3
Habla Noboru Wataya
La historia de los monos de la isla de mierda
Llegué a la cafetería diez minutos antes de la una, pero Noboru Wataya y Malta Kanoo ya estaban sentados allí, esperándome. Era la hora de comer y la cafetería estaba llena a rebosar, pero localicé a Malta Kanoo de inmediato. No hay en este mundo muchas personas que se pongan un sombrero de plástico rojo una tarde soleada de verano. A no ser que tuviera una colección de sombreros de idéntico color y forma, llevaba el mismo de la primera vez que nos habíamos visto. Y, como la primera vez, iba vestida con sobriedad y buen gusto. Chaqueta blanca de lino de manga corta y, debajo, una camisa de algodón de cuello redondo. Chaqueta y camisa inmaculadas, sin una arruga. No llevaba adornos ni maquillaje. Sólo el sombrero de plástico rojo desentonaba irremisiblemente, tanto por el estilo como por la calidad del material, con el resto del atuendo. Al sentarme se lo quitó, como si hubiera estado esperándome, y lo dejó sobre la mesa. Al lado del sombrero, había un pequeño bolso de piel amarilla. Había pedido una tónica, aunque, como era de esperar, no la había tocado. Y en la bebida se alzaban pequeñas y vanas burbujas como si se sintiera incómoda dentro del vaso largo.
Noboru Wataya llevaba gafas de sol de color verde. Cuando me senté, se las quitó y las sostuvo en la mano mirándolas fijamente, pero volvió a ponérselas poco después. Debajo de la cazadora de algodón azul marino llevaba un polo blanco que parecía recién estrenado. Ante él, un té con hielo, pero tampoco él lo había tocado.
Pedí un café y bebí un trago de agua fría.
Hasta aquí nadie había dicho una sola palabra. Noboru Wataya ni siquiera parecía haber apreciado mi llegada. Al poner las palmas de las manos sobre la mesa y darles la vuelta varias veces comprobé que no era invisible a sus ojos. Llegó el camarero, depositó una taza y me sirvió el café de la cafetera. El camarero se fue. Malta Kanoo carraspeó ligeramente como si quisiera probar un micrófono. Pero no dijo nada.
El primero en hablar fue Noboru Wataya.
—Tengo poco tiempo, así que me gustaría que habláramos de la manera más llana y directa posible.
Parecía que estuviera hablándole al azucarero de acero inoxidable que había en el centro de la mesa, pero el interlocutor, por supuesto, era yo. El azucarero estaba estratégicamente situado entre ambos y se dirigía a él.
—¿De qué tenemos que hablar de la manera más llana y directa posible? —le pregunté de manera directa.
Noboru Wataya, por fin, se quitó las gafas, las plegó, las dejó encima de la mesa y me miró. Hacía ya más de tres años que habíamos hablado por última vez, pero no tenía en absoluto la impresión de que hubiera pasado tanto tiempo. Pensé que era porque de vez en cuando había visto su cara por televisión, o en las revistas. Cierto tipo de información penetra como el humo en los ojos y en la mente de las personas, les guste o no les guste, la busquen o no la busquen.
Ahora, al mirarlo de nuevo frente a frente, me di cuenta de lo mucho que había cambiado la expresión de su rostro a lo largo de tres años. Aquel poso turbio y lodoso que había apreciado en él la primera vez había sido empujado hacia el fondo, cubierto por algo taimado y artificial. En pocas palabras, Noboru Wataya había conseguido una máscara nueva más sofisticada. Una máscara muy bien hecha, sin duda. Quizá fuera una nueva piel. Pero, máscara o piel, yo…, incluso yo…, reconocía que ese algo poseía cierto atractivo. «Es como si estuviese mirando una pantalla de televisión», pensé. Él hablaba como alguien televisivo, se movía como alguien televisivo. Entre ambos siempre había existido un cristal. Yo estaba a un lado y Noboru Wataya al otro.
