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Asalto al parque zoológico

(o una matanza torpe)

Nutmeg Akasaka me explicó la historia de los tigres, las panteras, los lobos y los osos que fueron ejecutados por un pelotón de soldados una tarde muy calurosa de agosto de 1945. Me contó este incidente de forma muy vívida, respetando escrupulosamente el orden de los acontecimientos, como si proyectara un documental en una pantalla inmaculada. En su relato no hubo ni un ápice de ambigüedad. Pero, en realidad, ella no lo había presenciado. En aquel momento, Nutmeg estaba en la cubierta de un buque mercante que se dirigía a Sasebo y lo que en realidad vio fue un submarino de la marina de Estados Unidos.

Estaba en cubierta contemplando el mar en calma, sin una ola, acariciada por una brisa suave, apoyada en la borda junto a muchas otras personas que huían del bochorno de las bodegas, cuando, de pronto, sin previo aviso, el submarino emergió a la superficie como surgido de un sueño. Primero aparecieron la antena, el radar y el periscopio, y a continuación, emergió la torreta, levantando olas y separando el agua. Pronto, una masa de hierro mojado expuso su cuerpo desnudo a la luz del verano y, aunque tenía la apariencia bien definida de un submarino, más parecía el símbolo de algo. Como una metáfora incomprensible.

Durante unos instantes, el submarino avanzó en paralelo al buque como si acechara la presa. Poco después se abrió la escotilla y fueron apareciendo, uno tras otro, con movimientos cansinos, los tripulantes. Nadie parecía tener prisa. Los oficiales observaban desde la torreta con unos prismáticos grandes el aspecto del barco mercante. De vez en cuando, las lentes de los prismáticos centelleaban reflejando los rayos del sol. El barco era mercante, pero estaba abarrotado de civiles que regresaban a Japón. La mayor parte eran mujeres y niños, familias de funcionarios japoneses del gobierno de Manchukuo y de altos dirigentes del ferrocarril de Manchuria que huían del caos que seguiría a la inminente derrota. Correr el riesgo de ser atacados por un submarino americano en alta mar era preferible a la tragedia que les aguardaba en el continente chino. Por lo menos hasta que el submarino apareció ante sus ojos.

El capitán del submarino había comprobado que el barco no iba armado y que no lo acompañaban buques escolta. No tenían nada que temer. En aquel momento, el dominio aéreo era suyo. Okinawa ya había caído, en Japón ya no quedaban cazas, no tenían por qué apresurarse, el tiempo estaba en sus manos. Los marineros, dándole vueltas a la manivela, apuntaron con el cañón de cubierta hacia el barco mercante. Un suboficial daba órdenes breves y precisas a los tres marineros que manejaban el cañón. Otros marineros abrieron la escotilla de la cubierta de popa y transportaron desde allí unos proyectiles pesados. Otros colocaban la caja de municiones en la ametralladora situada en la parte elevada de la cubierta cercana a la torreta. Los marineros a cargo del cañón se cubrían todos con casco de combate, pero algunos iban medio desnudos de cintura para arriba. Casi la mitad iba con pantalones cortos. Fijando la mirada, Nutmeg podía distinguir con claridad los tatuajes en sus brazos. Aguzando la vista, podía ver muchas cosas.

Un cañón de cubierta y una ametralladora, ésas eran las únicas armas con que contaba el submarino, pero eran más que suficientes para hundir un barco mercante, lento, reconvertido en barco de pasaje. El número de torpedos que llevaban los submarinos era limitado y los reservaban para cuando topasen con la flota, suponiendo que aún quedara tal cosa en Japón. Era una norma invariable.

Nutmeg, asida a la barandilla, contemplaba cómo un cañón muy negro giraba y apuntaba hacia ella. El sol de verano secó en un segundo el cañón que hacía un instante aún estaba mojado. Era la primera vez que veía un cañón tan grande. En la ciudad de Hsin-Ching había visto algunas veces los cañones del regimiento, pero el cañón de la cubierta del submarino no podía compararse con aquéllos en cuanto al tamaño. El submarino heliotelegrafió al barco la orden de detener de inmediato la marcha, informó que iban a cañonear y hundir el barco y que, por tanto, era preciso evacuar antes a los pasajeros en botes de salvamento. (Por supuesto, Nutmeg no sabía interpretar las señales de luz, pero el recuerdo permanece en su memoria con toda claridad). Pero en el barco mercante, que en pleno caos de la guerra había asumido provisionalmente las funciones de barco de pasaje, no había suficientes botes de salvamento. No había más que dos botes pequeños para más de quinientos pasajeros incluyendo a la tripulación. Ni siquiera contaba con tantos chalecos salvavidas o flotadores.

Asida a la barandilla, Nutmeg miraba fascinada el submarino de formas estilizadas. El submarino brillaba, sin una sola mancha de óxido, como si acabaran de construirlo. Ella observaba el número blanco pintado en la torreta, el radar que giraba sobre ella y al oficial con el cabello del color de la arena y gafas de sol. «Este submarino ha aparecido de las profundidades del mar para matarnos a todos. Pero no es extraño», pensó ella. «Eso no guarda relación alguna con la guerra, puede ocurrirle a cualquiera y en cualquier lugar. Todos piensan que la guerra tiene la culpa de todo. Pero no es así. La guerra no es más que una de las muchas cosas que pueden ocurrirle a uno».

Nutmeg no le temía al submarino ni al cañón grande. Su madre le gritó algo, pero no la oyó. Sintió cómo alguien la asía por la muñeca con fuerza y la arrastraba. Pero ella no se soltó de la barandilla. Los gritos y la agitación que la envolvían se fueron alejando poco a poco como si alguien bajara el volumen de una radio. «¿Por qué tengo tanto sueño?», se extrañó ella. Al cerrar los ojos, fue perdiendo el conocimiento rápidamente, se iba alejando de cubierta.

Y en aquel mismo instante, ella ya estaba viendo cómo unos soldados japoneses recorrían un enorme parque zoológico e iban matando, una a una, todas aquellas fieras que hubieran podido atacar a los hombres. A una orden del oficial al mando del pelotón, las balas de fusil calibre 38 de infantería perforaban la suave piel de los tigres y les reventaban las vísceras. El cielo de verano era azul y los chirridos de las cigarras caían como un aguacero vespertino desde los árboles de los alrededores.

