15
El nombre verdadero
La quema de una mañana de verano
Una metáfora incorrecta
Por la mañana, Creta Kanoo ya había perdido su nombre. Me despertó con dulzura poco después del alba. Al abrir los ojos, vi la luz de la mañana filtrándose por los resquicios de las cortinas. Y, después, la descubrí a ella, sentada en la cama, a mi lado. Como pijama se había puesto una vieja camiseta mía. Era lo único que llevaba. Y su vello púbico relucía con un brillo pálido a la luz de la mañana.
—¿Sabe, señor Okada? Ya no tengo nombre —dijo ella. Había dejado de ser prostituta. Había dejado de ser médium. Había dejado de ser Creta Kanoo.
—¡Ok! Ya no es Creta Kanoo —dije. Y me froté los ojos con las yemas de los dedos—. ¡Felicidades! Es una persona nueva. Pero si no tiene nombre, ¿cómo la llamaré? ¿Qué debo decir, por ejemplo, cuando esté a sus espaldas y quiera llamarla?
Ella —la mujer que hasta la víspera se había llamado Creta Kanoo— sacudió la cabeza.
—No lo sé. Quizá debería buscar un nombre nuevo. Hace tiempo, tenía un nombre verdadero. Pero cuando me dediqué a la prostitución, palabra que no quiero volver a pronunciar jamás, usé uno provisional. Después, Malta me puso el nombre de Creta para hacer de médium. Pero ahora ya no soy ni una cosa ni otra. Necesito un nombre nuevo, distinto. ¿Se le ocurre alguno, señor Okada? ¿Algún nombre que pudiera irme bien?
Reflexioné durante unos instantes, pero no se me ocurría ningún nombre apropiado.
—Quizá sería mejor que se lo buscara usted misma. A partir de ahora es una persona nueva e independiente. Por más tiempo que tarde, creo que es mejor que lo busque usted.
—Pero es muy difícil encontrar un nombre correcto para uno mismo.
—Sí, claro. En algunos casos, el nombre lo expresa todo —admití—. Quizá yo también debería hacer como usted. Dejar mi nombre ahora. No sé, tengo esta impresión.
La hermana de Malta Kanoo se incorporó, alargó una mano y me tocó la mejilla derecha con las yemas de los dedos. Allí debía de encontrarse todavía la mancha del tamaño de la palma de la mano de un bebé.
—Si deja su nombre, ¿cómo deberé llamarlo de aquí en adelante?
—Pájaro-que-da-cuerda —contesté. Yo, al menos, tenía un nombre nuevo.
—Señor pájaro-que-da-cuerda —dijo ella. Y permaneció unos instantes contemplando cómo el nombre flotaba en el espacio—. Es un nombre precioso. ¿Qué tipo de pájaro es ése?
—Es un pájaro de verdad. No sé cómo es. Jamás lo he visto. Sólo lo he oído. El pájaro-que-da-cuerda se posa en un árbol de por aquí y, poco a poco, va dándole cuerda al mundo. Mientras tanto, hace ric-ric. Si él no le diera cuerda, el mundo no funcionaría. Pero eso nadie lo sabe. Todos, absolutamente todos, creen que es un enorme mecanismo, mucho más imponente y complejo, el que mueve el mundo con mano férrea. Pero no es así. La verdad es que el pájaro-que-da-cuerda va de un lugar a otro accionando el resorte que hace funcionar el mundo. Es un mecanismo tan sencillo como el de un juguete de cuerda. Basta con hacer girar una llavecita. Pero esa llavecita sólo la puede ver el pájaro-que-da-cuerda.
—El pájaro-que-da-cuerda —repitió ella de nuevo—. El pájaro que da cuerda al mundo.
Alcé los ojos y miré a mi alrededor. Era la misma habitación de siempre. Había dormido en ella, día tras día, durante cuatro o cinco años. Pero la encontré extrañamente grande y vacía.
—Por desgracia, no sé dónde está la llave. Y tampoco cómo es.
Ella puso un dedo sobre mi hombro. Después, con la yema, dibujó un pequeño círculo.
