18

Noticias de Creta

Lo que se cae del borde del mundo

Las buenas noticias se dan en voz baja

Me lo estuve pensando hasta el último momento, pero al final no fui a la isla de Creta. Justo una semana antes de partir para Grecia, la mujer que había sido Creta Kanoo vino a casa con una bolsa repleta de comida y preparó la cena. Mientras comíamos, apenas hablamos. Después de lavar los cacharros, le dije que tenía la impresión de que era mejor que no fuese a Creta con ella. No se sorprendió. Parecía esperarlo. Pinzándose un mechón de su corto flequillo con los dedos, dijo:

—Me sabe muy mal que no venga, pero, en fin… Puedo ir sola a Creta sin ningún problema. Por mí no se preocupe.

—¿Ya ha terminado los preparativos del viaje?

—Las cosas importantes ya las tengo resueltas. El pasaporte, el billete de avión, los cheques de viaje, las maletas. No pienso llevar mucho equipaje.

—¿Y su hermana qué dice?

—Las dos estamos muy unidas. Será muy duro separarnos. Para ambas. Pero Malta es una persona fuerte e inteligente, y sabe muy bien lo que me conviene —dijo y me miró esbozando una plácida sonrisa—. Así pues, usted ha llegado a la conclusión de que debe quedarse aquí solo, ¿verdad?

—Sí —contesté. Me levanté y puse agua a hervir para hacer café—. Tengo esa impresión. Lo he comprendido hace poco. Puedo salir de todo esto. Pero no puedo escapar. Por más lejos que vaya, no podré huir. Creo que a usted le conviene ir a Creta. En muchos sentidos, usted se dispone a enterrar su pasado y a empezar una nueva vida. Pero mi caso es distinto.

—¿Tiene algo que ver con Kumiko?

—Es posible.

—¿Y piensa permanecer aquí, quieto, aguardando su regreso?

Apoyado en el fregadero esperaba a que hirviera el agua. Pero el agua no rompía a hervir.

—Si le digo la verdad, no sé qué debo hacer. No tengo ninguna pista.

Pero sí he comprendido una cosa. Y es que tengo que hacer algo. No puedo quedarme aquí con los brazos cruzados esperando su regreso. Si quiero que vuelva, antes tengo que ser capaz de aclarar muchas cosas.

—¿Pero todavía no sabe qué debe hacer?

Asentí.

—Hay algo que, poco a poco, está tomando forma a mi alrededor. Puedo sentirlo. Las cosas todavía son muy confusas, pero debe existir una especie de vínculo entre ellas. Intentar desentrañarlo a toda costa es contraproducente. Lo único que puedo hacer es esperar a que las cosas vayan aclarándose.

La hermana de Malta Kanoo, con las dos manos juntas sobre la mesa, reflexionó unos instantes sobre lo que yo le había dicho.

—Esperar no es fácil.

—Probablemente no —dije—. Tal vez sea mucho más duro de lo que imagino. Quedarme aquí solo, con los problemas medio resueltos, sin saber si llegaré a alguna parte. Esperando. Lo que me gustaría hacer, en realidad, si pudiera, es dejarlo todo e irme con usted a Creta. Olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Si incluso me había comprado la maleta y había ido a hacerme las fotografías para el pasaporte. Incluso había preparado el equipaje. Pensaba seriamente en dejar Japón, quería irme. Pero no puedo borrar el presentimiento, la sensación, de que aquí hay algo que reclama mi presencia. Esto es lo que quiero decir con «no poder escapar». —La hermana de Malta Kanoo asintió en silencio—. Mirándolo de una manera superficial, ésta es una historia estúpidamente simple. Mi mujer se ha liado con otro hombre y me ha dejado. Y ahora quiere el divorcio. Tal como dice Noboru Wataya, estas cosas pasan todos los días. Quizá lo mejor fuera no darle más vueltas, ir a Creta con usted, olvidarlo todo y empezar una vida nueva. Pero, en realidad, esta historia no es tan sencilla como parece. Eso lo sé yo. Lo sabe usted, ¿no es así? Lo sabe Malta Kanoo. Y quizá también lo sepa Noboru Wataya. Aquí se esconde algo que desconozco. Y quiero sacarlo a la luz como sea. —Renuncié a hacer café, apagué el fuego, volví a sentarme frente a la hermana de Malta Kanoo y la miré a la cara—. Y, si es posible, quiero recuperar a Kumiko. Arrastrarla de vuelta hasta mi mundo con mis propias manos. Si no lo hago, continuaré perdido para siempre. Esto lo he ido comprendiendo poco a poco. Aún es algo confuso.

La hermana de Malta Kanoo contempló sus manos sobre la mesa, levantó el rostro y me miró. Mantenía firmemente apretados los labios sin maquillar. Al final, dijo:

—Por eso quería llevármelo a la isla de Creta.

—¿Para qué no lo hiciera?

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.

—¿Y por qué quería impedírmelo?