—Como debes imaginarte, tenemos que hablar de Kumiko. De lo que haréis de aquí en adelante. Ella y tú.
—¿De lo que haremos? ¿No podrías ser un poco más concreto? —pregunté, así mi taza de café y bebí un sorbo.
Noboru Wataya me miró fijamente con unos ojos de sorprendente inexpresividad.
—¿Más concreto, dices? No pensarás continuar toda la vida en esta situación, ¿no? Kumiko tiene un amante, se ha ido con él, te ha plantado. Esto no es bueno para nadie.
—¿Que tiene un amante?
—Esperen un momento, por favor —intervino Malta Kanoo—. La historia sigue un orden. Señor Wataya, señor Okada, les ruego que hablen siguiendo este orden.
—No lo entiendo. Pero si aquí no hay ningún orden —dijo Noboru Wataya con voz inorgánica—. ¿Dónde diablos ve usted un orden?
—Sería mejor que le dejara hablar a él primero —le pedí a Malta Kanoo—. Después, entre todos, ya ordenaremos los acontecimientos. Si es que la historia lo permite, claro.
Malta Kanoo me miró unos instantes con los labios ligeramente apretados, pero luego hizo un pequeño signo afirmativo.
—Muy bien. Hable usted primero, señor Wataya.
—Kumiko ha encontrado a otro hombre, y se ha ido con él. Esto es evidente. En esta situación, no tiene sentido que continuéis casados. Por suerte no hay hijos de por medio y, a la vista de las circunstancias, no será necesario pagar compensaciones, con lo cual, todo será rápido. Bastará con que Kumiko se borre del registro civil. Con que firméis los papeles que os preparen los abogados y les pongáis el sello, ¡listos! ¡Ah! Y mejor que te lo comunique por si acaso: lo que te estoy transmitiendo es la decisión irrevocable de la familia Wataya.
Me crucé de brazos y reflexioné unos instantes.
—Tengo varias preguntas. En primer lugar: ¿cómo sabes que Kumiko tiene un amante?
—Porque me lo contó directamente ella —respondió Noboru Wataya.
No sabía bien qué decir. Puse las dos manos sobre la mesa y permanecí unos instantes en silencio. Era incomprensible que Kumiko le hubiera hecho unas confesiones tan personales a Noboru Wataya.
—Hace una semana, más o menos, Kumiko me telefoneó y me dijo que tenía que hablar conmigo —dijo Noboru Wataya—. Nos vimos y hablamos. Ella me dijo claramente que se veía con otro hombre.
Me entraron ganas de fumar, después de tanto tiempo. No tenía cigarrillos. Bebí a cambio un sorbo de café y volví a depositar la taza sobre el platillo. Se oyó un sonoro y seco clic.
—Y luego, Kumiko se ha ido de casa —dijo él.
—De acuerdo —admití yo—. Ya que tú lo dices, debe de ser así. Que Kumiko tiene un amante. Y que ella fue a hablarte de eso. Yo aún no acabo de creérmelo, pero no puedo imaginar que me estés mintiendo en una cosa así.
—Pues claro que no miento —dijo Noboru Wataya. Y en sus labios incluso flotaba una ligera sonrisa.
—¿Y esto es todo lo que tienes que decirme? ¿Que Kumiko ha encontrado a otro hombre, que se ha ido con él y que acepte el divorcio?
Noboru Wataya asintió con un gesto vago, como si estuviera ahorrando energía.