Me coloqué boca arriba y me quedé largo rato mirando fijamente una pequeña mancha del techo con forma de estómago. Quedaba justo sobre la almohada. Era la primera vez que reparaba en ella. ¿Cuánto tiempo debía de llevar allí? Quizás estaba desde antes de que viviéramos en la casa. Y, mientras Kumiko y yo dormíamos, había permanecido agazapada justo sobre nuestras cabezas, en silencio, conteniendo el aliento. Y una mañana, de repente, yo la había descubierto.
Noté pegado a mí el cálido aliento de la mujer que antes se llamaba Creta Kanoo. Percibí el tibio olor de su cuerpo. Ella aún seguía dibujando pequeños círculos en mi hombro. Me hubiera gustado tomarla de nuevo entre mis brazos, pero no sabía si era correcto o no. La relación entre las cosas, arriba y abajo, derecha e izquierda, se había complicado demasiado. Renuncié a pensar y me quedé contemplando el techo en silencio. Poco después, ella se inclinó sobre mí y me dio un dulce beso en la mejilla. Cuando sus suaves labios tocaron la mancha, sentí un profundo entumecimiento.
Cerré los ojos y presté atención a los sonidos del mundo circundante. En alguna parte se oía el arrullo de una paloma. Un arrullo constante y monótono. Lleno de buenos propósitos hacia el mundo. Bendecía la mañana de verano y anunciaba a los hombres el inicio de un nuevo día. «Pero sólo eso», pensé. «Alguien debería darle cuerda al mundo».
—Señor pájaro-que-da-cuerda —me dijo de pronto la mujer que había sido Creta Kanoo—, seguro que algún día usted encontrará la llave.
Todavía con los ojos cerrados pregunté:
—Si así fuera, si alguna vez consiguiese encontrar la llave y darle cuerda, ¿cree que, a mi alrededor, mi vida entera, todo, volvería a su cauce?
Ella sacudió la cabeza en silencio. En sus ojos flotaba una ligera sombra de tristeza. Como una nubecilla que surcase, allá en lo alto, el cielo.
—No lo sé —dijo ella.
—Nadie lo sabe —repuse yo.
«En el mundo hay cosas que es mejor no saber», había dicho el teniente Mamiya.
La hermana de Malta Kanoo dijo que quería ir a la peluquería. Como no tenía dinero (había venido, literalmente, sin nada encima), se lo dejé yo. Se puso una blusa, una falda y unas sandalias de Kumiko y fue a la peluquería que había cerca de la estación. La peluquería adonde Kumiko solía ir.
Cuando la hermana de Malta Kanoo se hubo marchado, pasé el aspirador —después de mucho tiempo de no hacerlo— y metí un montón de ropa sucia en la lavadora. Luego saqué todos los cajones de mi escritorio y vacié el contenido en una caja de cartón. Pensaba elegir las cosas que aún pudiera necesitar y quemar el resto, pero apenas había algo útil. Casi todo era inservible. Viejos diarios, viejas cartas por responder, viejas agendas llenas de anotaciones precisas, libretas con direcciones de personas que tiempo atrás habían pasado por mi vida, recortes amarillentos de periódicos y revistas, carnets de socio de la piscina caducados, folletos de instrucciones y garantías de radiocasetes, lápices y bolígrafos a medio usar, trozos de papel con números de teléfono (de los que ya era imposible adivinar de quién debían de ser). Después quemé todas las cartas viejas que había conservado metidas en cajas dentro del armario. Casi la mitad eran de Kumiko. Antes de casarnos, nos escribíamos a menudo. En los sobres aparecían sus pequeños y precisos caracteres. Su letra apenas había cambiado en siete años. Incluso el color de la tinta era el mismo.
