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La larga historia del teniente Mamiya I

—Fui destinado a Manchuria a principios del año 12 de Shoowa[10] —empezó el teniente Mamiya—. Me incorporé a filas con el grado de alférez en el Cuartel General del Ejército de Kwantung en Hsin-Ching. Como licenciado en Geografia, me destinaron al Cuerpo Topográfico Militar, especializado en el trazado de mapas. Tuve una suerte inmensa. A decir verdad, el servicio que me habían asignado era uno de los más cómodos dentro del ejército.

»En aquella época Manchuria se encontraba en una situación relativamente pacífica o, al menos, en un proceso de estabilización bastante consolidado. A raíz del estallido de la guerra chino-japonesa, el escenario de las operaciones militares se había desplazado desde Manchuria hacia el interior de China y ahora ya no luchaban las tropas del ejército de Kwantung sino las del Cuerpo Expedicionario de la China. Las operaciones de limpieza contra la guerrilla antijaponesa aún continuaban, pero también éstas se desarrollaban bastante hacia el interior y, en general, la etapa más peligrosa ya había pasado. El ejército de Kwantung, aunque con un ojo clavado en los territorios del norte, había estacionado en Manchuria sus poderosas tropas para mantener la paz y la estabilidad política del Estado títere de Manchukuo.

»Por más que haya hablado de paz, obviamente estábamos en tiempo de guerra y las maniobras militares eran frecuentes. Yo no tenía que tomar parte en ellas. También en esto tuve suerte. Maniobras en pleno invierno, con temperaturas de cuarenta o cincuenta grados bajo cero. Eran tan extremadamente duras que, si eras torpe, podías perder la vida. En una sola de estas maniobras, cientos de soldados podían sufrir congelaciones y tener que ser ingresados en el hospital y enviados a curas de baños termales. Hsin-Ching, por supuesto, no era una metrópolis, pero sí un interesante y exótico lugar donde podías divertirte. Los nuevos oficiales solteros no vivíamos en el cuartel, sino en una especie de pensión. Aquello era una prolongación de la despreocupada vida de estudiante. Pensaba, con mucho optimismo, que no podría quejarme si los días seguían sucediéndose tranquilos, de aquella forma, sin ningún percance, hasta finalizar el servicio militar. Como es obvio, la paz era sólo aparente. Un paso más allá de ese rincón soleado, una guerra encarnizada seguía su curso. Con la guerra de China estábamos embarrancados en un lodazal sin salida. Eso lo sabían, creo, la mayoría de japoneses. Al menos los japoneses con dos dedos de frente. Por muchas contiendas locales que ganáramos, a largo plazo Japón jamás podría ocupar y mantener bajo control un país tan enorme. Eso podía entenderlo cualquiera que pensara con serenidad. Y, como era de esperar, a medida que se alargaba la guerra, el número de muertos y heridos aumentaba vertiginosamente. Y las relaciones con los Estados Unidos se habían deteriorado tan deprisa como si hubieran caído rodando pendiente abajo. Incluso quienes estaban en Japón podían ver cómo la sombra de la guerra se cernía, cada día más espesa, sobre ellos. Los años 12 y 13 de Shoowa fueron una época oscura. Pero en Hsin-Ching, con aquella vida de oficial tan despreocupada, a decir verdad, casi me venían ganas de preguntar: “¿La guerra? ¿Pero dónde diablos hay guerra?”. Cada noche bebíamos, bromeábamos e íbamos a divertirnos a los cafés donde había mujeres rusas blancas.

»Pero un día, era a finales de abril del año 13 de Shoowa, me llamó el oficial al mando del Cuartel General y me presentó a un hombre, vestido de paisano, llamado Yamamoto. Llevaba el pelo corto y bigote. No era muy alto. Y en cuanto a su edad, debía de estar en la mitad de la treintena. En la nuca tenía una cicatriz que parecía un corte de cuchillo. “El señor Yamamoto”, me dijo mi superior, “es un civil que ha sido requerido por el ejército para estudiar el modo de vida y las costumbres de los mongoles que viven en Manchukuo. Ahora va a hacer una investigación a la estepa de Hulunbuir, cerca de la frontera con Mongolia Exterior. El ejército le ofrecerá una pequeña escolta y usted formará parte de ella”. Yo no me creí ni una palabra. El tal Yamamoto, por muy de paisano que vistiera, tenía todas las trazas de ser militar profesional. Lo delataba su mirada, la manera de hablar, el porte. Supuse que era un oficial de alto rango relacionado con el Servicio de Información. Posiblemente, dada la naturaleza de su misión, no podía revelar su condición de militar. Todo esto me daba muy mala espina.

»La escolta de Yamamoto se componía de tres hombres, incluyéndome a mí. Éramos demasiado pocos para formar una escolta, pero un número mayor hubiera alertado a los soldados de Mongolia Exterior desplegados a lo largo de la frontera. “Pocos y escogidos”, podría pensar alguien. Nada más lejos de la verdad. Yo era el único oficial y mi experiencia en combate era nula. La única fuerza bélica con la que podíamos contar era un sargento llamado Hamano. Era un soldado asignado al Cuartel General como ayudante. Yo lo conocía bien. Era lo que se llama un tipo duro, un suboficial de cuchara que se había distinguido por su valor en la campaña de China. Corpulento e intrépido, era un hombre en quien podías confiar en caso de necesidad. Sin embargo, al otro, a un cabo llamado Honda, yo no podía entender por qué razón lo habían incluido en el grupo. Recién llegado de Japón, como yo, obviamente también él carecía de experiencia en combate. A primera vista era un hombre tranquilo, callado, y no parecía que fuera a hacer un gran papel en caso de lucha. Además, pertenecía a la Séptima División, lo que significaba que el Cuartel General lo había hecho venir ex profeso para aquella misión. ¿Tan valioso era? Las razones se esclarecieron mucho más tarde.