Los soldados permanecieron en silencio desde el principio hasta el final. Su cara tostada por el sol aparecía pálida, por eso recordaban las figuras dibujadas en las vasijas de terracota de la edad antigua. Unos días después, como mucho una semana, el grueso de las tropas del ejército soviético de Extremo Oriente llegaría a Hsin-Ching. Su avance era imparable. Desde el inicio de la guerra, las tropas de elite del ejército de Kwantung y la mayor parte de su abundante armamento habían sido enviados a reforzar los frentes que iban desplazándose hacia el sur, pero gran parte del armamento se había hundido en las profundidades del mar o había ido pudriéndose en la frondosa jungla. Casi no quedaban cañones antitanque, tampoco quedaban tanques. Los camiones para el transporte de la tropa estaban, en su mayor parte, averiados y no había piezas de repuesto para repararlos. Aunque se había decretado la movilización general, los anticuados fusiles no alcanzaban para todos los soldados reclutados. También escaseaban las municiones. El invencible ejército de Kwantung, que se había arrogado con jactancia la defensa firme del norte, se había convertido en un tigre de cartón piedra. La poderosa tropa motorizada soviética que había destrozado al ejército alemán acababa de ser desplazada al frente de Extremo Oriente por ferrocarril. Su equipamiento era abundante y su moral alta. La caída de Manchukuo era simple cuestión de tiempo.

Todo el mundo lo sabía, y mejor que nadie los propios oficiales del estado mayor del ejército de Kwantung. Por eso habían evacuado al grueso de su tropa, en retirada, abandonado a su suerte los destacamentos de defensa fronteriza y a los colonos japoneses instalados cerca de la frontera. La mayoría de aquellos campesinos desarmados sería asesinada cruelmente por el ejército soviético, que tenía prisa por avanzar (y que, por lo tanto, no podía entretenerse en hacer prisioneros). La mayoría de las mujeres eligieron, o fueron obligadas a elegir, el suicidio colectivo antes que ser violadas. Las tropas de defensa destacadas en la frontera opusieron una resistencia feroz, encastilladas en los búnkeres de hormigón que ellas mismas habían nombrado «fortaleza eterna». Sin el apoyo de la retaguardia, casi todas las tropas fueron aniquiladas bajo la aplastante fuerza del enemigo. Muchos de los oficiales de estado mayor y de los oficiales de alto rango «se desplazaron» al nuevo cuartel general de Tong-Hua, cerca de la frontera con Corea, y el emperador Pu-Yi y su familia hicieron apresuradamente las maletas y huyeron de la capital en un tren privado. La mayor parte de los soldados chinos del «ejército de Manchukuo», encargados de la defensa de la capital, desertó en cuanto supo las noticias del avance del ejército soviético, o se sublevó y mató a los oficiales japoneses que los comandaban. Evidentemente, no había nadie que tuviera intención de luchar hasta la muerte por Japón contra la superioridad soviética. La ciudad única de Hsin-Ching, la capital de Manchukuo que Japón empeñando su honor había levantado en aquel desierto quedó, a consecuencia de todo ello, en un interregno extraño. Los altos funcionarios chinos de Manchukuo insistían en rendirse y en declararla «ciudad abierta» para evitar el desorden y el derramamiento inútil de sangre, pero el ejército de Kwantung rechazó la idea.

También los soldados que se dirigían al parque zoológico pensaban que sería inevitable morir allí, luchando contra el ejército soviético, pocos días más tarde (en realidad serían trasladados a una mina de carbón en Siberia y, tres de ellos, perecerían allí). Lo único que podían hacer era rezar para que la muerte fuera lo más indolora posible. No querían morir, después de una larga agonía, aplastados lentamente por la oruga de un tanque, quemados con lanzallamas en una trinchera o de un disparo en el vientre. Sería mejor un disparo a la cabeza o al corazón. Pero antes tenían que matar los animales del parque zoológico.

Los animales tenían que ser «ejecutados» con veneno para no malgastar munición. El joven teniente había recibido órdenes de hacerlo así. Le habían comunicado que la cantidad necesaria de veneno ya había sido entregada en el parque zoológico. El teniente se dirigió al parque zoológico con ocho soldados completamente armados. El parque zoológico estaba a veinte minutos a pie del cuartel general. Desde que había empezado el avance del ejército soviético, las puertas del parque zoológico permanecían cerradas. Dos soldados con fusiles, la bayoneta calada, hacían guardia a la entrada. El teniente les mostró la orden y entraron en el parque.

Pero aunque el director del parque zoológico confirmó que, ciertamente había recibido del ejército la orden de «ejecutar» los animales en caso de emergencia y tenía entendido que había que hacerlo con veneno, lo cierto era que el veneno no había llegado. Al oírlo, el teniente se desconcertó. Él había sido, desde el principio de la guerra, contable de la oficina de pagos del cuartel general, por eso no tenía la menor experiencia de mando con tropa de combate cuando, al iniciarse el estado de emergencia, había sido movilizado. La pistola que atolondradamente había sacado del cajón no la había tocado durante dos años y ni siquiera estaba seguro de que funcionase.

—Mi teniente, la burocracia siempre es así —le dijo al teniente el director chino del parque zoológico con aire compasivo—. Uno nunca tiene lo que necesita.

Hicieron acudir al veterinario jefe para corroborarlo, y éste le explicó al teniente que últimamente las provisiones escaseaban y que, con el veneno que les quedaba, era dudoso que pudieran siquiera matar a un caballo. El veterinario debía de tener entre treinta y cinco y cuarenta años, era alto y de facciones correctas, pero tenía una mancha negriazul en la mejilla derecha. La mancha tenía la forma y el tamaño de la palma de la mano de un bebé. El teniente supuso que la mancha era de nacimiento. Telefoneó al cuartel general desde el despacho del director del parque para pedir instrucciones. Pero en el cuartel general del ejército de Kwantung reinaba el caos desde que, pocos días atrás, el ejército soviético había cruzado la frontera, y la mayoría de los oficiales de alta graduación había desaparecido. Los oficiales que habían tenido que permanecer allí a la fuerza estaban ocupados quemando los documentos importantes en el patio del cuartel, excavando fosos antitanque o al mando de las tropas en las afueras de la ciudad. Nadie sabía dónde se encontraba el comandante que había dado la orden de matar a los animales. El teniente no sabía dónde conseguir el veneno necesario. ¿Cuál debía de ser entre los diversos almacenes del ejército de Kwantung el que lo suministraba? Fue pasando de una oficina a otra del cuartel general hasta que se puso al teléfono un coronel-médico.