Saqué las cartas al jardín, las rocié con aceite y eché una cerilla para prenderles fuego. Las cajas ardieron entre vivas llamaradas, pero el contenido tardó en quemarse más de lo que imaginaba. Era un día sin viento y la blanca columna de humo se alzó en línea recta apuntando al cielo de verano. Era como la enorme planta que creció hasta el cielo de «Las habichuelas mágicas». Si yo trepara por ella, tal vez, allá en lo alto, encontraría un pequeño mundo donde todas las cosas que pertenecían a mi pasado coexistieran con alegría. Sentado en una piedra del jardín, sudando a mares, contemplé inmóvil cómo se alzaba la columna de humo. Era una cálida mañana de verano que anunciaba una tarde tórrida. La camiseta, empapada en sudor, se adhería a mi cuerpo. En una vieja novela rusa, las cartas servirían para alimentar el fuego en una noche de invierno. Jamás para arder en el jardín, rociadas con aceite, una mañana de verano. Pero en la sórdida realidad del mundo en que vivimos, personas empapadas en sudor queman cartas por la mañana, y en verano. En este mundo, uno no puede guiarse por sus preferencias. Hay cosas que no pueden esperar hasta el invierno.
Cuando todo hubo ardido, traje un cubo de agua, lo eché por encima y apagué el fuego. Después esparcí las cenizas con la suela del zapato.
Tras liquidar mis cosas, fui a la habitación de Kumiko y registré los cajones del escritorio. Incluso después de su marcha me había resistido a hacerlo. No me había parecido correcto. Pero, tras afirmar ella misma que no volvería jamás, pensé que poco podía importarle que registrara sus cajones.
Parecía que los había ordenado antes de irse. Estaban casi vacíos. Lo único que quedaba era papel de cartas y sobres, clips metidos en una cajita, una regla, unas tijeras, bolígrafos y lápices a medio usar. Ese tipo de cosas. Quizá los hubiera ordenado y preparado de antemano su marcha. No quedaba nada que hiciera sentir su presencia.
¿Pero qué diablos había hecho con mis cartas? Debía de tener una cantidad similar a la mía. Y debían de haber estado guardadas en alguna parte. No logré imaginar dónde.
A continuación, fui al cuarto de baño y arrojé dentro de una caja todos los cosméticos que encontré. Pintalabios, leche desmaquilladora, perfume, pasadores para el pelo, lápiz de cejas, discos desmaquilladores, loción y otras cosas que no logré adivinar para qué servían, todo fue a parar dentro de una caja de cartón. No había muchas cosas. Kumiko no era una persona a quien le fascinara maquillarse. Luego tiré su cepillo de dientes y su hilo dental. Y también el gorro de baño.
Al terminar estaba muy cansado. Fui a la cocina, me senté en una silla y me bebí un vaso de agua. El único rastro que quedaba de Kumiko era una parte de los libros de la pequeña estantería y su ropa. Los libros bastaba cogerlos y venderlos a un librero de viejo. El problema era la ropa. Kumiko me decía en la carta que hiciese con ella lo que considerase oportuno. Pero no decía nada concreto respecto a la manera en que podía disponer de ella «como me pareciese oportuno». ¿Debía venderla a un trapero? ¿Meterla en bolsas de plástico y tirarla a la basura? ¿Regalarla a cualquiera que la quisiera? ¿Darla a una organización de beneficencia? Ninguna de estas soluciones me parecía «oportuna». ¡Bah! No corría ninguna prisa. De momento, bastaba con dejarla. Quizá Creta Kanoo (la mujer que antes era Creta Kanoo) se la pusiera. O quizá Kumiko cambiara de opinión y viniera por ella. Era casi imposible, pero ¿quién podía asegurarlo? Nadie sabe lo que sucederá mañana. Y menos, pasado mañana. Y, puestos a decir, no podemos imaginar siquiera lo que ocurrirá hoy por la tarde.
La mujer que había sido Creta Kanoo volvió del peluquero poco antes del mediodía. Su peinado nuevo era asombrosamente corto: los mechones más largos no debían de medir más de tres o cuatro centímetros. Los llevaba pegados a la cabeza con espuma para el pelo. Como se había quitado el maquillaje, al primer golpe de vista no adiviné quién era. No hace falta decir que ya no se parecía a Jacqueline Kennedy.