»Fui elegido jefe de escolta porque me había encargado prioritariamente de la topografía de la frontera occidental de Manchukuo en el área de la cuenca del río Khalkha. Mi trabajo principal consistía en comprobar que los mapas de la zona fueran lo más completos posible. Incluso la había sobrevolado varias veces en avión. Por lo tanto, se suponía que yo les sería útil. Junto a la labor de escolta, me encargaron paralelamente otra misión: reunir información topográfica detallada de la zona para aumentar la precisión de los mapas. A eso se llama matar dos pájaros de un tiro. Los mapas que teníamos entonces de la zona fronteriza de la estepa de Hulunbuir con Mongolia Exterior, a decir verdad, no eran gran cosa. Viejos mapas retocados de la época de la dinastía Manchú. El ejército de Kwantung había realizado varias veces estudios de agrimensura tras el establecimiento del Estado de Manchukuo y había intentado trazar mapas exactos. Pero el área era demasiado vasta. Además, en la zona occidental de Manchuria se extendía una estepa desértica interminable, con lo que la frontera era casi inexistente. En su origen, habitaban la región pueblos mongoles nómadas. Durante miles de años no habían necesitado tener una frontera y, por no tener, ni siquiera tenían el concepto. Por otra parte, la situación política había retrasado el trazado de mapas precisos de la zona. Hacer mapas oficiales donde se trazara de forma arbitraria una línea fronteriza podría ocasionar conflictos a gran escala. Los dos países que lindaban con Manchukuo, la Unión Soviética y Mongolia Exterior, eran extremadamente susceptibles a las posibles violaciones de la línea fronteriza y ya había habido feroces combates a causa de ello. En aquellos días, el Ejército de Tierra no deseaba una guerra con la Unión Soviética. Empleaba el grueso de sus fuerzas en la guerra de China y no le sobraban efectivos militares para un conflicto de gran envergadura con los soviéticos. Además, en los días posteriores al establecimiento de Manchukuo, era prioritario reforzar la frágil estructura política del Estado. Según el ejército, establecer las fronteras del norte y noroeste podía esperar. El truco consistía en ganar tiempo dejando, de momento, las cosas imprecisas. Incluso el poderoso ejército de Kwantung aprobó esta idea en líneas generales y adoptó la postura de observar desde lejos.

»Pero si, contra toda expectativa, estallara la guerra por accidente (como en realidad sucedió al año siguiente en Nomonhan), nosotros no podríamos luchar sin mapas. Y no son mapas normales de uso civil lo que se necesitan, sino mapas especializados para el combate. Para luchar se requieren mapas con una gran cantidad de información bien detallada que muestren dónde acampar, cuál es el lugar idóneo para instalar la artillería, cuántos días tardará la infantería en desplazarse hasta un determinado lugar, dónde proveerse de agua, cuánto forraje se necesita para los caballos… Sin mapas así no se puede combatir en una guerra moderna. Gran parte de nuestro trabajo se solapaba, en consecuencia, con el de la Sección de Información y manteníamos un contacto continuo con el Servicio Secreto Militar en Hailar y con la Sección de Información del Ejército de Kwantung. Nos conocíamos todos, pero yo al tal Yamamoto no lo había visto jamás.

»Tras cinco días de preparativos, nos dirigimos en tren desde Hsin-Ching a Hailar. Allí reemprendimos la marcha en camión, pasamos por un lugar donde hay un templo lamaísta llamado Khandur-byoo y llegamos al puesto de observación fronterizo del ejército de Kwantung, cerca del río Khalkha. No recuerdo la distancia exacta, pero debía de estar a unos trescientos o trescientos cincuenta kilómetros. Era una estepa desierta, sin nada a la vista. Mi trabajo requería ir cotejando desde el camión las irregularidades del terreno con el mapa que llevaba. Pero no había nada que cotejar, nada que pudiera llamarse accidente topográfico. Sólo una sucesión de lomas bajas cubiertas de espesos hierbajos hirsutos, un horizonte inabarcable y algunas nubes flotando en el cielo. Ni siquiera sabía con exactitud en qué punto del mapa nos encontrábamos. Tenía que deducirlo, de una manera aproximada, contando el tiempo que llevábamos en ruta.

»A veces, cuando avanzas en silencio por paisajes tan desolados, pierdes la cohesión como ser humano y te sobreviene la alucinación de que te vas disgregando progresivamente. El espacio que te rodea es tan vasto que es difícil mantener el sentido de la proporción con respecto a la propia existencia. ¿Me comprende usted? Mi conciencia se iba dilatando junto con el paisaje y acababa por ser tan difusa que no podía mantenerme aferrado a mi cuerpo. Ésta fue la sensación que experimenté en medio de las estepas de Mongolia. “¡Qué inmensidad!”, pensaba. Más que la estepa, parecía el mar. El sol ascendía por la línea del horizonte del este, cruzaba el cielo despacio y se hundía en el horizonte del oeste. Ante mis ojos, esto era lo único que cambiaba. Y hacia este desplazamiento del sol yo sentía algo que cabía definir como un enorme amor cósmico.

