8

La larga historia de Creta Kanoo

Reflexión sobre el dolor

—Nací el 29 de mayo —empezó a explicar Creta Kanoo—. Y en el atardecer del día de mi vigésimo cumpleaños decidí quitarme la vida.

Deposité ante ella una taza de café recién hecho. Echó un chorro de leche dentro y lo removió despacio. No añadió azúcar. Yo tomé un sorbo de café negro, sin azúcar ni leche, como siempre. El reloj de mesa golpeaba con un rumor seco el muro del tiempo.

—Quizá sería mejor que empezara por el principio —dijo Creta Kanoo mirándome fijamente—. Por el lugar donde nací, por mi familia…

—Como usted quiera. A su gusto, como le resulte más fácil —dije.

—Soy la tercera de tres hermanos —explicó Creta Kanoo—. Tengo también un hermano, mayor que Malta. Mi padre dirigía un hospital en la provincia de Kanagawa. En mi familia jamás hubo nada que pudiera denominarse problema. Era una familia corriente, de las que se dan en cualquier parte. Mis padres eran personas honestas, con gran respeto por el trabajo. Fueron muy estrictos, pero nos dieron siempre libertad para decidir nuestros pequeños asuntos con tal de que no molestáramos a los demás. Económicamente, vivíamos en un ambiente privilegiado, pero mis padres tenían por principio no consentirnos caprichos ni darnos dinero para gastos superfluos. Llevábamos una vida más bien sobria.

»Malta era cinco años mayor que yo. Desde muy pequeña ya era diferente a los demás. Adivinaba cosas. Sabía que acababa de morir el paciente de la habitación número tal, o dónde estaba la cartera perdida. Lo sabía todo. Al principio a todos les hacía gracia, lo encontraban práctico, pero, poco a poco, empezaron a tenerle miedo. Mis padres le dijeron que no debía decir “cosas sin fundamento real” delante de la gente. Mi padre era el director del hospital y no quería que personas extrañas llegaran a saber que su hija tenía poderes paranormales. A partir de entonces, Malta selló sus labios. No sólo dejó de decir cosas “sin fundamento real”, sino que casi dejó de participar en las conversaciones cotidianas.

»Pero a mí, Malta me abrió su corazón. Habíamos crecido muy unidas. Tras conminarme a no contar nada a nadie solía decirme: “uno de estos días habrá un incendio cerca de casa”, o “nuestra tía de Seta-gaya caerá enferma”. Y siempre acertaba. Yo era todavía muy niña y aquello me parecía muy divertido. Ni se me pasaba por la cabeza tenerle miedo o encontrarlo macabro. Desde que tuve uso de razón, siempre me quedaba pegada a las faldas de Malta escuchando sus “predicciones divinas”.

»A medida que crecía, sus poderes fueron fortaleciéndose. Pero ella no sabía cómo usarlos ni cómo desarrollarlos. Y esto la atormentó durante mucho tiempo. No podía consultárselo a nadie. Decírselo a nadie. Esto la convirtió, de los diez a los diecinueve años, en un ser solitario. Malta tuvo que hallar sola la respuesta. En casa se sentía infeliz. Allí no podía sosegar su corazón. Porque debía sofocar sus poderes y ocultarlos a los demás. Era como si cultivara una planta vigorosa en una maceta pequeña. No era natural y no era correcto. Malta sabía que debía marcharse de su hogar lo antes posible. Empezó a pensar que en algún lugar debía de haber un mundo y un modo de vida adecuados para ella. Pero tuvo que aguardar con paciencia hasta graduarse en secundaria.

»Cuando acabó el instituto, en vez de ir a la universidad, Malta decidió marcharse sola al extranjero. Mis padres eran muy conservadores y no pensaban permitir, de ninguna manera, cosa semejante. Malta hizo lo imposible para reunir el dinero y se largó de casa sin avisar a nuestros padres. Primero fue a Hawai y allí vivió dos años en la isla de Kauai. Había leído en alguna parte que en la costa norte de Kauai había un lugar donde manaba un agua milagrosa. Ya entonces Malta sentía un interés muy profundo por el agua. Creía que los elementos del agua regían en gran medida la existencia de los seres humanos. Por esa razón decidió vivir en Kauai. En aquella época, en el interior de la isla quedaba aún una gran comuna de hippies. Ella vivió como miembro de la comuna. El agua de aquel lugar tuvo una gran influencia sobre sus poderes espirituales. Al embeber su cuerpo aquel agua, pudo “armonizar” aún más sus poderes con su ser. Me escribió diciendo que era algo realmente maravilloso. Me alegró mucho leerlo. Poco después llegó a un punto en que ya no le bastaba aquel lugar. Ciertamente, el lugar era bello y apacible, la gente buscaba allí la paz alejada de ambiciones materiales. Pero todos dependían demasiado de las drogas y del sexo. Aquello no era lo que necesitaba Malta Kanoo. Y dos años después abandonó la isla de Kauai.

