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El hombre que esperaba

Lo que no puede evitarse

El hombre no es una isla

Después de las ocho de la tarde, cuando ya ha oscurecido del todo, abro la puerta trasera de casa y salgo al callejón. La puerta es tan estrecha que no puedo pasar si no me agacho. Es una puerta de apenas un metro de altura, hábilmente camuflada en un rincón del muro para que nadie, viéndola o tocándola desde fuera, pueda darse cuenta de que allí hay una entrada. En la oscuridad de la noche, el callejón queda iluminado por la luz blanca y fría de la lámpara de vapor de mercurio que hay en el jardín de la casa de May Kasahara.

Cierro la puerta deprisa, avanzo por el callejón a paso rápido. Me escabullo por detrás de las salas de estar, de los comedores de las casas y me fijo, de pasada, a través de los setos, en las personas que veo allí. Están cenando o mirando la televisión. El olor de la comida sale flotando por las ventanas o los extractores de las cocinas que dan al callejón. Un adolescente practica unos acordes rápidos con la guitarra eléctrica a bajo volumen. Por una ventana del piso superior de una casa veo el rostro serio de una niña que estudia sentada a una mesa. Oigo los gritos de un matrimonio que se pelea. Oigo llorar a un bebé. Suena el timbre de un teléfono en alguna casa. La realidad se derrama hacia el callejón como el agua que se vierte de un recipiente. En forma de ruidos, olores, imágenes, demandas, respuestas.

Llevo las zapatillas de tenis de siempre para no hacer ruido al andar. La velocidad a la que camino no puede ser rápida ni lenta. Lo importante es no llamar más de lo necesario la atención. No debo descuidarme y dejar que me atrape la «realidad» que me rodea. Tengo memorizados todos los recovecos, todos los obstáculos. Puedo pasar por el callejón sin tropezar con nada en plena oscuridad. Cuando llego a la parte trasera de mi casa me detengo y, después de mirar alrededor, salto por encima del muro no muy alto.

La casa se ve agazapada, oscura y silenciosa, como la muda de un animal gigantesco. Abro con la llave la puerta que da a la cocina, enciendo la luz y le cambio el agua al gato. Saco una lata de comida para gato del armario y la abro. Sawara siempre aparece al oír ese ruido. Y empieza a comer tras refregar su cabeza contra mis pies. Mientras tanto, saco una cerveza fría de la nevera. Para cenar, siempre como lo que me prepara Cinnamon en la «mansión», así que, por más que diga que ceno en casa, no hago más que prepararme una ensalada o cortar unas lonchas de queso. Me agacho por el gato y me lo pongo sobre mis rodillas mientras me bebo la cerveza y compruebo que cada cual ha pasado el día en lugares distintos y que cada cual ha vuelto a casa.

Acabo de llegar a casa y de quitarme los zapatos, pero, en el momento en que alargo el brazo para encender la luz de la cocina, percibo, de pronto, algo extraño. En la oscuridad, dejo de mover la mano, aguzo el oído y respiro por la nariz sin hacer ruido. No se oye nada. Pero flota un tenue olor a tabaco. Por lo visto, hay alguien en casa. Aparte de mí. Alguien que me está esperando. Poco antes, ha encendido un cigarrillo, quizá porque ya no podía aguantar más. Es probable que sólo haya fumado dos o tres caladas y haya abierto la ventana para que saliese el humo, pero el olor permanece. No debe de ser nadie que conozca. Las puertas estaban cerradas con llave, no conozco a nadie que fume, a excepción de Nutmeg Akasaka. Pero Nutmeg no estaría esperándome a oscuras. Mi mano busca inconscientemente el bate de béisbol en la oscuridad. Pero el bate no se encuentra ahí. Está en el fondo del pozo. El corazón me late con violencia. Como si me hubiera saltado del pecho y estuviese flotando a la altura de mi oreja. Recupero el aliento. Quizá no haga falta el bate. Si ese alguien hubiese querido hacerme daño no me esperaría tranquilo en la habitación del fondo. Pero la palma de las manos me picaba. Mis manos buscaban el tacto del bate. El gato se acercó y restregó su cabeza contra mis pies, maullando, como siempre. Pero el gato no está tan hambriento como otros días. Puedo saberlo por la urgencia de sus maullidos. Alargué el brazo y encendí la luz de la cocina.