—Porque es peligroso —dijo ella en voz baja—. Es un terreno muy peligroso. Ahora todavía puede retroceder. Bastaría con ir los dos juntos a Creta. Allí estaríamos a salvo.

Mientras contemplaba distraído el rostro de la renacida Creta Kanoo, libre de sombra de ojos y pestañas postizas, dejé de saber por un instante dónde me encontraba. De improviso, mi mente se vio envuelta por una niebla espesa. Me perdí de vista a mí mismo. Desaparecí de mi campo visual. «¿Dónde estoy?», pensé. «¿Qué diablos estoy haciendo aquí? ¿Quién es esta mujer?». Pero pronto volví a la realidad. Estaba sentado a la mesa de la cocina de mi casa. Me enjugué el sudor con un trapo de cocina. Sentía un ligero vértigo.

—¿Se encuentra bien, señor Okada? —me preguntó la que antes había sido Creta Kanoo con aire preocupado.

—No me pasa nada.

—Escuche, señor Okada. No sé si podrá recuperar alguna vez a Kumiko. Pero, suponiendo que así fuera, ¿qué garantía tiene usted, o su esposa, de que podrían ser tan felices como antes? Es posible que las cosas fuesen distintas. ¿Ya ha pensado en ello?

Junté los dedos de ambas manos frente a mi rostro, y luego los separé.

En los alrededores no se oía nada. Volví a familiarizarme con mi existencia.

—Ya lo he pensado. Quizá las cosas se hayan estropeado y, por más que me resista a admitirlo, ya no vuelvan a ser como antes. Quizá sea, incluso, lo más posible, lo más probable. Pero ¿sabe? Hay cosas que no funcionan basándose sólo en posibilidades o probabilidades.

La hermana de Malta Kanoo alargó el brazo sobre la mesa y me rozó ligeramente la mano.

—Si aún sabiendo todo esto quiere usted quedarse, eso es lo que debe hacer. No hace falta decir que es usted quien decide. Me sabe muy mal que no venga a Creta conmigo, pero comprendo sus razones. A partir de ahora, posiblemente le ocurran a usted muchas cosas, así que no me olvide. ¿De acuerdo? Si le sucede algo, piense en mí. Yo también pensaré en usted.

—Eso haré —dije.

La mujer que antes había sido Creta Kanoo volvió a apretar los labios con fuerza y, durante un rato, buscó las palabras en el aire. Luego me dijo en voz baja:

—¿Sabe, señor Okada? Como usted muy bien es consciente de ello, éste es un mundo sangriento y lleno de violencia. Si no eres fuerte, no sobrevives. Pero al mismo tiempo debes permanecer en silencio, aguzando el oído, para no perderte el más leve susurro. Las buenas noticias, en la mayoría de los casos, se dan en voz baja. Acuérdese de esto. —Asentí—. Espero que encuentre la llave, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo la mujer que había sido Creta Kanoo—. Adiós.

A finales de agosto recibí una postal de la isla de Creta. El sello era griego y también eran griegas las letras del timbre. No había ninguna duda de que la enviaba la mujer que antes había sido Creta Kanoo. Aparte de ella, no conocía a nadie más que pudiera enviarme una carta desde Creta. Pero en el remitente no aparecía nombre alguno. «Quizá no ha decidido aún cómo se llama», pensé. Las personas, si no tienen nombre, no pueden escribirlo. Pero no sólo faltaba el nombre, no había ni una sola línea escrita. Sólo mi nombre y dirección, con bolígrafo azul, y el timbre de la oficina de correos de Creta. En el anverso, una fotografía en color de las playas de la isla. Una playa de arena blanquísima circundada de rocas y una joven con el pecho desnudo tomando el sol. El mar era de un azul profundo y en el cielo flotaba una nube blanca que parecía artificial. Tan compacta que daba la impresión de que era posible tenerse en pie y andar sobre ella.

Al parecer, la mujer que antes había sido Creta Kanoo había llegado sin novedad a la isla de Creta. Me alegré por ella. Allí pronto encontraría un nuevo nombre. Y, con el nombre, una nueva identidad y una nueva vida. Pero ella no me había olvidado. Me lo anunciaba aquella postal sin una sola línea escrita que me había enviado desde Creta.

Para matar el tiempo le escribí una carta. No sabía su dirección, tampoco su nombre. Era una carta que, desde buen principio, no pensaba enviar. Simplemente me apetecía escribirle una carta a alguien.

