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Acontecimiento a medianoche (1)

Era medianoche cuando el niño oyó un ruido bien claro. Se despertó, encendió a tientas la lámpara a la cabecera de su cama y lanzó una mirada circular por la habitación. Faltaba poco para que el reloj de pared marcara las dos. El niño no podía imaginar siquiera qué podía ocurrir en el mundo a esas horas de la noche.

Se oyó el mismo ruido de nuevo. Llegaba, sin duda alguna, del otro lado de la ventana. El sonido de alguien que hacía girar una gran llave, dándole cuerda a algo. ¿Quién podía ser a esas horas de la noche? Pero no. El sonido solo parecía el de alguien dándole cuerda a algo, pero no lo era. Era el chirrido de un pájaro. El niño acercó una silla a la ventana, se encaramó a ella, descorrió la cortina y entreabrió la ventana. La luna llena de finales de otoño brillaba, grande y blanca, en el cielo, el jardín se veía como a la luz del día. Pero los árboles le dieron una impresión muy distinta al aspecto que tenían a la luz del día. Carecían de la familiaridad acostumbrada. El roble, como descontento, hacía temblar sus frondosas ramas al viento, que soplaba a ráfagas, y crujía de una forma desagradable. Las piedras del jardín eran más blancas y lisas de lo habitual y tenían la mirada vuelta hacia el cielo, presumidas, como el rostro de un muerto.

Al parecer, el pájaro chirriaba en el pino: El niño, asomándose a la ventana, alzó la mirada. Pero unas ramas grandes ocultaban el pájaro y no se veía desde abajo. El niño quería ver su aspecto. Memorizaría sus colores, su forma y, al día siguiente, lo buscaría en la enciclopedia ilustrada. La curiosidad lo desveló. Lo que más le gustaba en el mundo era buscar pájaros y peces en la enciclopedia. Y en la estantería se alineaban los gruesos tomos de la magnífica enciclopedia ilustrada que le habían comprado sus padres. Aún no iba a la escuela primaria, pero ya sabía leer frases con unos pocos caracteres chinos.

El pájaro, tras girar la llave unas cuantas veces seguidas, enmudeció. «Aparte de mí, ¿habrá oído alguien el chirrido?», pensó el niño. «¿Lo habrán oído mis padres? ¿Y la abuela? Si no lo ha oído nadie, mañana por la mañana podré explicárselo a todos. Les diré: “a las dos de la noche, en un árbol del jardín había un pájaro que chirriaba exactamente como si estuviera dándole cuerda a algo”. ¡Si pudiera echarle un vistazo! Entonces podría decirles también el nombre del pájaro».

Pero el pájaro no volvió a chirriar. Guardaba silencio, como una piedra, en alguna de las ramas del pino bañadas por la luz de la luna. Poco después, una ráfaga de viento helado penetró en la habitación como una advertencia. El niño tembló de frío y cerró la ventana desistiendo de ver el pájaro. «Es distinto de los gorriones y las palomas, no se muestra con tanta facilidad», pensó. Había leído en la enciclopedia ilustrada que casi todos los pájaros nocturnos eran listos y precavidos. «Y quizás este pájaro sepa que yo estoy aquí, vigilándolo», pensó. «Por más que espere, seguro que no saldrá». Dudó en ir al lavabo. Tenía que pasar por un pasillo largo y oscuro. «No importa. Me meteré en la cama y me dormiré. Puedo aguantarme hasta mañana».

El niño apagó la luz y cerró los ojos. Pendiente como estaba del pájaro, le costó volver a conciliar el sueño. Tenía apagada la lámpara de la mesita, pero la luz clara de la luna penetraba, tentadora, por la abertura entre las cortinas. Al oír de nuevo el chirrido del pájaro-que-da-cuerda se levantó de la cama sin vacilar. Y aquella vez, sin encender la lámpara de la mesita, se echó una chaqueta sobre el pijama y se subió sin hacer ruido a la silla que estaba junto a la ventana. Entreabrió la cortina y miró hacia el pino. «Así el pájaro no sabrá que lo estoy vigilando», pensó.

