12
Lo que descubrí al afeitarme
Lo que descubrí al despertar
—Le llamo a estas horas de la madrugada porque me ha parecido oportuno ponerme en contacto con usted lo antes posible —dijo Malta Kanoo. Escuchándola, tuve la misma impresión que de costumbre: que elegía cada palabra de una manera extremadamente lógica, y que luego iba alineándolas una tras otra—. Me gustaría hacerle algunas preguntas. ¿Le importa?
Con el auricular en la mano, me senté en el sofá.
—Se lo ruego. Pregunte cuanto quiera.
—Estos dos últimos días, ¿no habrá estado usted fuera, por casualidad? Le he estado llamando y no le encontraba en casa.
—Pues sí —respondí—. He estado fuera un tiempo. Quería estar solo, ordenar mis ideas, reflexionar con calma. Son muchas las cosas en las que debo pensar.
—Sí, por supuesto. Soy consciente de ello. Comprendo muy bien cómo se siente usted. Cuando se quiere pensar con calma, lo mejor es cambiar de aires. Y, aunque tal vez esté preguntando cosas que no me atañen, ¿ha ido usted muy lejos?
—Pues tampoco se puede decir que haya ido muy lejos… —respondí con una ambigüedad deliberada. Y me pasé el auricular de la mano izquierda a la derecha—. Como se lo diría… He estado en un lugar un poco apartado. Pero ahora no puedo explicárselo con pelos y señales. Tengo mis razones. Además, acabo de volver y estoy demasiado cansado para hablar largo y tendido.
—Por supuesto. Todos tenemos nuestras razones. No hace falta que se esfuerce en contármelo ahora. No hace falta más que oír su voz para comprender que está muy cansado. No se preocupe. Siento muchísimo entretenerle preguntándole esto y lo otro. Ya hablaremos más adelante. Sólo que, durante estos últimos días, he estado muy preocupada por si le había ocurrido algo malo. Por eso me he permitido estas indiscreciones. Lo lamento.
Yo iba asintiendo en voz baja, pero mis monosílabos no sonaban a afirmaciones. Más bien parecían los jadeos de un animal acuático que se hubiera equivocado al respirar. «Algo malo», pensé. Entre las cosas que me estaban ocurriendo, ¿cuáles eran las malas y cuáles las buenas? ¿Cuáles las correctas y cuáles las incorrectas?
—Le agradezco que se haya preocupado por mí, pero estoy bien —le dije aclarándome la voz—. No se puede decir que me haya pasado nada bueno, pero tampoco nada malo.
—Entonces, perfecto.
—Estoy cansado. Eso es todo —añadí.
Malta Kanoo carraspeó ligeramente.
—Por cierto, señor Okada. ¿Se ha dado cuenta de si, durante estos días, ha experimentado usted algún cambio físico?
—¿Algún cambio físico? ¿En mi cuerpo?
—Sí, señor Okada. En su cuerpo.
Levanté la cara y miré mi figura reflejada en el cristal de la ventana. No se apreciaba nada que pudiera llamarse así. Cuando, en la ducha, había lavado mi cuerpo centímetro a centímetro, tampoco había observado nada anormal.
—¿A qué tipo de cambios se refiere?
—No lo sé con exactitud. Algún cambio evidente a los ojos de cualquiera.
Deposité sobre la mesa la mano izquierda abierta y me quedé contemplando la palma unos instantes. Era la de siempre. No se apreciaba ninguna transformación. Ni estaba cubierta de hojas de pan de oro ni le habían salido membranas. No era ni bonita ni fea.
—¿Cambios evidentes a los ojos de cualquiera? ¿Como, por ejemplo, que me salieran alas en la espalda?
—Pues, tal vez algo por el estilo —contestó Malta Kanoo con tono calmado—. Aunque, por supuesto, no es más que una posibilidad entre muchas otras.
—Sí, claro —dije.
—Entonces, ¿no ha percibido usted ningún cambio?