«Ya hace mucho tiempo que no tengo noticias de Malta Kanoo», escribí. «Por lo visto, también ella ha desaparecido de mi mundo. Podría decirse que las personas van cayendo en silencio, una tras otra, por el borde del mundo que me pertenece. Todas encaminan hacia allí sus pasos y, de repente, desaparecen. Quizás el borde del mundo esté en aquel lugar. Para mí los días transcurren sin que suceda nada en particular. Tan anodinos que he acabado por no distinguirlos unos de otros. No leo el periódico, no veo la televisión, apenas salgo. A veces, a lo sumo, voy a la piscina. El subsidio de desempleo se ha agotado hace tiempo y ahora vivo de mis ahorros. No necesito gran cosa para subsistir (aunque más, tal vez, de lo que se necesita en Creta) y, gracias a la pequeña herencia que me dejó mi madre, por ahora puedo ir tirando. En la mancha tampoco se aprecia ningún cambio remarcable. Pero, a decir verdad, conforme van pasando los días, cada vez me importa menos. Si debo tenerla hasta el fin de mis días, la tendré y en paz. Quizá sea algo que deba tener. Ni yo mismo sé la razón, pero me he convencido de ello. Sea como fuera, permanezco aquí, en silencio, aguzando el oído».

A veces recordaba la noche en que me había acostado con Creta Kanoo. Pero el recuerdo era extrañamente vago. Aquella noche hice el amor con ella varias veces. Era un hecho irrefutable. Pero con el paso de las semanas, la sensación de evidencia fue disipándose. No podía recordar su cuerpo. Tampoco podía recordar bien cómo habíamos hecho el amor. En comparación, el recuerdo de la vez anterior, cuando había hecho el amor con ella en mi pensamiento, en la fantasía, era mucho más vívido que el recuerdo de los hechos reales de aquella otra noche. La imagen de la mujer vestida con las ropas de Kumiko, montada sobre mí, en la habitación de aquel extraño hotel, aparecía una vez tras otra ante mis ojos, diáfana. Ella llevaba en el brazo izquierdo dos pulseras que entrechocaban con un tintineo seco. También podía recordar la sensación de mi pene erecto. Jamás había alcanzado un tamaño y una dureza iguales. Ella lo tomaba en su mano, se lo introducía y empezaba a rotar despacio en torno a él como si trazase círculos. Recordaba aún vívidamente el tacto de los bajos del vestido de Kumiko acariciándome la piel. Pronto, Creta cedía el puesto a la extraña mujer desconocida. Aquella mujer vestida con las ropas de Kumiko, montada a horcajadas sobre mí, era la mujer misteriosa que me había llamado varias veces por teléfono. Ya no era la vagina de Creta Kanoo, sino la de aquella mujer. Notaba la diferencia de temperatura, de tacto. Como si hubiera entrado en una habitación distinta. «Olvídalo todo», me susurraba la mujer. «Como si durmieras, como si soñaras, como si estuvieras revolcándote en el barro cálido». Y yo eyaculaba.

Era obvio que significaba algo. Y, justo por eso, su recuerdo sobrepasaba con mucho la realidad y había quedado grabado de manera indeleble en mi memoria. Sin embargo, aún no comprendía su significado. Y, envuelto en la eterna reminiscencia de aquel sueño, cerré los ojos y suspiré.

A principios de septiembre me llamaron de la tintorería enfrente de la estación diciéndome que la ropa estaba lista y que pasara a recogerla.

—¿La ropa? —pregunté—. Pero si yo no he llevado nada a lavar.

—Sí, tenemos algo suyo. Venga a buscarlo. Ya está pagado, sólo tiene que pasar a recogerlo. Usted es el señor Okada, ¿verdad?

Asentí. El número de teléfono también era correcto. Todavía sin acabar de creérmelo, fui a la tintorería. El dueño estaba, como de costumbre, planchando una camisa mientras escuchaba easy listening en el radiocasete negro. En aquel pequeño mundo no se había producido ninguna modificación. Allí no había ni modas ni cambios. Ni vanguardias ni retaguardias. Ni progresión ni regresión. Ni alabanzas ni reprobaciones. Nada crecía, nada desaparecía. Aquella vez, sonaba un viejo motivo de Burt Bacharach, Camino de San José.

Cuando entré en la tintorería, el dueño se me quedó mirando la cara fijamente, desconcertado, con la plancha en la mano. Al principio no comprendí por qué. Pero pronto caí en la cuenta de que se debía a la mancha. Era natural. Cualquiera se asombraría al ver salir de repente una marca de nacimiento en el rostro de un conocido.

—He tenido un pequeño accidente —le expliqué.

—¡Debe de haber sido horrible! —me dijo con aire de estar sinceramente apenado. Tras contemplar unos segundos la plancha que tenía en la mano, la depositó vertical sobre la tabla. Como si sospechara que la plancha pudiera ser la culpable de todo.

—¿Se cura eso?

—No lo sé.