Alabé su nuevo peinado:
—Así está mucho más natural y juvenil. Pero, no sé por qué, parece otra persona.
—¡Pues claro que soy otra persona! —exclamó ella sonriendo.
La invité a comer conmigo, pero negó con un movimiento de cabeza. Dijo que tenía cosas que hacer.
—Escuche, señor Okada. Señor pájaro-que-da-cuerda. Creo que el primer paso como nueva persona ya lo he dado. Ahora tengo que volver a casa, hablar tranquilamente con mi hermana y empezar los preparativos para viajar a la isla de Creta. Sacarme el pasaporte, adquirir los billetes de avión, hacer el equipaje. No estoy nada familiarizada con esas cosas, no sé muy bien qué hay que hacer. Nunca he ido de viaje. Ni siquiera he salido de Tokio.
—¿Aún quiere ir a Creta conmigo? —le pregunté.
—Claro que sí —dijo—. Sería lo mejor, tanto para usted como para mí. Así que piénseselo bien. Es muy importante.
—Me lo pensaré —dije.
Cuando la mujer que había sido Creta se marchó, me vestí con un polo limpio y unos pantalones largos. Y las gafas de sol me las puse de manera que no resaltara la mancha. Luego fui andando bajo los fuertes rayos del sol hasta la estación, tomé un tren, vacío a aquellas horas de la tarde, y fui al barrio de Shinjuku. Compré dos guías turísticas en Kinokuniya y luego me dirigí a la sección de objetos de piel de Isetan, donde compré una maleta de tamaño medio. Tras hacer estas compras, decidí entrar en un restaurante que vi por allí y almorzar. La camarera era antipática, tenía un humor terrible. Creía estar acostumbrado a camareras así, pero era la primera vez que me encontraba ante una que lo fuera en grado superlativo. No había, ni en mi persona ni en mi pedido, nada, absolutamente nada, que fuese de su agrado. Mientras yo estudiaba el menú, ella, con expresión de que le hubieran augurado algo malo, estuvo mirándome la mancha de hito en hito. Sentí todo el rato sus ojos sobre la mejilla. Pedí una cerveza pequeña, pero, poco después, me trajo una grande. No me quejé. Podía sentirme afortunado de que me hubiera servido una cerveza bien fría, con mucha espuma. Si tenía demasiada, bastaba con dejar la mitad.
Mientras esperaba la comida, leí las guías tomándome la cerveza. Creta era la isla griega más próxima a África. Tenía una forma estrecha y alargada. En la isla no había ferrocarril y los turistas debían desplazarse en autobús. La ciudad más grande era Iraklion, cerca de la cual se encontraba el palacio de Cnossos, famoso por su laberinto. La riqueza principal de la isla era el olivo, aunque también eran muy apreciados sus vinos. En gran parte de Creta soplaba un fuerte viento y la isla estaba cubierta de molinos. Por diferentes circunstancias políticas había sido la última región del territorio griego en independizarse de Turquía. Y, debido a ello, tanto el paisaje como las costumbres de Creta eran un poco diferentes a los del resto de Grecia. El pueblo cretense era muy belicoso y era famosa la encarnizada resistencia que había ofrecido al ejército alemán durante la segunda guerra mundial. La larga novela de Kazantzakis, Zorba el griego, estaba ambientada en la isla. Ésta fue toda la información que pude extraer de la guía turística. Apenas se traslucía cómo se vivía allí en realidad. Era natural. Las guías se escriben para turistas que están de paso, no para personas que quieran recalar y vivir en un lugar.
