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Reflexión de May Kasahara sobre la muerte

y la evolución del hombre

Cosas hechas en otra parte

Acurrucado en el fondo de una oscuridad absoluta, sólo podía ver la nada. Yo mismo era parte de la nada. Con los ojos cerrados, escuché el sonido de mi corazón, el sonido de la circulación de la sangre, el sonido de las contracciones pulmonares, como un fuelle, los retortijones que las húmedas vísceras, reclamando alimento, provocaban en mi estómago. En la oscuridad total, cada movimiento, cada oscilación, sonaba amplificada, como algo artificial. Aquél era mi cuerpo. Pero, envuelto en las tinieblas, era demasiado fresco, demasiado carnal.

Y, de nuevo, poco a poco, la conciencia fue deslizándose fuera de mi cuerpo.

Me imaginé convertido en el pájaro-que-da-cuerda, surcando el cielo del verano, posándome en la rama de un árbol, dándole cuerda al mundo. Si era cierto que el pájaro había desaparecido, alguien tenía que asumir sus funciones. Alguien tenía que darle cuerda al mundo por él. De no ser así, la cuerda se iría aflojando y aquel sutil engranaje acabaría deteniéndose. Pero yo era el único ser humano que había notado su desaparición. En el fondo de mi garganta intenté reproducir su grito. No lo conseguí, sólo logré emitir un sonido feo y absurdo como el de dos cosas feas y absurdas frotándose entre sí. Quizá sólo el auténtico pájaro-que-da-cuerda pudiera emitir el grito del pájaro-que-da-cuerda. Y sólo el pájaro-que-da-cuerda podía darle cuerda al mundo como es debido.

Pero yo, como pájaro-que-da-cuerda mudo e incapaz de dar cuerda al mundo, decidí volar por el cielo del verano. Volar no es tan difícil. Una vez alzas el vuelo, basta con mover las alas en el ángulo preciso y controlar la dirección y la altura. Mi cuerpo había adquirido en un instante la facultad de volar y surcaba el cielo sin dificultades, libre. Contemplaba el mundo con los ojos del pájaro-que-da-cuerda. De vez en cuando, me cansaba de volar, me posaba en una rama y observaba a través de las hojas verdes los tejados de las casas y el callejón. Observaba a las personas moviéndose por el suelo, viviendo su cotidianidad. Por desgracia, yo no podía verme. Porque jamás había visto al pájaro-que-da-cuerda y no sabía cómo era.

Durante mucho tiempo —¿cuánto debió de pasar?— fui el pájaro-que-da-cuerda. Pero serlo no me conducía a ninguna parte. Ser el pájaro-que-da-cuerda y volar por el cielo era divertido, por supuesto. Pero no iba a divertirme con ello eternamente. Tenía otras cosas que hacer en la negrura de aquel pozo. Y dejé de ser el pájaro-que-da-cuerda para volver a mí.

Pasaban de las tres cuando May Kasahara volvió. Las tres de la tarde. Cuando abrió la tapa del pozo, la luz irrumpió de repente sobre mi cabeza. Los cegadores rayos de sol de una tarde de verano. Para que no se me lastimaran los ojos, acostumbrados a la oscuridad, los cerré unos instantes, mirando hacia el suelo. Sentí que se me anegaban en lágrimas sólo de pensar que allí había luz.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara—. ¿Aún estás vivo? Si aún vives, responde.

—Claro que estoy vivo.

—Debes de tener hambre, ¿no?

—Yo diría que sí.

—¿Todavía vas con el «diría que sí»? Aún falta mucho para que te mueras de hambre, ya veo. Pero, por más hambre que uno pase, si tiene agua, tarda mucho en morir.

—Pues, quizá sí —dije. Mi voz, al resonar en el pozo, se oía terriblemente distorsionada, amplificada por el eco.

