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Crónica del pájaro-que-da-cuerda #8

(o la segunda matanza torpe)

El veterinario se despertó a las seis de la mañana y, tras lavarse la cara con agua fría, preparó el desayuno. En verano amanecía pronto y la mayor parte de los animales del parque zoológico ya estaba despierta. Por la ventana abierta se oían sus voces, como siempre, y sus olores llegaban flotando transportados por el viento. El veterinario podía adivinar, sólo por las voces y los olores, qué tiempo hacía sin mirar afuera. Era una de sus costumbres matutinas. Aguzar el oído, aspirar el aire por la nariz, familiarizarse, de ese modo, con el día que acababa de comenzar.

Hoy, sin embargo, debe de ser diferente de ayer. Por supuesto, debía de serlo. Porque ayer se perdieron algunas voces, algunos olores. Los tigres, las panteras, los lobos, los osos: fueron ejecutados ayer, eliminados por el pelotón. Después de una noche sumido en el sueño, aquel incidente le pareció parte de una lánguida pesadilla que hubiera tenido lugar mucho tiempo atrás, pero aquello había ocurrido de verdad. En sus tímpanos sentía aún el dolor causado por el estampido de los disparos. No puede ser un sueño. Estamos en agosto de 1945, en Hsin-Ching, las unidades de tanques soviéticos han cruzado la frontera y se aproximan más a cada instante. Todo era tan real como la palangana y el cepillo de dientes que tenía ante sus ojos.

Al oír el barrito de los elefantes se sintió aliviado. Sí, los elefantes habían sobrevivido. Por fortuna, pensó el veterinario mientras se lavaba la cara, aquel joven teniente había tenido el sentido común de tachar los elefantes de la lista. Desde su llegada a Manchuria, el veterinario había conocido a muchos jóvenes oficiales, fanáticos y formalistas, y no los soportaba. Muchos de ellos procedían de aldeas campesinas. En su adolescencia, en la década de los treinta, habían sufrido en propia carne la miseria atroz de la depresión económica y estaban imbuidos, además, de un nacionalismo megalómano. Ejecutaban sin un pestañeo cualquier orden de sus superiores, fuera del género que fuese. Eran jóvenes, agarrarían una pala y se pondrían a cavar de inmediato si recibieran, en nombre del emperador, la orden de abrir un túnel hasta Brasil. Había gente que a esto lo llamaba «pureza», pero al veterinario, de haberle sido posible, le hubiera gustado usar otra palabra. En cualquier caso, matar dos elefantes a tiros era más fácil que cavar un túnel hasta el Brasil. El veterinario, hijo de un médico, había crecido en una ciudad grande, se había educado en el ambiente relativamente liberal de la era Taishoo[25]. No podía simpatizar con ellos de ninguna manera. Pero el teniente que comandaba el pelotón de ejecución parecía, pese a hablar con un ligero acento de provincias, mucho más normal que la mayoría de jóvenes oficiales. Daba la impresión de tener estudios, actuaba con lógica. El veterinario lo supo por su manera de hablar, por su conducta.

El veterinario se dijo a sí mismo que los elefantes habían escapado a la matanza y que, sólo por ello, ya tendría que estarle agradecido. Los soldados también debieron de sentirse aliviados por no haber de matar los elefantes. Los chinos, en cambio, debieron de experimentar una decepción. De haber matado los elefantes, habrían conseguido gran cantidad de carne y, además, el marfil.

El veterinario calentó agua en el hervidor, se puso una toalla caliente sobre la barba y se afeitó. Luego, él solo, se tomó el té, tostó pan, lo untó con mantequilla, se lo comió. No podía decirse que el abastecimiento de alimentos en Manchuria fuera suficiente, pero, comparado con el de otros lugares, era relativamente abundante, una suerte para él y para los animales del zoológico. Los animales se habían mostrado furiosos cuando habían reducido sus raciones, pero la situación era mucho menos grave que en los parques zoológicos de Japón, donde los alimentos se habían agotado. Nadie sabía qué pasaría luego. De momento, ni los animales ni las personas habían padecido allí un hambre atroz.