—Parece que no se ha producido ninguno. Al menos por ahora. Si me hubieran salido alas, por mucho que me pesase, me habría dado cuenta, ¿no le parece?
—Posiblemente sí —asintió Malta Kanoo—. Pero tenga cuidado, señor Okada. No es nada fácil conocer el estado en que uno se encuentra. Por ejemplo, uno no puede mirarse directamente a la cara con sus propios ojos. Sólo podemos mirar la imagen que nos devuelve el espejo. Y nosotros nos limitamos a creer, de manera empírica, que la imagen reflejada en el espejo es la real.
—Tendré cuidado —dije.
—Por cierto, hay otra cosa que querría preguntarle. Hace poco he perdido el contacto con Creta. Exactamente igual que me sucedió con usted. Quizá sea una coincidencia, pero es extraño. He pensado que tal vez sepa usted algo sobre este asunto, aunque sólo sea de manera tangencial.
—¿Creta Kanoo? —pregunté sorprendido.
—Sí. ¿Sabe usted algo?
Le respondí que no. No tenía razones fundadas para creerlo, pero me pareció que era preferible ocultarle que había visto a Creta y hablado con ella poco antes y que luego había desaparecido. Era una simple impresión.
—Creta estaba preocupada por haber perdido el contacto con usted y anoche decidió ir a su casa a ver qué sucedía, pero aún no ha regresado. No sé por qué, no puedo sentir bien su presencia.
—Comprendo. Si viene, le diré que se ponga en contacto con usted de inmediato.
Malta Kanoo enmudeció unos instantes al otro lado del hilo.
—La verdad es que estoy preocupada por Creta. Como usted muy bien sabe, el trabajo que desempeñamos ella y yo no es nada corriente. Y mi hermana todavía no conoce este mundo tan bien como yo. Eso no significa que no tenga aptitudes. Sólo que aún no está muy familiarizada con ellas.
—Comprendo. —Malta Kanoo volvió a enmudecer. Su silencio fue esta vez más largo que el anterior. Noté que dudaba—. Oiga.
—Estoy aquí, señor Okada —respondió Malta Kanoo.
—Si veo a Creta, le diré que se ponga en contacto con usted de inmediato —repetí.
—Muchas gracias —dijo Malta Kanoo.
Y, tras disculparse de nuevo por haber llamado a aquellas horas, colgó. Después de colgar yo, contemplé de nuevo mi imagen reflejada en el cristal. Y en aquel momento se me ocurrió de pronto. Quizá jamás volvería a hablar con Malta Kanoo. Puede que desapareciera de mi vida para siempre. No tenía ninguna razón especial para creerlo. Fue un presentimiento súbito.
Luego, de repente, recordé la escala de cuerda colgando dentro del pozo. Sería mejor que la sacara de allí lo antes posible. Podría ocasionarme problemas si alguien la encontraba. Además, estaba el asunto de la repentina desaparición de Creta Kanoo. Nuestro último encuentro había sido en el pozo.
Me metí la linterna en el bolsillo, me calcé, bajé al jardín y salté el muro. Fui por el callejón hasta la casa abandonada. La casa de May Kasahara aún permanecía sumida en la oscuridad. Las agujas del reloj marcaban poco antes de las tres. Entré en el jardín de la casa deshabitada y fui directo al pozo. La escala de cuerda continuaba atada al tronco del árbol y colgaba hacia dentro del pozo. La tapa estaba medio abierta.
Súbitamente preocupado, me asomé y la llamé.
—Oiga, señorita Kanoo —susurré.
No hubo respuesta. Saqué la linterna del bolsillo y dirigí el foco de luz hacia el interior del pozo. La luz no llegaba hasta el fondo, pero oí una voz tan débil que parecía un gemido. Volví a llamarla.
—No me pasa nada. Estoy aquí —dijo Creta Kanoo.
—¿Qué diablos está haciendo ahí? —pregunté en voz baja.