—Disculpe, pero ya le he dado de comer hace poco —me dijo con un exceso de familiaridad un hombre que había allí, sentado en el sofá de la sala de estar—. Me he tomado la libertad de esperarle aquí, señor Okada, pero el gato se me pegaba maullando tan fuerte que casi era molesto. Así que he cogido una lata del estante y se la he dado sin su permiso. Si le digo la verdad, no me gustan los gatos. —El hombre ni siquiera se había levantado del sofá. Lo observé en silencio—. Le habrá sorprendido que haya entrado en su casa sin su permiso y de que lo esté esperando a oscuras, ¿no es así? Discúlpeme, de veras. Si le hubiera esperado con la luz encendida, quizá no hubiese entrado, por precaución. Por eso le esperaba a oscuras. No le haré ningún daño. ¡Venga, hombre! ¡No me ponga esa cara de enfado, señor Okada!

Era un hombre bajito, con traje. Estaba sentado, así que no podía saberlo con certeza, pero su estatura apenas pasaba del metro y medio. Debía de tener entre cuarenta y cinco y cincuenta años, regordete como una rana, calvo. Según la clasificación de May Kasahara, era pino. Le quedaban unos tufos de cabello, negrísimos y de forma muy rara, encima de las orejas. Hacían resaltar aún más su calva. Tenía la nariz grande, pero parecía obturada, porque al respirar se hinchaba y deshinchaba con ruidos de fuelle. Llevaba unas gafas de cristales gruesos y montura metálica. Al pronunciar ciertas palabras, se le levantaba el labio superior y asomaba una dentadura irregular con manchas de nicotina. Era, sin duda, una de las personas más feas que había conocido hasta entonces. No sólo era feo su rostro, había en él algo lúgubre, pegajoso, que no podía calificar con palabras. Algo parecido a la repulsión que se siente al tocar con la mano un insecto grande y extraño en la oscuridad. Más que un ser real, parecía alguien salido de una vieja pesadilla ya olvidada.

—Oiga, no le importará que fume, ¿verdad? —preguntó el hombre—. Me he estado aguantando, pero esperar aquí sentado sin fumar ha sido una tortura. Vaya vicio, el tabaco, ¿no le parece?

Sin saber qué decir, asentí con la cabeza. Aquel extraño sujeto sacó un Peace sin filtro del bolsillo, se lo puso entre los labios y lo encendió con una cerilla que prendió con un fuerte chasquido. Tomó la lata vacía de comida para gato que había a sus pies y echó la cerilla dentro. Al parecer, usaba la lata como cenicero. El hombre paladeó el cigarrillo con fruición juntando las dos cejas espesas. Incluso soltó un leve gruñido de satisfacción. Al aspirar el humo, la brasa ardía al rojo vivo como carbón mineral. Abrí la puerta de cristal que daba a la terraza para que entrara el aire del exterior. Fuera llovía silenciosamente. No se veía, tampoco se oía, pero la lluvia se adivinaba por el olor.

El hombre llevaba un traje marrón, una camisa blanca, una corbata de un rojo apagado y cada una de estas prendas parecía igualmente barata e igualmente deslucida. El marrón del traje me hizo recordar el de un coche viejo repintado con brocha por un aficionado. Con arrugas tan marcadas como la tierra en una fotograba aérea, la tela de la chaqueta y de los pantalones ya no tenía la menor posibilidad de arreglo. La camisa blanca amarilleaba y uno de los botones, a la altura del pecho, pendía de un hilo. Parecía que le fuera una o dos tallas pequeña, llevaba el primer botón desabrochado y el cuello doblado con negligencia. La corbata, con un extraño dibujo estampado que recordaba un ectoplasma borroso, parecía que llevase anudada desde la época de los Osmond Brothers. A los ojos de cualquiera, era obvio que aquel hombre no prestaba la menor atención a su atuendo. Que se vestía porque no le quedaba otro remedio, porque tenía que hacerlo para mostrarse ante los demás. Incluso podía descubrirse en ello cierta mala idea. Tal vez pensara seguir usando esa misma ropa hasta que se desgarrara y quedase reducida a hilachos. Igual que los campesinos de las montañas hacen trabajar demasiado a los burros, de la mañana a la noche, hasta que mueren de fatiga.