—¡Imbécil! ¡Estamos en un momento crucial para el futuro de nuestra patria! ¡Qué me importa a mí lo que pueda pasar en el parque zoológico! —gritó con voz trémula de ira.

«¡A mí tampoco me importa!», pensó el teniente. Colgó el teléfono con aire decepcionado y abandonó la idea de conseguir el veneno. Hay dos posibles caminos a seguir. Uno es retirarse sin matar a los animales y otro es matarlos a disparos de fusil. En cualquiera de ambos casos desobedecía las órdenes recibidas, pero optó por matarlos a disparos. Probablemente lo amonestaran más tarde con severidad por haber malgastado munición. Pero al menos habría cumplido el objetivo de «ejecutar» las fieras. En cambio, si las dejaba allí sin más, tal vez fuese juzgado en consejo de guerra. Aunque era improbable que se diera un caso así en semejantes circunstancias. Sin embargo, las órdenes eran órdenes. Mientras exista el ejército, las órdenes hay que cumplirlas.

«De ser posible, preferiría no matar los animales del parque zoológico», se dijo a sí mismo. Y realmente lo pensaba. Pero la comida para los animales ya escaseaba y la situación empeoraría aún más. No había posibilidad alguna de mejora. Posiblemente, incluso para los animales fuese más piadosa una muerte rápida. Además, si como consecuencia de un avance violento o de un bombardeo aéreo quedaran sueltas por la ciudad fieras famélicas, sin duda se produciría una tragedia.

El director entregó al teniente el plano del parque zoológico y la lista de los animales que, según las instrucciones recibidas, había que «ejecutar en caso de emergencia». El veterinario con la mancha en la mejilla y dos peones chinos acompañaron al pelotón de ejecución. El teniente echó una ojeada a la lista. Por suerte los animales que debía «ejecutar» eran menos de los que esperaba, pero en la lista había incluidos dos elefantes de la India. «¿Elefantes?». El teniente hizo una mueca sin darse cuenta. «¡Vaya! ¿Cómo se matan dos elefantes?».

Siguiendo el recorrido por el que tenían que pasar, decidieron «ejecutar» primero los tigres. Dejarían para el final los elefantes. Ante la jaula, un cartel explicaba que aquellos tigres habían sido capturados en el monte Khingan, en Manchukuo. Eran dos tigres. Decidió asignar cuatro soldados por tigre. El teniente dio instrucciones de que apuntaran al corazón, pero ni él estaba seguro de dónde se alojaba el corazón de los tigres. Los ocho soldados tiraron simultáneamente del cerrojo de sus fusiles calibre 38 para cargar la recámara. El ruido seco, siniestro, transfiguró el paisaje a su alrededor.

Con aquel ruido, los tigres se pusieron enseguida en pie, miraron airadamente a los soldados, rugiendo amenazadores, desde el otro lado de los barrotes de la jaula. También el teniente sacó su pistola automática de la pistolera y le quitó el seguro. Carraspeó ligeramente para tranquilizarse. Intentó pensar que no era nada. Trató de convencerse de que ésas eran cosas que hacía todo el mundo.

Los soldados, con una rodilla hincada en el suelo, apuntaron y dispararon. El retroceso les golpeó el hombro con violencia. Por un instante, sus cabezas quedaron vacías como si se las hubiesen sacudido. Las detonaciones se extendieron por todo el recinto del parque zoológico desierto. El estampido rebotó de edificio en edificio, de pared en pared, atravesó la arboleda, pasó sobre la superficie del agua, se clavó en el pecho de quienes lo oyeron, siniestro como un trueno lejano. Los animales enmudecieron, incluso las cigarras dejaron de chirriar. Cuando se extinguió el eco de las detonaciones no se oía nada en los alrededores. Los tigres, por un instante, dieron un salto en el aire como si un gigante invisible los hubiera golpeado con un garrote y cayeron al suelo con estrépito. Luego se retorcieron, agonizando, jadeando y vomitando sangre. Los soldados no pudieron matarlos con la primera descarga. Los tigres se movían sin parar por el interior de la jaula y ellos no habían podido apuntar bien. El teniente ordenó con voz maquinal, sin entonación alguna, que se prepararan para una segunda descarga. Los soldados volvieron en sí, tiraron con habilidad de la palanca del cerrojo, extrajeron el casquillo y apuntaron de nuevo.

Luego, el teniente ordenó a un soldado que entrara en la jaula de los tigres y comprobara si ambos estaban muertos. Los tigres permanecían inmóviles, con los ojos cerrados, mostrando los dientes. Había que comprobar si realmente estaban muertos. El veterinario abrió la cerradura de la jaula y el joven soldado, que acababa de cumplir los veinte años, avanzó un paso temeroso sosteniendo el fusil con la bayoneta calada en posición de ataque. Realmente era una postura rara, pero nadie se rió. El soldado tocó casi con suavidad la barriga del tigre con el tacón de la bota militar. El tigre no se movió. Le dio una patada algo más fuerte en la misma zona. El tigre estaba muerto. El otro tigre (una hembra) tampoco se movió. El soldado jamás había estado en un parque zoológico, ni siquiera de niño; era la primera vez que veía tigres de verdad. Por eso no tuvo la sensación de que fueran ellos quienes habían matado los tigres. Una sola idea llenaba su pensamiento, la de que lo habían llevado a un lugar que le era ajeno y que lo habían obligado, por azar, a hacer algo que nada tenía que ver con él. De pie en el charco de sangre ennegrecida, miraba distraídamente los tigres muertos. Los tigres muertos le parecían mucho más grandes que cuando estaban vivos. «¿A qué se debería?», pensó extrañado.