—¿Que qué estoy haciendo, dice? Pues lo mismo que usted —me respondió ella con extrañeza—. Reflexionar. Es el lugar idóneo para hacerlo.
—Probablemente lo sea. Pero, hace un rato, me ha llamado su hermana. Está muy preocupada por su desaparición. Dice que, a estas horas, usted aún no ha vuelto a casa y que, además, no siente su presencia. Me ha pedido que, si la veo, le diga que la llame de inmediato.
—De acuerdo. Muchas gracias por las molestias.
—Oiga, señorita Kanoo. ¿Le importaría salir de ahí? Tengo que hablar con usted.
Creta Kanoo no respondió. Apagué la luz de la linterna y me la volví a meter en el bolsillo.
—¿Y por qué no baja usted? Podemos sentarnos los dos aquí y hablar.
No me pareció mala idea volver a meterme en el pozo y hablar con Creta Kanoo. Pero, al recordar la mohosa oscuridad del fondo, sentí un peso en el estómago.
—No, lo siento mucho, pero no me apetece volver a bajar. Y sería mejor que usted también abandonara esa idea. Pueden volver a retirar la escala y, además, la ventilación no es buena ahí abajo.
—Ya lo sé. Pero quiero quedarme un poco más. No se preocupe por mí.
Si ella no quería subir, poco podía hacer yo.
—Cuando he hablado con su hermana por teléfono, no le he dicho que nos habíamos visto poco antes. ¿He hecho bien? No sé por qué, pero he tenido la impresión de que era mejor callarme.
—Sí, ha hecho bien. No le diga a mi hermana que estoy aquí. —Hizo una pequeña pausa y añadió—: No quiero preocuparla, pero yo también necesito pensar. Una vez lo haya hecho, saldré. Déjeme sola. No voy a ocasionarle ninguna molestia.
Volví a casa dejando allí a Creta Kanoo. Bastaba con pasarme a la mañana siguiente. Aunque May Kasahara se acercara y retirara la escala, yo podría rescatar a Creta de un modo u otro. Al volver a casa, me desnudé y me tumbé en la cama. Tomé el libro que había a la cabecera y lo abrí por la página que estaba leyendo. Me sentía muy excitado y pensaba que me costaría conciliar el sueño. Pero cuando hube leído una o dos páginas, comprendí que estaba a punto de dormirme. Cerré el libro y apagué la luz. Un instante después, ya estaba sumergido en el sueño.
Me desperté a las nueve y media de la mañana. Me preocupaba Creta Kanoo, así que, sin lavarme siquiera la cara, me vestí corriendo y me dirigí por el callejón a la casa abandonada. Aquella mañana, las nubes estaban bajas, el aire cargado de humedad y parecía que iba a empezar a llover de un momento a otro. La escala ya no colgaba dentro del pozo. Alguien la había desatado del tronco del árbol y se la había llevado. Las dos mitades de la tapa sellaban la boca. Encima había unas piedras. Aparté media tapa, me asomé hacia dentro y llamé a Creta Kanoo. No obtuve respuesta. A pesar de ello la llamé, entre pequeñas pausas, varias veces más. Le arrojé piedrecitas pensando que tal vez estuviera dormida. Pero, en el fondo del pozo, no parecía haber nadie. Creta Kanoo, por la mañana, debía de haber salido del pozo y retirado la escala, debía de habérsela llevado a alguna parte. Volví a poner la tapa en su sitio y me alejé.
Salí de la casa abandonada y me apoyé en la cancela mirando hacia la casa de May Kasahara. Quizá me viera y se acercara como solía hacer. Pero no apareció. Reinaba un silencio profundo en los alrededores. No se veía a nadie, no se oía nada. Ni siquiera el chirrido de las cigarras. Con la punta del zapato removí la tierra a mis pies. Tenía una sensación de extrañeza, como si durante los días que había estado dentro del pozo, la realidad que había conocido hasta entonces hubiera sido desplazada por otra realidad. Lo sentía en lo más hondo de mi corazón desde que había salido del pozo y regresado a casa.