Se preguntó qué estarían haciendo su mujer y su hija. Si todo había ido según lo previsto, el tren en el que ellas viajaban habría llegado a Pusán, en Corea. En Pusán vivía la familia de su primo y ellas se alojarían en su casa hasta que pudieran coger el barco que las llevaría a Japón. El veterinario sentía no poder verlas al despertarse. No se oían como de costumbre sus alegres voces haciendo los preparativos del nuevo día, el interior de la casa estaba sumido en el silencio. Aquél ya no era el hogar al que él pertenecía, que amaba. Pero el veterinario no podía evitar sentir una extraña alegría por haberse quedado solo completamente en la residencia oficial. Él, en aquel momento, sentía muy hondo en su interior una fuerza poderosa, la fuerza del «destino».

El destino era la enfermedad fatal del veterinario. Desde la niñez tenía una conciencia extrañamente clara de que «yo, como ser humano, vivo bajo el control de alguna fuerza exterior». Tal vez se debiera a la mancha de color azul vivo que tenía en la mejilla derecha. De pequeño odiaba con todas sus fuerzas aquella mancha que sólo él tenía y los otros no. Se sentía morir cada vez que sus amigos se burlaban de la mancha o que algún desconocido le miraba la cara. Deseaba poder quitársela con un cuchillo. Pero, a medida que fue creciendo, aprendió a conformarse y a aceptarla como «algo que se ha de aceptar». Puede que éste fuera uno de los factores que conformaron su fatal resignación ante el destino.

La fuerza del destino normalmente sólo coloreaba, de forma monótona y silenciosa, el borde de su vida, como un sonido de fondo grave. Era raro que le recordara su existencia. Pero, en algunos casos (no podía saber cuáles porque no parecía seguir pauta alguna), esa fuerza aumentaba y lo conducía a una renuncia profunda parecida a la parálisis. En esos casos no había más remedio que dejarse llevar por la corriente, abandonándolo todo. Porque él sabía por experiencia que, hiciera lo que hiciese, pensara lo que pensase, la situación no se alteraría un ápice. El destino se lleva siempre su parte y no se retira hasta obtener lo que le corresponde. Estaba convencido de ello.

Pero esto no significaba que fuera una persona pasiva, poco vital. Era más bien un hombre decidido, que se esforzaba en llevar adelante sus determinaciones y, profesionalmente, era un excelente veterinario y un pedagogo entusiasta. Aunque le faltaba algo de brillantez creativa, desde niño había destacado en los estudios y también había sido elegido delegado de su clase. Gozaba de reconocimiento en su trabajo y era respetado por los profesionales más jóvenes. Por decirlo de alguna forma, no era el típico «fatalista» que la gente imagina. Sin embargo, desde muy pequeño, jamás tuvo la sensación real de haber tomado, por propia iniciativa, una resolución. Sentía que era el destino quien, a su antojo, «le hacía tomar la decisión». Aunque pensara, en primer lugar, que había tomado una resolución por propia voluntad, más tarde acababa por darse cuenta de que una fuerza externa le había hecho decidir de ese modo. Simplemente se había puesto el hábil disfraz del «libre albedrío». Una especie de cebo para amansarlo. Pensándolo bien, las cosas que él decidía por propia iniciativa eran sólo trivialidades sobre las que, en realidad, no había necesidad de tomar decisión alguna. Se sentía como un rey nominal, un rey que sólo pusiera el sello del estado sometido a la voluntad de un regente que en su mano detentara el poder real. Justamente como el emperador del estado de Manchukuo.

El veterinario amaba con locura a su mujer y a su hija. Estaba convencido de que ellas eran lo más maravilloso que le había sucedido en toda su vida. Adoraba, en especial, a su única hija. Pensaba, de todo corazón, que no le importaría dar su vida por ellas. Imaginaba muchas veces el momento en que se sacrificaba por las dos. Y eso le parecía una muerte dulcísima. Pero, al mismo tiempo, a la vuelta del trabajo, cuando veía a su mujer y a su hija en casa, había veces que sentía que ellas eran, en definitiva, dos seres independientes que no guardaban ninguna relación con él. Le parecía que eran algo que él desconocía, que estaban muy lejos. En casos así, el veterinario solía pensar que él no las había elegido. Con todo, las amaba sin reservas, incondicionalmente. Para el veterinario, ésta era una paradoja enorme, una contradicción irresoluble (eso le parecía). Una trampa gigantesca que le habían tendido en su vida.