Intenté imaginar mi vida en Grecia con la mujer que antes se llamaba Creta. ¿Qué tipo de vida llevaríamos los dos allí? ¿En qué tipo de casa viviríamos? ¿Qué tipo de alimentos comeríamos? Tras levantarnos por la mañana, ¿qué haríamos hasta la noche? ¿De qué hablaríamos? ¿Y cuántos meses, cuántos años continuaría aquello? En mi cabeza no lograba dibujar una sola imagen. Pero, de todos modos, podía irme a Creta. Ir a Creta y vivir junto a la mujer que antes se llamaba Creta Kanoo. Fui mirando alternativamente las dos guías, encima de la mesa, y la maleta por estrenar, a mis pies. Eran la materialización de esta posibilidad. De hecho, me había acercado a Shinjuku a comprar las guías y la maleta para que esa idea tomara una forma concreta. Y, cuanto más las miraba, más atractiva me parecía esa posibilidad. Bastaba con dejarlo absolutamente todo e irse con una sola maleta en la mano. Era sencillo.
Lo único que podía hacer quedándome en Japón era encerrarme en casa y esperar de brazos cruzados a que volviera Kumiko. Y Kumiko no volvería. En la carta decía claramente que no la esperara, que no la buscase. Por supuesto, yo tenía todo el derecho a ignorar sus palabras y esperarla. Pero, si lo hacía, me iría deprimiendo más y más. Sintiéndome cada vez más solo, más desorientado, más impotente. El problema era que nadie me necesitaba.
Quizá debería ir a la isla de Creta con la hermana de Malta Kanoo. Tal como me había dicho, era lo mejor, tanto para ella como para mí. Lancé una larga mirada a la maleta, a mis pies. Me imaginé con ella en la mano, bajando del avión junto con la hermana de Malta Kanoo en el aeropuerto de Iraklion (así se llamaba el aeropuerto de Creta). Me imaginé viviendo apaciblemente en alguna aldea, comiendo pescado, nadando en un mar azulísimo. Pero, mientras esas imágenes deshilvanadas parecidas a postales iban superponiéndose en mi cabeza, espesas nubes fueron extendiéndose dentro de mi pecho. Mientras, con la maleta en la mano, andaba por las calles de Shinjuku atestadas de gente que iba de compras, seguía teniendo un nudo en la garganta que me asfixiaba. Me daba la impresión de que era incapaz de coordinar el movimiento de piernas y brazos.
Salí del restaurante. Andaba por la calle cuando mi maleta chocó contra las piernas de un hombre que venía veloz en dirección contraria. Era un joven corpulento con una camiseta gris y una gorra de béisbol. Las orejas tapadas con unos auriculares. Me disculpé educadamente. Pero el hombre se encasquetó la gorra y, sin decir palabra, alargó un brazo y me dio un violento empujón. Como no me lo esperaba, trastabillé y caí dando de cabeza contra la pared. El hombre, aun viendo que me había caído, continuó andando impertérrito. Por un instante quise ir tras él, pero me lo pensé dos veces y desistí. ¿Para qué? No tenía ningún sentido. Me levanté y, con un suspiro, me sacudí el polvo de los pantalones. Cogí la maleta. Alguien había recogido los libros. Una anciana diminuta con un sombrero redondo casi sin ala. Un sombrero de una forma muy extraña. Cuando me dio los libros, sacudió ligeramente la cabeza sin decir palabra. Y yo, no sé por qué, al mirar el sombrero de la anciana y su cara compasiva me acordé del pájaro-que-da-cuerda.
Me dolió la cabeza un rato, pero no fue nada importante. Sólo un pequeño chichón en la parte posterior de la cabeza. Pensé que era mejor que dejara de dar vueltas por allí y regresara directamente a casa. A mi tranquilo callejón.
Para calmarme, compré el periódico y unos caramelos en el quiosco de la estación. Saqué la cartera del bolsillo, pagué y, cuando ya me dirigía hacia la entrada de los andenes con el periódico bajo el brazo, oí una voz de mujer a mis espaldas:
—¡Oye, chico! El chico alto con la mancha en la cara.
Era yo. Y la que me llamaba era la vendedora del quiosco. Retrocedí sin comprender qué pasaba.
—Te has olvidado la vuelta —dijo. Y me entregó la vuelta de mil yenes. Le di las gracias y tomé el dinero—. Perdona por lo de la mancha, ¿eh? —añadió—. No se me ha ocurrido otra forma de llamarte. Lo he dicho sin pensar.