—Esta mañana he ido a la biblioteca y lo he buscado —dijo May Kasahara—. He leído libros que hablaban de la muerte por hambre y sed. Quizás ya lo sepas, señor pájaro-que-da-cuerda, pero hay una persona que resistió veintiún días sólo con agua, sin comer nada. Ocurrió durante la Revolución Rusa.

—¡Caramba! —exclamé.

—Seguro que las pasó canutas.

—Y tanto que debió de pasarlas canutas.

—Lo que se dice sobrevivir, sobrevivió. Pero no le quedó ni un solo pelo ni un solo diente. Se le cayeron todos. Se salvó, pero debió de ser terrible para él.

—Pues sí que debió de serlo —dije.

—Pero, bueno. Aunque te quedes sin pelo y sin dientes, con una peluca y una dentadura postiza podrás ir tirando.

—Sí, claro. La técnica de la fabricación de pelucas y dentaduras postizas ha hecho grandes progresos desde la Revolución Rusa. En este sentido no hay problema.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara con un carraspeo.

—¿Qué?

—Si el hombre viviera eternamente, sin desaparecer, sin envejecer, si pudiera vivir una juventud perpetua en este mundo, ¿crees que se rompería la cabeza, como hacemos nosotros, pensando en esto y aquello? Es decir, nosotros pensamos, más o menos, en muchas cosas, ¿no? Filosofía, psicología, lógica, o religión, literatura. ¿Crees que si no existiera la muerte surgirían todos esos pensamientos, esos conceptos tan complicados en la superficie de la tierra? Es decir…

May Kasahara se interrumpió en este punto y enmudeció. Mientras tanto, la expresión «es decir» quedó colgando, inmóvil, en la oscuridad del pozo, como un fragmento de pensamiento arrancado a la fuerza. Quizás hubiera perdido las ganas de seguir hablando. O quizá necesitara tiempo para pensar cómo continuar su discurso. Permanecí en silencio esperando a que prosiguiera. Mantenía la cabeza gacha. De repente, se me ocurrió que si quisiera matarme enseguida lo tendría fácil. Bastaría con traer un pedrusco y dejarlo caer dentro del pozo. Si tiraba varios, alguno me daría en la cabeza.

—Es decir…, lo que yo creo es que el hombre piensa en el significado de la vida porque sabe con certeza que va a morir algún día. ¿No te parece? ¿Quién se tomaría en serio el hecho de estar vivo si viviera eternamente? ¿De dónde surgiría esta necesidad? Aun suponiendo que la tuviera, uno acabaría diciendo: «Todavía tengo muchísimo tiempo. Ya pensaré en ello más adelante». Pero eso, en la realidad, no es así. Nosotros debemos pensar en este instante, aquí y ahora. Mañana por la tarde quizá muera atropellada por un camión. Quizá dentro de tres días tú mueras de hambre y de sed en el fondo de este pozo. ¿No es así? Nadie sabe lo que va a ocurrir. Por eso nosotros, para evolucionar, necesitamos la muerte. Eso es lo que creo. Cuanto más viva y gigantesca sea la presencia de la muerte, más pensaremos en ella. —Y en este punto, May Kasahara hizo una pausa—. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda.

—¿Qué?

—Tú, ahí dentro, en la oscuridad, ¿has pensado en tu muerte?, ¿en cómo te irás muriendo ahí dentro?

Reflexioné un instante.

—No —dije—. No he pensado especialmente en ello.

—¿Por qué? —preguntó May Kasahara con asombro. Parecía que se estuviera dirigiendo a un animal estúpido—. ¿Por qué no has pensado en ello? Tú, ahora, estás en la encrucijada. No bromeo. Hablo muy en serio. Ya te lo he dicho antes, ¿no? Está en mis manos que vivas o mueras. Depende de mi capricho.

—También podrías tirarme una piedra.

—¿Una piedra? ¿Qué quieres decir con eso?

—Que bastaría con traer un pedrusco y tirármelo a la cabeza.