El suelo de cemento estaba impregnado por ese intenso hedor a orina propio de los grandes felinos. Un hedor que se mezclaba con el olor tibio de la sangre. La sangre aún manaba a chorro por los agujeros de bala y formaba un charco negro y resbaladizo. El soldado sintió de repente que el fusil que sostenía en las manos era pesado y frío. Hubiese querido tirarlo al suelo, agacharse y vomitar todo lo que tenía en el estómago. Entonces se sentiría mejor. Pero no podía vomitar. Si lo hiciera, el oficial que comandaba el pelotón lo abofetearía hasta hacerlo sangrar (él ignoraba entonces que moriría diecisiete meses más tarde en una mina de carbón de Irkutsk después de que un soldado soviético lo golpeara con una pala y le rompiera la cabeza). Se secó el sudor de la frente con la muñeca. Le pareció que el casco pesaba mucho. Por fin empezaron las cigarras a chirriar de nuevo, una tras otra, como si fueran recuperándose del susto. Al poco rato, se escuchó la voz de un pájaro entre el ruido de las cigarras. El pájaro chirrió de un modo extraño, como si le diera cuerda a algo, ric-ric. A los doce años, el soldado había emigrado desde una aldea de las montañas de Hokkaido a un pueblo de colonos japoneses de Bei-An, donde, hasta un año antes, cuando lo habían reclutado, ayudaba a su padre a cultivar la tierra. Conocía bien los pájaros de Manchuria. Y le extrañó no conocer ninguno que chirriara de aquel modo. ¿Sería tal vez el canto de un pájaro exótico encerrado en una de las jaulas? Pero a él le parecía que el chirrido venía de lo alto de unos árboles que había muy cerca de allí. Se volvió, entornó los ojos y dirigió la mirada hacia el lugar de donde provenía el chirrido. No se veía nada. Sólo un olmo grande y frondoso proyectaba su nítida y fresca sombra sobre el suelo.

Miró al teniente como pidiendo instrucciones. El teniente asintió con la cabeza para indicarle que ya era suficiente, que podía salir de la jaula. El teniente desplegó de nuevo el plano del parque zoológico. Bien o mal, habían solventado el asunto de los tigres. Lo siguiente eran las panteras. Luego, tal vez, los lobos. También había osos. «En los elefantes ya pensaré después», se dijo. Hacía mucho calor. El teniente ordenó a sus soldados descanso, y que bebieran un trago de agua. Bebieron del agua de la cantimplora. Luego se echaron el fusil al hombro y se dirigieron en formación hacia la jaula de las panteras. Desde un árbol, el pájaro cuyo nombre el soldado desconocía seguía dándole cuerda a algo con su insistente chirrido. El sudor les teñía de negro el pecho y la espalda del uniforme militar de manga corta. Mientras los soldados caminaban en formación pertrechados con todo el armamento reglamentario, los diferentes ruidos producidos al entrechocar diversos tipos de metal resonaban hueco en el parque zoológico desierto. Agarrados a los barrotes de sus jaulas, los monos chillaban como si fueran presa de un presentimiento. Rasgaban el aire con sus chillidos y lanzaban una alarma furiosa a todos los animales encerrados allí. Los otros animales, cada cual a su manera, coreaban a los monos. Los lobos aullaban hacia el cielo, los pájaros aleteaban, en alguna parte unos animales grandes golpeaban con fuerza las jaulas con sus cuerpos en actitud amenazadora. Un jirón de nube con la forma de un puño apareció de repente, como si quisiera recordarles algo, y ocultó el sol por un momento. Aquella tarde de agosto, personas y animales, todos pensaban en la muerte. Hoy mataban ellos a los animales y, al día siguiente, los soldados soviéticos los matarían a ellos. Quizás.

Hablábamos siempre en el mismo restaurante, sentados a la misma mesa uno enfrente del otro. La cuenta siempre la pagaba ella. El reservado, al fondo del restaurante, estaba separado del comedor por un tabique. Las voces no salían de allí y tampoco llegaban las de fuera. Por la noche no había turnos para cenar, de modo que podíamos charlar tranquilamente sin que nadie nos molestara hasta que cerraban el restaurante. Los camareros se mostraban discretos y, excepto para traer la comida, procuraban acercarse lo menos posible a la mesa. Ella pedía casi siempre una botella de vino de Borgoña de un determinado año. Y siempre dejaba la mitad.

—¿El pájaro que da cuerda? —le pregunté alzando el rostro.

—¿El pájaro que da cuerda? —repitió Nutmeg exactamente como yo lo había dicho—. No entiendo. ¿A qué te refieres?

—Un pájaro que le da cuerda a algo. Usted lo ha mencionado hace un momento, ¿no lo recuerda?

Ella negó con un movimiento de cabeza.

—¿Quién, yo? No me acuerdo. Creo que no he hablado de ningún pájaro.

Desistí de preguntar. Era el mejor modo de hablar con ella. Tampoco le pregunté nada sobre la mancha.

—Entonces, usted nació en Manchuria.

Ella negó de nuevo con un movimiento de cabeza.

—Yo nací en Yokohama, pero, cuando tenía tres años, mis padres me llevaron a Manchuria. Mi padre era profesor de la escuela veterinaria y, cuando solicitaron un especialista para mandarlo a Manchuria como veterinario jefe del parque zoológico que iban a crear en Hsin-Ching, mi padre se ofreció a ir. A mi madre no le apetecía dejar la vida que llevaba en Japón, ir a un lugar que estaba en los confines de la tierra, pero, al parecer, mi padre insistió. Tal vez quisiera probar su propia capacidad en un lugar más grande antes que seguir de profesor en Japón. Yo aún era pequeña y tanto me daba Japón como Manchuria. Me gustaba mucho la vida en el parque zoológico. El cuerpo de mi padre estaba siempre impregnado del olor de los animales. El olor de diversos animales se mezclaba en uno solo, un olor que variaba cada día, como si cambiaran la composición de un perfume. Cuando mi padre llegaba a casa, dejaba que lo oliera mientras me sostenía en sus rodillas.