Sonreí como diciendo que no tenía importancia. Ella me miró a la cara.
—Se te ve muy sudado. ¿Estás bien? ¿No te encontrarás mal?
—¡Oh, no! Es que hace calor y, al andar, he sudado. Sólo eso. Gracias.
Cogí el tren y me puse a leer el periódico. No había caído en la cuenta, pero hacía mucho tiempo que no tenía uno en las manos. Nosotros no nos lo hacíamos llevar a casa. Kumiko, cuando le apetecía, de camino al trabajo, compraba la edición de la mañana en el quiosco de la estación y lo llevaba de vuelta a casa. Yo, al día siguiente, leía las noticias de la mañana anterior. Lo cogía para mirar las columnas de ofertas de empleo. Pero desde que Kumiko no estaba, no había nadie que lo comprara y lo llevase a casa.
En el periódico no había nada que despertara mi interés. Eché una ojeada rápida de la primera a la última página, pero no encontré una sola cosa que tuviese que saber. Lo cerré y, mientras miraba uno tras otro los carteles publicitarios de revistas que colgaban dentro del vagón, mis ojos se posaron en el nombre «Noboru Wataya». Escrito con letras bastante grandes, ponía: REPERCUSIÓN DE LA CANDIDATURA DE NOBORU WATAYA. Permanecí largo rato con los ojos clavados en el nombre «Noboru Wataya». Así que iba en serio. Pensaba en dedicarse seriamente a la política. Sólo por eso ya valía la pena irse de Japón, pensé.
Con la maleta vacía en la mano, fui de la estación a casa en autobús. Mi casa parecía una concha vacía, pero, con todo, me sentí aliviado al regresar. Reposé unos instantes y me dirigí al cuarto de baño con la intención de ducharme. En el baño ya no quedaba rastro de Kumiko. El cepillo de dientes, el gorro de baño, el maquillaje, todo había desaparecido. Ya no había medias ni ropa interior secándose, ni tampoco su champú.
Salí del cuarto de baño y, mientras me secaba con la toalla, pensé que debería haber comprado la revista donde aparecía el artículo sobre Noboru Wataya. Me fui sintiendo cada vez más intrigado pensando qué diablos debía de poner. Sacudí la cabeza. Si Noboru Wataya quería dedicarse a la política, era muy libre de hacerlo. En Japón, cualquiera tenía derecho a ser político si así lo deseaba. Además, al dejarme Kumiko, se había roto sustancialmente el vínculo que me unía a Noboru Wataya y el destino que siguiese en lo sucesivo no era de mi incumbencia. De la misma manera que el mío no le concernía a él. Perfecto. Así debería haber sido desde el principio.
Pero no pude apartar el titular de mi cabeza. Por la tarde estuve ordenando los armarios y la cocina, pero, por más que otras cosas ocuparan de forma momentánea mis pensamientos, por más que me moviera, aquel «Noboru Wataya» del anuncio, escrito con grandes caracteres, permanecía, grabado con fuerza, flotando ante mis ojos. Como el timbre de un teléfono que llegara amortiguado, a través de la pared, desde el piso de al lado. Seguía sonando indefinidamente sin que nadie respondiera. Yo intentaba ignorarlo. Fingía no oírlo. En vano. Me rendí. Fui andando hasta el drugstore del barrio y compré la revista.
Me senté en la cocina y leí el artículo mientras bebía un té frío. El conocido economista y crítico Noboru Wataya está considerando seriamente la posibilidad de presentar su candidatura a las elecciones como diputado por la circunscripción de X de la prefectura de Niigata. El artículo comentaba esta hipótesis. Incluso incluía una detallada biografía de Noboru Wataya. Su currículum académico, sus publicaciones, su frenética actividad durante años en los medios de comunicación. Su tío, Yoshitaka Wataya, el actual diputado, había hecho público que no se presentaría a las próximas elecciones por problemas de salud. Sin sucesores directos lo bastante válidos como para sustituirle, era más que probable que su sobrino Noboru Wataya tomase el relevo. De este modo, continuaba diciendo el artículo, la influencia del tío unida a la juventud y fama del sobrino aseguraban la victoria de este último. «Las probabilidades de que Noboru Wataya se presente son de un noventa y cinco por ciento. Todavía están discutiendo los detalles, pero Noboru Wataya está profundamente interesado en la propuesta y, a su debido tiempo, todo se andará», decía una «persona influyente» de la circunscripción.
