que continúa en estado inconsciente. A la pregunta sobre si peligraba su vida, la dirección del hospital se ha reservado la respuesta insistiendo en que, de momento, no puede decirse nada concreto. Al parecer, el parte médico no se hará público hasta dentro de unas horas. Les hemos informado desde el Hospital de la Universidad Femenina de Tokio».

Y la pantalla volvió al locutor del plató. Leía la noticia de última hora que acababan de entregarle.

—El diputado al congreso Noboru Wataya ha sido atacado por un agresor y herido gravemente. Según el informe que acabamos de recibir, la agresión ha tenido lugar a las once y media de la mañana del día de hoy, momento en el que irrumpió en su despacho un joven y le golpeó repetidas veces la cabeza con un bate de béisbol. En aquel momento el diputado Wataya estaba reunido con diversas personas. El despacho se encuentra en un edificio de la zona de Minato-Ku, en Tokio. [En pantalla, imágenes del edificio.] El agresor le causó graves lesiones. Al parecer entró en el edificio como visitante llevando el bate oculto en el interior de un tubo para planos y atacó al diputado Wataya sin previo aviso. [Imágenes del despacho, el lugar del crimen, algunas sillas volcadas, una mancha negra de sangre.] Según hemos podido saber, ocurrió todo muy rápido, de modo que ni el diputado Wataya ni quienes estaban reunidos con él tuvieron oportunidad de impedir que fuera golpeado. El agresor huyó con el bate en la mano tras cerciorarse de que el diputado había perdido el conocimiento. Según testigos presenciales, el agresor, de unos treinta años y metro setenta y cinco de estatura, llevaba un chaquetón azul marino, gorro de esquí del mismo color y gafas oscuras. En la mejilla derecha tenía lo que puede ser una mancha de nacimiento. La policía ha emitido una orden de busca y captura. En su huida, el agresor logró borrar cualquier rastro al mezclarse entre la muchedumbre de las calles próximas. De momento, la policía carece de pistas [imágenes de policías inspeccionando el lugar de la agresión y de las bulliciosas calles de Akasaka].

¿Bate de béisbol? ¿Mancha de nacimiento? Me mordí los labios.

—Noboru Wataya, que saltó a la fama como economista y luego como joven político, y conocido por su vigor y sus posturas críticas, heredó en la primavera del presente año la esfera de influencias de su tío, el señor XXX Wataya, y accedió por elección al Congreso de Diputados. Desde entonces se le valora por su capacidad y como polemista, demostrando que, pese a su juventud e inexperiencia, tenía ante sí un gran porvenir. La policía investiga sobre dos hipótesis, una relacionada con el mundo de la política. La otra situaría el móvil en la esfera de la vida privada, posiblemente una venganza personal. Repetimos: esta mañana, poco antes del mediodía, el diputado Noboru Wataya ha sido agredido con un bate, su estado es gravísimo y se halla hospitalizado. Aún no se ha hecho público el parte médico. Y pasamos a la siguiente noticia…

Alguien debió de apagar el televisor. De pronto, la voz del locutor dejó de oírse y todo quedó sumido en el silencio. La gente relajó un poco su postura, como si se reanimara. Al parecer, se habían reunido ante el televisor para ver la noticia sobre Noboru Wataya. Nadie se levantó, pese a que el televisor estaba apagado. No se oyó ningún suspiro, nadie chasqueó la lengua, nadie carraspeó.

¿Quién demonios ha golpeado con el bate a Noboru Wataya? Por la descripción, el criminal era idéntico a mí. El chaquetón azul marino, el gorro de lana también azul marino, las gafas oscuras. La mancha en la cara. También coincidían la estatura y la edad. Y el bate de béisbol. Yo lo dejaba siempre en el fondo del pozo y había desaparecido. Si era aquel bate el causante del hundimiento de la pared craneal, alguien tenía que haberlo robado del pozo con la intención de golpear a Noboru Wataya.