De todos modos, tras inhalar la nicotina necesaria hasta el fondo de sus pulmones, el hombre suspiró y mostró una mueca extraña que cabía situar entre una sonrisa y una sonrisa irónica.

—¡Vaya por Dios! Aún no me he presentado. Disculpe. Discúlpeme. Mi nombre es Ushikawa, se escribe con el carácter ushi, de vaca, y el kawa, con el radical de agua. Un apellido fácil de recordar, ¿no cree? Pero todos me llaman «Ushi», «¡Oye, Ushi!», me dicen. Es extraño que a uno lo llamen así. A fuerza de oírlo, a veces llego a sentir que me he convertido en una vaca. Y cuando veo una vaca, siento por ella cierta familiaridad. Los nombres son algo curioso de verdad, ¿no lo ha pensado nunca, señor Okada? Claro que Okada es un apellido muy limpio[18]. A veces, preferiría que mi apellido fuese más normal, pero, por desgracia, no se puede elegir y, si naces Ushikawa, te guste o no te guste, serás Ushikawa toda la vida. Por culpa de eso siguen llamándome «¡Ushi, Ushi!». Desde la escuela primaria. ¡Qué le vamos a hacer! A uno que se llame Ushikawa, cualquiera le llamará Ushi. ¿No le parece? Por eso, ¿sabe?, dicen que el nombre representa el cuerpo, pero me parece que es más bien al revés. Que el cuerpo, de forma espontánea, se va aproximando al nombre, ¿no cree? A mí me da esa sensación. En fin, lo que sea, pero recuerde al menos que me llamo Ushikawa. Claro que, si usted lo prefiere, no me importará si me llama «Ushi».

Fui a la cocina, abrí la nevera, cogí un botellín de cerveza y volví a donde estaba antes. No le ofrecí nada a Ushikawa. Yo no lo había invitado a mi casa. Me bebí la cerveza directamente de la botella, sin decir nada. Ushikawa tampoco decía nada y aspiraba profundamente el humo del cigarrillo sin filtro. Yo lo miraba de pie, apoyado en la columna, sin sentarme en la silla que había frente a él. Por fin, apagó el cigarrillo aplastándolo en la lata vacía de comida para gato y me miró.

—Señor Okada, usted debe de estar preguntándose cómo he abierto la puerta y he entrado en su casa, ¿no es así? Estará pensando: «Qué extraño, cuando salí de casa la cerré con llave». Es verdad, estaba cerrada con llave. Bien cerrada. Pero yo tengo una llave de su casa. Mírela. Mírela bien. —Ushikawa metió la mano en uno de sus bolsillos, sacó una llave con un llavero y la puso delante de mis ojos. Me pareció que era, efectivamente, la llave de mi casa. Pero lo que me llamó la atención fue el llavero. Se parecía mucho al de Kumiko. Sencillo, de cuero verde, con un mecanismo muy original para abrir la anilla metálica—. La llave es auténtica. Ya se habrá dado cuenta. Y el llavero es el de su esposa. Se lo digo para que no haya malentendidos. Me lo dio su esposa, la señora Kumiko. Ni se lo he robado ni se lo he quitado a la fuerza.

—¿Dónde está Kumiko? —pregunté con voz alterada.

Ushikawa se quitó las gafas y volvió a ponérselas después de observarlas como si comprobara que las lentes estuvieran empañadas.

—Sé muy bien dónde está su esposa. Si le digo la verdad, es como si yo me ocupara de ella.

—¿Se ocupa usted de Kumiko?

—Aunque diga que me ocupo de ella, no es lo que usted piensa. Tranquilícese —dijo Ushikawa riéndose. Al reírse, su rostro perdía a derecha e izquierda la simetría y las gafas le quedaban torcidas—. No me mire con esa cara. Sólo la ayudo, es parte de mi trabajo. Podríamos decir que soy algo así como un recadero y que me encargo de pequeños trabajos. ¿Sabe, señor Okada? Yo sólo soy un mandado. No hago nada importante. El caso es que su esposa no puede salir, ¿comprende?