Incluso había un artículo del propio Noboru Wataya. Un artículo bastante largo. Decía que todavía no había presentado la candidatura de manera oficial. Se había hablado de ello, cierto. Pero él tenía sus propias ideas y no era una propuesta que pudiera responderse con un simple: «Muy bien, de acuerdo». Tal vez difería mucho lo que él le exigía al mundo de la política y lo que la política le exigía a él. Era necesario discutirlo con calma y llegar a un acuerdo. Ambas partes estaban, de todos modos, convencidas de que, en caso de que realmente se presentara, lo haría dispuesto a ganar a toda costa. Y, tras ser elegido, no tenía la menor intención de ser un simple soldado raso recién incorporado a filas. Había cumplido treinta y siete años y su carrera aún podía ser muy larga. Tenía las ideas muy claras y contaba con un gran poder de convocatoria. Actuaba basándose en una estrategia a largo plazo. Sus objetivos los situaba a lo largo de los próximos quince años. Antes de finalizar el siglo XX abrigaba el propósito de estar en condiciones, como político, de promover el establecimiento de una clara identidad nacional de Japón. Éste era su primer objetivo. Lo que se proponía era sacar al país de la situación política marginal en la que se encontraba y relanzarlo a la posición de modelo político y cultural. En otras palabras, crear un nuevo marco para Japón. Arrinconar la hipocresía, afirmar la lógica y la moral. Lo que hacía falta no eran discursos incomprensibles y retóricas huecas, sino ideas claras, comprensibles e indicadoras. «En la época en que nos ha tocado vivir es imprescindible tener las ideas claras, y a los políticos se les exige el establecimiento de un consenso popular y nacional. La política sin ideología que tenemos en la actualidad convertirá al país en una especie de medusa enorme que oscila arrastrada por la marea. No me interesan ni los ideales ni las utopías. Simplemente estoy hablando de lo que debéis hacer, y lo que debéis hacer, cueste lo que cueste, debéis hacerlo. Para ello dispongo de un programa político preciso que, a tenor de los acontecimientos, iré perfilando a partir de ahora».
El artículo de la revista parecía simpatizar con él. Noboru Wataya era un crítico inteligente en temas de política y economía, y su oratoria era bien conocida por todos. Era joven, de buena familia y su futuro, como político, era prometedor. En este sentido, sus palabras «estrategia a largo plazo» no eran una quimera, sino que se ceñían a la realidad. Los electores daban la bienvenida a su candidatura. Al tratarse de un distrito electoral conservador, el hecho de que estuviera divorciado y no se hubiese vuelto a casar podía representar un pequeño problema, pero su juventud y talento podían compensar con creces ese punto negativo. Podía captar, además, el voto femenino. «Sin embargo», concluía el artículo introduciendo una ligera nota crítica, «que Noboru Wataya presente su candidatura como sucesor de su tío puede interpretarse en el sentido de que se aprovecha de la “política sin ideología” que él tanto critica. El noble programa político de Noboru Wataya tiene un gran poder de persuasión, pero su efectividad aplicada a la realidad política deberemos juzgarla viendo cómo actúa de aquí en adelante».
Tras leer el artículo, tiré la revista a la basura. Luego empecé a embutir en la maleta la ropa y las cosas que necesitaría en Creta. No tenía ni idea del frío que podía hacer allí en invierno. Mirando el mapa, vi que quedaba muy cerca de África, pero incluso en África hay lugares donde el frío es considerable en invierno. Saqué la cazadora de piel y la metí en la maleta. Y dos jerséis más dos pantalones. Dos camisas de manga larga y tres de manga corta. Una chaqueta de tweed. Camisetas y pantalones cortos. Calcetines y ropa interior. Una gorra y unas gafas de sol. Un bañador. Una toalla. Un neceser de viaje. Tras haberlo metido todo, la maleta estaba aún medio vacía. Pero no se me ocurría nada más que pudiera necesitar.