»Pero la situación de la guerra fue empeorando y, cuando ya fue alarmante, mi padre decidió enviarnos a mi madre y a mí a Japón. Cogimos el tren en Hsin-Ching junto con otras personas y nos dirigimos a Corea. Allí embarcamos en un barco preparado especialmente. Mi padre se quedó solo. La última vez que lo vi fue al despedirnos, agitaba una mano en la estación de Hsin-Ching. Asomada a la ventanilla del tren, miraba cómo la figura de mi padre se empequeñecía más y más hasta que se fundió con la muchedumbre del andén. Nadie sabe qué le pasó después. Seguramente fue capturado por el ejército soviético y fue trasladado a Siberia, tal vez le obligaran a hacer trabajos forzados y debió de morir, como tantos otros, allí. Debe de estar enterrado sin lápida en algún lugar frío y solitario.

»Aún recuerdo con claridad cada uno de los recovecos del parque zoológico de Hsin-Ching. Los tengo grabados en la cabeza. Cada uno de los caminos, cada uno de los animales. La residencia oficial donde vivíamos estaba en un rincón del parque zoológico y todos los que trabajaban allí me conocían y me dejaban entrar y salir de cualquier sitio con toda libertad. Incluso los días en que el zoológico permanecía cerrado.

Nutmeg, con los ojos ligeramente entornados, reproducía la escena. Esperé, sin decir nada, a que reanudara su historia.

—Pero, no sé por qué, lo cierto es que no estoy segura de que el parque zoológico fuera tal como lo recuerdo. No sabría cómo explicarte, a veces tengo la sensación de que la imagen es demasiado nítida. Y, cuanto más lo pienso, menos puedo discernir hasta qué punto es real o un puro invento de mi imaginación. Como si me hubiera perdido en un laberinto. ¿Has tenido alguna vez esa sensación?

No la había tenido nunca.

—¿Existe aún el parque zoológico en la ciudad de Hsin-Ching?

—Vete a saber —dijo Nutmeg. Y se tocó con el dedo el colgante del pendiente—. Tengo entendido que lo cerraron después de la guerra, pero no sé si sigue cerrado o no.

Durante mucho tiempo, Nutmeg Akasaka fue la única persona del mundo con la que yo solía hablar. Nos encontrábamos una o dos veces por semana y conversábamos sentados a la mesa del restaurante. Después de vernos unas cuantas veces, descubrí que Nutmeg era una interlocutora muy experta. Era muy inteligente y sabía conducir con habilidad el curso de las historias insertando preguntas y asintiendo.

Cuando tenía que verla, procuraba ir limpio y correctamente vestido para no causarle ningún desagrado. Me ponía la camisa recién traída de la tintorería, la corbata que combinaba con el color de la camisa y los zapatos de piel bien brillantes. Al verme, me examinaba de pies a cabeza con la misma mirada que el cocinero elige la verdura. Si había algo que no le gustaba, me llevaba directamente a una boutique, elegía la ropa adecuada y me la compraba. Si era posible, me hacía cambiar de ropa allí mismo. En cuanto a la ropa, ella no soportaba que no fuera perfecta.

Así que, en mi armario ropero, mi vestuario iba aumentando aceleradamente. Los trajes, las chaquetas y las camisas nuevos iban invadiendo, poco a poco, sin pausa, el territorio que antes ocupaban las ropas de Kumiko. Cuando el armario quedó pequeño, doblé y guardé en naftalina las ropas de Kumiko en una caja de cartón y la metí en el armario empotrado. Pensé que si Kumiko volviera, se quedaría atónita preguntándose qué demonios había ocurrido durante su ausencia.

Paulatinamente le expliqué a Nutmeg lo de Kumiko, invirtiendo en ello mucho tiempo. Le expliqué que quería liberar a toda costa a Kumiko, traerla de nuevo a casa. Con una mejilla apoyada en la mano, ella me miraba a la cara.

—¿Y de dónde demonios piensas liberar a Kumiko? ¿Cómo se llama ese lugar?

Busqué en el aire una respuesta adecuada. Pero no existía ninguna. Ni en el aire ni en el centro de la tierra.

—De algún lugar lejano —respondí.

Nutmeg sonrió.

—Lo que dices, ¿no te recuerda la Flauta Mágica de Mozart? Armado con una flauta mágica y unas campanillas mágicas, el príncipe rescata a la princesa cautiva en un castillo lejano. Me encanta esa ópera. La he visto tantas veces que me sé el libreto de memoria. Cuando Papageno canta, yo soy el cazador de pájaros, conocido en todo el lugar. ¿La has visto alguna vez? —Negué con un movimiento de cabeza. No la había visto—. En la ópera, el príncipe y el cazador de pájaros van al castillo guiados por tres niños que viajan en una nube. Se trata, en realidad, de una lucha entre el reino del día y el de la noche. La reina de la noche intenta recuperar a la princesa cautiva en el reino del día. Pero los protagonistas quedan desconcertados a mitad de la ópera. ¿Cuál de los reinos tiene verdaderamente la razón? ¿Quién está cautivo y quién no? Por supuesto, el príncipe, al final, consigue a la princesa, Papageno encuentra a Papagena, y los malos se precipitan en el infierno… —dijo Nutmeg pasando la punta del dedo por el borde de la copa—. Pero tú, de momento, ni tienes cazador de pájaros ni flauta mágica ni campanillas mágicas.

—Tengo el pozo —dije.

—Eso, si puedes conseguirlo. —Nutmeg sonrió como si desplegara con suavidad un elegante pañuelo—. Tu pozo. Todas las cosas tienen su precio.

Si me cansaba de hablar o me costaba proseguir porque no podía encontrar las palabras, Nutmeg me dejaba descansar y me contaba cosas de su infancia, historias más largas y complicadas que la mía. No las contaba siguiendo un orden, saltaba de aquí a allá dejándose llevar por los sentimientos. Prescindía del orden cronológico sin darme explicación alguna y, de repente, hacía entrar en escena, como personajes principales, a personas a las que antes ni siquiera había mencionado. Así que me veía obligado a prestar mucha atención para poder deducir a qué periodo de su vida pertenecía el fragmento que estaba contando, aunque había ocasiones en que no lo lograba. Ella me contaba, además, escenas que había visto con sus propios ojos, pero también otras que no había presenciado jamás.