Casualmente, una de las mujeres se volvió hacia mí y me miró. Era delgada, los pómulos prominentes como un pez. De los largos lóbulos de sus orejas colgaban unos pendientes blancos. Vuelta hacia mí, estuvo observándome mucho rato. Aunque su mirada se cruzó con la mía, no apartó los ojos ni cambió de expresión. Siguiendo la mirada de la mujer, también se fijó en mí un hombre calvo que estaba junto a ella. Recordaba, incluso por la estatura, al dueño de la lavandería de delante de la estación. Uno tras otro fueron volviéndose todos. Como si finalmente se hubiesen dado cuenta de que yo estaba allí. Mientras me miraban, yo no podía dejar de ser consciente de que llevaba el chaquetón y el gorro azul marino, de que medía un metro setenta y cinco y de que tenía poco más de treinta años. Y tengo una mancha de nacimiento en la mejilla derecha. Por alguna razón, parecían que sabían ya que yo era el cuñado de Noboru Wataya y que no le tenía simpatía (o incluso que lo odiaba). Podía verlo en sus ojos. Sin saber qué podía hacer, apreté con fuerza los brazos de la silla. Yo no he golpeado con el bate de béisbol a Noboru Wataya. No soy de ese tipo de personas y, además, ya ni siquiera tengo el bate. Pero ellos no me creerán. Lo que ellos creen, sin dudarlo, es lo que dice la televisión.

Me levanté lentamente y me dirigí hacia el corredor por el que había llegado hasta allí. Era mejor marcharme enseguida. Aquí no soy bien recibido. Al volverme, después de haber dado varios pasos, vi que algunos se habían puesto en pie y me seguían. Aceleré el paso, atravesé el vestíbulo, me encaminé al corredor. Tengo que regresar a la habitación 208. Sentía la boca completamente seca.

Había llegado al otro extremo del vestíbulo y estaba entrando en el corredor cuando, de pronto, sin ruido alguno, se apagaron todas las luces. Como si sobre el edificio hubiesen dejado caer, de un golpe de hacha, el pesado velo de la oscuridad. Todo a mí alrededor había quedado cubierto por una oscuridad de un negro brillante. A mis espaldas alguien lanzó, sobresaltado, un grito. Oí la voz más cerca de lo que esperaba. Había una semilla de odio, duro como una piedra, en lo más hondo del tono.

Avancé hacia delante en la oscuridad. Caminé con cuidado tanteando las paredes. Tengo que alejarme lo más posible de ellos. Pero tropecé con una mesa y tiré lo que me pareció un jarrón. El objeto rodó por el suelo con estruendo. A causa del tropezón, caí de bruces. Me puse en pie atolondrado, busqué la pared del pasillo y seguí avanzando. Sentí cómo me tiraban de los bajos del chaquetón, como si me hubiese enganchado con un clavo. Por un instante no entendí qué pasaba. Luego lo comprendí. Alguien tiraba de mí por los bajos del chaquetón. Sin vacilar, me desprendí del chaquetón y eché a correr hendiendo la oscuridad que me rodeaba. Doblé una esquina a tientas, subí tropezando por un tramo de escalera, volví a doblar otra esquina. Me golpeé varias veces la cabeza y los hombros con diversos objetos, di un paso en falso en un escalón y me di un golpe en la cara. Pero no sentí dolor, sólo algunos instantes de leve vértigo en el fondo de los ojos. No puedo dejar que me atrapen aquí.

A mi alrededor la oscuridad era absoluta. Ni siquiera funcionaban las luces de emergencia. Tenía que recuperar el aliento, me detuve después de atravesar corriendo una oscuridad en la que no se distinguía ni derecha ni izquierda, agucé el oído. A mi espalda no se sentía nada. Todo lo que oía eran los fuertes latidos de mi corazón. Recobré el aliento, me quedé allí en cuclillas. Tal vez hubieran abandonado la persecución. Aunque siga avanzando por la oscuridad, sólo me adentraré más y más en el laberinto y me perderé. Pensé que tenía que calmarme, me apoyé en la pared.

¿Quién había apagado la luz? No me parecía que hubiese sido casual. Cuando alcancé el pasillo, ya los tenía a todos casi encima, justo en ese momento se había apagado la luz. Tal vez alguien había intentado salvarme del peligro. Me quité el gorro, me sequé con un pañuelo el sudor de la cara, volví a ponerme el gorro. Como si de pronto me acordara de algo, empezaron a dolerme todas las articulaciones, pero no tenía la sensación de estar herido. Miré las agujas fosforescentes de mi reloj de pulsera, pero recordé que el reloj estaba parado. Se había parado a las once y media. Era la hora en que yo había entrado en el pozo, la misma hora en que alguien había golpeado a Noboru Wataya en su despacho de Akasaka.