»En el puesto de observación del ejército, bajamos del camión y proseguimos a caballo. Aparte de los cuatro caballos que montábamos nosotros, había otros dos para el transporte de agua, víveres y armas. Nuestro armamento era bastante ligero. El tal Yamamoto y yo sólo llevábamos pistola. Hamano y Honda llevaban, además, rifles de infantería del calibre 38 y dos granadas de mano cada uno.

»Quien comandaba el grupo era, de hecho, Yamamoto. Era él quien tomaba todas las decisiones y quien daba las instrucciones. Dado que supuestamente él era un civil, el reglamento militar requería que fuera yo quien tomara el mando, pero nadie cuestionó su liderazgo. A los ojos de cualquiera, el hombre indicado para el mando era él, y yo, por más que tuviese el grado de alférez, en realidad no pasaba de ser un chupatintas sin experiencia en combate. Los soldados saben discernir a la perfección quién detenta el poder real y obedecen al líder de forma instintiva. Además, antes de salir, mi superior me había ordenado seguir las instrucciones de Yamamoto al pie de la letra. En resumen, que acatar sus órdenes era algo que trascendía el reglamento militar.

»Llegamos al río Khalkha y seguimos hacia el sur. El río bajaba crecido a causa del deshielo. En el agua se veían grandes peces. A lo lejos se vislumbraban a veces las figuras de los lobos. No eran de raza pura, sino mezcla de perros salvajes. En todo caso eran peligrosos. Por la noche teníamos que hacer guardia para proteger a los caballos. También solían verse pájaros. La mayoría eran aves migratorias que regresaban a Siberia. Yamamoto y yo hablábamos mucho sobre topografía. Cotejando nuestro recorrido con el mapa, anotábamos en un cuaderno cualquier pequeño dato que descubríamos. Aparte de este intercambio de información especializada, Yamamoto apenas abría la boca. Hacía avanzar su caballo en silencio, comía aparte y se ponía a dormir sin decir nada. A mí me daba la impresión de que aquélla no era la primera vez que iba allí. Tenía un conocimiento asombrosamente preciso de las direcciones y de la configuración del terreno.

»Tras haber avanzado sin novedad dos días hacia el sur, Yamamoto me llamó y me dijo que, antes del amanecer, cruzaríamos el río Khalkha. Me horroricé. La orilla opuesta era territorio mongol. La orilla derecha del Khalkha, donde nos encontrábamos, ya era un área fronteriza muy peligrosa. Mongolia Exterior exigía la soberanía territorial, Manchukuo exigía la soberanía territorial, y ya había habido numerosos incidentes armados. Pero mientras nos mantuviéramos en la ribera derecha, si nos sorprendían los soldados de Mongolia Exterior, podríamos amparamos en la divergencia de opiniones entre ambos países. Además, en la época del deshielo no había muchas tropas mongoles que se aventuraran a cruzar el río y, por lo tanto, el peligro real de tropezar con ellas era pequeño. Pero la orilla izquierda ya era otra historia. Allí seguro que había soldados de Mongolia Exterior patrullando continuamente. Y, si nos pillaban, no tendríamos excusa. Sería un claro caso de violación territorial que podría conllevar diversos problemas políticos. Y, aunque nos fusilaran, nadie podría quejarse. Mis superiores no me habían ordenado cruzar la frontera. Me habían ordenado seguir las instrucciones de Yamamoto. Pero yo no sabía si eso era extensible a una acción tan grave como una violación de la frontera. Por otra parte, el río Khalkha, como ya he mencionado antes, bajaba crecido en aquella época del año y la corriente era demasiado fuerte para cruzarlo. Además el agua provenía del deshielo y estaba terriblemente fría. Ni siquiera los nómadas solían cruzar el Khalkha en aquella época. Ellos solían hacerlo cuando el río está helado o en verano, cuando la corriente no es tan tumultuosa ni el agua está tan fría.

»Cuando se lo dije a Yamamoto, se me quedó mirando fijamente. Después asintió varias veces.

»—Entiendo que te preocupe violar la frontera —me dijo en tono paternalista—. Eres un oficial con soldados a tu cargo y te preguntas en quién recaerán las responsabilidades. No quieres exponer de forma inútil la vida de tus hombres. Pero eso déjalo en mis manos. Yo asumo toda la responsabilidad. No estoy en situación de darte grandes explicaciones, pero este asunto ha llegado a las más altas esferas del ejército. Y, por lo que respecta a cruzar el río, no hay ningún problema técnico. Conozco un punto secreto por donde es posible vadearlo. El ejército mongol ha construido varios de estos puntos y los conserva. Esto también lo sabes tú, ¿no es verdad? Yo ya he cruzado por ahí varias veces. El año pasado, en esta misma época, me interné en Mongolia Exterior por el mismo sitio. No te preocupes.