Cuando se quedó solo en la vivienda oficial del parque zoológico, el mundo del veterinario se hizo más simple, comprensible. Bastaba con pensar en cuidar los animales. Su mujer y su hija se habían marchado. De momento no tenía necesidad de pensar en ellas. El veterinario se sentía completamente a solas con su destino, sin nada ni nadie de por medio.

De todas formas, las calles de Hsin-Ching, en agosto de 1945, estaban en manos de la gigantesca fuerza del destino. Quien allí desempeñaba el papel principal no era el ejército de Kwantung, ni el ejército soviético, ni las tropas del partido comunista, ni las del Kuomintang, sino el destino. Era algo obvio a los ojos de cualquiera. Allí, la fuerza de un individuo apenas tenía sentido. El destino había matado el día anterior los tigres, las panteras, los lobos, los osos. Y había salvado los elefantes. Ya nadie podía prever qué mataría o qué salvaría el destino en un futuro inmediato.

Al salir de la vivienda oficial se preparó para dar de comer a los animales. Pensaba que ya no acudiría nadie a trabajar, pero en la oficina lo esperaban dos muchachos chinos a quienes jamás había visto. Ambos contarían trece o catorce años. Tenían la piel morena y unos ojos muy abiertos, desafiantes, como de animal. Los muchachos dijeron que les habían ordenado que fueran allí y le ayudaran. El veterinario asintió con la cabeza. Les preguntó sus nombres, pero ellos no contestaron. Ni se alteró siquiera la expresión de sus rostros, como si no le hubiesen oído. Era evidente que quienes los enviaban eran los chinos que habían trabajado allí hasta el día anterior. Preveían el futuro y habían decidido cortar toda la relación con los japoneses, aunque, tal vez, consideraron que no había inconveniente alguno en que fueran los chicos. Era un signo de simpatía hacia el veterinario. Sabían que él solo no podría ocuparse de todos los animales.

Tras darles dos galletas a cada uno, el veterinario emprendió, junto con los chicos, la tarea de alimentar a los animales. Iban de jaula en jaula con una carreta tirada por un mulo, dejaban la comida correspondiente para cada una de las diversas especies de animales y les cambiaban el agua. Era imposible limpiar las jaulas. Quitaron con una manguera los excrementos, pero no podía hacerse nada más. De todos modos, el parque zoológico estaba cerrado y, aunque oliese mal, nadie se quejaría.

Sin los tigres, los lobos, las panteras y los osos, la tarea resultó bastante menos pesada y peligrosa. Cuidar de los grandes carnívoros es pesado y, además, peligroso. Por muy insoportable que le resultara al veterinario pasar por delante de sus jaulas vacías, no podía dejar de sentir, al mismo tiempo, alivio por su ausencia.

Empezaron la tarea a las ocho y terminaron pasadas las diez. El veterinario quedó exhausto. Al terminar el trabajo, los dos chicos desaparecieron sin decir nada. Él volvió a la oficina e informó al director que había concluido las tareas de la mañana.

Antes del mediodía, el joven teniente regresó al parque zoológico con los mismos ocho soldados. Armados de pies a cabeza como el día anterior, avanzaban en formación entre el ruido, que podía oírse desde lejos, del entrechocar de los diferentes tipos de metales. Sus uniformes mostraban manchas negras de sudor, las cigarras chirriaban con insistencia. Pero ese día los soldados no habían venido a matar animales. El teniente dirigió un breve saludo al director del zoológico y exigió:

—Infórmeme de la situación actual de las carretas y de los caballos de tiro utilizables del parque zoológico.

El director contestó que sólo quedaban un mulo y una carreta. También dijo que, dos semanas atrás, había cedido un camión y dos caballos de tiro. El teniente asintió con la cabeza e informó que el mulo y la carreta quedaban requisados por orden del ejército de Kwantung.

—Espere un momento —intervino precipitadamente el veterinario—. Los necesitamos mañana y noche, hay que dar de comer a los animales. Todos los empleados manchúes han desaparecido. Sin el mulo y la carreta, los animales morirán de hambre. Ahora ya vamos muy justos.