Me entregó una blusa y una falda de Kumiko envueltas en una bolsa de plástico. Eran las prendas que le había dado a Creta Kanoo. «Se lo trajo una chica con el pelo corto, ¿verdad? Así de corto», le dije separando los dedos unos tres centímetros. «No, qué va. Tenía el pelo hasta aquí», repuso él, señalando con una mano la altura del hombro. «Llevaba un traje chaqueta de color marrón y un sombrero de plástico rojo. Pagó el importe y me dijo que lo avisara cuando estuviese listo». Le di las gracias y regresé a casa con la blusa y la falda. Creía habérselas regalado a Creta Kanoo. Era el precio que había pagado por su cuerpo y, además, no sabía qué hacer con ellas. No entendía por qué Malta Kanoo había tenido que molestarse en llevarlas a la tintorería. Pero acabé doblándolas con cuidado y guardándolas en un cajón junto con las otras prendas de Kumiko.

Escribí una carta al teniente Mamiya. Le expliqué someramente todo lo que había sucedido. Primero me disculpé por ello. Le escribí que tal vez podría molestarle, pero que no se me ocurría a nadie más a quien recurrir. Después le conté que el mismo día que él me había visitado, Kumiko se había ido de casa. Que ella había estado meses acostándose con otro hombre, que yo había pasado casi tres días reflexionando en el fondo de un pozo, que ahora vivía completamente solo, que el recuerdo del señor Honda había resultado ser una caja de whisky vacía.

Una semana después me llegó la respuesta. El teniente Mamiya me escribía que, a decir verdad, también él había estado pensando en mí de una manera extraña. «Tengo la impresión de que deberíamos haber hablado, con el corazón en la mano, con más calma. Sentí mucho no poder hacerlo, pero un asunto requería mi presencia en Hiroshima antes de la noche. Su carta ha supuesto, en diferentes sentidos, una gran alegría para mí. Tal vez sean simples suposiciones, pero ¿no querría el señor Honda, en realidad, presentarnos el uno al otro? ¿No es posible que pensara que conocernos sería bueno para ambos? ¿Y que, justamente por eso, con el pretexto de entregarle el recuerdo, me hizo visitarlo? Esto explicaría que le hubiera dejado una caja vacía. Haberme hecho ir a su casa era, en realidad, el recuerdo que el señor Honda le había dejado a usted.

»Me ha sorprendido mucho saber que ha bajado a un pozo. Los pozos, como puede suponer, siguen ejerciendo una fuerte atracción sobre mí. Sería comprensible que, tras aquella funesta experiencia, no soportara la simple visión de uno, pero no es así. Aún ahora, cuando descubro un pozo, me asomo de forma instintiva a su interior. Y si no hay agua, incluso siento deseos de bajar. Tal vez desee el reencuentro con algo. Tengo la esperanza de que, si me meto dentro y espero paciente, tal vez pueda reencontrarme con ese algo. No es que quiera, con ello, recobrar mi vida. Soy demasiado viejo para esperarlo. Lo que deseo es encontrar un sentido a mi vida perdida. ¿Cómo, por qué la he perdido? Quiero descubrirlo por mí mismo. Si pudiera averiguarlo, ni siquiera me importaría perderme más aún. No sólo eso. Desconozco cuántos años me quedan de vida, pero seguiría adelante acarreando sobre mis espaldas el peso de tal revelación.

»Siento muchísimo que su mujer se haya ido. Pero no puedo decirle nada más. Llevo viviendo demasiado tiempo apartado del amor y del hogar. No estoy en situación de decir nada más. Pero si su corazón alberga el deseo de esperar el regreso de su esposa, creo que eso es lo que debe hacer. Si me la pide, ésta es mi opinión. Cuando nos abandonan, resulta durísimo permanecer en el mismo lugar y seguir viviendo solo. Esto lo sé muy bien. Pero, en este mundo, nada hay tan cruel como la desolación de no desear nada.

»En un futuro próximo iré a Tokio y espero que podamos vernos de nuevo. Ahora, por desgracia, tengo una pierna lastimada y aún tardará un poco en sanar. Cuídese mucho».

May Kasahara no apareció en mucho tiempo. Estábamos ya a finales de agosto cuando vino a mi casa. Saltó el muro y entró en el jardín como de costumbre. Me llamó. Nos sentamos en el borde del cobertizo y hablamos.

—¿Sabes, señor pájaro-que-da-cuerda? Ayer empezaron a derribar la casa abandonada. La casa de los Miyawaki.

—¡Vaya! Parece que al fin la han comprado, ¿no?

—Pues no lo sé. Ni idea.

May Kasahara y yo fuimos por el callejón hasta la parte trasera de la casa. Los trabajos de demolición ya habían empezado. Seis obreros con casco sacaban puertas y contraventanas, los cristales de las ventanas, acarreaban el fregadero, aparatos eléctricos. Permanecimos unos instantes mirando cómo trabajaban. Parecían avezados a estas labores y trabajaban de manera muy sistemática, sin despegar apenas los labios. En lo alto del cielo se extendían unas nubes blancas y deshilachadas que anunciaban la llegada del otoño. Me pregunté cómo debía de ser el otoño en Creta. En su cielo también debían de flotar nubes parecidas.

—¿Crees que también van a cegar el pozo? —preguntó May.

—Es probable —dije—. No sirve para nada, ¿para qué querrían dejarlo? Además, es peligroso.