—¿Que no puede salir? —repetí como un loro.

Abrió una corta pausa lamiéndose los labios con la punta de la lengua.

—No sé si no puede salir o no quiere salir. No sabría decirle. Seguramente le gustaría saberlo, pero, se lo ruego, no me lo pregunte a mí. Yo tampoco conozco los detalles. Pero no se preocupe. No la tenemos encerrada contra su voluntad. Esto no es ni una película ni una novela. Ésas son cosas que no pueden hacerse en la vida real.

Deposité en el suelo con cuidado el botellín de cerveza que aún tenía en la mano.

—A propósito, ¿qué ha venido usted a hacer aquí?

Ushikawa, dándose unas palmadas en las rodillas, asintió con firmeza.

—¡Ah! Es verdad, todavía no se lo he dicho. Ya ni me acordaba. Me he distraído al presentarme. Qué cosas, ¿verdad? Extenderme en cosas tan insignificantes y olvidarme de decir las importantes, ése ha sido siempre mi defecto. Por culpa de esto meto la pata con frecuencia. Siento mucho no habérselo dicho antes. Trabajo para el hermano de la señora Kumiko. Y me llamo Ushikawa. ¡Ah!, mi nombre ya se lo he dicho, ¿verdad? «Ushi», ¿se acuerda? Soy secretario de su cuñado, el señor Noboru Wataya. Bueno, entendámonos. Un secretario algo distinto al que se supone que ha de tener un diputado al parlamento. Eso lo hacen personas con estudios, preparadas. Pero, secretarios, los hay de muchos tipos, señor Okada. Hay secretarios y hay secretarios. Yo soy de los de ínfima categoría. Lo último de lo último. Si fuera fantasma, seguro que sería un espíritu de rango inferior. Un espíritu vil agazapado en algún retrete o en un armario empotrado. Pero no puedo quejarme. En primer lugar, caso de que alguien como yo, es decir, alguien que no tenga buena presencia, diera la cara públicamente, eso perjudicaría la imagen juvenil, fresca y vigorosa del señor Wataya. El secretario público debe ser alguien elegante, de rostro inteligente. Si un tipo encanijado y calvo se presentara ante la gente diciendo: «¡Escúchenme! Yo soy el secretario del señor Wataya», sólo conseguiría arrancar carcajadas, ¿no le parece, señor Okada? —Yo permanecía callado—. Así que yo me encargo de todos los trabajos que no deben ser vistos, trabajos entre bastidores. Nunca de cara al público. Yo soy el violinista no en el tejado, sino entre bastidores. Ése es mi territorio particular. Por ejemplo, el asunto de la señora Kumiko. Pero, señor Okada, no interprete usted que yo considere que ocuparme de la señora Kumiko sea un trabajo inferior, insignificante. Si me he expresado de una manera que se lo haya podido dar a suponer, he cometido una tremenda equivocación. Porque la señora Kumiko es la única, preciadísima hermana del señor Wataya. Y para mí es un gran honor ocuparme de alguien como ella. Se lo digo honradamente. Por cierto, supongo que es una desfachatez por mi parte, pero ¿podría invitarme usted a una cerveza? Hablando hablando me ha entrado la sed. Si no le importa, yo mismo iré a buscarla. Sé dónde está. Porque hace un rato, descortésmente, le he echado un vistazo a la nevera mientras le esperaba.

Asentí con la cabeza. Ushikawa se levantó, fue a la cocina, abrió la nevera y sacó un botellín de cerveza. Volvió a sentarse, se la bebió saboreando cada sorbo. Su sobresaliente nuez se movía convulsa por encima del nudo de la corbata.