—Ahora todo el mundo va justo —respondió el teniente. Sus ojos aparecían enrojecidos, su rostro sombreado de negro por la barba—. La defensa de la capital es nuestra máxima prioridad. Cuando vean que ya no pueden hacer nada, sáquenlos a todos de las jaulas. Hemos liquidado a los carnívoros peligrosos, los otros, aunque los suelten, no ocasionarán ningún problema de seguridad. Es una orden del Ejército. Por lo demás, decidan según las circunstancias.

Los soldados se marcharon tirando del mulo y la carreta. Cuando desaparecieron, el veterinario y el director se miraron. El director no dijo nada, sólo tomó un sorbo de té y asintió con la cabeza.

Los soldados volvieron cuatro horas después, el mulo iba tirando de la carreta. La carreta iba cargada y cubierta con una lona militar. El mulo jadeaba, sudaba por el calor y el peso de la carga. Los ocho soldados escoltaban a cuatro chinos a punta de bayoneta. Eran todos jóvenes, tendrían veinte años, iban con el uniforme de un equipo de béisbol, llevaban las manos atadas a la espalda. Al parecer, los cuatro habían sido golpeados brutalmente, tenían el rostro lleno de magulladuras. El ojo derecho de uno de ellos estaba tan hinchado que no podía abrirlo, otro llevaba el uniforme manchado por la sangre que le brotaba del labio partido. En la pechera de los uniformes no figuraba inscripción alguna, pero quedaban señales de las letras arrancadas con el nombre del equipo. En la espalda, cada uno llevaba su dorsal, los suyos eran el 1, el 4, el 7 y el 9. El veterinario no entendía en absoluto por qué, en un momento de emergencia como aquél, llevaban los chinos el uniforme de un equipo de béisbol ni por qué eran conducidos por los soldados tras haber recibido una brutal paliza. Todo aquello le parecía una escena fantástica, irreal, pintada por un artista con trastornos mentales.

El teniente le preguntó al director si le podía dejar picos y palas. El rostro del teniente se veía aún más pálido y extenuado que antes. El veterinario los guió hasta el almacén de detrás de la oficina. El teniente eligió dos picos y dos palas y se los dio a los soldados. Luego le dijo al veterinario que lo siguiera, se apartó del camino y se adentró en la espesura de la vegetación. El veterinario lo siguió tal como le había ordenado. De entre la hierba, a cada paso del teniente, saltaban grandes langostas. A su alrededor olía a hierba de verano. Entre los chirridos ensordecedores de las cigarras, a lo lejos, los elefantes emitían sus agudos barritos, como una advertencia.

El teniente avanzó en silencio a través de los árboles, se detuvo, finalmente, en un amplio claro de la arboleda. Era el lugar donde habían previsto hacer una plaza con animales pequeños para que los niños pudieran jugar con ellos. A raíz del empeoramiento de la situación bélica, los planes habían quedado en suspenso de forma indefinida por falta de materiales de construcción. Sólo se habían talado los árboles, y había quedado un gran círculo de tierra yerma que el sol iluminaba nítidamente como un foco de escenario. El teniente se plantó en el centro del círculo, miró a su alrededor. Luego removió la tierra con la suela de las botas.

—Durante algún tiempo nos quedaremos en el parque zoológico —informó el teniente, se agachó y cogió un puñado de tierra.

El veterinario asintió en silencio. No comprendía por qué tenían que permanecer allí, pero decidió no hacer preguntas. La experiencia en la ciudad de Hsin-Ching le había enseñado que a los militares es mejor no preguntarles nada. A menudo, las preguntas provocan su enfado y, de otra parte, no suelen dar una respuesta sincera.

—Primero cavaremos aquí una gran fosa —dijo el teniente como si intentara convencerse a sí mismo. Se levantó, sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la pechera del uniforme, se puso un cigarrillo entre los labios, ofreció otro al veterinario y los encendió con una cerilla. Fumaron un rato para llenar el silencio. El teniente removió otra vez la tierra con la suela de las botas. Dibujó una figura en el polvo y la borró.

—¿De dónde es usted? —preguntó poco después al veterinario.