Los soldados mataron las panteras, mataron los lobos y mataron los osos. Matar aquellos dos osos gigantescos requirió más tiempo. Después de recibir el impacto de decenas de balas, seguían arremetiendo violentamente contra la jaula, gruñían, babeaban y enseñaban los dientes. A diferencia de los felinos, que se resignaban más fácilmente (eso parecía), los osos no querían convencerse de ninguna manera de que los estuvieran matando. Quizá fuera ésa la razón por la que necesitaran más tiempo de lo normal hasta darse por vencidos y abandonar la provisionalidad de la vida. Cuando acabaron con los osos, los soldados se sentían tan extenuados que a punto estuvieron de desplomarse allí mismo. El teniente fijó el seguro de la pistola, se secó con la gorra militar el sudor que le chorreaba por la cara. Envueltos en un profundo silencio, algunos soldados escupieron ruidosamente al suelo con aire contrito. A sus pies se esparcían, como colillas, los casquillos de bala. En sus oídos resonaba aún el eco de los disparos. El soldado joven, que diecisiete meses después sería asesinado a golpes por un soldado soviético en la mina de carbón de Irkutsk, seguía respirando hondo procurando no mirar los osos muertos. Se esforzaba en reprimir las arcadas que le subían a la garganta.

Al fin, el teniente decidió no matar los elefantes. Al tenerlos delante y verlos con sus propios ojos le parecieron gigantescos. Frente a los elefantes, los fusiles de infantería de los soldados eran juguetes insignificantes. El teniente decidió no matar los elefantes después de pensárselo un rato. Los soldados respiraron con alivio al saberlo. Era extraño —o quizá no lo fuese en absoluto—, pero todos pensaban en el fondo lo mismo. Pensaban que sería más fácil matar a otros hombres en el campo de batalla que matar animales encerrados en jaulas. Aunque cupiera la posibilidad de que los mataran a ellos.

Unos cuantos peones chinos arrastraron los animales muertos fuera de las jaulas, los cargaron en carros y los trasladaron a un almacén vacío. Los animales, de tamaños y formas diversos, quedaron tendidos en el suelo del almacén. Tras comprobar que todo eso se llevaba a cabo, el teniente volvió al despacho del director del parque zoológico y le pidió que firmara los documentos necesarios. Los soldados se alinearon y marcharon en formación, entre ruidos de hierros, como cuando habían ido al zoológico. Con una manguera, los peones limpiaron la sangre que teñía de negro el suelo. Los jirones de carne de los animales pegados por las paredes los limpiaron con cepillos. Al terminar todas las tareas, los peones chinos le preguntaron al veterinario de la mancha en la mejilla qué iban a hacer con los animales muertos. El veterinario no supo qué contestar. En una situación normal, cuando moría uno de los animales, llamaba a un especialista para que se lo llevara. Pero en aquel momento, cuando la sangrienta batalla por la defensa de la capital ya era inminente, no podía imaginar que alguien pudiera acudir veloz tras una llamada telefónica a por los animales muertos. Era pleno verano, cientos de moscas pululaban ya sobre los animales. La única solución consistía en cavar un foso y enterrarlos, pero, con el personal que le quedaba, obviamente era imposible cavar un foso de aquellas dimensiones.

«Doctor», le dijeron los peones al veterinario, «si podemos quedarnos con los animales muertos, nosotros mismos nos encargaremos de sacarlos de aquí. Los trasladaremos con los carros fuera de la ciudad y nos ocuparemos del resto. Sabemos de algunos que nos ayudarán. No le causaremos ninguna molestia. Queremos, a cambio, la piel y la carne de los animales. En especial, la carne de los osos, todo el mundo la quiere. De los osos y los tigres se hacen medicinas, así que pueden venderse a buen precio. Ahora ya es tarde, pero hubiésemos preferido que apuntaran sólo a la cabeza. Así también hubiésemos podido vender a buen precio las pieles. Han hecho un trabajo de aficionados. Si nos lo hubieran encargado a nosotros, lo hubiésemos hecho mucho mejor». El veterinario, finalmente, aceptó el trato. No había otra salida que dejarlo en sus manos. A fin de cuentas, era su país.

Poco después llegaron los carros tirados por diez hombres, todos chinos; sacaron los animales muertos a rastras del almacén, los cargaron en los carros, los ataron con cuerdas y los cubrieron con esteras de paja. Durante el trabajo, los hombres casi no hablaron. Ni siquiera cambió la expresión de sus rostros. Terminaron de cargarlos y se los llevaron tirando de los carros. El peso de los animales hacía que los viejos carros, como si jadearan, avanzaran entre chirridos. Aquello fue el final de la matanza —una chapuza, al decir de los peones chinos— que tuvo lugar aquella tarde calurosa. Quedaban sólo unas jaulas vacías y limpias. Los monos, todavía excitados, seguían chillando en su jerga incomprensible. Los tejones iban y venían enérgicos por su jaula. Los pájaros aleteaban desesperadamente y hacían revolotear plumas por aquí y por allá. Las cigarras también chirriaban.

Cuando se hubieron ido, de regreso al cuartel general, los soldados que acababan de matar a tiros los animales, y cuando los dos peones que todavía quedaban en el parque zoológico se hubieron marchado y llevado los carros cargados con los cadáveres de los animales, el recinto quedó vacío como una casa después de una mudanza. El veterinario se sentó en el borde de la fuente seca, miró al cielo y contempló unas nubes blancas de nítidos contornos. Escuchó con atención el chirrido de las cigarras. Ya no se oía el chirrido del pájaro-que-da-cuerda, pero el veterinario no se dio cuenta de eso. En cualquier caso, él no lo había oído. El único en oírlo había sido el pobre soldado joven que sería asesinado tiempo después a golpes de pala en una mina de carbón de Siberia.

El veterinario sacó un paquete de tabaco húmedo de sudor, se puso un cigarrillo entre los labios y lo prendió con una cerilla. Al encenderlo, se dio cuenta de que le temblaban las manos. Le costó dominar aquel temblor y necesitó tres cerillas para encender el cigarrillo. Eso no quería decir que estuviera emocionalmente conmocionado. No entendía por qué, pero el hecho de que en un santiamén hubieran sido masacrados tantos animales ante sus propios ojos no le producía ni sorpresa, ni tristeza, ni ira. En realidad, él no sentía casi nada. Sólo se sentía terriblemente confuso.