Pero lo que el niño vio fue la figura de dos hombres. De la sorpresa, se olvidó de respirar. Había dos hombres agazapados, como sombras, bajo el pino. Los dos vestían ropas oscuras, uno no llevaba sombrero, pero el otro se cubría con una gorra con visera, como las de fieltro. ¿Por qué se habrían deslizado aquellos desconocidos dentro del jardín de su casa a esas horas de la noche? Al niño le extrañaba. ¿Por qué no ladraría el perro? «Sería mejor que avisara enseguida a mis padres», pensó. Pero el niño no pudo separarse de la ventana. La curiosidad lo retuvo allí. «Así veré qué intentan hacer».

El pájaro-que-da-cuerda chirrió de repente en lo alto del árbol. Dio unas cuantas vueltas a la llave, ric-ric-ric. Pero los hombres no prestaron atención a su chirrido. Ni siquiera alzaron la vista, no hicieron el menor movimiento. Estaban de cuclillas, mudos, con los rostros juntos. Parecía que hablaran en voz baja, pero unas ramas interceptaban la luz de la luna y no se distinguían sus rostros. Poco después se levantaron al unísono, como si se hubieran puesto de acuerdo. Entre ellos habría unos veinte centímetros de diferencia de estatura. Ambos eran delgados. El más alto (el de la gorra) llevaba un abrigo largo, y el más bajo, un traje ceñido. El bajo se acercó al árbol y permaneció unos instantes con los ojos fijos en la copa. Puso ambas manos sobre el tronco, las deslizó por encima de la corteza, rodeó el tronco con las manos como si lo inspeccionara. Poco después se abrazó al tronco. Y empezó a trepar sin la menor dificultad (eso fue, al menos, la impresión, que le dio al niño). «Parece un número de circo», se maravilló. Trepar por aquel pino no era fácil. La superficie del tronco era resbaladiza y no había un solo punto de apoyo hasta muy arriba. El niño conocía el pino del jardín como si fuera su amigo. Pero ¿por qué se molestaba en subir al árbol y, encima, a esas horas de la noche? ¿Intentaban atrapar el pájaro-que-da-cuerda?

El hombre alto permanecía de pie junto al pino con los ojos clavados en la copa. Poco después, el bajo desapareció de la vista. De vez en cuando se oía el rozar de las ramas entre sí. Por lo visto, el hombre seguía subiendo por el pino grande hacia lo alto. «Seguro que el pájaro-que-da-cuerda oye cómo sube y se va volando enseguida. Por más hábil que sea trepando, no podrá atraparlo así como así. Con un poco de suerte, podré ver el pájaro, aunque sea un segundo, cuando escape volando». Conteniendo la respiración, el niño esperaba oír el aleteo del pájaro. Pero, por más que esperó, no llegó a oírlo. Tampoco su chirrido.

Durante mucho rato no hubo un solo movimiento, ni un ruido. Todo estaba bañado por la luz de la luna, lechosa e irreal, y el jardín se veía húmedo y resbaladizo como el fondo de un mar que acabara de secarse. El niño, inmóvil, como hechizado, miraba el pino y al hombre alto que ahora estaba solo. Ya no podía apartar la vista. Su aliento empañaba de blanco el cristal. Fuera, debía de hacer mucho frío. El hombre, con las manos en la cintura, tenía los ojos clavados en lo alto del árbol. Tampoco él cambiaba de postura, como si estuviera congelado. El niño imaginaba que aguardaba con ansia a que el hombre de baja estatura descendiera del pino tras cumplir su objetivo. No era ilógico que el hombre estuviese preocupado. El árbol era más difícil de bajar que de subir, el niño lo sabía muy bien. Pero, de repente, el hombre alto se dirigió a alguna parte con paso rápido y decidido, como si lo dejara todo.

Una sensación de abandono embargó al niño. El hombre bajo había desaparecido en la copa del pino. El hombre alto se había marchado. El pájaro-que-da-cuerda guardaba silencio. «¿Debo despertar a mi padre? Pero seguramente nadie me creerá. Dirán que he soñado otra vez». El niño soñaba mucho y, además, a veces confundía la realidad con el sueño. «Pero esto es verdad, digan lo que digan. El pájaro-que-da-cuerda y los dos hombres de traje negro. Sólo que todos se han esfumado casi sin saber cómo. Si se lo explico bien, mi padre me comprenderá».

Luego el niño cayó en la cuenta. El hombre bajo se parecía a su padre, aunque era más bajo que él. Pero, aparte de eso, la figura y el modo de moverse eran idénticos. «No, mi padre no sabe trepar árboles tan bien. No es tan ágil ni tiene tanta fuerza». Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía.