—Soy de la provincia de Kanagawa. De un lugar llamado Oofuna, cerca del mar.

El teniente asintió con la cabeza.

—¿Y de dónde es usted, teniente? —preguntó el veterinario.

No hubo respuesta. El teniente contemplaba con los ojos entrecerrados el humo que se alzaba entre sus dedos. «Es inútil hacerles preguntas a los militares», pensó el veterinario. Ellos siempre preguntan. Jamás responden.

—Hay un estudio de cine, ¿verdad? —dijo el teniente.

El veterinario necesitó tiempo para comprender que el teniente hablaba de Oofuna.

—Sí. Un estudio muy grande. Claro que no he entrado nunca —dijo el veterinario.

El teniente tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó de un pisotón.

—Ojalá pudiéramos volver a Japón, pero para volver hay que cruzar el mar. Quizás, al final, todos acabemos muriendo aquí, ¿no le parece? —dijo el teniente mirando al suelo—. Dígame, doctor, ¿le da miedo la muerte?

—Supongo que depende de la forma de morir —contestó tras reflexionar unos instantes.

El teniente levantó la cara y miró con interés a su interlocutor. Parecía esperar otra respuesta.

—Evidentemente. Depende de la forma de morir.

Enmudecieron de nuevo. El teniente parecía estar a punto de quedarse dormido de pie. Debía de estar exhausto. Una langosta grande alzó el vuelo como un pájaro y desapareció en unos matorrales que había a lo lejos dejando tras de sí el rumor de un precipitado batir de alas. El teniente miró el reloj.

—Ya es hora de que empecemos el trabajo —dijo como si intentara convencer a alguien. Y añadió—: Quédese conmigo un poco más. Tal vez lo necesite.

El veterinario asintió con la cabeza.

Los soldados condujeron a los chinos al claro del bosque y les desataron las manos. El cabo dibujó con un bate de béisbol un círculo grande en el suelo y les ordenó, en japonés, que cavaran un hoyo de aquel diámetro —por qué llevaba el soldado un bate de béisbol era, para el veterinario, un misterio—. Los cuatro chinos con el uniforme del equipo de béisbol cavaron el hoyo en silencio con los picos y las palas. Mientras tanto, los soldados fueron turnándose de cuatro en cuatro para descansar y dormir a la sombra de los árboles. Parecía que apenas habían dormido, y nada más tumbarse entre la maleza, pertrechados aún con todo el equipo, empezaron a roncar. Los que no dormían vigilaban el trabajo de los chinos, sostenían los fusiles, con la bayoneta calada, a la altura de la cadera por si en cualquier momento tenían que usarlos. El teniente y el cabo que comandaban el pelotón también descabezaron un sueñecito, por turno, a la sombra de un árbol.

En poco menos de una hora habían cavado un hoyo de unos cuatro metros de diámetro. Era hondo, el borde les llegaba a los chinos más o menos al cuello. Uno de los chinos pidió agua. El teniente asintió con la cabeza, un soldado trajo un cubo de agua. Los cuatro chinos, uno tras otro, bebieron de una cuchara de madera. Bebieron tanta agua que casi vaciaron el cubo. Sus uniformes estaban ennegrecidos de sangre, barro y sudor. Luego, el teniente ordenó a los soldados que trajeran la carreta. Cuando el cabo arrancó la cubierta de lona, aparecieron, unos sobre otros, cuatro cadáveres. También llevaban el uniforme del equipo de béisbol y, por lo visto, también eran chinos. Parecía que los habían fusilado, sus uniformes estaban teñidos de negro por la sangre que había manado de sus cuerpos y sobre la que empezaban a arremolinarse las moscas. Por el aspecto de la sangre coagulada, debían de haber muerto el día anterior.