Volví por el callejón, entré en el cuarto de baño y, mientras me lavaba los dientes, pensé en afeitarme. Una barba negra de varios días me cubría el rostro por entero. Parecía un náufrago a quien acabaran de rescatar. Era la primera vez en mi vida que la barba me crecía así. Consideré la posibilidad de dejármela, pero, tras pensármelo un poco, decidí afeitarme. No sé por qué, pero me daba la impresión de que era mejor conservar el aspecto que tenía cuando se fue Kumiko.
Me ablandé la barba con una toalla caliente y me puse abundante espuma de afeitar. Luego me fui afeitando con grandes precauciones para no cortarme. Me rasuré el mentón, la mejilla izquierda y, después, la derecha. Pero cuando al terminar dirigí la mirada hacia el espejo, me quedé sin aliento. En la mejilla derecha tenía una mancha negriazul. Primero pensé que accidentalmente se me había pegado algo. Me quité los restos de espuma, me lavé bien la cara con jabón y me froté con fuerza aquella zona con la toalla. Pero la mancha no desapareció. Ni había señales de que fuera a hacerlo. Parecía estar profundamente estampada en mi piel. La palpé con la punta de los dedos. La piel de aquella zona estaba ligeramente más caliente, pero eso era lo único que se apreciaba al tacto. Era una mancha de nacimiento. Me había salido una mancha de nacimiento en el punto exacto donde, en el fondo del pozo, había tenido aquella sensación de calor.
Acerqué la cara al espejo y estudié la mancha con detenimiento. Estaba debajo del pómulo derecho y tenía el tamaño de la palma de la mano de un bebé. Era negriazul, de color parecido a la tinta de la Mont Blanc que usaba Kumiko.
Lo primera posibilidad que se me ocurrió fue que se tratara de alergia. Quizás algo en el fondo del pozo había provocado algún tipo de irritación. Como sucedía con la laca. Pero ¿qué diablos podía haber en el fondo del pozo que pudiera provocarme una erupción así? Había estudiado el reducido espacio centímetro a centímetro a la luz de la lámpara. Sólo había tierra y una pared de cemento. Además, ¿podía en realidad la alergia, o la urticaria, formar una mancha de contornos tan nítidos?
Durante unos instantes, me dominó un ligero pánico. Me sentí confuso, desorientado, como si hubiera sido barrido por una ola gigantesca. La toalla se me cayó de las manos, volqué la papelera, tropecé y empecé a soltar palabras incoherentes. Luego, volví en mí, me apoyé en el lavabo e intenté pensar con calma cuál era la mejor manera de afrontar aquel hecho.
Decidí esperar a ver qué ocurría. Al médico podía ir después. Quizá fuera algo pasajero y desapareciera de manera espontánea como sucedía con la reacción a la laca. Habiéndose formado en pocos días, quizá se borrara con la misma facilidad. Fui a la cocina y calenté café. Tenía hambre, pero al intentar comer algo, el apetito se esfumaba como el agua que fluye.
Me tendí en el sofá y me quedé inmóvil contemplando la lluvia que había empezado a caer. De vez en cuando, iba al lavabo y me miraba en el espejo. No observé ningún cambio. La mancha lucía en mi mejilla bellamente teñida de un color azul oscuro.
La única posible causa que se me ocurría de la aparición de la mancha era haber atravesado la pared del pozo, arrastrado por la mujer del teléfono, aquel amanecer, en aquella fantasía parecida a un sueño, cuando, para huir de aquel alguien peligroso que había abierto la puerta y entrado en la habitación, ella me había cogido de la mano y conducido al interior de la pared. Mientras la traspasaba, había notado una clara sensación de calor en la mejilla. Justo en el punto donde estaba la mancha. Pero la relación causa-efecto entre el hecho de traspasar la pared y la aparición de la mancha era, por supuesto, algo inexplicable para mí.