—Supongo que ya lo sabes, pero desde el principio no estuve de acuerdo con que te casaras con Kumiko. Pensé que no era asunto mío y no me opuse activamente, pero, visto como han ido las cosas, casi lamento no haberlo hecho. —Después de decir esto, bebió un sorbo de agua y dejó el vaso sobre la mesa en silencio. Luego prosiguió—: Desde la primera vez que nos vimos supe que no podía esperarse gran cosa de ti. No adivinaba en ti ni un elemento positivo que te permitiera realizar algo en serio, convertirte en una persona como es debido. Desde el principio nunca has tenido nada que brillara o que diera luz a algo. Pensé que cualquier cosa que empezaras la dejarías a medias, que nunca conseguirías llevar nada a término. Y así ha sido. Han pasado seis años desde que te casaste. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo? ¡Nada! ¿No es cierto? Lo único que has hecho es dejar la empresa donde trabajabas y convertirte en una carga para Kumiko. Ahora ni tienes trabajo, ni tienes un solo proyecto para el futuro. Hablando claro, en tu cabeza no hay más que basura y piedras. Qué vio Kumiko en ti, todavía ahora no lo entiendo. Quizás encontró interesantes la basura y las piedras. Pero, a la postre, la basura es basura y las piedras son piedras. En resumen, que lo que mal empieza mal acaba. Claro que Kumiko también ha tenido parte de culpa. Esta chica, por una serie de circunstancias, ha tenido desde pequeña sus rarezas. Supongo que por eso se sintió momentáneamente atraída por ti. Pero eso ya se acabó. Sea como sea, las cosas han ido así y es mejor acabar con este asunto lo antes posible. De Kumiko ya nos encargaremos mis padres y yo. Tú no te ocupes más de ella. No intentes encontrarla. Ella ya no tiene nada que ver contigo. Si te metes en lo que no te importa, sólo te buscarás complicaciones innecesarias. Lo mejor que puedes hacer es desaparecer y empezar en cualquier parte una nueva vida adecuada para ti. Eso sería lo mejor para ambos.
Noboru Wataya dejó claro que había terminado el discurso acabándose el agua que quedaba en el vaso. Llamó al camarero y pidió más.
—¿Es esto todo lo que querías decir? —le pregunté.
Noboru Wataya ladeó esta vez ligeramente la cabeza.
—Entonces —proseguí, dirigiéndome a Malta Kanoo—, ¿qué orden se puede seguir en eso?
Malta Kanoo sacó un pequeño pañuelo blanco del bolso y se secó las comisuras de los labios. Después tomó el sombrero rojo de encima de la mesa y lo puso sobre el bolso.
—Esta historia debe de haberle producido una fuerte conmoción, señor Okada —dijo Malta Kanoo—. Supongo que será consciente de que también para nosotros es extremadamente penoso sentarnos frente a usted y hablarle de ello.
Noboru Wataya lanzó una mirada a su reloj de pulsera como si quisiera confirmar que la tierra continuaba rotando sobre su eje y que él seguía perdiendo su precioso tiempo.
—Comprendo —dijo Malta Kanoo—. Hablemos de la manera más directa y llana posible. Primero vino su esposa a verme. A consultarme.
—A instancias mías —intervino Noboru Wataya—. Kumiko me llamó por lo del gato y yo las puse en contacto.
—¿Eso fue antes o después de que usted y yo nos encontráramos? —le pregunté a Malta Kanoo.
—Antes.
—O sea —le dije a Malta Kanoo—, que ordenando los acontecimientos vendría a ser algo así: Kumiko conocía su existencia por Noboru Wataya. Fue a consultarle a su casa acerca del gato desaparecido. Después, por no sé qué razón, ella me ocultó que ya había hablado antes con usted y me hizo ir a verla. Entonces, nosotros nos encontramos aquí y hablamos. En resumen viene a ser eso, ¿no?
—Más o menos es así —contestó Malta Kanoo con cierta reluctancia—. Al principio se trataba de la pura búsqueda del gato. Pero yo sentí que allí había algo más profundo. Por eso quise verle a usted, señor Okada. Por eso quise verle y hablar directamente con usted. Luego volví a encontrarme con su esposa y tuve que preguntarle sobre algunos asuntos más profundos, más personales.
—¿Y entonces Kumiko le dijo que tenía un amante?