El teniente ordenó a los chinos que acababan de cavar la fosa que arrojaran los cadáveres dentro. Sin decir nada, los chinos descargaron los cadáveres de la carreta y, sin mostrar expresión alguna en la cara, fueron arrojándolos, uno tras otro, dentro del hoyo. Cada vez que un cadáver golpeaba contra el fondo de la fosa se oía un sonido sordo e inorgánico. Los dorsales de los muertos eran el 2, el 5, el 6 y el 8. El veterinario los memorizó. Cuando terminaron de arrojar los cadáveres, los cuatro chinos fueron atados fuertemente a los troncos de unos árboles cercanos. El teniente levantó la mano y miró su reloj con expresión seria. Se quedó observando durante unos instantes algún punto en el horizonte, como si buscara algo. Parecía un empleado de los ferrocarriles que esperara, parado en el andén, la llegada de un convoy que viniera con un retraso mortal. No miraba nada, sólo dejaba pasar el tiempo. Luego ordenó brevemente al cabo que hiciera ejecutar a tres de los cuatro chinos (dorsales 1, 7 y 9) con la bayoneta. Los tres soldados elegidos se colocaron uno delante de cada árbol. Los soldados estaban más pálidos que los chinos. Era como si los chinos estuvieran demasiado cansados ya para desear algo. El cabo les ofreció un cigarrillo, pero ninguno aceptó. Se guardó la cajetilla en el bolsillo de la pechera.

El teniente, al lado del veterinario, estaba de pie, un poco separado de la tropa.

—Es mejor que usted también lo vea —le dijo el teniente—. Esto también es una forma de morir.

El veterinario, sin decir nada, asintió con la cabeza. «No me lo está diciendo a mí, se lo dice a sí mismo», pensó el veterinario.

—Para matarlos —explicó el teniente con voz tranquila—, el fusilamiento es mucho más rápido, más cómodo, pero tengo órdenes de no malgastar municiones. Son demasiado importantes, debemos reservarlas para los rusos. Malgastarlas con los chinos sería un desperdicio. Pero matar a alguien con la bayoneta no es nada fácil. Por cierto, doctor, ¿le enseñaron a matar con bayoneta en el ejército? —El veterinario respondió que había ingresado en el cuerpo de caballería como veterinario, de modo que no había recibido instrucción de lucha con bayoneta—. Para matar a un hombre con la bayoneta hay que clavarla por debajo de las costillas, aquí. —El teniente se señaló con un dedo un punto algo por encima de la barriga—. Se hunde la bayoneta en la barriga y, con un movimiento circular, amplio y profundo, se remueven las tripas y luego se empuja la bayoneta hacia el corazón. No basta con clavarla en el cuerpo. A los soldados esto se lo han metido en la cabeza. La lucha cuerpo a cuerpo con bayoneta y asaltos sorpresa nocturnos son la especialidad de la casa del Ejército Imperial. En otras palabras, son más baratos que los tanques, los aviones y los cañones. Claro que, aunque yo diga que se lo han metido en la cabeza, hasta ahora siempre han entrenado con muñecos de paja, y un muñeco es muy distinto a un hombre: no sangra, no grita, tampoco se le salen las tripas. En realidad, estos soldados nunca han matado a una persona. Yo tampoco.

El teniente le hizo al cabo un signo afirmativo con la cabeza. A una orden del cabo, los tres soldados se cuadraron, bajaron la punta de la bayoneta y se colocaron en posición. Un chino (el número 7) soltó lo que parecía una maldición y escupió. Pero la saliva no llegó al suelo, cayó sin fuerza resbalando sobre la pechera de su uniforme de béisbol.

A la siguiente orden, los soldados hincaron con todas sus fuerzas la punta de las bayonetas por debajo de las costillas de los chinos. Retorcieron la hoja afilada para trocear los intestinos, luego empujaron la punta hacia arriba, en dirección al corazón. Los gritos que lanzaron los chinos no eran fuertes. Recordaban más bien un sollozo. Como si expulsaran de golpe, por una fisura, todo el aire contenido en sus cuerpos. Los soldados arrancaron las bayonetas de los cuerpos, retrocedieron un paso. Y, a una orden del cabo, repitieron con exactitud la misma operación. Hincar la bayoneta, remover los intestinos, empujar hacia el corazón, arrancar la bayoneta. El veterinario miraba sin sentir nada. Tuvo la impresión de que él mismo empezaba a dividirse en dos. Él le clavaba la bayoneta a otro y, al mismo tiempo, otro se la clavaba a él. Percibía simultáneamente el tacto de la bayoneta hincándose en un cuerpo ajeno y el dolor de las propias vísceras troceadas.