Aquel hombre sin rostro me lo había dicho en el vestíbulo del hotel. «Ahora no es el momento indicado. Usted no puede estar aquí». Él me había avisado. Pero yo había desoído su advertencia y había seguido adelante. Estaba enfadado con Noboru Wataya y también lo estaba con mi propio desconcierto. Y, como resultado, quizás había recibido aquella mancha.
Quizá fuera el estigma que me había dejado aquel extraño sueño o fantasía. A través de él me decían: «Aquello no fue un simple sueño. Fue algo que sucedió en realidad y tú, cada vez que te mires al espejo, lo recordarás».
Sacudí la cabeza. Eran demasiadas las cosas que no podía explicar. Lo único que sabía con certeza era que no comprendía nada. Y volvió a dolerme sordamente la cabeza. Era incapaz de seguir pensando. No me apetecía hacer nada. Tomé un sorbo de café frío y me quedé de nuevo contemplando la lluvia.
Pasado el mediodía, telefoneé a mi tío. Charlamos un rato. Tenía la impresión de que si no hablaba con alguien, fuera quien fuese, me iría alejando, cada vez más, de la realidad.
Mi tío me preguntó por Kumiko y respondí que estaba bien. Que se había ido de viaje por cuestiones de trabajo. Podría haberme sincerado con él, pero me resultaba casi imposible contar aquella serie de acontecimientos recientes, desde el principio, de manera ordenada, a una tercera persona. Ni siquiera yo los comprendía. ¿Cómo iba a explicárselos a otro? Así que, de momento, decidí ocultarle los hechos.
—Estuviste viviendo un tiempo en esta casa, ¿verdad? —le pregunté.
—Sí, creo que en total estuve ahí unos seis o siete años —respondió mi tío—. Espera un momento. La compré a los treinta y cinco años y viví en ella hasta los cuarenta y dos. Es decir, siete años. Luego me casé y me mudé a este apartamento. Hasta entonces viví ahí solo.
—Oye, tío. Me gustaría preguntarte una cosa. ¿Te ocurrió algo malo mientras vivías aquí?
—¿Algo malo? —preguntó mi tío con sorpresa.
—Sí. No sé. Si estuviste enfermo o te separaste de alguna mujer… En fin, esas cosas.
Mi tío rió divertido al otro lado del hilo.
—Romper con alguna mujer mientras estaba ahí, seguro. Pero también pasó cuando vivía en otros lugares. Y no creo que fuera especialmente malo. Si te soy sincero, no eran mujeres con las que me apenara cortar. Enfermedades no recuerdo ninguna. Me salió un pequeño bulto en la nuca y me lo hice extirpar. Sólo eso. Cada vez que iba al barbero me decía que era mejor que me lo quitara, por si acaso. Así que acudí al médico. No se trataba de nada importante. Mientras estuve en la casa, ésa fue la primera y última vez que fui al médico. Vamos, como para pedir que me reembolsaran la cuota del seguro.
—¿Y no tienes ningún mal recuerdo de este lugar?
—Pues no —respondió mi tío tras reflexionar unos instantes—. ¿Cómo te da por hacerme semejantes preguntas?
—Nada importante. La verdad es que el otro día Kumiko visitó a un adivino y le metió en la cabeza que la casa es de mal agüero y no sé qué más —le mentí—. A mí estas cosas no me interesan, pero Kumiko me pidió que te lo consultara.
—¡Uff! De agüeros y cosas de ésas no entiendo. Así que no puedo decirte si el de la casa es bueno o malo. Basándome en mis impresiones de cuando vivía en ella, yo diría que no le pasa nada malo. La casa de los Miyawaki, ésa sí es harina de otro costal, pero está bastante lejos.
—¿Quién vivió aquí después de que te fueras tú?