»Luego fue al Canadá, viajó por Estados Unidos, y después se dirigió a Europa. Viajaba bebiendo el agua de distintos lugares. Encontró diversas fuentes de donde manaban aguas maravillosas. Pero nunca era el agua perfecta. Y así prosiguió su viaje. Cuando se le acababa el dinero, trabajaba como vidente. Le pagaban por localizar objetos perdidos o a personas desaparecidas. No le gustaba que la remuneraran. A ella nunca le ha gustado comerciar con los poderes recibidos de Dios para intercambiarlos con bienes materiales. Pero en aquella época le era imprescindible para vivir. Los poderes adivinatorios de Malta adquirían fama en cualquier lugar y no necesitaba mucho tiempo para reunir dinero. En Inglaterra colaboró incluso en una investigación policial. Halló el lugar donde permanecía oculto el cadáver de una niña desaparecida y, cerca de allí, por el suelo, encontró también los guantes del asesino. Lo capturaron y enseguida confesó su crimen. Incluso salió en los periódicos. La próxima vez que nos veamos, señor Okada, le enseñaré los recortes. Y así vagó por Europa hasta recalar en la isla de Malta. Llegó cinco años después de salir de Japón. Y ése fue el destino definitivo en su búsqueda del agua. Pero Malta ya le habrá contado esta historia, ¿verdad? —Asentí con un movimiento de cabeza—. Durante su vida errante, Malta me escribía siempre. A veces no podía, pero solía escribirme una carta larga todas las semanas. Me contaba dónde estaba y qué hacía. Éramos dos hermanas muy unidas. Aunque nos encontrábamos lejos la una de la otra, a través de las cartas podíamos, hasta cierto punto, comprender nuestros sentimientos. Eran unas cartas realmente preciosas. Estoy segura de que si las leyera, también usted, señor Okada, se daría cuenta de lo maravillosa que es Malta Kanoo. A través de sus cartas pude descubrir diversos aspectos del mundo. También pude conocer la existencia de muchas personas interesantes. Las cartas de mi hermana me estimulaban. Y me ayudaban a crecer. Le estoy profundamente agradecida por ello. No tengo ninguna intención de negarlo. Pero las cartas, al fin y al cabo, sólo son cartas. La adolescencia fue una época muy difícil para mí y, en ese periodo, cuando necesitaba su presencia más que nunca, ella siempre estuvo lejos. Extendía la mano y no la encontraba. En mi familia yo me sentía completamente sola. Mi vida era solitaria. Mi adolescencia estuvo llena de angustias —más tarde le hablaré de ello— y no tenía a nadie a quien pedir consejo. En este sentido, me sentía tan sola como Malta. Creo que si hubiera estado entonces junto a mí, mi vida sería ahora un poco distinta. Me habría aconsejado bien y me habría ayudado. Pero es inútil hablar de ello ahora. Evidentemente, tenía que encontrar sola mi propio camino, tal como Malta había encontrado el suyo. Al cumplir los veinte años, decidí suicidarme. —Creta Kanoo cogió la taza y bebió el café que quedaba—. ¡Qué café tan bueno!

—Gracias —dije aceptando el cumplido con naturalidad—. Acabo de hacer huevos duros, ¿le apetecen?

Tras dudar un instante, aceptó uno. Traje de la cocina los huevos duros y la sal. Serví café en las tazas. Creta Kanoo y yo pelamos despacio los huevos y tomamos el café. Mientras tanto sonó el teléfono, pero no contesté. El teléfono enmudeció tras sonar quince o dieciséis veces. Parecía que Creta Kanoo ni siquiera había oído el timbre.

Cuando terminó de comerse el huevo, Creta Kanoo sacó un pequeño pañuelo del bolso de charol blanco y se secó las comisuras de los labios. Tiró de los bajos de su falda.

—Una vez hube tomado la decisión de morir, decidí escribir un testamento. Me senté frente a la mesa y, durante una hora, intenté explicar las razones de mi suicidio. Quería dejar escrito que nadie era responsable de mi muerte, que las razones se hallaban en mí. No quería que tras mi muerte alguien fuera a sentirse culpable.