—Pues, mira, sí. También podría hacer eso —dijo May Kasahara. Pero no parecía gustarle demasiado la idea—. Pero, oye, señor pájaro-que-da-cuerda. Debes de tener hambre, ¿no? Y a partir de ahora cada vez tendrás más. Y se te acabará el agua. Pero, a pesar de ello, tú no piensas en la muerte. ¿Por qué será? Te lo mires como te lo mires, es extraño.

—Seguro que sí —admití—. Pero es que yo he estado todo el rato pensando en otras cosas. Quizá, cuando tenga más hambre, piense en mi propia muerte. Total, para morir aún me quedan unas tres semanas, ¿no?

—Si tuvieras agua —dijo May Kasahara—. Aquel ruso podía beber agua. Era un terrateniente o algo así y el ejército revolucionario lo echó dentro de una vieja mina abandonada, pero el agua se filtraba por las paredes y él logró sobrevivir lamiéndola. Aquel hombre estuvo, como tú, en una oscuridad total. Pero tú no tienes demasiada agua, ¿verdad?

—Sólo me queda un poco —le contesté con honestidad.

—Entonces es mejor que la raciones —dijo May Kasahara—. Sorbo a sorbo. Y tómate tiempo para pensar. En la muerte, en que te estás muriendo. Aún tienes mucho tiempo.

—¿Por qué te empeñas en que piense en la muerte? No sé, pero debe de servirte para algo el que yo piense en la muerte.

—¡Pero qué dices! —exclamó May Kasahara con auténtica sorpresa—. A mí eso no me sirve para nada. ¿Por qué crees que va a servirme que pienses en tu muerte? Se trata de tu vida, ¿no? No tiene nada que ver conmigo. Simplemente, siento interés.

—¿Curiosidad?

—Sí, eso es. Curiosidad. Por ver cómo alguien se va muriendo. Qué se siente cuando uno se va muriendo. Curiosidad.

May Kasahara enmudeció. Al callar, un profundo silencio llenó el espacio alrededor de mis pies como si hubiera esperado esta oportunidad con impaciencia. Levanté la cara y miré hacia arriba. Quería comprobar si veía a May Kasahara, pero la luz era demasiado fuerte. Seguro que me quemaría los ojos.

—Oye, me gustaría decirte una cosa.

—Dila.

—Mi mujer tiene un amante. Me parece que sí. No me había dado cuenta, pero durante meses, mientras vivía conmigo, se ha estado acostando con otro hombre. Al principio me resistía a creerlo, pero cuanto más lo pienso, más convencido estoy de ello. Ahora, al reconsiderarlo, he comprendido una serie de pequeñas cosas. Que la hora de llegada fuera cada día más irregular, que se sobresaltara cuando la tocaba. Pero no supe leer estas señales. Yo confiaba en ella. Nunca pensé que me fuera infiel. Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

—¡Caramba! —dijo May Kasahara.

—Y entonces mi mujer se fue un buen día, de repente. Por la mañana desayunamos juntos. Luego, con el mismo aspecto que tenía siempre cuando iba al trabajo, con el bolso de siempre, llevándose sólo la falda y la blusa que fue a recoger a la tintorería, se marchó sin más. Desapareció sin decir adiós, sin una nota. Dejando su ropa y todas sus cosas atrás. Y quizás ella no vuelva nunca aquí, a mi lado. Al menos no por iniciativa propia. Eso lo tengo muy claro.

—¿Kumiko está con otro hombre?

—No lo sé —respondí. Y moví lentamente la cabeza. Sentí el aire a mi alrededor como agua densa, intangible—. Pero es probable que sí.

—¿Y entonces, tú te has sentido decepcionado y te has metido en el pozo?