Al cerrar la maleta, tuve por primera vez la sensación real de que iba a salir de Japón. Me iría de la casa, me iría del país. Chupando un caramelo de limón, me quedé unos instantes contemplando la maleta nueva. Y, de repente, recordé que Kumiko se había ido sin llevarse siquiera una maleta. Se había marchado una soleada mañana de verano sólo con un bolso pequeño, y con la falda y la blusa que había ido a recoger a la tintorería. Su equipaje era aún más ligero que el mío.
Luego pensé en las medusas. «La política sin ideología que tenemos en la actualidad convertirá al país en una especie de medusa enorme que oscila arrastrada por la marea», había dicho Noboru Wataya. ¿Habría observado de cerca medusas de verdad? Probablemente no. Yo sí. Con Kumiko, en el acuario, había visto a regañadientes medusas del mundo entero. Kumiko se detenía frente a cada uno de los tanques de agua y se quedaba muda, absorta, contemplando los movimientos suaves y exquisitos de las medusas. Era nuestra primera cita y ella ya se olvidó completamente de que yo estaba allí. Había medusas de diferentes tipos, diferentes formas y diferentes tamaños. Medusas con forma de peine, de calabacín, medusas de cinta, medusas fantasma, medusas de agua, medusas… Kumiko las miraba fascinada. Tanto que después le regalé un libro ilustrado de medusas. Probablemente Noboru Wataya no lo supiera, pero hay medusas que tienen huesos y músculos. Respiran oxígeno y evacuan. Producen esperma y óvulos. Y, sirviéndose de sus umbrelas y velos, realizan movimientos hermosos. No van a la deriva, oscilando, arrastradas por las mareas. No estoy, bajo ningún concepto, abogando en favor de las medusas, pero ellas también tienen, a su modo, voluntad de vivir.
¿Sabes, Noboru Wataya? No me importa que te dediques a la política. Es asunto tuyo. A mí no me concierne. Pero déjame decirte una cosa. Te has equivocado insultando a las medusas con esa metáfora incorrecta.
Poco después de las nueve, el teléfono sonó de repente. Por el momento, no descolgué. Permanecí unos instantes mirando fijamente cómo sonaba encima de la mesa preguntándome quién diablos sería. ¿Quién era y qué quería de mí? Pronto lo adiviné. Era la mujer del teléfono. No sé por qué, pero estaba seguro. Ella, que requería mi presencia desde aquella extraña habitación oscura.
Aún flotaba, allí, aquel denso y pesado olor a flores. Allí, aún estaba ella con su violento deseo sexual. «Te haré lo que tú quieras. Incluso lo que tu mujer no quiere hacerte». Al final, decidí no descolgar. El teléfono sonó diez veces, se cortó y volvió a sonar doce veces más.
Luego, el silencio. Un silencio mucho más profundo que antes de sonar el teléfono. Mi corazón latía con fuerza. Me quedé mucho tiempo contemplándome la punta de los dedos. Imaginé mi sangre, propulsada por el corazón, llegando despacio hasta la punta de los dedos. Me cubrí la cara con ambas manos y exhalé un profundo suspiro.
En el silencio de la habitación, sólo resonaba el tictac del reloj. Fui al dormitorio, me senté en el suelo y volví a contemplar la maleta durante unos instantes. ¿La isla de Creta? Lo siento mucho, pero pienso irme allí. Estoy harto de vivir aquí como Tooru Okada. «El hombre que antes era Tooru Okada se irá a la isla de Creta con la mujer que antes era Creta Kanoo», dije en voz alta. Ni yo mismo sabía a quién me dirigía. A alguien.
Tic-tac, tic-tac. El reloj marcaba el paso del tiempo. Y ese sonido parecía sincronizado con los latidos de mi corazón.