»Pero no pude terminar de escribirlo. Lo reescribí una y otra vez, pero al releerlo no dejaba de parecerme absurdo, ridículo. Cuanto más en serio lo escribía, más ridículo me parecía. Al final decidí no escribir nada. Pensé que no valía la pena preocuparme por lo que sucediera después. Rasgué en pequeños pedazos aquel testamento frustrado y lo tiré.

»Pensé que era muy simple. Sencillamente, la vida me había decepcionado. No podía soportar más los sufrimientos que me causaba sin cesar. Había aguantado el dolor durante veinte años. Mi vida, a lo largo de veinte años, no había sido más que una sucesión incesante de sufrimientos. Durante todo aquel tiempo me había esforzado en soportar estoicamente el dolor. Tengo una confianza absoluta en la seriedad de mis esfuerzos. Puedo afirmarlo con orgullo. Fueron esfuerzos sobrehumanos. No abandoné fácilmente la lucha. Pero, cuando cumplí los veinte, llegué a la conclusión de que, en realidad, la vida no los valía. Había desperdiciado veinte años. Ya no podía soportarlo más.

Enmudeció y, durante unos instantes, fue juntando las puntas del pañuelo blanco que tenía sobre las rodillas. Cuando bajó la mirada, las pestañas largas y negras proyectaron una suave sombra sobre su rostro.

Carraspeé. Pensé que debía decir algo, pero no sabía qué. Seguí callado. A lo lejos se oyó el chirrido del pájaro-que-da-cuerda.

—Fue ese sufrimiento, ese dolor, el que me indujo a morir —dijo Creta Kanoo—. Pero el dolor del que hablo no es moral, tampoco metafórico. Es un dolor puramente físico. Un dolor simple, cotidiano, tangible, físico y, por tanto, un dolor más intenso. En concreto, dolor de cabeza, de muelas, menstruación, lumbago, entumecimiento de hombros, fiebre, dolores musculares, quemaduras, torceduras, fracturas de huesos, contusiones… todo tipo de dolores. Siempre he experimentado el dolor de una forma mucho más frecuente e intensa que los demás. Mi dentadura, por ejemplo, es defectuosa de nacimiento. Durante todo el año, siempre me dolía alguna muela. Por más que me limpiara con cuidado los dientes varias veces al día, por más que me abstuviera de comer dulces, todo era inútil. Por más que me esforzase, acababa teniendo caries. Y la anestesia apenas me hacía efecto. Ir al dentista era una pesadilla. Me dolía lo indecible. Sentía pánico. Por otra parte, mi menstruación era terriblemente dolorosa. Era extremadamente fuerte y durante una semana entera el bajo vientre me dolía tanto como si me hubieran metido una barrena. También me asaltaban dolores de cabeza. Quizás usted, señor Okada, no pueda entenderlo, pero el dolor era tal que se me saltaban las lágrimas. Cada mes, durante una semana, el dolor me azotaba como una tortura.

»En los aviones, debido al cambio de presión mi cabeza parecía a punto de estallar. El médico me dijo que se debía a la constitución de mi oído. Dijo que sucedía cuando el interior del oído era sensible a los cambios de presión atmosférica. Solía ocurrirme lo mismo cuando montaba en un ascensor. Ni siquiera en los rascacielos podía subir en ascensor. Me sacudía un dolor tan intenso que me parecía que la cabeza se me había resquebrajado y que la sangre manaba a chorros. Además, una vez a la semana como mínimo me dolía tanto el estómago que casi no podía levantarme por la mañana. Me hicieron varias revisiones en el hospital, pero no lograron discernir la causa. Me dijeron que podía ser algo psíquico. Pero, fuera cual fuese la causa, el dolor era el mismo. Y no podía faltar a la escuela. Si hubiese dejado de asistir cada vez que me dolía algo, no habría ido nunca. Cuando me daba un golpe, me quedaban magulladuras, las tenía por todo el cuerpo. Cada vez que veía mi cuerpo reflejado en el espejo del cuarto de baño me entraban ganas de llorar. Tenía tantos moratones que parecía una manzana medio podrida. Odiaba que la gente me viera en bañador y, desde que tuve uso de razón, apenas iba a nadar. Además, como el tamaño de mis pies es distinto, cada vez que me compraba zapatos nuevos me atormentaban las rozaduras.

»Por estas razones casi nunca hacía deporte, pero una vez, en la época del instituto, los demás me instaron a patinar sobre hielo. Me caí y me golpeé tan fuerte la cadera que, desde entonces, al llegar el invierno, siento un terrible dolor punzante en aquella zona. Como si alguien me clavara con todas sus fuerzas una gruesa aguja. Muchas veces llegué a caerme de la silla al levantarme.

