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Pasemos, entonces, a la siguiente pregunta
El punto de vista de May Kasahara (3)
Hola, señor pájaro-que-da-cuerda:
¿Ya has pensado «dónde estoy y qué hago», como te pedí que hicieras en mi última carta? ¿Te lo has podido imaginar, siquiera?
Continuaré la historia dando por supuesto que no has logrado descubrir nada en absoluto respecto a dónde estoy y qué estoy haciendo. Estoy segura de que no lo sabes.
Primero te daré la respuesta. Estoy trabajando en «una fábrica». Es una fábrica grande, situada en una montaña a las afueras de una ciudad de provincias que da al mar de Japón. Aunque diga fábrica, no es como tú, señor pájaro-que-da-cuerda, debes de estar imaginándote, una de esas fábricas que echan nubes de humo por las chimeneas, donde siempre corren las cintas transportadoras y donde las grandes máquinas son el último modelo. Es una fábrica con mucha luz, muy tranquila, rodeada de un terreno amplio. No echa humo. Jamás hubiera imaginado que existiesen en el mundo fábricas tan espaciosas. La única fábrica que yo había visto era una de caramelos que hay en Tokio y que visitamos con el colegio cuando todavía era alumna de enseñanza primaria. Sólo recuerdo que era ruidosa, pequeña y que la gente trabajaba en silencio y con la cara triste. Por eso estaba convencida de que las fábricas eran todas como las que salían en las ilustraciones de los libros de texto sobre la «Revolución Industrial».
Casi todos los que trabajan aquí son chicas. En un edificio algo alejado hay un laboratorio, donde unos hombres con bata blanca y cara hosca trabajan en el desarrollo de productos nuevos, pero, en proporción, son pocos. El resto son chicas de entre los diecisiete o dieciocho años y los veinticuatro o veinticinco. Y un setenta por ciento de las chicas vive, como yo, en los dormitorios construidos en los terrenos de la fábrica. Coger cada día el tren o el autobús en el pueblo para desplazarse hasta aquí es bastante duro y, además, los dormitorios son confortables. Es un edificio nuevo, las habitaciones son individuales, en las comidas puedes elegir los platos que más te gusten y no cocinan mal; hay diversas instalaciones y el alquiler de la habitación es barato. Hay una piscina con agua templada, una biblioteca y, si quieres (yo no pienso hacerlo), puedes practicar la ceremonia del té o hacer ikebana. También hay actividades deportivas. Por eso, las chicas que al principio se desplazaban desde el pueblo han acabado optando por dejar sus casas y trasladarse a los dormitorios. Los fines de semana van todas a casa de sus padres. Comen con su familia, van al cine, salen con sus novios.
Así que, cuando llega el sábado, los dormitorios quedan desolados como una casa en ruinas. Por lo visto, no son muchas las chicas que, igual que yo, no tengan casa a la que volver los fines de semana. Pero, como te escribí en mi carta anterior, me gusta esta sensación de «vacío» que hay los fines de semana. Leo libros todo el día, escucho música a todo volumen, paseo por la montaña o, como ahora, me siento a la mesa y le escribo una carta al señor pájaro-que-da-cuerda.
Las chicas que hay aquí son todas de la zona, o sea, hijas de familias de campesinos de la región. No todas, claro, pero sí la mayoría, son chicas saludables, de complexión fuerte, optimistas, trabajadoras. Hasta hace poco, cuando las chicas terminaban la escuela superior, se iban a las grandes ciudades en busca de empleo, porque en esta zona no había grandes empresas. Así que cada vez quedaban menos chicas jóvenes en el pueblo y los hombres no podían encontrar chicas con las que casarse. O sea, que la zona se iba despoblando más y más. En estas circunstancias, el pueblo ofreció a las empresas una gran extensión de terreno para uso industrial, facilitó la instalación de fábricas para que las chicas jóvenes pudieran permanecer aquí sin tener que marcharse a otro sitio. A mí me parece una buena idea. Porque también hay personas que vienen expresamente de fuera, como yo, ¿no es así? Las chicas terminan ahora los estudios de enseñanza superior (algunas los han abandonado, como yo), se colocan en la fábrica, ahorran dinero con ahínco y, cuando llegan a la edad de casarse, se casan, dejan el trabajo, dan a luz unos cuantos hijos y todas, sin excepción, se ponen gordas como focas. Claro que las hay que siguen trabajando aquí después de casarse, aunque tengan que desplazarse desde su casa diariamente, pero la mayor parte de las chicas deja el empleo en cuanto se casa.
¿Te has hecho ya una idea sobre el lugar donde estoy? Entonces paso a la siguiente pregunta: ¿Qué demonios se produce en esta fábrica?
Te doy una pista. Una vez, señor pájaro-que-da-cuerda, realizamos juntos un trabajo relacionado con «eso». Fuimos juntos a Ginza e hicimos unas encuestas, ¿lo recuerdas?
Espero que ya sepas de qué va, señor pájaro-que-da-cuerda. ¿Sí o no? Por supuesto que sí, trabajo en una fábrica de pelucas. ¿Te sorprende?