—Después de que me fuera, creo que durante unos tres años estuvo viviendo ahí un maestro del Instituto Municipal con su familia y, más tarde, unos cinco años, un matrimonio joven. Me parece que tenían algún negocio, no recuerdo cuál. Pero no puedo decirte si todos ellos vivieron ahí felices y contentos. De la administración se ocupa una agencia inmobiliaria. Yo ni sé la cara que tenían los inquilinos ni por qué dejaron la casa. Pero no oí que hubiera ocurrido nada malo.
Supuse que la casa se les había quedado pequeña, que se habían hecho construir una o algo por el estilo.
—Una vez me dijeron que en ese lugar la corriente está obstruida. ¿Te suena eso?
—¿La corriente obstruida? —repitió mi tío.
—Tampoco lo entiendo yo. Me lo dijeron. Eso es todo.
Mi tío reflexionó unos instantes.
—No recuerdo haber oído nada al respecto. Pero quizá no sea demasiado bueno que los dos lados del callejón estén tapiados. Un camino sin entrada ni salida, pensándolo bien, es extraño. El principio fundamental de los caminos y de los ríos es fluir en libertad. Si se cierran, se estancan.
—Claro, tienes razón —dije—. Una pregunta más. Mientras vivías aquí, ¿oíste alguna vez al pájaro-que-da-cuerda?
—¿El pájaro-que-da-cuerda? ¿Y eso qué es?
Se lo expliqué en cuatro palabras. Que se posaba en un árbol del jardín y que, una vez al día, emitía un chirrido como si estuviera dándole cuerda a algo.
—No sé qué es. Ni lo he visto ni lo he oído jamás. Me gustan los pájaros y hace tiempo que me fijo en su canto, pero es la primera vez que oigo hablar de uno así. ¿Tiene algo que ver con la casa?
—No en especial. Sólo me preguntaba si sabías qué era.
—Si quieres saber más cosas del pozo, de quienes vivieron después de mí en la casa, etcétera, ve a la Agencia Inmobiliaria Setagaya Daiichi, delante de la estación. Diles que vas de mi parte y pregúntale lo que quieras a un señor mayor que se llama Ichikawa. Él se ha encargado de la administración de la casa durante años. Hace mucho tiempo que está allí y podrá decirte muchas cosas del lugar. En realidad, fue él quien me contó lo de la casa de los Miyawaki. Le gusta mucho charlar y puede serte útil.
—Gracias. Lo haré —dije.
—Por cierto, ¿cómo va lo del trabajo? —preguntó mi tío.
—Nada, todavía. Aunque, a decir verdad, tampoco es que me haya matado buscando. Por ahora, vamos tirando: Kumiko trabaja fuera y yo me encargo de la casa.
Mi tío pareció reflexionar unos instantes.
—De todos modos, en caso de apuro, dímelo. Yo te podría echar una mano.
—Gracias. Si tengo algún problema, te lo haré saber —dije.
Y cortamos.
Pensé en llamar a la agencia que me había dicho mi tío y preguntar sobre la historia de la casa o sobre las personas que habían vivido en ella antes, pero al final me pareció una estupidez y desistí.
Por la tarde, la lluvia continuó cayendo con la misma mansedumbre. Bañaba los tejados de las casas, los árboles del jardín, la tierra. Para almorzar comí una lata de sopa y unas tostadas. Y me pasé toda la tarde en el sofá. Quería ir a comprar, pero al pensar en la mancha de la cara se me quitaron las ganas. Me arrepentí de no haberme dejado crecer la barba. Pero en el refrigerador aún quedaba un poco de verdura y en la alacena se alineaban varias latas de conservas. Tenía arroz y huevos. Si no exigía demasiado, podía subsistir dos o tres días más.