—Sí, puede entrar alguien dentro —dijo May Kasahara con una expresión más bien seria.

Al mirar su rostro bronceado recordé vívidamente el tacto de su lengua cuando me lamió la marca, aquel día, en el jardín sumergido en un calor infernal.

—Señor pájaro-que-da-cuerda, veo que al final no has ido a Creta.

—No, he decidido quedarme aquí y esperar.

—Pero dijiste que Kumiko no volvería jamás. ¿No lo dijiste?

—Eso es otro asunto.

May Kasahara me miró entrecerrando los ojos. Al hacerlo, la cicatriz del rabillo del ojo parecía más profunda.

—Señor pájaro-que-da-cuerda, ¿por qué te acostaste con Creta Kanoo?

—Porque era necesario.

—Eso también es otro asunto, ¿no?

—En efecto.

Ella suspiró.

—Adiós, señor pájaro-que-da-cuerda. Hasta un día de estos.

—Adiós —le dije también yo.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —añadió ella tras dudar un poco—. Quizá vuelva pronto a la escuela.

—¿Te han entrado ganas de volver?

Ella se encogió ligeramente de hombros.

—Pero a otra escuela. A la que iba antes no regreso ni loca. Así que iré a otra. Está un poco lejos. Lo que quiere decir que, de momento, no podré verte.

Asentí. Me saqué del bolsillo un caramelo de limón y me lo metí en la boca. May Kasahara, tras dar una rápida mirada a su alrededor, se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿encuentras divertido acostarte con tantas mujeres?

—No se trata de eso.

—Eso ya me lo has dicho.

—Ya —repuse. Pero no sabía qué añadir.

—¡Bah! No importa. Es una tontería. ¿Sabes? Gracias a haberte conocido, me han entrado ganas de volver a la escuela. Es la pura verdad.

—¿Por qué debe de ser?

—¿Por qué será? —repitió May Kasahara. Y volvió a mirarme frunciendo el entrecejo—. Tal vez porque quiero regresar a un mundo más normal. ¿Sabes, señor pájaro-que-da-cuerda? Me lo he pasado súperbien contigo. Hablo en serio. Y tú eres una persona de lo más normal. Normalísimo. Pero, a la vez, haces cosas anormales, raras. Eres… ¿cómo se dice eso? ¡Imprevisible! Contigo nunca me aburro. Por eso me has ayudado. Porque, ¿sabes? Si no te aburres, no te comes el coco. ¿No te parece? Y en este sentido ha sido una suerte que estuvieras a mi lado. Aunque, la verdad, a veces me ponías nerviosa.

—¿Cómo?

—A ver, ¿cómo te lo diría? A veces, cuando te miro, me da la sensación de que estás luchando con todas tus fuerzas contra algo y que lo haces por mí. Y, entonces, es raro, pero me siento toda sudada, como si estuviera en tu lugar, ¿me entiendes? Tú pareces siempre tan sereno, pase lo que pase, como si nada tuviera que ver contigo. Pero, en realidad, no es así. Tú, a tu manera, estás luchando con todas tus fuerzas. Aunque a los demás no se lo parezca. Si no, no hubieras bajado al pozo, ¿no es así? Pero no hace falta decir que no es por mí por quien luchas a brazo partido con esa cosa asquerosa, sino para encontrar a Kumiko. Así que no hay ninguna razón para que yo sude de esta manera, ¿verdad? Eso ya lo sé, pero a pesar de todo, tengo la impresión de que también luchas por mí. Al mismo tiempo que luchas por Kumiko, quizá lo hagas también, a la vez, por otras personas. Por eso a veces pareces tonto. No sé, me da esa impresión. Pero ¿sabes, señor pájaro-que-da-cuerda? A veces, cuando te veo, me pongo nerviosa. Es que no tienes ninguna probabilidad de ganar. Si tuviera que apostar mi dinero, me sabe fatal, pero lo apostaría a que pierdes. Me caes súperbien, pero no quiero arruinarme contigo.

—Lo entiendo perfectamente.

—No quiero ver cómo te hundes, no quiero sudar más por ti. Por eso quiero volver a un mundo un poco más normal. Pero ¿sabes? Si no te hubiese encontrado, aquí, delante de la casa abandonada, quizá no sería así. No habría pensado en volver a la escuela. Seguro que aún estaría dándole vueltas a mil tonterías. En este sentido, ha sido gracias a ti. Ya no se puede decir que no sirvas para nada. —Asentí. Hacía mucho que nadie me alababa—. ¡Va! Choca la mano.

Estreché aquella mano pequeña y bronceada. Volvió a sorprenderme lo pequeña que era. La mano de una niña, pensé.

—¡Adiós, señor pájaro-que-da-cuerda! —repitió—. ¿Por qué no te has ido a Creta? ¿Por qué no has huido?

—Porque yo no puedo elegir por quién apostar.