¿O era yo mismo quien realmente le había golpeado con el bate?

Tenía la sensación de que, en una oscuridad profunda, eso podía darse como «posibilidad» lógica. Tal vez, en la superficie, hubiese golpeado realmente a Noboru Wataya causándole una gravísima fractura. Y tal vez ni siquiera me había dado cuenta. Era probable que el odio violento que anidaba en mí me hubiese hecho andar hasta aquel lugar y acometer la agresión, y todo sin que yo me diese cuenta. «No, no es posible que yo haya ido hasta allí», pensé. Para ir a Akasaka hay que coger la línea Odakyu y hacer trasbordo en Shinjuku. ¿Podía hacer tal cosa sin que me diera cuenta? Era imposible —a menos que allí exista otro yo.

Se me ocurrió que, si Noboru Wataya moría o no llegaba a recuperarse nunca, entonces Ushikawa había sido realmente previsor. Había cambiado de barco en el momento oportuno. No podía dejar de admirar el instinto de su olfato. Era como si estuviese oyendo la voz de Ushikawa: «No es que me sienta orgulloso, señor Okada, pero lo cierto es que tengo mucho olfato para estas cosas. Un olfato muy fino».

—Señor Okada —dijo alguien a mi lado.

El corazón se me subió a la garganta como impulsado por algún resorte. No podía adivinar de dónde procedía la voz. Tenso, miré en la oscuridad a mi alrededor.

Por supuesto, no se veía nada.

—Señor Okada —repitió la voz. Era una voz grave de hombre—. No se preocupe. Soy un amigo. Nos vimos una vez aquí. ¿Lo recuerda? —La voz, ciertamente, me resultaba familiar. Era el «hombre sin rostro». Pero tenía que tomar precauciones y no le respondí enseguida—. Tiene que salir de aquí cuanto antes. Cuando se enciendan las luces, sin duda vendrán a buscarlo. Sígame, lo conduciré por un atajo. —El hombre encendió una linterna en forma de lápiz que llevaba en la mano. Apenas daba luz, pero lo suficiente para iluminar el camino—. Por aquí.

Me levanté del suelo y lo seguí apresuradamente.

—Ha sido usted quien ha apagado la luz en aquel momento, ¿verdad? —pregunté dirigiéndome a la espalda del hombre. Él no respondió, pero tampoco lo negó—. Se lo agradezco. Estaba en peligro.

—Son personas peligrosas —dijo el hombre—. Mucho más peligrosas de lo que usted imagina.

—¿Realmente han golpeado a Noboru Wataya y se encuentra en estado grave? —pregunté.

—Es lo que han dicho por televisión, ¿no es eso? —El hombre sin rostro respondió eligiendo cuidadosamente las palabras.

—Pero no lo he hecho yo. A esa hora estaba en el interior del pozo.

—Si usted lo dice, será verdad —dijo el hombre como si fuera algo muy natural.

Abrió una puerta y fue subiendo con cuidado una escalera, peldaño a peldaño, iluminando el suelo. Yo lo seguía. La escalera era larga y, a la mitad, ya no sabía si subía o bajaba. ¿Era realmente una escalera?

—¿Pero puede alguien declarar que estaba usted en el pozo en aquel momento? —me preguntó sin volverse siquiera. No respondí, no tenía testigos—. Entonces será mejor huir sin intentar dar explicaciones, es más inteligente. Ellos están convencidos de que ha sido usted el autor de la agresión.

—¿Y quién demonios son ellos?

Cuando el hombre llegó a lo alto de la escalera, giró a la derecha, avanzó unos pasos, abrió otra puerta y salió a un corredor. Se detuvo y aguzó el oído.

—Démonos prisa. Agárrese a mi chaqueta. —Lo cogí por la chaqueta, tal como me indicaba—. Ellos miran siempre la televisión con auténtico fanatismo. Así que, naturalmente, lo detestan a usted. Su preferido es el hermano de su esposa.

—Usted sabe quién soy yo, ¿no es así? —pregunté.

—Por supuesto que lo sé.

—Entonces usted debe de saber dónde se encuentra Kumiko en este momento.