»Era cierto que el ejército mongol, que conocía el territorio como la palma de su mano, había enviado alguna vez, aunque no con frecucuencia, tropas a la orilla derecha del Khalkha incluso en la época del deshielo. Y que existían algunos vados por donde podían cruzar sin problemas unidades enteras. Y si ellos podían cruzar, y también podía cruzar aquel tal Yamamoto, no tenía por qué sernos imposible cruzar a nosotros.

»Nos hallábamos ante uno de aquellos puntos secretos creados por el ejército mongol. Cuidadosamente camuflado, a simple vista nadie lo hubiese descubierto. Entre dos puntos donde el agua era poco profunda habían tendido unos tablones bajo el agua, bien amarrados con cuerdas para que no se los llevara la rápida corriente. Era obvio que en cuanto el agua bajara un poco de nivel, podrían cruzar fácilmente por allí camiones con transporte de tropas, carros blindados y tanques. Tendido bajo el agua, no podía ser avistado desde el aire. Cruzamos la corriente agarrados a las cuerdas. Primero pasó Yamamoto solo y, una vez hubo comprobado que no había soldados patrullando, lo seguimos nosotros. El agua estaba tan fría que se nos entumecieron los pies, pero, con todo, nosotros y nuestros caballos pudimos pisar la orilla izquierda del río Khalkha. La ribera izquierda era mucho más elevada que la derecha y, desde allí, se veía un erial interminable extendiéndose en la distancia. Ésta fue una de las razones por las cuales, en la batalla de Nomonhan, el ejército soviético se encontró, de principio a fin, en una posición privilegiada. La diferencia de altura representa una gran ventaja en la precisión del fuego artillero. Consideraciones aparte, recuerdo que me sorprendió que ambas riberas fueran tan distintas. Empapados del agua del río fría como el hielo, permanecimos largo tiempo paralizados. Ni siquiera nos salía la voz. Sin embargo, la tensión de pensar que estábamos en territorio enemigo nos hizo olvidar el frío.

»Seguimos el río hacia el sur. A la izquierda, bajo nuestros ojos, el río fluía sinuoso como una serpiente. Poco después de cruzar, Yamamoto nos aconsejó que nos arrancáramos los galones del uniforme. Así lo hicimos. Pensé que, si el enemigo nos capturaba, no era conveniente que supiera nuestra graduación. Por el mismo motivo, me quité las botas altas de oficial y me puse unas polainas.

»Aquel día por la noche, justo cuando estábamos levantando el campamento, vino un hombre. Un mongol. Los mongoles montan a caballo en una silla más alta de lo normal y, por tanto, se pueden distinguir aun de lejos. Al verlo, el sargento Hamano lo apuntó con el rifle, pero Yamamoto le dijo: “¡No dispares!”, y Hamano, sin decir palabra, bajó el arma. Los cuatro permanecimos de pie, inmóviles, esperando a que el jinete se acercara. Llevaba un rifle de fabricación rusa colgado a la espalda y una pistola Mauser en el cinto. La barba ocupaba la mitad de su rostro y llevaba un gorro con orejeras. Vestía, al uso de los nómadas, unas ropas sucias, aunque por el porte se adivinaba que era un soldado profesional.

»Cuando desmontó, se dirigió a Yamamoto y estuvo hablando con él. Creo que en mongol. Yo entendía el ruso y el chino hasta cierto punto, pero no era ninguno de los dos. Así que debía de ser mongol. Yamamoto también se dirigió al hombre en mongol. Y entonces tuve la certeza de que, tal como había supuesto, Yamamoto era un oficial del Servicio de Información.

»—Alférez Mamiya, me voy con este hombre —dijo Yamamoto—. No sé cuánto tiempo tardaré, pero quiero que me esperéis aquí. No creo que haga falta que te diga que debes hacer guardia continuamente. Si no vuelvo antes de treinta y seis horas, quiero que informes al Cuartel General. Haz cruzar el río a uno de tus hombres y envíalo al puesto de observación fronterizo.

»—A sus órdenes —respondí.

»Yamamoto montó a caballo y se dirigió a galope hacia el oeste junto con el mongol.

»Nosotros tres acampamos y tomamos una cena sencilla. No pudimos encender fuego ni hervir arroz. En aquel vasto erial, donde las dunas bajas eran la única protección en lo que abarcaba la vista, el humo habría significado nuestra captura inmediata. Levantamos la tienda al abrigo de una duna y, allí agazapados, roímos unos biscotes y comimos carne enlatada fría. Cuando el sol descendió por el horizonte, cayó la oscuridad y brillaron en el cielo incontables estrellas. Mezclado con el rumor de la corriente, se oía el aullido de los lobos. Nos acostamos sobre la arena, rendidos por las fatigas de la jornada.

»—Mi alférez —dijo el sargento Hamano—. En qué situación más peliaguda estamos, ¿verdad?

»—Pues sí —respondí.

»Por entonces, el sargento Hamano, el cabo Honda y yo ya nos conocíamos bastante bien. Los suboficiales de cuchara con experiencia en combate suelen burlarse de los oficiales novatos como yo, pero en nuestro caso no sucedía así. Yo era un oficial que había recibido enseñanza superior en la universidad y él me respetaba por eso. Yo, por mi parte, prescindiendo de la graduación, reconocía su superioridad en cuanto a experiencia en combate y a capacidad de juicio real. Además, como él era de Yamaguchi y yo de una parte de Hiroshima que linda con Yamaguchi, nos era fácil hablar y se creó entre nosotros cierta familiaridad. Me habló de la guerra de China. Era un simple soldado y sólo tenía estudios primarios, pero abrigaba grandes dudas frente a aquella engorrosa guerra que parecía interminable y una vez me confesó abiertamente sus sentimientos.