Los chinos tardaban más tiempo del previsto en morir. Pese a las vísceras desgarradas, pese a la gran cantidad de sangre derramada por el suelo, los cuerpos seguían sacudiéndose presos de débiles convulsiones. El cabo cortó con el filo de su bayoneta las cuerdas que los sujetaban a los árboles, y con la ayuda de un soldado que no había participado en la carnicería arrastró los tres cuerpos hasta la fosa y los arrojó dentro. Chocaron contra el fondo, pero esta vez se oyó un ruido sordo algo distinto al de los cadáveres de los otros cuatro. Tal vez porque aún no están muertos del todo, pensó el veterinario.

Quedaba el chino número cuatro. Los tres soldados, con la cara pálida, buscaron gruesos puñados de hierba a su alrededor y limpiaron las bayonetas sucias de sangre. En ellas también había adheridos humores de colores extraños y trozos de carne. Necesitaron muchos puñados de hierba para que los largos filos quedaran tan blancos como antes.

El veterinario se preguntaba por qué habían dejado con vida sólo a aquel hombre (el número 4). Pero decidió no hacer más preguntas. El teniente sacó otro cigarrillo. Le ofreció uno al veterinario. El veterinario lo aceptó sin decir nada, se lo puso entre los labios y, aquella vez, él mismo lo prendió con una cerilla. Las manos no le temblaban, pero no notaba sensibilidad alguna. Parecía que estuviera encendiendo la cerilla con las manos enfundadas en unos guantes gruesos.

—Eran cadetes de la Academia Militar del ejército de Manchukuo. Rehusaron participar en la defensa de Hsin-Ching, anoche mataron a dos instructores japoneses y desertaron. Los descubrimos durante la patrulla nocturna, matamos a tiros, en el acto, a cuatro y capturamos a otros cuatro. Dos huyeron amparados por la oscuridad —dijo el teniente palpándose con la palma de la mano la barba en las mejillas—. Intentaron escapar con el uniforme del equipo de béisbol. Posiblemente pensaron que sus uniformes militares los delatarían y que los apresarían enseguida acusados de deserción. O tal vez pensaron que, si el ejército comunista los capturaba con el uniforme del ejército de Manchukuo, sería peor. En cualquier caso, aparte de los uniformes militares, en el cuartel no había otra ropa que estos uniformes del equipo de béisbol de la Academia Militar. Por eso arrancaron el nombre que figuraba en los uniformes e intentaron huir con ellos. Tal vez no lo sepa usted, pero el equipo de béisbol de la academia era muy bueno. Incluso fue a jugar algunos partidos amistosos a Taiwan y Corea. Y aquel hombre —dijo señalando al chino atado al tronco del árbol— era el capitán del equipo, el cuarto bateador. Pensamos que fue él quien organizó la deserción. Mató a los dos instructores golpeándolos con el bate. Los instructores japoneses sabían que el ambiente del cuartel estaba agitado y habían decidido no entregarles las armas hasta que llegara el momento. Pero no cayeron en la cuenta de los bates de béisbol. Les abrieron la cabeza. Dicen que los dos murieron casi en el acto. Los golpearon con este bate.

El teniente le ordenó al cabo que trajera el bate. El teniente se lo dio al veterinario. Éste lo asió con ambas manos, lo alzó a la altura de sus ojos, como hace el bateador cuando toma posición. Era un bate ordinario. De no muy buena calidad. Mal acabado, áspero al tacto. Pero pesaba mucho y se veía muy usado. El mango estaba negro de sudor. Al veterinario no le pareció que tuviera el aspecto de un bate con el que se hubiera matado hacía poco a dos hombres. Tras sopesarlo, se lo devolvió al teniente. El teniente lo tomó en la mano y lo blandió varias veces con aire experto, como si bateara.

—¿Juega al béisbol? —preguntó el teniente al veterinario.

—Jugaba mucho de pequeño —contestó el veterinario.

—¿Y de mayor ya no juega?

—No. —El veterinario estaba a punto de preguntar: «¿Y usted, teniente?», pero se tragó las palabras.