Intentó calmarse allí, sentado fumándose un cigarrillo sin prisas. Se miró las manos apoyadas en las rodillas y luego volvió los ojos hacia las nubes que se veían en el cielo. El mundo que se mostraba ante sus ojos era, en apariencia, el de siempre. No se observaba ningún cambio. Pero tenía que ser, sin duda, un mundo distinto. Sentía que pertenecía al mundo en que los osos, tigres, panteras y lobos habían sido «ejecutados». Los animales habían existido realmente hasta aquella misma mañana, pero a las cuatro de la tarde de ese mismo día habían dejado de existir para siempre. Habían sido aniquilados por los soldados y ya ni siquiera existían los cadáveres.

Debía de haber, por tanto, una diferencia, grande y definitiva, entre aquellos dos mundos. Tenía que haberla. Pero él fue incapaz de descubrirla. A él le parecía que el mundo era el mismo de siempre. Lo que le dejaba perplejo era esa insensibilidad desconocida que había en su interior.

Luego, de repente, se dio cuenta de que se sentía muy cansado. Pensándolo bien, apenas había dormido la noche anterior. «¡Ojalá pudiera tumbarme y dormir, aunque fuera un poco, al fresco de la sombra de un árbol!», pensó. Poder sumergirse en la silenciosa oscuridad de la inconsciencia durante un rato. Miró su reloj de pulsera. Tenía que conseguir comida para los animales que aún quedaban, y también examinar un mandril con fiebre alta. Había un montón de trabajo que hacer. De momento necesitaba, ante todo, dormir. El resto ya lo pensaría después.

El veterinario se internó entre los árboles, se tumbó boca arriba sobre la hierba en un lugar que no llamara la atención de la gente. La hierba que había a la sombra le pareció fresca y agradable. La vegetación despedía el mismo olor inolvidable de cuando era niño. Las grandes langostas de Manchuria brincaban sobre su cabeza entre zumbidos. Tumbado, encendió el segundo cigarrillo. Afortunadamente, las manos ya no le temblaban como antes. Se llenó hasta el fondo los pulmones de humo, imaginó que los peones chinos estarían desollando, uno a uno, troceando su carne, a los animales muertos hacía poco. El veterinario había visto en varias ocasiones cómo los chinos hacían esos trabajos. Eran terriblemente hábiles y eficaces. Los animales quedaban convertidos en un santiamén en piel, carne, vísceras y huesos. Como si fueran cosas independientes que, por alguna razón insólita, se hubiesen combinado al azar. «Tal vez cuando despierte la carne ya esté en el mercado. La realidad trabaja con mucha rapidez», pensó. Arrancó un puñado de hierba a sus pies y retuvo unos instantes las briznas entre sus dedos sintiendo su suavidad. Luego apagó el cigarrillo y expulsó, con un suspiro profundo, el humo que quedaba en sus pulmones. Cerró los ojos. En la oscuridad, el zumbido de los saltamontes se oía más fuerte que antes. El veterinario creyó por un momento que unos saltamontes grandes como sapos saltaban a su alrededor.

Se le ocurrió de repente, mientras iba perdiendo la conciencia de lo que le rodeaba. Tal vez el mundo no hiciera otra cosa que dar vueltas como una puerta giratoria. El hecho de que alguien entrara en uno u otro de aquellos espacios compartimentados de la puerta giratoria era una simple cuestión de dónde había puesto los pies. En alguno de esos compartimentos aún existirían los tigres, en otro ya no existirían. ¿No se trataría, en resumen, sólo de esto? Allí casi no existe una continuidad lógica. Y, puesto que no existe continuidad, las opciones no tendrían en realidad ningún sentido. ¿No será por eso por lo que yo no puedo sentir la diferencia entre un mundo y otro? Sus pensamientos sólo llegaron hasta allí. Ya no podía profundizar más con el pensamiento. La extenuación inmovilizaba su cuerpo como una manta empapada y asfixiante. Sin pensar en nada, olía la hierba, oía el zumbido de los saltamontes, sentía el espesor de la sombra que lo cubría como una capa.

Y enseguida fue cayendo en un profundo sueño de la tarde.

El barco paró el motor y, al poco rato, se detuvo en silencio en el mar tal como le habían ordenado. En todo caso, no tenía la menor posibilidad de escapar ante un submarino moderno capaz de desarrollar una alta velocidad de navegación. El cañón de la cubierta y las dos ametralladoras del submarino seguían apuntando al barco de pasajeros, los marineros estaban listos para hacer fuego en cualquier momento, pero, pese a todo, entre las dos embarcaciones flotaba una calma extraña. La tripulación del submarino había ido subiendo a cubierta. Uno al lado del otro, los marineros miraban hacia el barco con aire de aburrimiento. Casi ninguno llevaba casco de combate. Era una tarde de verano sin una bocanada de aire. Los ruidos del motor se extinguieron, sólo se oía el lánguido chapoteo del suave oleaje lamiendo el casco. El barco transmitió al submarino un mensaje informando de que el barco sólo transportaba civiles, no transportaba ni material militar ni tropa. Casi no disponía de botes de salvamento. El submarino transmitió una respuesta fría: «No es nuestro problema. Abriremos fuego en diez minutos, independientemente de si la evacuación se ha llevado a cabo o no». Con este mensaje quedó interrumpida toda comunicación. El capitán del barco mercante decidió no comunicar a los pasajeros el contenido del último comunicado. Aunque lo hiciera, ¿de qué serviría? A lo mejor, con suerte, algunos podrían sobrevivir. Pero la mayor parte de los pasajeros sería arrastrada al fondo del mar junto con el barco, miserable como una palangana gigantesca. Hubiese querido echar un trago de whisky antes de que llegara el final, pero guardaba la botella en el cajón de su escritorio en la cabina del capitán. La reservaba para una ocasión importante, pero ya no había tiempo de ir a buscarla. Se quitó la gorra y miró el cielo. Deseaba que en el cielo apareciera, de repente, una escuadrilla de cazas japoneses, como un milagro. Pero era imposible que ocurriera algo así. El capitán ya no podía hacer nada. Pensó de nuevo en el whisky.