»—Soy un soldado —dijo—, y no me importa luchar. No me importa morir por mi país. Es mi oficio. Pero la guerra que estamos haciendo ahora, mi alférez, por más vueltas que le des, no es una guerra honesta. No es una guerra donde haya un frente y puedas lanzarte a un combate decisivo contra el enemigo. Nosotros avanzamos. El enemigo huye sin oponer apenas resistencia. Los soldados chinos en retirada se deshacen de las ropas militares y se mezclan con la población civil. Y nosotros ni siquiera sabemos quién es el enemigo. Con el pretexto de capturar a bandidos y a soldados emboscados, matamos a gente inocente y les robamos la comida. La línea del frente avanza tan rápido que el abastecimiento no llega, y no nos queda otro remedio que el saqueo. Y como no tenemos campos para internar a los prisioneros ni comida que darles, hemos de matarlos. Y esto está mal. En Nankin cometimos muchas barbaridades. Mi unidad también las cometió. Empujamos a decenas de personas a un pozo y luego lanzamos dentro granadas de mano. Y otras cosas que ni siquiera soy capaz de contar. Mi alférez, ésta es una guerra sin principios. Sólo nos matamos los unos a los otros. Y los que salen perdiendo, en definitiva, son los pobres campesinos. Ellos, que ni ideología tienen. Ni Partido Nacionalista, ni Zhang Xue-liang, ni Octavo Ejército Rodado, ni ejército japonés, ni monsergas. Con poder comer ya tienen bastante. Yo soy hijo de pescadores pobres y sé lo que sienten estos campesinos miserables. Gente sencilla que se mata trabajando de la mañana a la noche y todo, mi alférez, por un puñado de arroz. Yo no puedo creer que matar por las buenas a todos los que caen en nuestras manos sea servir a Japón.

»Por el contrario, el cabo Honda apenas hablaba de sí mismo. Era un hombre callado que tendía a escuchar sin intervenir. Pero por más que diga que era callado, eso no significa que tuviera un carácter sombrío. Simplemente, no tomaba la iniciativa en la conversación. Es cierto que a veces yo me preguntaba qué estaría pensando, pero no daba una impresión desagradable. En el silencio de aquel hombre había algo que apaciguaba el espíritu. Era increíblemente sereno y nada alteraba su expresión. Procedía de Asahikawa, donde su padre llevaba una imprenta. Era dos años menor que yo y desde que salió del instituto ayudaba a su padre, junto con sus hermanos, en la imprenta. Era el menor de tres hermanos varones, pero el mayor había muerto dos años atrás en China. Le gustaba leer y, en cuanto tenía un momento libre, se tendía en cualquier parte y leía libros relacionados con el budismo.

»Como ya he mencionado antes, Honda no tenía experiencia en combate y sólo había recibido un año de instrucción militar. Era, sin embargo, un soldado excepcional. En cualquier pelotón hay uno o dos de estos hombres. Hombres que, pacientemente, sin una queja, van desempeñando su misión, paso a paso, con competencia. Tienen fuerza física e intuición. Asimilan enseguida lo que se les explica y lo ponen en práctica con exactitud. Él era uno de esos soldados. Además, como había recibido la instrucción en caballería, de los tres era quien más sabía de caballos y cuidaba de los seis que llevábamos. Y no se limitaba a cuidarlos de una manera usual. Nosotros llegamos a pensar que comprendía a la perfección, hasta en los menores detalles, los sentimientos de los caballos. Incluso el sargento Hamano reconocía el talento del cabo Honda y le encomendaba diferentes tareas con absoluta confianza.

»Pese a ser un grupo tan heterogéneo, nos entendíamos muy bien. Y, al no ser un pelotón regular, nos veíamos libres de la rigidez formalista del ejército. Estábamos tan cómodos juntos que parecíamos predestinados a encontrarnos. Por este motivo el sargento Hamano me hablaba con absoluta franqueza, apartándose del trato convencional entre superior y subordinado.

»—¿Qué piensa usted del tal Yamamoto, mi alférez? —me preguntó Hamano.

»—Que es del Servicio Secreto —respondí—. Si habla mongol, debe de ser un profesional. Y conoce esta zona como la palma de su mano.

»—Yo pienso lo mismo. Al principio creía que era uno de esos bandoleros conectados con los altos grados del ejército, o un aventurero, pero no lo es. A esos tipos yo los conozco muy bien. No paran de fanfarronear. Y siempre están dispuestos a apretar el gatillo. Pero ese Yamamoto no es un boceras. Tiene agallas. Huele a oficial de alta graduación. He estado aguzando el oído por ahí y, por lo visto, el ejército quiere formar unidades estratégicas compuestas por mongoles procedentes del ejército soviético; para ello han llamado a algunos militares japoneses especialistas en estrategia. Quizás está relacionado con esto.