May Kasahara me soltó la mano y clavó los ojos en mi rostro como si estuviese mirando algo rarísimo.

—¡Adiós, señor pájaro-que-da-cuerda! Hasta un día de estos.

En unos diez días, la casa estuvo demolida hasta los cimientos. Sólo quedó un solar plano y pelado. Del edificio, como por obra de magia, no quedó vestigio alguno, y del pozo, rellenado con tierra, tampoco quedó rastro. Los hierbajos y los árboles del jardín fueron arrancados y al pájaro de piedra se lo llevaron a alguna parte. Debieron de tirarlo. Tal vez fuera lo mejor para él. La sencilla cerca que rodeaba el jardín fue sustituida por una sólida valla tan alta que impedía atisbar el interior.

Una tarde, a mediados de octubre, estaba solo nadando en la piscina municipal y tuve una visión. Sonaba, como siempre, música de fondo, aquella vez viejas canciones de Frank Sinatra, Dream y Little girl blue. Sonaba sin que le prestara oídos mientras recorría una y otra vez los veinticinco metros de la piscina. Entonces tuve la visión. O una revelación.

Súbitamente, me di cuenta de que me encontraba en el interior de un pozo enorme. Y yo estaba nadando en el fondo, no en la piscina municipal. El agua que me circundaba era tibia y pesada. Estaba completamente solo y el ruido del agua a mi alrededor resonaba de manera extraña. Dejé de nadar, eché una mirada en torno y, después, me quedé flotando sobre la espalda mirando hacia lo alto. El agua me sostenía y yo flotaba sin esfuerzo. A mi alrededor todo estaba sumido en las tinieblas y, justo sobre mi cabeza, se veía un círculo de cielo bellamente recortado.

Era extraño, pero no sentía ningún miedo. Que allí hubiera un pozo y que yo estuviese flotando en su interior me parecía la cosa más natural del mundo. Más sorprendente me parecía no haberme dado cuenta hasta entonces. Era uno de los muchos pozos que hay en el mundo, y yo uno de los muchos yoes que hay en el mundo. En aquella porción circular de cielo brillaban con viveza incontables estrellas, como si el espacio hubiera estallado en diminutos fragmentos. Mudas estrellas taladraban con su luz acerada aquel techo de infinitas capas superpuestas de tinieblas. Podía oír soplar el viento en lo alto. Parecía una voz que llamara a alguien. Una voz que yo había oído tiempo atrás. Quería responder, pero no lograba emitir sonido alguno o, quizá, mis palabras no conseguían atravesar la atmósfera de aquel mundo.

El pozo era terriblemente profundo. Observando la boca, sobre mi cabeza, mi percepción del sentido de arriba y abajo se invirtió dándome la impresión de estar mirando desde la cima de una elevada chimenea. Pero, por primera vez desde hacía tiempo, me sentía tranquilo y seguro. Extendía con calma piernas y brazos dentro del agua y respiraba hondo una y otra vez. Una sensación de calor se difundía por todo mi cuerpo desde mi interior y yo me sentía ligero como si me sostuvieran desde abajo. Me sentía abrazado, sostenido, protegido.

Pasó no sé cuánto tiempo antes de que al fin llegara, en silencio, el amanecer. Una tenue línea de luz violeta reseguía el borde del círculo y, luego, a medida que la luz extendía sus dominios y cambiaba de tonalidad, las estrellas fueron perdiendo su brillo. Algunas estrellas de gran potencia permanecieron aún en el cielo, pero al final empalidecieron hasta desvanecerse. Yo continuaba flotando boca arriba en aquel agua pesada, mirando el sol. No me cegaba. Mis ojos estaban a salvo de la intensa luz por algo muy consistente, como unas gafas de sol muy oscuras.

Poco después, cuando el sol se situó justo encima del pozo, en aquel enorme globo se produjo un pequeño pero evidente cambio. Un instante antes de que ocurriera, el eje del tiempo pareció dislocarse. Contuve el aliento y agucé la vista, esperando ver qué sucedería a continuación. Pronto, a la derecha, en el borde derecho del sol, apareció una sombra negra parecida a mi mancha de nacimiento. Y aquella pequeña mancha fue borrando la luz del sol de la misma forma que, poco antes, el nuevo sol había barrido las tinieblas de la noche. «Un eclipse», pensé. Creí que ante mis ojos iba a producirse un eclipse solar. Pero, en el estricto sentido de la palabra, no podía ser tal. Una vez hubo cubierto medio sol, la mancha negra se detuvo por completo. No tenía, además, un perfil tan nítido como un eclipse normal. Aquello, con toda seguridad, no era un eclipse pese a que su apariencia era la misma. No tenía ni idea de cómo llamar a aquel fenómeno. Y como ante el test de Rorschach, entrecerré los ojos e intenté desentrañar el significado de aquella figura. Cuanto más la miraba, más dudaba de mi propia existencia. Respiré hondo repetidas veces y apacigüé los latidos del corazón, moví despacio los dedos de las manos dentro del agua pesada para verificar mi presencia en la oscuridad. ¡Todo va bien! No hay duda. Estoy aquí. En el fondo de un pozo, aunque esté en la piscina; ante un eclipse que no es un eclipse.