—Señor Okada, ¿no le parece que es imposible expresar con palabras la sensación de tomarse una cerveza bien fría cuando ha terminado la jornada? En el mundo hay gente tan exigente que dice que la cerveza demasiado fría no es buena, pero yo no pienso así. A mí me gusta que la primera cerveza esté tan fría que ni se note el sabor. La segunda es realmente delicioso que esté en su punto. Pero, si se trata de la primera, a mí me gusta que esté fría como el hielo. Tan fría que te duelan las sienes. Es mi gusto personal. —Yo seguía apoyado en la columna, de pie, eché un trago de cerveza. Ushikawa, apretando los labios, observó la habitación por todos lados durante un rato—. Señor Okada, aunque no esté su esposa, su casa se ve ordenada. Lo admiro. Me avergüenza, pero yo soy incapaz de hacerlo. Mi casa está hecha una lástima. Un basurero, una pocilga. No he limpiado el lavabo desde hará por lo menos un año. Aún no se lo había dicho, pero también mi mujer se marchó de casa hará ya cinco años, así que entiendo muy bien sus sentimientos, aunque decir que siento simpatía por usted quizá no sea lo correcto. Mi caso es distinto al suyo, señor Okada. En el caso de mi mujer, lo normal es que se fuera de casa. Porque yo, como marido, era de lo peor, así que no puedo quejarme. Al revés, la admiro por haberme aguantado hasta ese punto. Como marido yo era tan desastroso que merecía que me abandonaran. Y cuando me enfadaba, la maltrataba, incluso la pegaba. Nunca pego a nadie fuera de casa, no sería capaz de hacer tal cosa. Como puede ver, tengo un carácter débil. Tengo el corazón de una pulga y, fuera de casa, adulo a todo el mundo, consiento que me llamen «Ushi». Si me insultan, sonrío sin protestar. Pongo expresión de «sí, sí, tiene usted razón». Pero al llegar a casa pegaba a mi mujer por todo lo que había aguantado fuera, ¡je, je, je!, ¿qué le parece? Soy de la peor calaña, ¿no cree? Yo mismo ya era consciente de eso entonces. Pero, señor Okada, no podía dejar de hacerlo. Como una enfermedad, ¿no cree? La pegaba tanto que llegué a desfigurarle la cara. No sólo la pegaba, también le daba patadas y empujaba con violencia. Le tiraba té hirviendo, cacharros, de todo. Si mi hijo trataba de impedirlo, también recibía él. ¡A mi hijo pequeño, un niño de siete u ocho años! Y le pegaba a conciencia, sin miramientos. Soy un diablo, ¿no cree? Aunque intentara detenerme, era inútil. No podía controlarme. Pensaba: «¡Ya está bien! Debo parar», pero no sabía cómo hacerlo. ¿Qué le parece? Un problema, ¿no cree? Hace cinco años le rompí el brazo a la niña de cinco. Y, al fin, mi mujer se hartó de mí, se marchó de casa con los dos niños. No he vuelto a verlos ni una sola vez. No tenemos ningún contacto. ¿Qué le voy a hacer? «Quien mal siembra mal recoge», ¿no es así? —Yo seguía callado, el gato se me acercó a los pies y maulló como pidiendo algo—. Discúlpeme, no he hecho más que hablar de tonterías. De verdad que lo siento, usted estará cansado. Me ha preguntado por qué me he tomado la molestia de venir hasta aquí, ¿verdad? Eso es. Traigo un asunto entre manos. No es que haya venido a charlar con usted, señor Okada. El señor Wataya me ha encargado un asunto. Escúcheme bien, trataré de repetírselo tal como él me lo ha dicho.

»En primer lugar, el señor Wataya piensa que no le importaría repensarse lo de usted y la señora Kumiko. Es decir, que no le importaría que se reconciliaran y volvieran a vivir juntos como antes si eso es lo que ambos desean. Por ahora no hay nada que hacer, porque la señora Kumiko no quiere. Pero el señor Wataya acepta que usted se oponga al divorcio y espere el tiempo que considere oportuno. No le exigirá el divorcio como hasta ahora. Así que, señor Okada, si tiene usted algo que decirle a la señora Kumiko, puede utilizarme a mí como intermediario. En resumen, vamos a dejar de estar a malas como hasta ahora. Cabría llamarlo restablecimiento de las relaciones diplomáticas. Ésta es la primera cuestión, ¿qué le parece?

Me senté en el suelo y acaricié la cabeza del gato. No dije nada. Ushikawa estuvo observándonos, al gato y a mí, durante unos instantes. Luego prosiguió.