»Honda permanecía alejado haciendo guardia con el rifle. Yo había dejado mi Browning en el suelo, cerca, de modo que la tuviera a mano en cualquier momento. El sargento Hamano se había sacado las polainas y se daba un masaje en los pies.

»—Sólo es una suposición, claro está —continuó Hamano—. Pero aquel mongol puede ser un oficial antisoviético del ejército de Mongolia Exterior en contacto con nuestro ejército.

»—Es posible —admití—. Pero es mejor que no hables tanto. Te juegas la cabeza.

»—No soy tan estúpido. Lo digo aquí y punto —dijo sonriendo desdeñosamente. Luego se puso serio de repente—. Pero, mi alférez, si eso es verdad, el asunto es muy peligroso. Puede acabar en guerra.

»Asentí. Mongolia Exterior, pese a ser en teoría un país independiente, era en realidad un estado satélite de la Unión Soviética. En este sentido no era muy diferente de Manchukuo, donde el ejército japonés detentaba el poder real. Sin embargo, en el caso de Mongolia era muy conocida la existencia de actividades secretas por parte de una facción antisoviética, que había mantenido contactos secretos con el ejército japonés de Manchukuo y se había sublevado en diversas ocasiones. El núcleo de los elementos rebeldes lo componían oficiales del ejército mongol resentidos con el despotismo de los militares soviéticos, miembros de la clase terrateniente contrarios a la reforma agraria, impuesta por la fuerza, y monjes lamaístas. En conjunto, su número superaba los cien mil. Y la única fuerza exterior en que podían apoyarse los insurgentes era el ejército japonés estacionado en Manchuria. Además se sentían más próximos a los japoneses, como pueblo asiático, que a los rusos. El año anterior, el 12 de Shoowa, se habían descubierto los planes de una rebelión a gran escala en la capital, Ulan Bator, y había habido grandes purgas. Miles de soldados y monjes lamaístas habían sido ejecutados acusados de ser elementos contrarrevolucionarios en contacto secreto con el ejército japonés. Pese a ello, el sentimiento antisoviético no se apagó y siguió ardiendo en diversos lugares. No era, por tanto, nada extraño que un oficial japonés del Servicio de Información cruzara el río Khalkha y se pusiera secretamente en contacto con un oficial mongol antisoviético. Justo para prevenir ese tipo de actividades, el ejército de Mongolia Exterior patrullaba sin cesar la zona fronteriza y prohibía rebasar una franja de terreno de una anchura de diez a veinte kilómetros desde la frontera con Manchukuo, pero la extensión era demasiado grande y no podía mantenerla bajo control.

»Si se produjera una rebelión, era fácil deducir que el ejército soviético intervendría de inmediato para aplastar la contrarrevolución. Y si intervenía la Unión Soviética, los insurgentes pedirían ayuda al ejército japonés, lo que daría al ejército de Kwantung un pretexto para intervenir. Tener Mongolia Exterior equivalía a asestar una certera puñalada al dominio soviético en Siberia. Pese a que el Cuartel General Imperial en Japón intentaba frenarlos, los oficiales del Estado Mayor del ejército de Kwantung, que eran la ambición personificada, no dejarían escapar una oportunidad semejante. Y el resultado podría ser no ya una mera disputa fronteriza, sino una auténtica guerra entre Japón y la Unión Soviética. Y si estallaba una guerra real entre Japón y la Unión Soviética, Hitler podría responder invadiendo Polonia y Checoslovaquia. Eso era lo que el sargento Hamano quería decir.

»Al amanecer, Yamamoto todavía no había vuelto. Yo hice la última guardia. Tomé el rifle del sargento Hamano, me senté en lo alto de una duna un poco más elevada que las otras y contemplé el cielo hacia el este. El amanecer en Mongolia es algo magnífico. En un instante, el horizonte se convierte en una débil línea que flota en la oscuridad y, después, la línea sube más y más. Como si, desde el cielo, se alargara una gran mano que levantase despacio el velo de la noche de la superficie de la tierra. Era una vista sublime. Esa majestuosidad, como he dicho antes, sobrepasaba de lejos los límites de mi conciencia como ser humano. Contemplando el alba, sentí cómo mi vida se desdibujaba poco a poco, diluyéndose en la nada. En ella no tenían cabida trivialidades como las vicisitudes de los seres humanos. Desde tiempos remotos, cuando todavía no existía ninguna forma de vida, había ocurrido cientos de millones, cientos de billones de veces. Atónito, me quedé mirando el amanecer e incluso me olvidé de hacer guardia.

»Cuando el sol hubo subido completamente sobre el horizonte, encendí un cigarrillo, bebí agua de la cantimplora y oriné. Y pensé en Japón. Recordé el paisaje de mi pueblo a principios de mayo. Pensé en el olor de las flores, en el murmullo del río, en las nubes, en el cielo. Pensé en mis viejos amigos, en mi familia. Pensé en los pastelillos tiernos de arroz dulce. Nunca me han gustado demasiado las cosas dulces, pero recuerdo que aquel día me moría de ganas de comerme un pastelillo de arroz dulce. Habría dado gustoso la paga de un año a cambio de uno. Y, al pensar en Japón, me sentí abandonado en el fin del mundo. ¿Por qué tenía que arriesgar mi vida peleando por aquel territorio inmenso donde sólo había insectos e hirsutos hierbajos polvorientos, por aquel pedazo de tierra estéril que apenas tenía valor militar o económico? No podía entenderlo. Para proteger mi patria perdería la vida luchando. Pero era una completa idiotez perder la vida, la única vida, por aquella tierra yerma que no daba ni un grano de cereal.