»Padecía, además, de un terrible estreñimiento, y evacuar cada tres o cuatro días representaba para mí una tortura. También era horroroso el agarrotamiento de los hombros. Se me quedaban duros como una piedra. Un dolor tan intenso que apenas podía tenerme en pie, pero acostada tampoco me sentía mejor. Había leído en algún libro algo sobre un castigo chino que consistía en encerrar a una persona durante muchos años en una estrecha caja de madera e imaginé que esa tortura debía de ser similar a la mía. Cuando el endurecimiento de los hombros era extremo, apenas podía respirar.

»Podría seguir enumerando los dolores que he padecido, pero dejaré de hacerlo porque temo aburrirle a usted, señor Okada, si continúo hablando de ellos. Quería contarle que mi cuerpo era realmente un muestrario de dolores. Me aquejaban infinidad de dolores. Pensaba que alguien me había maldecido. Pensaba que, diga lo que diga la gente, la vida era injusta y parcial. Creo que lo habría podido soportar si los demás seres humanos también hubiesen acarreado el sufrimiento sobre sus espaldas. Pero no era así. Mi sufrimiento era terriblemente injusto. Pregunté a diversas personas sobre el dolor. Y nadie sabía siquiera en qué consistía el auténtico dolor. La mayor parte de la gente de este mundo apenas lo siente de forma cotidiana. Cuando lo supe (tuve plena conciencia de ello a principios de bachillerato), me entristecí tanto que casi se me saltaron las lágrimas. ¿Por qué sólo yo tenía que vivir con una carga tan cruel? Deseé morir.

»Pero, al mismo tiempo, pensaba otra cosa. Aquello no podía durar hasta la eternidad. Una mañana me despertaría y, de forma inexplicable, los dolores habrían desaparecido. Una vida completamente nueva y apacible, sin sufrimiento, se abriría ante mis ojos. Pero mi convicción no se basaba en nada concreto.

»Abrí mi corazón a mi hermana Malta. Le dije que odiaba vivir una vida tan amarga. Le pregunté qué diablos debía hacer. Ella reflexionó unos instantes y me dijo:

»—Yo también creo que hay algo en ti que está equivocado. Pero no sé qué es. Tampoco sé qué puedes hacer. Aún no estoy capacitada para juzgarlo. De todos modos, lo que sí puedo decirte es que esperes a cumplir los veinte años. Es mejor que resistas hasta los veinte años y luego tomes una determinación.

»Por esta razón decidí vivir hasta los veinte años. Pero con el paso del tiempo la situación no mejoró. Al contrario, el dolor era cada vez más agudo. Comprendí una sola cosa: conforme mi cuerpo crecía, el dolor aumentaba de manera proporcional. Lo soporté durante ocho años. Mientras tanto, viví intentando ver sólo los aspectos positivos de la vida. No me quejaba ante nadie. Por mucho que padeciera, me esforzaba en sonreír. Me entrené para mostrar una expresión relajada en el rostro incluso cuando el sufrimiento era tanto que no podía ni tenerme en pie. Por mucho que llorara o me quejara, el dolor no disminuiría. Sólo conseguiría sentirme aún más miserable. Gracias a estos esfuerzos, la gente me quería. Pensaban que era dulce y simpática. Las personas mayores confiaban en mí y, además, me era fácil hacer amigos de mi edad. De no ser por el dolor, no tendría la menor queja sobre mi vida y mi juventud. Pero el dolor estaba siempre presente. El dolor era mi sombra. Si lo olvidaba un instante, aparecía de inmediato y me golpeaba con fuerza.

»Cuando entré en la universidad, tuve un novio y, en el verano del primer curso, perdí la virginidad. Pero eso, como era de esperar, sólo me hizo sufrir. Mis amigas más experimentadas me decían que no me preocupara, que esperase, que acabaría por acostumbrarme y no me dolería. Pero, en realidad, por más tiempo que pasara el dolor persistía. Cada vez que me acostaba con mi novio sufría tanto que se me saltaban las lágrimas. Y me cansé de hacer el amor. Un día le dije a mi novio:

»—Te quiero, pero no pienso volver a hacer algo tan doloroso.

»Él se sorprendió y me preguntó que qué disparate estaba diciendo.