—Sí, claro. Tiene usted razón. Si no escucha todo lo que he de decirle, no hay nada que opinar. Nunca se sabe qué puede venir después. Bueno, se lo contaré todo hasta el final. Pasemos al segundo asunto. Éste es más delicado. Se trata del artículo sobre la «mansión de la horca» que apareció en una revista. No sé si usted, señor Okada, habrá tenido ocasión de leerlo, pero es un artículo interesante de verdad. Muy bien escrito. Habla de un siniestro solar que hay por aquí, en esta zona residencial de primera categoría del barrio de Setagaya. Un lugar donde muchas personas han muerto brutalmente desde hace ya mucho tiempo. Ahora bien, ¿quién es esa persona misteriosa que ha adquirido en esta ocasión el terreno? ¿Qué está ocurriendo detrás de aquellos altos muros? El misterio conduce a otro misterio…

»El señor Wataya leyó el artículo y se percató enseguida de que esa mansión está muy cerca de la casa donde vive usted, señor Okada. Empezó a preocuparle que, a lo mejor, entre esa mansión y usted, señor Okada, pudiese haber alguna relación. Así que la investigamos un poco. En realidad fui yo, Ushikawa, quien la investigó, siempre arriba y abajo con estas piernecillas tan cortas. Investigué y, en fin, ¿cómo se lo diría?, tal como suponíamos, lo que hemos descubierto es que, por lo visto, usted, señor Okada, va cada día a aquella mansión por el callejón trasero. Parece que guarda usted una relación muy estrecha con lo que ocurre en aquella mansión. Vaya, vaya, me sorprendió. Ya le digo yo que el señor Wataya es muy perspicaz.

»En cuanto al artículo, de momento ha aparecido sólo éste, no ha habido continuación. Pero una pasión mal extinguida siempre arde de nuevo. Como material para un artículo es francamente interesante. Sin embargo, para serle honrado, el señor Wataya está perplejo. Es decir, si por algún motivo absurdo apareciera publicado el nombre del señor Okada, que es su cuñado, el asunto podría acabar convirtiéndose en un escándalo e implicar al señor Wataya. En este instante, el señor Wataya es el hombre de moda, y los medios de comunicación se lanzarían sobre el asunto. Por otra parte, entre el señor Okada y el señor Wataya se da ahora una circunstancia algo compleja, que es el asunto de la señora Kumiko, y, como consecuencia, bien pudiera ser que acabaran metiendo las narices en las cosas del señor Wataya. Y es lo normal, todos tenemos algún asuntillo que no queremos que se sepa, ¿no le parece? Sobre todo tratándose de cosas personales. Se mire como se mire, el señor Wataya está ahora en un momento muy delicado de su carrera política, de modo que lo que ahora quiere es ir con pies de plomo. En fin, de lo que se trata es de una especie de negociación. En cuatro palabras, que el señor Wataya reflexionará seriamente respecto a la reconciliación entre usted y la señora Kumiko siempre que usted, señor Okada, corte de raíz todo contacto con la “mansión de la horca”. ¿Qué le parece? ¿Ha entendido más o menos lo que he querido decirle?

—Tal vez —repliqué.

—Entonces, ¿qué le parece lo que le he dicho?

Pensé unos instantes en todo el asunto acariciándole al gato la barbilla.

—¿Por qué piensa Noboru Wataya que estoy relacionado con la mansión de la horca? ¿Cómo se le ha ocurrido? —pregunté.

Ushikawa rió de nuevo desfigurando su cara. Se reía como si hubiera escuchado algo divertido, pero, al mirarlo, se veía a las claras que sus ojos estaban tibios como ojos de cristal. Sacó una cajetilla arrugada de Peace del bolsillo y encendió un cigarrillo con una cerilla.

—Ah, señor Okada, yo no podría responderle a una pregunta tan difícil como ésta. Le repito que yo sólo soy un simple recadero. No entiendo de razones complejas. Una humilde paloma mensajera. Llevo una carta y vuelvo con otra carta. ¿Me entiende? Lo único que puedo decirle es que él no es tonto. Sabe cómo hay que usar la cabeza y tiene cierto tipo de intuición nada corriente. Además, el señor Noboru Wataya ejerce un poder real mucho mayor de lo que usted imagina. Y su poder se incrementa cada día más. Tiene que reconocerlo. Por lo visto, a usted, señor Okada, no le gusta por diversos motivos. Eso a mí ni me incumbe ni me importa. Pero, llegados a este punto, ya no es cuestión de si le gusta o no. Querría que lo comprendiera.