—Yamamoto volvió al día siguiente al amanecer. También aquella mañana era yo quien montaba guardia. En aquel momento miraba distraídamente el río, pero al oír un relincho a mis espaldas me di la vuelta de un salto. No vi nada. Permanecí inmóvil, apuntando con el fusil hacia la dirección de donde había venido el relincho. Tragué saliva y pude oír cómo pasaba por la garganta. Fue tanto el ruido que incluso me sobresalté. El dedo apoyado en el gatillo temblaba con violencia. Jamás había disparado a nadie.

»Pero fue la figura a caballo de Yamamoto la que apareció tambaleante por la cima de una duna. Todavía con el dedo en el gatillo, lancé una mirada a mi alrededor, pero no vi a nadie más. Ni al mongol que había venido a recibirnos, ni a ningún soldado enemigo. Al este una gran luna blanca flotaba en el cielo como un megalito siniestro. Parecía que habían herido a Yamamoto en el brazo izquierdo. El pañuelo que lo envolvía estaba rojo, teñido de sangre. Desperté a Honda y le confié el caballo de Yamamoto. Debía de haber recorrido una larga distancia porque el caballo resollaba violentamente y estaba empapado en sudor. Hamano me sustituyó en la guardia y yo tomé el botiquín y me dispuse a curarle la herida a Yamamoto.

»—La bala ha salido y la hemorragia ya está cortada —me dijo.

»Por suerte, la bala había atravesado limpiamente el brazo. Sólo había arrancado un poco de carne. Le quité el pañuelo que llevaba a modo de venda, le desinfecté la herida con alcohol y le puse un vendaje nuevo. Él no hizo ni una mueca. Sólo le brotaron unas gotitas de sudor sobre el labio. Después de saciar la sed con el agua de la cantimplora, encendió un cigarrillo y dio, con deleite, una profunda calada llenándose hasta el fondo los pulmones de humo. Luego sacó su Browning, la sujetó bajo el sobaco, extrajo los cartuchos de la recámara y, con una sola mano, recargó tres balas con destreza.

»—Alférez Mamiya, debemos marcharnos de inmediato. Atravesaremos el río e iremos al puesto de vigilancia del ejército.

»Casi sin decir palabra, levantamos el campamento deprisa, montamos a caballo y nos dirigimos al vado. No le pregunté a Yamamoto ni qué diablos había sucedido ni quién le había disparado. No estaba en situación de preguntárselo y, aun suponiendo que tuviera derecho a hacerlo, dudaba que él me respondiera. De todos modos, mi único pensamiento en aquellos instantes era escapar lo antes posible del enemigo, cruzar el río Khalkha y alcanzar la relativamente segura orilla derecha.

»Hicimos avanzar en silencio nuestros caballos por la estepa. Nadie hablaba, pero era obvio que todos nos formulábamos la misma pregunta: ¿Podremos cruzar el río sanos y salvos? Sólo ésta. Si la patrulla del ejército mongol llegaba al puente antes que nosotros, estaríamos perdidos. Nos encontraríamos en una posición desesperada. Recuerdo el sudor manando de mis axilas. El tiempo fue pasando, pero el sudor no se secó.

»—Alférez Mamiya, ¿te han disparado alguna vez? —me preguntó Yamamoto desde la grupa del caballo después de un largo silencio.

»Le respondí que no.

»—¿Has disparado alguna vez a alguien?

»Volví a responder que no.

»No sabía qué impresión le habían causado mis respuestas. Tampoco sabía con qué propósito me lo había preguntado.

»—En realidad, aquí tengo unos documentos que debo llevar al Cuartel General —dijo, y puso una mano sobre una alforja, junto a la silla—. En caso de que sea imposible entregarlos, se tienen que destruir. Quemados, enterrados, da igual, pero no deben caer en manos del enemigo. Bajo ningún concepto. Es de importancia capital. Quiero que lo entiendas bien. Esto es muy, muy importante.

»—Comprendo —dije.

»Yamamoto me miró fijamente a los ojos.

»—Y si las cosas van mal, lo primero que tienes que hacer es dispararme. Disparar sin pensártelo dos veces. Si puedo hacerlo yo mismo, lo haré. Pero con el brazo herido quizá no pueda matarme. En este caso, dispárame tú. Y, sobre todo, dispara a matar.

»Asentí en silencio.

»Llegamos al vado antes del anochecer y allí supimos que la preocupación que nos había embargado durante el camino no era infundada. Un pequeño pelotón de soldados del ejército de Mongolia Exterior ya se había desplegado por la zona. Yamamoto y yo subimos a una duna alta y, desde la cima, miramos por turno con los prismáticos. Había ocho soldados. Aunque no eran muchos, llevaban un armamento muy pesado para ser una patrulla fronteriza. Un soldado acarreaba una ametralladora ligera. En un puesto elevado habían plantado una ametralladora pesada. A su alrededor se amontonaban sacos de arena. Era evidente que la habían instalado apuntando hacia el río. Y que habían acampado allí para impedir que cruzáramos a la otra orilla. Habían levantado las tiendas al lado del río y se veían unos diez caballos atados a estacas clavadas en el suelo. Era obvio que tenían la intención de no moverse de allí hasta capturarnos.

