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¿Esta pala es verdadera?

Acontecimiento a medianoche (2)

Después de quedarse profundamente dormido, el niño tuvo un sueño muy claro. Él sabía que era un sueño, y eso lo tranquilizó un poco. Pero saber que aquello era un sueño significaba que aquello no era un sueño. Aquello, sin duda, ocurrió de verdad. Yo puedo distinguir la diferencia.

En el sueño, el niño salía al jardín de medianoche donde no había nadie y cavaba aquel hoyo. La pala seguía allí, apoyada en el tronco del árbol y, el hoyo acababa de ser tapado por el hombre alto y extraño, por lo que cavar no resultaba difícil. Pero, a pesar de ello, es un niño de sólo cinco años, así que el mero hecho de sostener la pala lo deja sin aliento. Además, no lleva zapatos. Tiene las plantas de los pies heladas. Aunque jadea, piensa seguir cavando la tierra hasta que aparezca el paquete envuelto en la tela que ha enterrado el hombre.

El pájaro-que-da-cuerda ya no volvió a chirriar. El hombre que se había subido al pino se había quedado allí. Alrededor estaba todo tan silencioso que al niño casi le dolían los oídos. Al parecer, todos habían desaparecido. «Después de todo es un sueño», pensó el niño. El pájaro-que-da-cuerda y el hombre parecido a mi padre que se ha subido al árbol eran hechos reales. Así que seguro que no hay relación alguna entre ambas cosas. Pero ¡qué extraño!, yo estoy cavando en el sueño el hoyo que alguien ha cavado hace un rato. Entonces, ¿cómo puedo distinguir lo que es un sueño de lo que no es un sueño? Por ejemplo, ¿esta pala es real o es la pala de un sueño?

Cuanto más lo piensa, menos lo entiende. Por eso dejó el niño de pensar y cavó el hoyo con todas sus fuerzas. Al poco rato, la punta de la pala tocó el paquete envuelto en la tela. El niño cavó cuidadosamente la tierra que había alrededor del paquete procurando no romperlo y, de rodillas, sacó el paquete del hoyo. En el cielo no había ni un jirón de nube y la luna llena vertía una luz húmeda sobre la tierra sin que nada la interceptara. En el sueño, extrañamente, el niño no sintió miedo. La curiosidad lo dominaba con un poder más fuerte que todo lo demás. Abrió el paquete. Dentro había un corazón humano. El corazón tenía la misma forma y el mismo color que el corazón que había visto en la enciclopedia ilustrada. Y el corazón latía aún vivo, como un bebé recién abandonado. Aunque ya no bombeaba sangre por la arteria seccionada, el corazón seguía latiendo con fuerza. El niño percibía claramente en sus oídos los fuertes latidos. Pero ésos eran los latidos del corazón del propio niño. El corazón que había sido enterrado y el corazón del niño palpitaban fuerte, sólidamente, como si se respondieran el uno al otro, como si se contaran algo.

El niño recobró el aliento y se dijo a sí mismo: «A mí no me dan miedo estas cosas». Esto es un corazón humano y nada más. Incluso sale en la enciclopedia ilustrada. Todos tenemos uno. Yo también tengo uno. El niño, con calma, volvió a envolver en la tela el corazón que latía, lo depositó en el hoyo y le echó tierra encima. Luego la aplanó con los pies descalzos para que no se viera que habían cavado un hoyo y dejó la pala apoyada en el tronco, tal como la había encontrado. La superficie de la tierra estaba fría como el hielo. Luego, el niño entró por la ventana en la cálida intimidad de su habitación. Se sacudió la tierra pegada en las plantas de sus pies en la papelera para no ensuciar las sábanas, quería meterse en la cama y dormir. Pero se dio cuenta de que allí había alguien. Alguien había ocupado su lugar, se había metido en la cama y se había dormido cubriéndose con el edredón.

El niño se enfadó, arrancó el edredón e intentó gritarle a ese alguien: «Oye, fuera de aquí. Ésta es mi cama». Pero no le salió la voz. Pues el niño se vio a sí mismo. Era él mismo quien estaba en la cama y dormía con la respiración plácida de un sueño plácido. El niño se quedó petrificado sin saber qué decir. Si yo mismo ya estoy durmiendo aquí, ¿dónde puede dormir mi otro yo? Fue en ese momento cuando el niño sintió pánico por primera vez. Un pánico que parecía que fuera a congelarlo hasta la médula. Intentó gritar. Chillar lo más fuerte posible para despertar a su yo que dormía y a todas las personas que estaban en la casa. Pero esta vez tampoco le salió la voz. Aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no le salió por la boca ni un hilo de voz. Luego agarró por los hombros a su yo que dormía y lo sacudió con fuerza. El niño que dormía no se despertó.

No le quedó otro remedio. El niño se quitó la chaqueta, la tiró al suelo, apartó de un violento empujón a su otro yo a un lado de la cama y se tendió casi a la fuerza en el borde de aquella cama demasiado estrecha. Tenía que asegurarse allí su propio lugar a toda costa. Si no lo hacía, tal vez fuera expulsado de su propio mundo. Pese a la postura incómoda y a no tener almohada, una vez en la cama le entró un sueño tremendo y el niño no pudo pensar en nada más. En un instante se rindió al sueño.

A la mañana siguiente, al despertarse, el niño estaba tumbado solo en el centro de la cama, tenía, como siempre, la almohada debajo de la cabeza. No hay nadie a su lado. Se incorpora despacio y mira la habitación. A simple vista, no se ve ningún cambio. La misma mesa, la misma cómoda, el mismo armario empotrado, la misma lámpara de mesa. El reloj de pared marca las seis y veinte. El niño nota que hay algo extraño. Parece que todo está igual, pero ese lugar es distinto al lugar donde se ha acostado la noche anterior. El aire, la luz, los ruidos y el olor se diferencian algo de los habituales. Quizás otra persona no pudiera captarlo, pero él sí lo nota. El niño apartó el edredón y observó su cuerpo. Mueve los dedos de ambas manos, uno a uno. Los dedos se mueven sin ningún problema. Los de los pies también. No siente dolor ni picores. Luego salta de la cama y se va al baño. Orina, se planta ante el espejo del lavabo y examina su rostro. Se quita la chaqueta del pijama, se sube a una silla y se mira el cuerpo en el espejo. Más no hay ningún cambio.

Pero sí hay algo distinto. Tiene la sensación de estar en otro receptáculo. Siente que no está familiarizado con ese cuerpo nuevo. Puede sentir que hay algo incompatible consigo mismo. De repente, el niño se siente desamparado e intenta llamar a su madre: «¡Mamá!». Ninguna palabra brota de su garganta. Sus cuerdas vocales no pueden vibrar y el aire queda allí inmóvil, como si la misma palabra «mamá» hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Pero pronto se da cuenta el niño de que lo que ha desaparecido no es la palabra.