—Si Noboru Wataya tiene un poder tan grande, puede presionar a esa revista para conseguir que no se publique el artículo. Eso lo haría todo mucho más fácil.

Ushikawa rió y, de nuevo, aspiró profunda y largamente el humo del cigarrillo.

—Señor Okada, señor Okada, no diga usted esas barbaridades. Escúcheme bien, vivimos en un respetable país democrático que se llama Japón, ¿no es así? No es un estado dictatorial, ya sabe a lo que me refiero, no es una república bananera, plantaciones de plátanos y campos de fútbol. En este país, aunque un político tenga mucho poder, no le resulta fácil silenciar un artículo en una revista. Es demasiado peligroso. Aunque se camelara a los directivos, siempre habría alguien, alguien descontento… Al contrario, acabaría por llamar aún más la atención de todo el mundo, de la sociedad. Es mejor no removerlo, dejarlo como está, por así decirlo. No sale a cuenta hacer algo semejante por un artículo de ese tipo, se lo digo en serio.

»Además, y que esto quede entre nosotros, es posible que un pez gordo, al que usted no conoce, señor Okada, esté relacionado con todo este asunto. Si es así, tarde o temprano dejará de ser un tema que ataña sólo al señor Wataya, y tal vez cambie completamente el curso que siga el asunto. En resumen, señor Okada, si lo comparo con el tratamiento de un dentista, ahora estamos en aquella fase en que estamos manipulando una muela anestesiada. Por eso nadie se queja. Pero, tarde o temprano, llegará el momento en que alguien toque el nervio con la broca del taladro. Entonces resultará que, en algún sitio, alguien dará un bote. Y a lo mejor aparece alguien seriamente enfadado. ¿Entiende lo que le digo? No pretendo asustarlo, pero me da la impresión de que usted, señor Okada, está, sin saberlo, metido en un asunto peligroso.

Me pareció que Ushikawa, de momento, había dicho todo lo que tenía que decir.

—Así que será mejor que me retire antes de que me escalde, ¿no es eso? —le pregunté.

Ushikawa asintió con la cabeza.

—Señor Okada, esto es como jugar a la pelota en mitad de la autopista. Es muy peligroso.

—Y, además, molesta a Noboru Wataya. De modo que, si me retiro de una vez, me permitirá ponerme en contacto con Kumiko.

Ushikawa volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, viene a ser eso.

Bebí un trago de cerveza.

—En primer lugar: recuperaré a Kumiko yo solo y por mis propios medios —dije—. No tengo ninguna intención de pedirle ayuda a Noboru Wataya, pase lo que pase. No hace falta que me ayude. Ciertamente, no me gusta Noboru Wataya, pero eso, como usted dice, no sólo es cuestión de gustos. Va más allá. Es decir, antes que todo eso, lo cierto es que no soporto su existencia misma. De modo que jamás negociaré con él. Dígaselo. En segundo lugar: no vuelva a entrar nunca más en mi casa sin mi permiso. Digan lo que digan, ésta es mi casa. Ni es el vestíbulo de un hotel ni es la sala de espera de una estación.

Ushikawa estuvo mirándome un rato con los ojos entornados. Sus ojos estaban inmóviles y, como parecía habitual en él, no mostraban sentimiento alguno. No es que fuera inexpresivo. Sólo que siempre ponía la expresión adecuada a cada momento.

Luego Ushikawa volvió hacia arriba la palma de su mano derecha, desproporcionadamente grande con respecto a su cuerpo, como si comprobara si estaba lloviendo.