—Resumiendo, eso es. Dada mi posición, no me es posible darle una información más detallada —dijo Malta Kanoo.
Suspiré. No solucionaba nada haciéndolo, pero no pude evitarlo.
—¿Entonces hacía tiempo que Kumiko se veía con este hombre?
—Creo que hacía dos meses y medio, más o menos.
—¡Dos meses y medio! En dos meses y medio, ¿cómo es que no me había dado cuenta de nada?
—Porque usted, señor Okada, tenía plena confianza en su esposa —dijo Malta Kanoo.
Asentí.
—Tiene usted toda la razón. Una cosa así ni se me habría pasado por la cabeza. Jamás hubiera pensado que Kumiko pudiera mentir de ese modo y, la verdad, aún no acabo de creérmelo.
—Resultados aparte, la capacidad de creer plenamente en otro es uno de los valores más bellos del ser humano —dijo Malta Kanoo.
—Un valor más bien escaso —admitió Noboru Wataya.
El camarero se acercó y me sirvió más café. En la mesa de al lado unas jóvenes reían a carcajadas.
—¿Entonces, cuál demonios es el motivo de este encuentro? —pregunté dirigiéndome a Noboru Wataya—. ¿Por qué nos hemos reunido los tres aquí? ¿Para convencerme de que me divorcie de Kumiko? ¿O hay algún otro objetivo más profundo? Lo que tú me has dicho, a primera vista, tiene sentido, pero las partes principales son ambiguas y hacen agua por todas partes. Dices que Kumiko tiene un amante y que por eso se ha ido de casa. Entonces, ¿adónde ha ido? ¿Qué está haciendo? ¿Se ha ido sola o con ese hombre? ¿Por qué me ha dejado sin decir nada? Si hay otro hombre, no hay nada que hacer, desde luego. Pero esto quiero oírlo de boca de Kumiko. Hasta entonces no me creeré una palabra. ¿Está claro? Esto sólo nos atañe a Kumiko y a mí. Somos nosotros quienes debemos hablar y tomar una decisión. Tú no tienes ningún derecho a inmiscuirte.
Noboru Wataya apartó el vaso de té con hielo que no había tocado.
—Nosotros estamos aquí para informarte. Yo le he pedido a la señorita Kanoo que viniera. He pensado que sería mejor que estuviera presente una tercera persona. Quién es el amante de Kumiko o dónde está ella ahora no lo sé. Kumiko ya es mayorcita y puede hacer lo que se le antoje. Y aunque supiera dónde está, tampoco te lo diría. Respecto a por qué no te ha dicho nada, pues será porque no quiere hablar contigo.
—¿Y qué diablos te ha dicho a ti Kumiko? Tenía entendido que vuestra relación no era muy estrecha, que digamos —le dije.
—Pues si Kumiko y tú tenéis una relación tan estrecha, ¿por qué se acuesta con otro? —preguntó Noboru Wataya.
Malta Kanoo carraspeó ligeramente.
—Ella misma me dijo que tenía relaciones con otro hombre. Y me dijo también que quería dejar el asunto bien liquidado. Yo le aconsejé que se divorciara. Y ella me dijo que se lo pensaría —explicó Noboru Wataya.
—¿Esto es todo? —pregunté.
—¿Qué diablos puede haber más?
—No me lo explico. A decir verdad, me parece increíble que Kumiko te haya consultado una cosa así. Sobre un asunto de esta envergadura, ella no te habría consultado. Lo hubiera pensado por sí misma. O lo habría hablado directamente conmigo. ¿No te habrá hablado de otra cosa? De algo que teníais que resolver cara a cara ella y tú.
Noboru Wataya esbozó una vaga sonrisa. Esta vez era una sonrisa pálida y fría como la luna en cuarto creciente flotando en el cielo del amanecer.
—¡Vaya! Por la boca muere el pez —dijo en voz baja pero perfectamente audible.
—¿Por la boca muere el pez? —repetí.