»—Debes de tener algún problema psicológico. Tienes que relajarte. Si lo haces, el dolor desaparecerá y te sentirás mejor. ¿No lo hace todo el mundo, acaso? No hay ninguna razón para que no puedas hacerlo tú también. No te esfuerzas lo suficiente. Te estás mimando a ti misma. Estás utilizando el dolor para ocultarte otros problemas. Sólo con quejarte no conseguirás nada.

»Cuando lo oí, todo lo que había soportado hasta entonces literalmente estalló.

»—¡No es ninguna broma! —grité—. ¿Qué sabes tú del dolor? El dolor que yo siento no es un dolor cualquiera. Conozco todo tipo de dolores. Y cuando digo que sufro, realmente sufro.

»Tras decir esto, le enumeré todos los dolores que había padecido en mi vida. Pero él apenas entendió nada. Una persona que no haya experimentado nunca el auténtico dolor es imposible que lo comprenda. Y, de este modo, nos separamos.

»Llegó el día de mi vigésimo cumpleaños. Había resistido con paciencia durante veinte años. Pensando que tal vez se produciría algún cambio espectacular. Pero no sucedió tal cosa. Me sentí terriblemente decepcionada. Debía haber muerto mucho antes. No había hecho más que prolongar mi agonía.

Al llegar a este punto, Creta Kanoo suspiró profundamente. Ante ella, el plato con las cáscaras de huevo y las tazas de café vacías. Sobre sus rodillas, el pañuelo doblado con cuidado. Miró el reloj de la estantería como si de repente se hubiera acordado del tiempo.

—Lo siento mucho —dijo Creta Kanoo con voz baja y seca—. No pensaba hablar tanto. No quiero abusar más de su tiempo, señor Okada. No sé cómo disculparme por haberle entretenido tanto tiempo con esta absurda historia.

Acto seguido, asió la correa del bolso de charol blanco y se levantó del sofá.

—¡Espere un momento! —le dije precipitadamente, ya que, una vez llegados a este punto, no quería que dejara la historia a medias—. Si lo que le preocupa es mi tiempo, olvídelo. Esta tarde estoy libre. Ya que me ha contado hasta aquí, ¿por qué no continúa hasta el final? La historia todavía sigue, ¿verdad?

—Por supuesto, la historia sigue —respondió Creta Kanoo, todavía de pie, bajando la mirada hacia donde me encontraba. Asía con fuerza la correa del bolso con ambas manos—. Lo que le he contado hasta ahora sólo es la introducción.

Le dije que esperara un momento y fui a la cocina. Después de respirar profundamente dos veces ante el fregadero, tomé dos vasos de la alacena y metí hielo dentro. Los llené de zumo de naranja que había sacado de la nevera. Puse los dos vasos sobre una pequeña bandeja y la llevé a la sala de estar. Había hecho todo eso muy despacio, tomándome mucho tiempo, pero cuando volví a la sala de estar, Creta Kanoo seguía de pie, inmóvil, en el mismo lugar donde la había dejado. Al poner ante ella el vaso de zumo, pareció cambiar de idea, se sentó en el sofá y colocó el bolso a un lado.

—¿De verdad no le importa? —me preguntó como confirmación—. ¿Puedo contárselo todo hasta el final?

—Por supuesto.

Creta Kanoo bebió la mitad del zumo de naranja y reanudó su relato.

—Evidentemente fracasé en mi tentativa. Esto ya lo sabe usted, señor Okada. Si hubiese conseguido morir, ahora no estaría sentada aquí bebiéndome el zumo. —Creta Kanoo me miró fijamente a los ojos. Yo esbocé una tenue sonrisa de asentimiento—. Si hubiese muerto tal como había planeado, aquélla habría sido para mí la solución definitiva. Muerta, habría perdido la conciencia para siempre y, por consiguiente, jamás habría vuelto a sentir dolor. Eso era lo que yo deseaba. Por desgracia, elegí el método equivocado.

»El día veintinueve de mayo, a las nueve de la noche, fui a la habitación de mi hermano mayor y le pedí que me prestara el coche. Acababa de comprarlo y puso mala cara, pero yo no hice caso. Mi hermano me había pedido dinero prestado para comprarlo y no podía negarse. Me hice con las llaves, subí al brillante Toyota MR2 y circulé durante una media hora. El coche era nuevo y apenas llevaba recorridos mil ochocientos kilómetros en total. Era tan ligero que al pisar el acelerador volaba. Era el coche ideal para mi propósito. Al acercarme al malecón del río Tama, vi un gran muro de piedra de apariencia verdaderamente sólida. Era el muro exterior de un bloque de pisos. Estaba, además, en el fondo de un cruce en forma de T. Tomé una distancia suficiente para acelerar y pisé el pedal a fondo. Me lancé de cabeza contra el muro. El coche debía de ir a ciento cincuenta kilómetros por hora. Cuando el coche chocó de frente contra el muro, perdí el conocimiento.