Cerré los ojos. Con los ojos cerrados podía oír un rumor sordo en la distancia. Al principio, tan débil que dudé de su existencia. Parecía un murmullo confuso de personas hablando al otro lado de una pared. Pero enseguida, como si sintonizaran bien un aparato de radio, las palabras fueron precisándose. «Las buenas noticias se dan en voz baja», había dicho la mujer que antes era Creta Kanoo. Concentré toda mi atención, aguzando el oído para que no se me escapara ni una sola palabra. No eran voces humanas. Eran los relinchos entremezclados de varios caballos. En algún lugar, en la oscuridad, unos caballos encabritados por alguna razón lanzaban agudos relinchos, piafaban y golpeaban con fuerza el suelo con los cascos. Parecía que con sus relinchos y caracoleos quisieran comunicarme con urgencia algún mensaje. Pero yo no los entendía. ¿Por qué había caballos en un sitio como aquél? ¿Qué querían decirme?

No tenía ni la más remota idea. Con los ojos cerrados, intenté trazar en mi mente la figura de los caballos que supuestamente estaban allí. Pero los caballos que imaginé estaban en sus establos, tumbados sobre la paja, relinchando agónicos mientras echaban espumarajos blancos por la boca. Algo los atormentaba.

De súbito, recordé la historia de los caballos que morían durante el eclipse de sol. Que el eclipse mataba a los caballos. Lo había leído en el periódico y se lo había contado a Kumiko la noche que ella había vuelto tan tarde y yo había tirado la cena. Los caballos aterrados se encabritaban bajo el pedazo negro de sol que faltaba. Posiblemente, algunos de ellos murieran.

Al abrir los ojos, el sol había desaparecido. Ya no quedaba nada. Sólo el aire bellamente recortado en forma de círculo flotando sobre mi cabeza. El fondo del pozo estaba ahora inmerso en el silencio. Un silencio tan profundo y poderoso que parecía absorber todo cuanto lo rodeaba. Sentí que me asfixiaba e hinché los pulmones. Y entonces percibí el olor que transportaba el aire. Olor a flores. El olor que desprendía una gran cantidad de flores voluptuosas esparcidas en la oscuridad. Un olor fugaz como el recuerdo arrancado de un sueño. Instantes después, como por acción de un potente catalizador, el olor creció en mis pulmones en intensidad y violencia.

Las minúsculas agujas de polen me punzaban la garganta, la nariz, las paredes interiores de mi cuerpo.

Era el mismo olor que flotaba en la habitación 208. Creo. El gran jarrón sobre la mesa, las flores. Mezclado ligeramente con el olor a whisky escocés del vaso. Y aquella extraña mujer del teléfono… «Dentro de ti hay un ángulo muerto fatal». En un acto reflejo miré a mi alrededor. Oscuridad total, no podía distinguirse nada. Pero lo percibí con claridad. Era la huella de algo que, segundos antes, había estado allí y que ya no estaba. Alguien, durante unos instantes, había compartido la oscuridad conmigo y, como señal de su presencia, había dejado tras de sí aquel aroma a flores.

Continué flotando sobre el agua conteniendo el aliento. El agua seguía sosteniéndome. Como si me alentara de manera tácita. Uní los dedos de las manos sobre el pecho, en silencio. Cerré los ojos una vez más, me concentré. Sentí el corazón martilleándome con fuerza en el oído. Aquel sonido me era ajeno. Pero eran los latidos de mi propio corazón. Parecía que vinieran de otro lugar. «Dentro de ti hay un ángulo muerto fatal», había dicho la mujer.

Sí, dentro de mí había un ángulo muerto fatal.

Algo se me pasaba por alto.

Ella debía de ser alguien a quien yo conocía bien.

Y, como si algo se diera la vuelta de repente, lo entendí todo. En un instante todo quedó expuesto a la luz. Y, bajo aquella luz, las cosas eran terriblemente claras, sencillas. Aspiré una breve bocanada de aire y lo exhalé despacio. Mi aliento era duro y caliente como piedra quemada. No había duda. Aquella mujer era Kumiko. ¿Por qué no me habría dado cuenta hasta entonces? Dentro del agua sacudí con violencia la cabeza. Bastaba pensar en ello para entenderlo. Era evidente. En aquella extraña habitación, Kumiko se dirigía a mí, una y otra vez, lanzándome desesperadamente un único mensaje: «descubre mi nombre».