»—¿No hay otro punto por donde cruzar el río? —pregunté.

»Yamamoto apartó la vista de los prismáticos, me miró y sacudió la cabeza.

»—Sí lo hay, pero está demasiado lejos. Está a dos días a caballo y no nos sobra el tiempo. A la fuerza tendremos que pasar por aquí.

»—¿Cruzar encubiertos por la noche?

»—Exacto. No hay más remedio. Dejaremos los caballos atrás. Si liquidamos a los soldados que montan guardia, los demás probablemente seguirán durmiendo como si nada. La corriente del río sofocará el ruido. No hay de qué preocuparse. A los centinelas ya los liquidaré yo. Hasta entonces, nada podemos hacer. Es mejor que durmamos para recobrar las fuerzas.

»Fijamos la hora de la operación a las tres de la mañana. El cabo Honda descargó todo lo que acarreaban los caballos, los llevó lejos y los soltó. En cuanto a las municiones y a los víveres sobrantes, cavamos un profundo hoyo y los enterramos. Lo único que llevaríamos sería la cantimplora, comida para un día, los fusiles y una pequeña cantidad de munición. En caso de que nos capturara el infinitamente mejor armado ejército mongol, por más municiones que lleváramos no tendríamos nada que hacer. Luego decidimos dormir hasta que llegase la hora. Si lográbamos cruzar el río, no tendríamos ocasión de dormir durante algún tiempo. Aquélla era la última oportunidad por el momento. Primero haría guardia el cabo Honda y a continuación lo sustituiría el sargento Hamano.

»En cuanto se acostó en la tienda, Yamamoto cayó dormido. Parecía no haber dormido apenas hasta entonces. Se había puesto junto a la cabeza la cartera de piel que contenía los documentos importantes. También Hamano se durmió poco después. Estábamos todos exhaustos. Pero yo no podía conciliar el sueño a causa de la tensión. Me moría de sueño, pero no podía dormir. Me iba sintiendo cada vez más excitado imaginando que matábamos a los soldados mongoles de guardia, que las ametralladoras abrían fuego contra nosotros mientras cruzábamos el río. Tenía las palmas de las manos sudorosas y sentía un dolor sordo en las sienes. No estaba seguro de ser capaz de portarme, llegado el momento, de manera digna de un oficial. Salí de la tienda, me acerqué al lugar donde Honda estaba haciendo guardia y me senté a su lado.

»—¿Sabes, Honda? Puede que muramos aquí —dije.

»—Puede —contestó él.

»Durante unos instantes permanecimos los dos en silencio. En aquel “puede” había algo que no me convenció. Una nota de vacilación. Nunca he sido una persona muy intuitiva. Pero comprendí que aquella respuesta ambigua escondía algo. Se lo pregunté. Que si tenía algo que decir, que lo dijera sin tapujos, que se desahogara, porque tal vez aquélla sería la última oportunidad.

»Honda, con los labios firmemente apretados, estuvo unos instantes acariciando la arena a sus pies. Parecía poseído por sentimientos contradictorios.

»—Mi alférez —dijo poco después. Me miraba de hito en hito—. De nosotros cuatro, usted es quien vivirá más tiempo. Y morirá en Japón. Vivirá muchos más años de los que usted imagina. —Esta vez me tocó a mí mirarlo a él—. Debe de estar preguntándose cómo lo sé. Pero eso es algo que no puedo explicarle. Simplemente lo sé.

—¿Se trata de una especie de iluminación?

—Tal vez. Pero esa palabra no se ajusta a lo que yo siento. No es algo tan extremo. Como le he dicho antes, simplemente lo sé. Sólo eso.

»—¿Y esta facultad la tienes desde hace tiempo?

»—Sí —dijo con claridad—. Pero lo he ocultado desde que tengo uso de razón. Hablo ahora porque es una cuestión de vida o muerte y porque se trata de usted.

»—¿Y a los demás? ¿Sabes qué les pasará a ellos?

»Meneó la cabeza.

»—Algunas cosas las sé y otras no. Pero es mejor que usted no sepa nada, mi alférez. Quizá sea un atrevimiento hablarle así, a usted que ha ido a la universidad, pero el destino es algo que, una vez se ha cumplido, puedes mirar volviendo la vista hacia atrás. No antes. Yo estoy, hasta cierto punto, acostumbrado a ello. Pero usted no.

»—En cualquier caso, yo no moriré aquí, ¿verdad?

»Él cogió un puñado de arena y dejó que fuera deslizándose entre sus dedos.

»—Esto es lo único que puedo decirle. Usted no morirá en el continente.

»Hubiese querido seguir hablando, pero tras pronunciar aquellas palabras, el cabo Honda no añadió nada más. Parecía absorto en sus propios pensamientos. Con el fusil entre las manos, miraba fijamente el vasto erial. Nada de lo que yo dijera llegaría a sus oídos.

»Volví a la tienda que habíamos levantado al abrigo de una duna, me tendí junto a Hamano y cerré los ojos. Esta vez logré conciliar el sueño. Un sueño tan profundo como si me hubieran agarrado por las piernas y me hubiesen arrastrado hasta el fondo del océano.