El hombre permaneció callado. Yo iba igual que si estuviésemos jugando, agarrado a su chaqueta, doblamos una esquina especialmente oscura, bajamos un tramo de escaleras, abrimos una pequeña puerta disimulada, pasamos por un pasillo de techo bajo, como un pasadizo secreto, y salimos de nuevo a un corredor largo. Me pareció que seguir aquella ruta complicada y extraña por la que me guiaba el hombre sin rostro era como dar vueltas interminables en el vientre de una mujer.

—Escúcheme, no es que yo sepa todo lo que ocurre aquí. El lugar es muy grande. Yo sólo me ocupo del vestíbulo, ésa es mi zona. Hay muchas cosas que desconozco.

—¿Conoce usted a un camarero que siempre va silbando?

—No —dijo inmediatamente el hombre—. Aquí no hay camareros. Ni silban ni dejan de silbar. Si usted ha visto a un camarero, sepa que no es un camarero, sino algo que va disfrazado de camarero. No se lo he preguntado todavía, pero usted quiere ir a la habitación 208, ¿no es así?

—Sí, tengo que ver allí a una mujer.

El hombre no dijo nada al respecto. Tampoco me preguntó quién era la mujer ni cuál era el asunto que yo tenía con ella. Él avanzaba con el paso característico de quien ya ha recorrido muchas veces el mismo camino, yo me sentía remolcado en la oscuridad como una barca que remontara una compleja red de canales.

Poco después, sin previo aviso, el hombre se detuvo de forma abrupta ante una puerta. Choqué contra su espalda y a punto estuve de hacerlo caer. En el impacto sentí su cuerpo extrañamente ligero, como si no pesara. Tuve la sensación de chocar contra un pellejo vacío. Pero él recuperó enseguida el equilibrio, iluminó con la linterna el número de la habitación. Flotando en la oscuridad, allí estaba el número 208.

—No está cerrada con llave —dijo el hombre—. Tome esta linterna. Yo me oriento bien en la oscuridad. Cuando entre en la habitación cierre la puerta con llave y no la abra bajo ningún concepto venga quien venga. Si tiene algún asunto que atender, termínelo lo antes posible y regrese al lugar de donde viene. Este sitio es peligroso. Usted es un invasor y yo soy su único amigo, recuérdelo bien.

—¿Quién es usted?

El hombre sin rostro deslizó discretamente la linterna en mi mano como si me pasara algo prohibido.

—Soy un hombre vacío —dijo el hombre. Me miró con su cara sin rostro y esperó a que yo dijera algo. Pero no pude hallar las palabras adecuadas a aquel momento. Poco después, el hombre se alejó de mí, como si desapareciera. Estaba allí y, apenas un instante después, ya había sido tragado por la oscuridad. Dirigí la luz hacia el lugar donde él debería estar. En la oscuridad sólo se veía, vagamente, la pared blanca.

La habitación 208 no estaba cerrada con llave. El pomo de la puerta giró sin hacer ruido en mi mano. Había apagado la linterna por precaución, atravesé el umbral sin hacer ruido y observé la habitación en la oscuridad. La habitación, como antes, estaba en completo silencio. No había indicios de que allí se moviera nada. Sólo se oía el ruido sordo y seco del hielo que se cuarteaba en la cubitera. Enciendo la linterna en forma de lápiz, cierro con llave la puerta a mis espaldas. En la habitación resonó un ruido metálico casi excesivo. Sobre la mesa que está en el centro de la habitación hay una botella por empezar de Cutty Sark, vasos limpios, una cubitera con hielo. La bandeja de plata reflejaba provocativamente la luz de la linterna, como si hubiese estado esperando ese instante durante mucho tiempo. Y, como si también hubiese estado esperando ese mismo instante, el olor a polen se hizo más vivo. Me pareció que, en torno a mí, el aire se hacía más denso y la gravedad más honda. Apoyado en la puerta, trataba de detectar cualquier movimiento que pudiera haber a mi alrededor iluminando el aire.

Este lugar es peligroso. Usted es un invasor. Soy su único amigo. Recuérdelo.

—No me ilumines —dijo la voz de una mujer en la habitación del fondo—. ¿Prometes que no me iluminarás con esa luz?

—Te lo prometo.