A punto de expirar el plazo observaron, de pronto, unos movimientos extraños en la cubierta del submarino. Como un revuelo y un intercambio precipitado de palabras entre los oficiales que estaban en la torreta. Un oficial descendió a cubierta y transmitió en voz alta una orden que se propagó enseguida entre los marineros. Al oírla, los que mantenían el armamento en posición de fuego mostraron una vaga perturbación. Un marinero sacudió varias veces la cabeza negando y golpeó el cañón con el puño. Otro se quitó el casco y miró al cielo fijamente. Parecía un gesto de ira, pero era a la vez un gesto de alegría, parecían decepcionados, pero al mismo tiempo excitados. Los pasajeros del barco no podían saber de ningún modo qué demonios debía de estar pasando, qué era lo que iba a ocurrir. Observaban la escena conteniendo la respiración, con avidez y fijeza, igual que espectadores ante una representación de pantomima de la que no conocieran el argumento (y que, sin embargo, contuviera para ellos un mensaje de vital importancia). Intentaban descubrir una pista, aunque fuera pequeña.

Poco a poco se fue calmando la confusión que se había propagado entre los marineros. A una orden del suboficial, los proyectiles del cañón fueron retirados de cubierta. Volvieron a darle vueltas a la manivela, para devolver el cañón, que hasta entonces apuntaba al barco de pasajeros, a su posición original, en dirección a proa. Y le taparon la boca negra y amenazadora. Los proyectiles fueron bajados por la escotilla y la tripulación se retiró aceleradamente hacia el interior del submarino. Todo eran movimientos enérgicos, muy distintos a los de antes. No hubo ningún gesto inútil, ninguna palabra.

Los motores del submarino hicieron un ruido sordo, sólido, sonó unas cuantas veces el agudo silbato que ordenaba «evacuar cubierta». Mientras tanto, el submarino empezó a avanzar e inició la inmersión levantando olas, grandes y blancas, como si atendiera impaciente a que los soldados abandonaran cubierta y cerraran la escotilla. La cubierta, estrecha y larga, fue hundiéndose poco a poco, inundada por el agua del mar, el cañón desapareció bajo el agua, la torreta se sumergió separando la superficie azul marino del agua azul y, finalmente, se hundieron la antena y el periscopio como si borraran la evidencia de que alguna vez el submarino hubiera estado allí. Durante un rato, los remolinos perturbaron la superficie del mar, pero enseguida se calmó, y el mar de la tarde de verano quedó tan sereno que casi parecía irreal.

Incluso después de que desapareciera el submarino de forma tan irracional como había aparecido, los pasajeros quedaron petrificados en cubierta. En la misma postura, contemplaban fijamente la superficie del agua. Se habían quedado completamente mudos, nadie se atrevió a carraspear siquiera. Al poco rato, el capitán volvió en sí, dio instrucciones al piloto, comunicó con la sala de máquinas y el viejo motor empezó a funcionar entre los largos gemidos de los pistones, como un perro al que su amo le hubiera dado una patada.

La tripulación del barco de pasaje, conteniendo la respiración, esperaba un ataque con torpedos. Tal vez, por alguna razón, los americanos optaran por torpedearlos, más rápido que un cañoneo. El barco navegaba en zigzag, el capitán y el piloto escrutaban con los prismáticos la superficie del deslumbrante mar estival rastreando las posibles estelas blancas de los torpedos. Veinte minutos después de la inmersión del submarino, la gente despertó al fin del profundo encantamiento de la muerte. Al principio nadie estaba seguro, pero poco a poco fue transformándose en convicción. Hemos retornado de estar al borde de la muerte. Ni siquiera el capitán entendía la razón por la cual los americanos habían suspendido tan repentinamente el ataque. ¿Qué demonios habría pasado? (Lo que supieron luego fue que, instantes antes de desencadenarse el ataque, el submarino había recibido la orden del cuartel general de suspender toda acción de combate activa siempre y cuando no fuese atacado. El 14 de agosto, el gobierno japonés presentó a los países aliados la aceptación de la Declaración de Potsdam y la rendición incondicional). Algunos de los pasajeros sentados en cubierta, liberados de la tensión, rompieron a llorar, pero la mayor parte de ellos no pudo ni llorar ni reír. Durante horas, algunos durante días, permanecieron sumidos en el desconcierto más absoluto. La espina larga y retorcida de la pesadilla que se les había clavado en los pulmones, el corazón, la columna vertebral, el cerebro o el útero no se la sacarían jamás.

La pequeña Nutmeg permaneció profundamente dormida en brazos de su madre mientras duraba todo. Durmió sin abrir los ojos ni una sola vez durante más de veinte horas, como si hubiera perdido el conocimiento. Aunque su madre le abofeteó las mejillas y la llamó a gritos, no hubo manera de despertarla, era un sueño tan profundo como si estuviera sumergida en el fondo del mar. El intervalo entre cada inspiración era cada vez más largo y el pulso cada vez más lento. Aunque aguzara el oído, la madre sólo oía una respiración muy leve. Pero cuando el barco llegó a Sasebo, Nutmeg se despertó sin previo aviso. Como si una poderosa fuerza hubiera tirado de ella hacia este mundo. Así que, no es que Nutmeg presenciara la escena en que el submarino americano interrumpía el ataque para desaparecer. Su madre le explicó los detalles más tarde.

El barco de pasaje entró bamboleándose en el puerto de Sasebo poco después de las diez de la mañana del 16 de agosto. En el puerto reinaba un profundo y misterioso silencio y no había ido nadie a recibirlos. Tampoco se veía a nadie en torno a los cañones antiaéreos. Sólo la luz intensa del verano abrasaba silenciosamente las piedras. Era como si todas las cosas del mundo estuvieran cubiertas de una profunda insensibilidad. Los pasajeros del barco tuvieron la sensación de adentrarse por error en el mundo de los muertos. Contemplaron mudos el paisaje de la patria que volvían a ver después de tantos años. El mediodía del día 15 fue emitido por radio el prescripto imperial sobre el fin de la guerra. Siete días antes, la ciudad de Nagasaki había sido completamente arrasada por una bomba atómica. El estado de Manchukuo estaba a punto de desaparecer a los pocos días como si nunca hubiera existido más que en la imaginación, tragado por las arenas movedizas de la historia. El veterinario con la mancha en la mejilla, en otro compartimiento de la puerta giratoria, fue arrastrado contra su voluntad por el destino de Manchukuo.