—Decepcionado sí me he sentido. Por supuesto. Pero no me he metido aquí dentro por eso. No es que deseara huir de la realidad y que me esté escondiendo. Como te he dicho antes, necesitaba un lugar en el que estar solo y donde poder concentrarme en mis pensamientos. Lo que no entiendo es dónde diablos se estropeó mi relación con Kumiko, cómo enfilamos un rumbo equivocado. No hace falta decir que no todo había sido perfecto hasta entonces. Un hombre y una mujer, en la veintena, con diferentes personalidades, se conocen por casualidad y empiezan a vivir juntos. No hay ningún matrimonio que no tenga problemas. Pero yo siempre pensé que lo nuestro, básicamente, funcionaba. Pensaba que, aunque tuviéramos problemas, se irían solucionando solos con el paso del tiempo. Pero en realidad no era así. Se me debió de pasar por alto algo importante. Debí de cometer algún error fundamental. Y quería pensar en ello. —May Kasahara no dijo nada. Tragué saliva—. No sé si lo entenderás. Cuando nos casamos, hace seis años, queríamos construir entre los dos un mundo completamente nuevo. Como si levantásemos una casa en un solar vacío. Teníamos una idea muy clara de lo que queríamos. No necesitábamos una casa lujosa. Nos bastaba un techo bajo el que cobijarnos y estar los dos juntos. Preferíamos no tener cosas superfluas. Todo nos parecía muy simple, muy sencillo. Oye, tú quizá no lo hayas pensado nunca, pero ¿no te gustaría ser otra persona completamente distinta?

—Claro que sí —dijo May Kasahara—. Lo estoy pensando siempre.

—Cuando nos casamos, eso era lo que yo quería hacer. Huir de mí mismo. Y Kumiko igual. En aquel nuevo mundo queríamos poseer algo propio, adecuado a nuestro nuevo ser. Creíamos que allí podríamos llevar una vida mejor, más acorde con nosotros mismos. —Dentro de la luz, May Kasahara trasladó un poco el centro de gravedad de su cuerpo. Lo percibí. Parecía esperar a que yo prosiguiera. Pero yo no tenía nada más que decir. No se me ocurría nada más. Me había cansado de escuchar mi propia voz resonando en las paredes de cemento del pozo—. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Lo entiendo.

—¿Y qué opinas?

—Yo todavía soy una niña y no conozco la vida de casada. Así que no sé por qué tu mujer se enrolló con otro hombre, te dejó y se fue de casa. Pero, por lo que he oído, me da la impresión de que has estado equivocado desde el principio. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, lo que tú acabas de decir no puede hacerlo nadie. Cosas como: «¡Vamos! A partir de ahora construiremos un mundo nuevo», o «A partir de ahora me cambiaré a mí mismo». Mi opinión es la siguiente. Por más que quieras creer que has logrado crear un nuevo yo, por más que te hayas familiarizado con ese nuevo yo, bajo esta fachada permanece tu yo original y, a la mínima, asomará diciendo: «¡Hola!». ¿Acaso no lo entiendes? Tú eres algo hecho en otra parte. Y por lo que respecta al propósito de cambiarte, también esa idea está hecha en alguna otra parte. Señor pájaro-que-da-cuerda, tú eso no lo entiendes. ¿Por qué no podrás comprenderlo tú, que eres adulto? No entenderlo es un grave problema, sin duda. Seguro que ahora te están pasando factura diferentes cosas. Como, por ejemplo, el mundo al que quisiste renunciar; el yo al que quisiste cambiar. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —Enmudecí mirando la oscuridad que envolvía la superficie alrededor de mis pies. No sabía qué decir—. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo ella en voz baja—. Piensa. Piensa. Piensa.

Y volvió a cerrar la tapa del pozo.

Saqué la cantimplora de la mochila y la sacudí. En el interior de las tinieblas se escuchó un ligero tintineo. Debía de quedar una cuarta parte del agua. Apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos. Pensé que quizá May Kasahara tuviera razón. El hombre que era yo, a fin de cuentas, había sido hecho en alguna otra parte. Y todo venía de otra parte y luego volvía a irse a otra parte. Yo no soy más que un simple camino por donde pasa el hombre que yo soy.

¿Sabes, señor pájaro-que-da-cuerda? Yo esas cosas las entiendo. ¿Por qué no las entenderás tú?