Kumiko estaba encerrada en aquella habitación, me suplicaba que la rescatase. Yo era el único que podía hacerlo. En todo este vasto mundo, yo era la única persona capaz de hacerlo. Porque yo la amaba a ella y ella me amaba a mí. Y si en aquel momento yo hubiera descubierto su nombre, utilizando ese algo que se ocultaba allí, quizás habría podido rescatar a Kumiko del mundo de las tinieblas. Pero no supe descubrirlo. Y había ignorado, además, el timbre del teléfono cuando ella llamaba. Y quizá no volviera a tener otra oportunidad igual. Poco después, aquella agitación que casi me hacía temblar se fue apaciguando y, en su lugar, el pánico fue apoderándose en silencio de mí. En un instante, el agua que me rodeaba perdió su calidez y algo extraño, húmedo como un banco de medusas, empezó a envolverme. El corazón me martilleaba con furia. Recordé con detalle todo lo que había visto con mis propios ojos en aquella habitación. El sonido fuerte y seco de alguien aporreando la puerta aún estaba grabado en mis oídos, y el instantáneo destello blanco del cuchillo reflejando la luz del corredor aún me ponía la piel de gallina. Quizás aquélla fuera la cara oculta de Kumiko. Tal vez aquella habitación oscura fuese el dominio de las tinieblas que había en ella.

Tragué saliva con un ruido fuerte y hueco, como si alguien golpeara una cavidad desde el exterior. Sentía miedo de aquella cavidad vacía y, al mismo tiempo, temía lo que intentaba llenarla.

Pronto aquel pánico se desvaneció tan deprisa como había venido. Exhalé aquel aliento helado y respiré aire nuevo. El agua que me envolvía fue recuperando su tibieza y una exaltación cercana a la alegría brotó desde lo más hondo de mi corazón. «No volveré a verte nunca más», había dicho Kumiko. Ella, y yo no sabía por qué, se había apartado de mi lado. Pero no me había abandonado. Al contrario. Me necesitaba con urgencia, me buscaba desesperadamente. Sólo que, por algún motivo, no podía formularlo con palabras. Por eso intentaba revelarme, como fuera, de diferentes maneras, tomando diferentes formas, su secreto.

Al pensar en ello sentí calor en el pecho. Sentí cómo todas las cosas que estaban heladas en mi interior se hacían añicos y se fundían. Diferentes recuerdos, ideas y sensaciones se convertían en una sola cosa que barría aquella especie de costra endurecida de sentimientos que había dentro de mí. Y, fundida y expulsada, la costra fue mezclándose en silencio con el agua y fue envolviéndome dulcemente como una sutil membrana dentro de las tinieblas. «Está allí», pensé. «Esperaré a que me tienda la mano. No sé cuánto tiempo tardará. No sé cuánta fuerza necesitaré. Pero ahora debo detenerme. Y encontrar la manera de acceder a este mundo. Eso es lo que debo hacer. “Cuando se tiene que esperar, se tiene que esperar”, había dicho el señor Honda».

Se oía el rumor sordo del agua. Alguien se me acercaba, deslizándose como un pez. Y me rodeaba con su brazo robusto. Era el socorrista de la piscina. Había hablado varias veces con él.

—¿Todo va bien? —preguntó.

—Sí, gracias —contesté.

Ya no estaba en el fondo de aquel pozo enorme, sino en la piscina municipal de veinticinco metros de largo. El olor a cloro y el ruido del agua resonando en el techo volvieron a estar presentes en mi conciencia. En el borde de la piscina, algunas personas, de pie, miraban hacia mí preguntándose si había sufrido algún percance. Le expliqué al socorrista que me había dado un calambre. Que por eso me había quedado haciendo el muerto. El socorrista me ayudó a salir de la piscina y me aconsejó que descansara unos instantes fuera del agua. Le di las gracias.

Me senté con la espalda apoyada contra la pared del borde de la piscina y cerré los ojos en silencio. La sensación de felicidad que me había producido aquella visión aún permanecía en mi interior como un rincón soleado. Y yo, en aquel rincón soleado, reflexioné. Eso estaba ahí. No todo se me había escapado de las manos. No todo había ido a caer a las tinieblas. Ahí aún quedaba una cosa preciosa, cálida y bella. Eso estaba ahí. Lo sabía. O quizá yo fuera batido. Quizá me perdiera. Quizá no llegara a ninguna parte. Quizá, por más que luchara, todo se había estropeado hasta un punto que ya no admitía retorno. Quizás yo fuera el único en no darse cuenta de que estaba tratando inútilmente de reavivar unas cenizas heladas. Quizá no hubiera nadie que apostara por mí. «No me importa», dije en voz baja, pero decidida, a quienquiera que estuviese allí. «Yo, como mínimo, tengo algo que esperar, algo que buscar».

Luego, conteniendo la respiración, agucé el oído. Intenté escuchar una voz tenue que debía de estar allí. Al otro lado del chapoteo del agua, de la música, de las risas de la gente, mi oído captó un débil y mudo eco. Una persona llamaba a otra persona. Una persona buscaba a otra persona. Una voz que no llegaba a ser voz. Con palabras que aún no eran palabras.