Como te conté la otra vez, me fui de la escuela-prisión de alto standing en mitad del campo apenas medio año después de ingresar. Luego me pasaba los días sin hacer nada, como un perro con una pata herida, y, al fin, se me ocurrió lo de la fábrica de aquella empresa de pelucas. Recordé que el encargado me había dicho medio en broma: «En nuestra fábrica faltan chicas, así que si quieres trabajar podemos darte un empleo en cualquier momento». Me había enseñado una vez un folleto magnífico de la fábrica, me pareció una buena fábrica y, ya entonces, pensé por un momento que a lo mejor no estaría tan mal trabajar en un lugar así. Según lo que me había contado el encargado, allí las chicas implantaban a mano los cabellos en las pelucas. Las pelucas son productos muy delicados, de modo que no pueden fabricarse con máquinas, deprisa y corriendo, como si fuesen ollas de aluminio. Si los mechones de cabello auténtico no se implantan uno a uno, cuidadosamente, con una aguja, no hay manera de hacer las pelucas de calidad superior. ¿No te parece que es un trabajo que no se acaba nunca? ¿Cuántos pelos crees que hay en la cabeza de una persona? Se cuentan por unidades de cien mil. Todo eso es lo que tenemos que ir implantando a mano, como si fuera un campo de arroz. Pero las chicas no se quejan. En esta región nieva mucho, así que, desde hace tiempo, las mujeres de las familias campesinas tienen la costumbre de ganarse algún dinero extra con trabajos de orfebrería durante los largos meses de invierno. Así que no les cuesta hacerlo. He oído que fue éste el motivo por el que el fabricante de pelucas eligió esta región para levantar la fábrica.
Hablando en serio, nunca me ha disgustado el trabajo manual. Aunque ya me imagino que no lo parece, la verdad es que la costura se me da bien. En la escuela siempre me elogiaba la profesora. No lo aparento, ¿verdad? Pero es cierto. Por eso pensé que no estaría mal vivir una temporada sin pensar en nada complicado, haciendo con las manos un trabajo minucioso desde la mañana hasta la noche en la fábrica de la montaña. De la escuela estaba hasta la coronilla, pero tampoco me apetecía seguir viviendo a costa de mis padres (a ellos tampoco les apetecía), y yo no tenía nada que «realmente me apeteciera hacer»… Con esa manera de pensar, llegué a la conclusión de que no me quedaba más remedio que ir a trabajar a la fábrica.
Les pedí a mis padres que se declarasen responsables de mí; y con la recomendación del encargado (le había caído bien tras el trabajo de las encuestas) logré que me aceptaran después de la entrevista que tuve en la oficina central de Tokio. La semana siguiente hacía las maletas —aunque sólo me llevé algo de ropa y un radiocasete—, tomaba yo sola el Shinkansen, cambiaba luego de tren y llegaba a este poblacho miserable. Tuve la sensación de que había llegado a las antípodas. Al bajar del tren, en la estación, me sentí desamparada y pensé que quizás había cometido un error. Pero ahora creo que no me he equivocado. Porque ya hace más o menos seis meses que estoy instalada aquí sin quejarme ni causar problemas.
Y, no sé por qué, hacía tiempo que me interesaban las pelucas. No, no es que me interesaran, más bien creo que cabría decir que me atraían. De la misma manera que algunos chicos se sienten atraídos por las motos, yo me sentía atraída por las pelucas. He visto a muchos hombres calvos (aquí en la empresa los llaman «personas de cabello ralo») cuando hacía aquellas encuestas por la calle, y hasta entonces no fui especialmente consciente de que en verdad hay muchos hombres calvos (de cabello ralo) en el mundo. Personalmente, no tengo nada contra los calvos, no pienso: «Me gustan los calvos», ni tampoco: «Detesto a los calvos». Aunque tu cabello sea más ralo que ahora (porque estoy segura de que tu cabello pronto será más ralo), mis sentimientos hacia ti jamás cambiarán. Lo que percibo mirando de una forma intensa a las personas de cabello ralo, creo que ya te lo dije, es la sensación de que «van desgastándose». Creo que lo que me interesa mucho, mucho, es esto.
Oí en algún sitio que el hombre alcanza el máximo de su crecimiento al llegar a cierta edad (no recuerdo si eran diecinueve o veinte años) y que luego sólo va desgastándose físicamente. Entonces, que vaya cayendo el cabello y el pelo claree es sólo una parte del «desgaste» físico. No es nada extraño. Puede decirse que es algo lógico y natural. En todo caso, el problema se da ante el hecho real de que «hay personas que se quedan calvas de jóvenes, y hay personas que no se quedan calvas ni de viejas», ¿verdad? Así que las personas que se han quedado calvas pueden decir: «Oye, esto no es justo». El caso es que ésa es la parte que más me llama la atención, ¿entiendes? Yo sí puedo entender perfectamente ese sentimiento aunque por ahora no tenga ningún problema de cabello.
Además, en muchos casos, que a alguien le caiga más o menos cabello que a otros no es culpa de la persona a la que se le cae el pelo. Cuando hacía el trabajo temporal, el encargado me explicó que, científicamente, quedarse calvo viene determinado por los genes. El hombre que ha heredado los «genes del pelo ralo», tarde o temprano, por mucho que se esfuerce en evitarlo, acabará con el «pelo ralo». «Donde hay voluntad se abre un camino» no sirve tratándose de pelos caídos. Si los genes deciden actuar en un momento dado diciendo: «A ver, ha llegado el momento», entonces no hay manera de evitar la caída del cabello. Si dices que eso es injusto, es verdad, es injusto. ¿No te parece? Yo pienso que es injusto.
En fin, espero que hayas entendido que me paso el día trabajando aplicadamente en esta fábrica de pelucas que está muy lejos. Espero que hayas entendido también que tengo un profundo interés personal en los propios productos que fabricamos y que son las pelucas. En la siguiente carta pienso explicarte algo más detalladamente de qué va el trabajo y cómo es la vida aquí.
Bueno, ya está bien. Adiós.