»Sin embargo, para mi desgracia, el muro no era tan sólido como parecía. Quizá los trabajadores lo habían construido deprisa y mal, sin dejar asentar bien los cimientos. El muro se derrumbó aplastando la parte delantera del coche. Sólo eso. El muro era blando y amortiguó el impacto. Además, debía de haber estado terriblemente aturdida, pues había olvidado desabrocharme el cinturón de seguridad.

»Y así escapé de la muerte. Casi ilesa. Extrañamente, apenas sentía dolor. Estaba desconcertada del todo. Me llevaron al hospital y me encasaron la única costilla fracturada. La policía me interrogó en el hospital, pero les dije que no recordaba nada. Les expliqué que debía de haber pisado el acelerador en vez del freno. La policía me creyó. Acababa de cumplir veinte años y hacía apenas seis meses que tenía el permiso de conducir. Tampoco era el prototipo de suicida. Y, lo más importante, nadie se intenta suicidar con el cinturón de seguridad abrochado.

»Cuando me dieron de alta tuve que afrontar unos cuantos problemas difíciles de resolver. Primero, pagar las letras del MR2, que había quedado reducido a chatarra. Debido a un error de la compañía de seguros, el coche aún no estaba asegurado. Pensé que, de haberlo sabido, habría alquilado un coche que sí lo estuviera. Pero entonces no pensaba en el seguro del coche. ¡Quién podía imaginar que el dichoso coche de mi hermano no estaría asegurado y que, encima, fracasaría en mi intento de suicidio! Me había lanzado contra un muro a una velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora. Era un milagro que estuviese viva.

»Un tiempo después, la administración inmobiliaria me reclamó los gastos de reparación del muro. Un millón trescientos sesenta y cuatro mil doscientos noventa y cuatro yenes. Y había que pagarlo. Pagarlo enseguida y al contado. Pedí el dinero prestado a mi padre y lo pagué. Pero mi padre era muy estricto con el dinero y me exigió que se lo devolviera a plazos. Me dijo que el accidente había sucedido por culpa mía y que debía devolver el dinero hasta el último céntimo. En realidad, a mi padre tampoco le sobraba el dinero. En aquella época estaba haciendo obras de ampliación del hospital y había tenido problemas para reunir el dinero necesario.

»Volví a pensar en morir. La próxima vez no fracasaría. Podía saltar del decimoquinto piso del edificio de la oficina central de la universidad. Así, seguro que moriría. Sin fracasar. Después de mucho buscar, localicé una ventana por donde lanzarme al vacío. Realmente estuve a punto de saltar.

»Pero, en el último instante, algo me detuvo. Algo extraño. Algo que me dominaba. En el último instante, ese “algo” me detuvo como si literalmente estuviera tirando de mí. Necesité mucho tiempo para comprender qué diablos podía ser ese “algo”.

»No sentía dolor.

»Desde el accidente y mi ingreso en el hospital, apenas había sentido dolor. Habían ocurrido muchas cosas que habían ocupado toda mi atención y ni me había dado cuenta, pero el dolor había desaparecido de mi cuerpo. Evacuaba con regularidad, no me dolían la menstruación ni la cabeza, ni tampoco el estómago. Ni siquiera la costilla rota. No tenía ni la más remota idea de por qué había sucedido. Pero el dolor había desaparecido.

»Decidí vivir un poco más. Sentía curiosidad. Quería saborear, aunque fuera durante poco tiempo, aquella vida indolora. Morir podía hacerlo en cualquier momento.

»Pero vivir implicaba, para mí, devolver la deuda. Y la deuda excedía, en total, los tres millones de yenes. Así que, para pagar la deuda, me dediqué a la prostitución.

—¿A la prostitución? —dije sorprendido.

—Sí —dijo Creta Kanoo como si fuera lo más natural—. Necesitaba dinero a corto plazo. Quería devolver la deuda lo antes posible y no tenía otro medio para ganar deprisa tanto dinero. Ni siquiera vacilé. Había intentado seriamente morir. Tenía la intención de morir tarde o temprano. La curiosidad hacia la vida me impulsaba a seguir viviendo, pero sólo de manera temporal. Si se lo compara con la muerte, vender el cuerpo no es algo tan grave.

—Claro.