—Pues sí, ¿no te parece? Tu mujer se acuesta con otro, se larga de casa y tú intentas echarme las culpas a mí. ¡Nunca había oído estupidez semejante! A mí no me apetecía venir. He venido porque no me ha quedado otro remedio. Para mí, esto sólo es una pérdida de tiempo. Como si tirara mi tiempo a la cuneta.
Cuando terminó de hablar, cayó un profundo silencio sobre la mesa.
—¿Conoces la historia de los monos de la isla de mierda? —le pregunté a Noboru Wataya.
Negó con la cabeza, sin ningún signo de interés.
—No la conozco.
—En algún lugar lejano había una isla de mierda. No tenía nombre. No valía la pena ponerle ninguno. Era una isla de mierda con forma de mierda. Allí crecían palmeras con forma de mierda. Y las palmeras daban cocos que olían a mierda. Pero allí vivían monos de mierda que adoraban los cocos que olían a mierda. Y cagaban mierda de mierda. La mierda caía al suelo, aumentaba la capa de mierda y las palmeras de mierda que allí crecían eran cada vez más de mierda. Un círculo vicioso. —Me bebí el resto del café—. Mirándote, me he acordado de la historia de la isla de mierda —le dije a Noboru Wataya—. A lo que me refiero es que hay un tipo de mierda, un tipo de podredumbre, cierta tenebrosidad que se autoalimenta y, formando un círculo vicioso, crece con celeridad. Cuando se sobrepasa cierto punto, nadie lo puede detener. Ni siquiera la persona interesada. —El rostro de Noboru Wataya no mostraba expresión alguna. Se le había borrado la sonrisa, pero tampoco había en él sombra de ira. Sólo tenía una pequeña arruga en el entrecejo. No recordaba si había estado siempre allí. Proseguí—: ¿Está claro? Sé muy bien qué tipo de persona eres. Dices que soy basura y piedras. Y piensas que podrías hundirme en un segundo con tal de que te lo propusieras. Pero las cosas no son tan simples. Seguro que para ti, según tu sistema de valores, soy basura y piedras. Pero no soy tan estúpido como crees. Sé muy bien qué hay debajo de esa máscara pulida dirigida a la televisión, dirigida a la opinión pública. Conozco el secreto que se esconde debajo. Lo conoce Kumiko y también lo conozco yo. Y puedo revelarlo en cualquier momento. Exponerlo a la luz del día. Posiblemente me llevaría cierto tiempo, pero podría hacerlo. Tal vez yo sea un don nadie, pero no soy un saco de arena. Soy un ser vivo. Y, si me golpean, devuelvo el golpe. Quiero que aprendas esto de una vez por todas.
Noboru Wataya, el rostro inexpresivo, me miraba de hito en hito sin decir palabra. Su cara parecía una amalgama de piedras que flotaran en el espacio. Casi todo lo que había dicho eran fanfarronadas. Secretos de Noboru Wataya no conocía ni uno. Simplemente imaginaba que en su interior debía de haber algo profundamente pervertido. Pero no tenía la menor idea de qué era en concreto. Sin embargo, mis palabras habían tocado algo en su interior. Pude ver con claridad el efecto en su rostro. Ni se burló de mis afirmaciones, ni intentó ponerme la zancadilla, ni trató de pillarme en una contradicción tal como solía hacer en los debates televisivos. Se quedó en silencio sin mover un músculo.
Después empezó a producirse en su cara un curioso fenómeno. Poco a poco fue enrojeciendo. Pero de una manera extraña. Algunas zonas se le pusieron lívidas, otras de color rosáceo y, el resto, de un extraño y cadavérico blanco. Me hizo pensar en un bosque otoñal donde crecieran mezclados caprichosamente todo tipo de árboles, de hoja caduca y perenne, creando una paleta caótica de colores.