—He comprendido muy bien todo lo que me ha dicho —repuso Ushikawa—. Desde el principio sabía que no iba a ser fácil. Así que no me extraña que me conteste como lo ha hecho. No soy una persona que se sorprenda fácilmente. Puedo comprender bien lo que usted siente y tengo muy claro lo que piensa. Una respuesta con un sí o con un no es fácil de entender. Si la respuesta hubiese sido ambigua, ni blanco ni negro, a mí, una paloma mensajera, me hubiese resultado más difícil transmitir el mensaje. Y a veces me pasa. No es que me queje, pero cada día, cada día me encuentro con respuestas que son como el enigma de la esfinge. Un trabajo como éste no es bueno para la salud, señor Okada, no puede ser bueno. Viviendo así, uno llega a tener, sin darse cuenta, un carácter repulsivo. ¿Me entiende, señor Okada? Uno se vuelve suspicaz, empieza a mirar lo que hay detrás de cada cosa. Llegas a no creerte las cosas más simples, claras y concisas. En verdad es un problema. Pero no se preocupe, señor Okada, le transmitiré con claridad su respuesta al señor Wataya. Lo que sí puedo avanzarle, señor Okada, es que este asunto no terminará así, ¿me entiende? Aunque usted quiera acabarlo de manera tajante, no lo logrará así como así. De modo que posiblemente tenga que hacerle más visitas. De verdad que siento ser un tipo tan desaliñado, medio enano y tan feo, pero le ruego que se vaya acostumbrando a mi presencia. Personalmente no tengo nada contra usted, señor Okada. Es la verdad. Pero, le guste o no le guste, por ahora soy uno de los tipos que usted no podrá evitar tan fácilmente. Le resultará raro lo que le digo, pero créame. No volveré a entrar jamás en su casa con tanta desfachatez sin pedir permiso. Como usted ha tenido a bien decirme, ésas no son maneras. Me postro ante usted y le pido excusas. Pero no me ha quedado otra solución que hacerlo así. Espero que lo comprenda. No es que cometa siempre tropelías de esta clase. Aunque no lo aparente, soy una persona normal. La próxima vez le telefonearé primero como haría cualquiera. ¿Le parece mejor? Haré sonar dos veces el timbre, colgaré y, luego, llamaré otra vez. Cuando haya una llamada así, piense que soy yo y, si quiere, descuelgue el teléfono pensando: «Ah, es el tonto de Ushikawa». ¿De acuerdo? Pero conteste al teléfono sin falta, ¿me comprende? De lo contrario me veré obligado a entrar en la casa sin su permiso. A mí, personalmente, no me gusta hacer las cosas así, pero lo malo es que me pagan un sueldo y yo trabajo moviendo el rabo, así que tengo que hacer lo que me ordenen y hacerlo lo mejor posible. Me comprende, ¿verdad? —No le contesté. Ushikawa aplastó el cigarrillo en el fondo de la lata de comida para gato, miró el reloj como si de repente se acordara de algo—. Lo siento, ya es muy tarde. He abierto la puerta con la llave sin su permiso, he entrado en su casa, he hablado durante mucho tiempo y, encima, me he tomado una de sus cervezas, discúlpeme. Como ya le he dicho, a mí, pobre de mí, no me espera nadie en casa y cuando encuentro a alguien con quien poder charlar me quedo tan ancho y sigo hablando. Una situación desgraciada. Señor Okada, no es bueno vivir solo mucho tiempo. Es lo que dicen, ¿no?: «El hombre no es una isla». ¿No es verdad? Y también dicen: «La ociosidad es madre de todos los vicios». —Ushikawa se levantó lentamente después de sacudirse con la mano unas motas de polvo imaginarias de sus rodillas—. No es preciso que me acompañe. He entrado solo, así que también podré salir solo. Yo mismo cerraré la puerta con llave. Una cosa más, señor Okada. Puede que sea un entrometimiento, pero sepa que en el mundo hay cosas que es mejor no saber. Y justamente son éstas las que la gente se muere por saber. Es un fenómeno extraño. Insisto en que hablo en teoría… Lo veré en otra ocasión. Me alegraría que la situación hubiese mejorado la próxima vez, cuando volvamos a vernos. Buenas noches.

La lluvia siguió cayendo toda la noche sin cesar, silenciosamente, hasta que al amanecer escamparon las nubes como si, con la luz, la lluvia se desvaneciera. Pero la sensación viscosa de aquel hombre, casi un enano, y el olor de los cigarrillos sin filtro que se había fumado permanecieron, junto con la humedad, durante mucho tiempo en la casa.