Creta Kanoo removió con la paja el hielo medio derretido en el zumo de naranja y bebió un sorbo.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dije.

—Por supuesto. No faltaría más.

—¿Habló con su hermana sobre este tema?

—En aquella época, ella estaba en la isla de Malta haciendo ejercicios espirituales. Durante esos ejercicios, Malta nunca daba su dirección. Creía que eso interferiría en sus prácticas. Le impediría concentrarse. Por eso casi no pude enviarle cartas durante los tres años que se quedó en Malta.

—Comprendo —dije—. ¿Le apetece un poco más de café?

—Muchas gracias —dijo Creta Kanoo.

Fui a la cocina y calenté el café. Mientras tanto, respiré hondo varias veces mirando el ventilador. Cuando el café estuvo caliente, lo vertí en unas tazas limpias, lo puse sobre una bandeja junto con un plato de galletas de chocolate y lo llevé a la sala de estar. Durante unos instantes, bebimos café y comimos galletas.

—¿Cuánto tiempo hace que intentó suicidarse? —le pregunté.

—Fue al cumplir los veinte, o sea, hace seis años. En mayo de 1978.

Mayo de 1978 era el mes en que me había casado con Kumiko. Justo entonces, Creta Kanoo había intentado suicidarse y Malta Kanoo estaba haciendo sus ejercicios espirituales en la isla de Malta.

—Iba a los barrios de ocio, me dirigía a un hombre que me pareciera apropiado, negociaba el precio, íbamos a un hotel de los alrededores y me acostaba con él —dijo Creta Kanoo—. El acto sexual ya no me producía dolor físico. No sentía dolor como antes. Tampoco sentía placer. Pero no había sufrimiento. Era sólo un movimiento físico. No me sentía culpable por realizar el acto sexual a cambio de dinero. Estaba envuelta en una insensibilidad tan profunda que no vislumbraba el fondo.

»Era un buen negocio. El primer mes conseguí ahorrar casi un millón de yenes. A aquel ritmo, habría podido devolver cómodamente la deuda en tres o cuatro meses. Al atardecer, cuando volvía de la universidad, me iba a la ciudad a trabajar, procurando regresar a casa antes de las diez. A mis padres les dije que trabajaba de camarera en un restaurante. Nadie sospechaba nada. Si hubiera devuelto mucho dinero de golpe, se habrían extrañado, así que decidí reponer sólo cien mil yenes cada mes. Y el resto lo ingresé en el banco.

»Pero una noche, cerca de la estación, cuando me disponía como de costumbre a abordar a un hombre, dos hombres me sujetaron de repente los brazos por detrás. Pensé que eran policías. Pero después me di cuenta de que eran yakuza que vigilaban su territorio. Me arrastraron hasta una callejuela, me amenazaron con algo que me pareció un cuchillo y me condujeron hasta una oficina cercana. Me introdujeron en una habitación al fondo, me desnudaron y me ataron. Luego me violaron durante mucho tiempo. Lo grabaron todo con una cámara de vídeo. Yo permanecí con los ojos cerrados, intentando no pensar en nada. No fue difícil. Porque no sentía ni sufrimiento ni placer.

»Después me enseñaron el vídeo y me dijeron que, si no quería que lo hicieran público, entrara en la organización y trabajara para ellos. Me quitaron el carnet de estudiante que llevaba en el monedero y me amenazaron con que, si me negaba, enviarían una copia del vídeo a mis padres y que les sacarían todo el dinero que pudiesen. No tenía alternativa. Les dije que haría lo que me ordenaran, que no me importaba nada. Y en realidad así era entonces. Me dijeron que, si entraba en su organización, mis ganancias se reducirían, porque ellos se quedan con el setenta por ciento de los beneficios. Pero que, a cambio, me ahorraría el trabajo de buscar clientes. Y tampoco debería preocuparme por la policía. Ellos me enviarían clientes de categoría. Añadieron que, de haber seguido yéndome con cualquiera de aquella forma, habría acabado estrangulada en la habitación de algún hotel.

»Ya no tuve que esperar más de pie en la esquina de una calle. Bastaba con presentarme al anochecer en la oficina e ir al hotel que me indicaran. Y me pasaron buenos clientes, en efecto. No sé por qué razón, pero me dieron un trato especial. Yo no parecía una profesional y tenía, además, el aire de ser hija de buena familia, algo de lo que carecían las otras. Es probable que muchos clientes lo prefirieran así. Las otras chicas solían aceptar más de tres clientes al día, pero en mi caso bastaban uno o dos. Las otras llevaban siempre un “busca” en el bolso y, cuando las llamaban de la oficina, tenían que ir a hoteles de mala muerte y acostarse con cualquiera. En mi caso, casi siempre había una reserva hecha. Solía ir a hoteles de primera categoría. Alguna que otra vez, a lujosos apartamentos. Los clientes acostumbraban ser hombres de mediana edad, muy de vez en vez jóvenes.