Poco después, el hombre alto regresó. Esta vez llevaba algo en cada mano. Una pala y una maleta grande de tela. El hombre depositó la maleta cuidadosamente en el suelo y empezó a cavar con la pala un hoyo cerca de las raíces del pino. Unos ruidos secos y rítmicos resonaron a su alrededor. El niño pensó que ahora sí se despertarían los demás. Porque los ruidos eran fuertes y nítidos.

Pero nadie se despertó. El hombre seguía cavando el hoyo en silencio, sin descansar ni mirar a su alrededor. Era delgado, pero por lo visto tenía mucha más fuerza de la que aparentaba. El niño lo adivinaba sólo con mirar el modo de mover la pala. Preciso y regular. Al terminar de cavar el hoyo, justo del tamaño planeado, apoyó la pala en el tronco del pino, se echó a un lado del hoyo y lo observó. Ya no dirigía la mirada hacia arriba, quizá se hubiera olvidado por completo del hombre que había trepado al árbol. En su cabeza únicamente existía el hoyo. Al niño eso no le gustaba. «Si yo estuviera en su lugar me preocuparía saber qué le ha pasado al hombre que ha subido al árbol», pensó.

Comprendía que el hoyo no era hondo por la cantidad de tierra que había excavado. Al niño debía de llegarle un poco más arriba de la rodilla. El hombre parecía satisfecho del tamaño y la forma del hoyo que acababa de cavar. De la maleta sacó, cuidadosamente, un objeto envuelto en una tela negra. Por el modo de sostenerlo parecía algo blando. Tal vez intentara enterrar un cadáver en el hoyo. Al pensarlo, se le aceleraron los latidos del corazón. Pero el objeto envuelto en la tela tenía, a lo sumo, el tamaño de un gato. Si fuera el cadáver de un ser humano, debería ser el de un bebé. Pero ¿por qué tenía que enterrarlo en el jardín de su casa? Sin darse cuenta, el niño tragó saliva. El ruido que hizo lo asustó. Era tan fuerte que le pareció que llegaría a oídos del hombre que estaba en el jardín.

El pájaro-que-da-cuerda chirrió como si lo hubiera estimulado el ruido del niño tragando saliva. Ric-ric-ric, como si le diera cuerda a algo haciendo girar una gran llave.

«Va a ocurrir algo muy importante». El niño lo sintió intuitivamente al oír el chirrido. Se mordió los labios, sin darse cuenta, y se frotó los dos brazos. No tendría que haber visto esas cosas desde un principio. Pero ya era tarde. Ya no podía apartar los ojos de la escena. Con la boca entreabierta, apretando la nariz contra el frío cristal de la ventana, observaba la escena que tenía lugar en el jardín. Ya no esperaba que se despertara alguien de la casa. El niño pensaba que por más fuertes que fueran los ruidos, nadie se despertaría. No debía de haber nadie más que los oyera excepto él. Eso ya era evidente desde el principio.

El hombre alto, en cuclillas, depositó con cuidado el objeto envuelto en la tela negra dentro del hoyo. Y se quedó de pie contemplándolo. Ocultas bajo la sombra de la visera, no se le distinguían las facciones, pero parecía malhumorado, y tenía en la expresión algo solemne. «Es un cadáver, tal como suponía», pensó el niño. Poco después, como movido por un impulso repentino, el hombre tomó la pala y cubrió el hoyo. Cuando terminó, allanó la superficie con los pies. Dejó la pala apoyada en el tronco del árbol y se marchó a paso cansino con la maleta de tela en la mano. No se volvió ni una sola vez. Tampoco miró hacia la copa del árbol. El pájaro-que-da-cuerda no volvió a chirriar.

El niño se volvió y posó la mirada en el reloj de pared. Aguzando la vista, pudo saber que las agujas marcaban las dos y media. El niño vigiló el pino diez minutos más mirando por la abertura entre las cortinas por si había algún movimiento, pero de repente le entró sueño. Como si se cerrara sobre su cabeza una pesada tapa de hierro. Quería saber qué les ocurriría al hombre de la copa del árbol y al pájaro-que-da-cuerda, pero no podía mantener los ojos abiertos. El niño se quitó la chaqueta con impaciencia, se metió en la cama y se quedó dormido como si hubiera perdido el conocimiento.