En el sofá no pensé en casi nada. Leí, escuché algunas cintas de música clásica. Y contemplé de forma distraída cómo caía la lluvia en el jardín. Mi capacidad de reflexión había tocado fondo, posiblemente por haber estado concentrado en mis pensamientos durante demasiado tiempo en el interior del pozo. Cuando intentaba fijar mi atención en algo, me dolía sordamente la cabeza, como si me la constriñera un torno blando. Cuando intentaba recordar algo, oía rechinar todos los músculos y los nervios del cuerpo. Tenía la impresión de haberme convertido en el hombre de lata de El Mago de Oz, oxidado, sin aceite.
De vez en cuando iba al lavabo, me plantaba ante el espejo y observaba el estado de la mancha. No se apreciaba ningún cambio. Ni crecía ni disminuía. El color seguía teniendo la misma intensidad. Me di cuenta de que me había dejado por afeitar el bigote. Antes, al rasurarme la mejilla y descubrir la mancha, me sentía tan aturdido que me había olvidado de afeitarme el resto. Volví a mojarme la cara con agua caliente, me puse espuma y me afeité el vello que quedaba.
Una de las veces que me acerqué al espejo, recordé las palabras que Malta Kanoo me había dicho por teléfono. «Nosotros nos limitamos a creer de manera empírica que la imagen reflejada en el espejo es la real. Tenga cuidado». Por si acaso, me dirigí al dormitorio y me contemplé en la luna del armario ropero de Kumiko. Pero la mancha permanecía allí. No era culpa del espejo.
Aparte de la mancha, no apreciaba ningún otro cambio en mi cuerpo. Me tomé la temperatura, era la misma de siempre. Dejando de lado que, pese a no haber ingerido alimento alguno durante tres días, apenas tenía apetito, y que de vez en cuando sentía unas ligeras náuseas —continuación, posiblemente, de las que había sentido en el fondo del pozo—, mi cuerpo gozaba de una normalidad absoluta.
Fue una tarde apacible. El teléfono no sonó ni una vez. No llegó ni una carta. Nadie pasó por el callejón. No se oyó a ningún vecino. Ningún gato cruzó el jardín. Ningún pájaro se acercó a trinar. De vez en cuando se oía chirriar a las cigarras, pero no con la fuerza acostumbrada.
Poco antes de las siete se me despertó el apetito y me preparé una cena sencilla a base de verduras y conservas. Por primera vez en mucho tiempo escuché las noticias de la noche por la radio, pero en el mundo no había ocurrido nada especial. Unos jóvenes habían resultado muertos en la autopista al chocar contra un muro cuando se disponían a adelantar a otro coche. El director y algunos empleados de la sucursal de un banco importante eran investigados por la policía por un asunto de préstamos ilegales. Un ama de casa de treinta y seis años había resultado muerta a martillazos por un joven que pasaba por la calle. Pero eran acontecimientos que pertenecían a un mundo distinto, lejano. En el mundo donde estaba yo, sólo llovía en el jardín. En silencio, con dulzura.
Cuando el reloj marcó las nueve, dejé el sofá y me pasé a la cama, acabé el capítulo del libro, apagué la luz y me dormí.
Me desperté sobresaltado en mitad de un sueño. No podía recordarlo, pero debía de ser un sueño tenso porque el corazón me latía con fuerza. La habitación estaba todavía sumida en la oscuridad. Tras despertar, durante unos instantes fui incapaz de recordar dónde me encontraba. Pasó bastante tiempo hasta que comprendí que estaba en mi casa, en mi cama. Las agujas del reloj marcaban las dos pasadas. En el pozo había dormido de una forma muy irregular, y esto había alterado mi ciclo de sueño y vigilia. Una vez me hube calmado, sentí que necesitaba orinar. Debía de ser la cerveza que había bebido antes de acostarme. Hubiera preferido conciliar el sueño de nuevo, pero me fue imposible. Cuando, resignado, me incorporé, mi mano tocó la piel de alguien a mi lado. No me extrañó. Era donde siempre dormía Kumiko. Y estaba acostumbrado a dormir acompañado. De súbito caí en la cuenta. Kumiko ya no estaba. Se había ido. Me decidí a encender la lamparilla. Era Creta Kanoo.