Poco después, Noboru Wataya se levantó en silencio, se sacó las gafas de sol del bolsillo y se las puso. Su rostro seguía cubierto de aquella extraña mezcla de manchas de color. Parecía haberse estampado en su cara de manera indeleble. Malta Kanoo permanecía petrificada en su asiento sin decir palabra. Yo me hacía el desentendido. Noboru Wataya me miró e hizo ademán de decir algo. Al final, optó por callarse. Se alejó de la mesa sin decir nada y desapareció.
Cuando se hubo ido Noboru Wataya, Malta Kanoo y yo permanecimos unos instantes en silencio. Yo estaba exhausto. El camarero se acercó y me preguntó si me apetecía otra taza de café. Le contesté que no. Malta Kanoo tomó el sombrero rojo de encima de la mesa y estuvo mirándolo fijamente dos o tres minutos, al final lo dejó en la silla de al lado. Yo tenía un sabor amargo en la boca. Intenté quitármelo bebiendo agua. Pero no se fue.
Poco después, habló Malta Kanoo:
—Los sentimientos deben exteriorizarse de vez en cuando. Si no, la corriente se estanca dentro. Ahora que se ha desahogado se encuentra mejor, ¿verdad?
—En parte —dije—. Pero esto no soluciona nada. Tampoco concluye nada.
—A usted no le gusta el señor Noboru Wataya, ¿verdad?
—Cada vez que veo a este hombre me siento terriblemente vacío. Siento que todo, absolutamente todo lo que me rodea es insustancial. Todo lo que ven mis ojos me parece hueco. No puedo expresarle con exactitud por qué. Y, a causa de ello, a veces digo y hago cosas que no son propias de mí. Y luego me siento fatal. Nada me alegraría más que no volver a ver nunca a este hombre.
Malta Kanoo negó varias veces con la cabeza.
—Por desgracia tendrá que encontrarse con él varias veces más. Es inevitable.
Pensé que ella debía de tener razón. No podría librarme tan fácilmente de él. Alcancé el vaso de encima de la mesa y bebí otro trago de agua. Me preguntaba de dónde me habría venido aquel sabor horrible.
—Por cierto, quisiera preguntarle una sola cosa. Usted, en este asunto, ¿de parte de quién está? ¿De parte de Noboru Wataya o de mi parte? —le pregunté a Malta Kanoo.
Malta Kanoo apoyó los codos sobre la mesa y unió las palmas de ambas manos.
—No estoy de parte de nadie. Aquí no hay partes. En este asunto no existe nada de eso. No es un asunto de arriba o abajo, derecha o izquierda, cara o cruz, señor Okada.
—Esto suena a zen. Como sistema de pensamiento es interesante, pero en sí mismo no explica nada.
Ella asintió. Luego separó cinco centímetros las palmas de las manos, que mantenía unidas frente a su rostro, y las volvió hacia mí formando un pequeño ángulo. Unas palmas pequeñas y de forma bonita.
—Es probable que mis palabras sean muy vagas, y tiene usted razón en enfadarse. Pero, en estos momentos, cualquier cosa que diga no le va a servir de nada en la práctica. Al contrario, puede empeorar las cosas. Debe conseguirlo usted con su propia fuerza, con su propia mano.
—Como en el Reino de la Selva —repliqué sonriendo—. Si me golpean, devuelvo el golpe.
—Exactamente —dijo Malta Kanoo—. Así es.
Luego, como si recobrara una pertenencia de alguien fallecido hace poco, cogió el bolso en silencio y se puso el sombrero de plástico rojo. Y yo tuve la extraña sensación de que, con ese gesto, una fase temporal llegaba a su fin.
Después de que se fuera Malta Kanoo, permanecí largo tiempo allí sentado, solo, inmóvil, sin pensar en nada. No se me ocurría adónde ir o qué hacer cuando me levantara. Evidentemente, no podía permanecer allí para siempre. Veinte minutos después, pagaba la cuenta de los tres y salía de la cafetería. Nadie había pagado su consumición.