»Una vez a la semana, la oficina me pagaba. No ganaba tanto dinero como antes pero, contando las propinas que personalmente me daban los clientes, no estaba nada mal. Como es obvio, había clientes con peticiones extrañas, pero a mí eso no me importaba. Cuanto más raras eran las exigencias, mayores eran las propinas. Algunos empezaron a solicitar mis servicios con regularidad. Estos hombres, por lo general, pagan bien. Yo ingresaba el dinero en diferentes bancos. Pero, en realidad, el dinero ya había dejado de importarme. No era más que una simple acumulación de cifras. Era como si viviera sólo para confirmar mi insensibilidad.

»Por la mañana, al despertar, confirmaba todavía en la cama que mi cuerpo no sentía un dolor que pudiera considerarse tal. Abría los ojos, ordenaba despacio mis ideas, y luego iba comprobando la sensibilidad de las diferentes partes de mi cuerpo, una a una, de la cabeza a los pies. No sentía dolor en ninguna parte. Si realmente no había dolor, o si pese a haberlo yo no lo sentía, eso era incapaz de discernirlo. Pero, en todo caso, no sentía dolor. No sólo no había dolor, tampoco había ningún otro tipo de sensibilidad. Saltaba de la cama, iba al lavabo, me lavaba los dientes, me quitaba el pijama y me duchaba con agua caliente. Sentía en el cuerpo una ligereza extrema. Tan etéreo que no lo percibía. Tenía la sensación de que mi alma había tomado prestado un cuerpo ajeno. Me miraba al espejo. Pero percibía terriblemente lejana la imagen que veía reflejada en él.

»Una vida sin dolor: eso era lo que había soñado durante tanto tiempo. Y ahora que mi sueño se había hecho realidad, no lograba encontrar mi propio espacio en esta nueva vida sin dolor. Existía una clara fractura entre ambas. Esto me turbaba. Sentía que, como ser humano, estaba desligada del mundo. Hasta entonces lo había odiado profundamente. Y seguía odiando su iniquidad e injusticia. Pero en el mundo de antes, por lo menos, yo era yo y el mundo era el mundo. Ahora ni siquiera el mundo era el mundo. Ni yo era yo.

»Empecé a llorar con frecuencia. Durante el día iba sola a Shinjuku Gyoen o al parque de Yoyogi y lloraba sentada en el césped. A veces lloraba durante una o dos horas seguidas. A veces sollozaba en voz alta. La gente que pasaba me miraba con curiosidad, pero a mí no me importaba. Pensaba en lo feliz que sería de haber muerto la noche del veintinueve de mayo. Pero ya ni siquiera podía morir. En mi insensibilidad, había perdido las fuerzas para quitarme la vida. Ya no había ni dolor ni alegría. No había nada. Sólo había insensibilidad. Y ni siquiera yo era yo.

Tras dar un profundo suspiro, Creta Kanoo tomó la taza de café y miró dentro. Después, sacudió ligeramente la cabeza y puso la taza sobre la bandeja.

—Fue en esta época cuando conocí a Noboru Wataya.

—¿A Noboru Wataya? —pregunté sorprendido—. ¿Como cliente?

Creta Kanoo asintió en silencio.

—Pero… —empecé a decir. Luego enmudecí durante unos instantes para elegir bien las palabras—. No lo comprendo. Su hermana me dijo que Noboru Wataya la había violado. ¿Es una historia diferente?

Creta Kanoo tomó el pañuelo que tenía sobre las rodillas y se limpió las comisuras de los labios. Me miró fijamente a los ojos como si quisiera leer en ellos. En sus pupilas había algo que me desconcertó.

—¿Sería tan amable de ofrecerme otra taza de café?

—Por supuesto —dije.

Coloqué las tazas encima de la bandeja, la retiré y, ya en la cocina, puse el café en el fuego. Con ambas manos en los bolsillos, apoyado en el escurreplatos, esperé a que se calentara. Cuando volví a la sala de estar con las tazas de café, Creta Kanoo ya no estaba sentada en el sofá. El bolso, el pañuelo, todas sus cosas habían desaparecido. Fui al recibidor. Sus zapatos tampoco estaban allí.

—«¡Uff!», pensé.