—He recibido órdenes de matar a golpes a este hombre, con el mismo bate que él usó —dijo el teniente con voz seca dando pequeños golpes en el suelo con la punta del bate—. «Ojo por ojo y diente por diente», ¿no es así? Con el corazón en la mano, le digo que es una orden absurda. A estas alturas, ¿qué vamos a conseguir matando a esta gente? No tenemos aviones, ni acorazados, los mejores soldados han muerto. La ciudad de Hiroshima ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos con una nueva bomba. Pronto nos echarán a todos de Manchuria, tal vez nos maten. China volverá a manos de los chinos. Ya hemos matado a demasiados chinos. No tiene sentido incrementar aún más el número de muertos. Pero una orden es una orden. Como militar, debo obedecer cualquier orden que se me . De la misma forma que ayer maté los tigres y las panteras, hoy tengo que matar a esta gente. Mírelo bien, doctor. Esto también es una forma de morir. Usted es médico, estará acostumbrado a los cuchillos, a la sangre, a las vísceras. Pero no habrá visto nunca matar a un hombre a golpes con un bate de béisbol, ¿verdad?

El teniente le ordenó al cabo que llevara al jugador del dorsal número 4 junto al foso. Le ataron las manos a la espalda, le vendaron los ojos, le hicieron arrodillarse. Era un hombre robusto, tenía los brazos tan gruesos como los muslos de un hombre adulto normal. El teniente llamó a un soldado joven y le dio el bate.

—Mátalo a golpes con el bate —dijo el teniente.

El soldado joven se cuadró, saludó militarmente, tomó el bate que el teniente le tendía. Pero cuando tuvo el bate en sus manos se quedó petrificado. ¿Matar al chino a golpes de bate? Parecía incapaz de entender el concepto.

—¿Has jugado alguna vez a béisbol? —le preguntó el teniente al soldado joven (que más tarde sería asesinado a golpes de pala por un soldado soviético en una mina de carbón cercana a Irkutsk).

—No, mi teniente, no he jugado nunca —contestó el soldado en voz alta.

El pueblo de Hokkaido y el de Manchuria, donde había nacido y donde había crecido, eran igual de pobres, no había una sola familia que pudiera permitirse comprar ni las pelotas de béisbol ni los bates. Él se había pasado la infancia corriendo por los campos, jugando a la guerra con una espada hecha con un palo, cazando libélulas. Ni había jugado al béisbol ni había visto un partido en toda su vida. Y, naturalmente, era la primera vez que tenía un bate en las manos.

El teniente le enseñó cómo asir el bate y la forma de blandirlo. El propio teniente hizo varias veces ademán de batear.

—Fíjate, lo más importante es la rotación de la cintura —le explicó como si le descubriera todos los secretos—. Primero colocas el bate hacia atrás, luego haces girar el cuerpo rotando la cintura. El extremo del bate seguirá automáticamente el movimiento del cuerpo. ¿Entiendes lo que te digo? Si estás demasiado pendiente de blandir el bate, sólo lo harás con la fuerza de los brazos y perderás el impulso natural. Sacude el bate, pero no con la fuerza de los brazos, sino rotando la cintura.

No parecía que el soldado hubiese comprendido las indicaciones del teniente, pero, siguiendo las órdenes, se desprendió del pesado equipo y practicó un rato la manera correcta de blandir el bate. Todos lo miraban. El teniente, con gestos, iba corrigiendo al soldado los principales defectos en su forma de batear. No era mal entrenador. Poco después, el soldado joven logró cortar el aire con un silbido, aunque de manera muy torpe. Había trabajado a diario en el campo desde niño y, al menos, tenía mucha fuerza en los brazos.

—Está bien así —dijo el teniente secándose el sudor de la frente con la gorra militar—. Escúchame bien. Mátalo sin vacilar, de un solo golpe. No le hagas sufrir.

«¿Y qué te crees tú? Yo tampoco mataría a nadie con un bate de béisbol», hubiese querido decirle, «¿A quién demonios se le habrá ocurrido semejante estupidez?». Pero esto no era algo que el teniente pudiera decirles a sus subordinados.

El soldado se situó detrás del chino, que permanecía arrodillado en el suelo con los ojos vendados, alzó el bate. El fuerte sol del atardecer proyectaba la larga sombra del bate sobre el suelo. El veterinario pensó que aquélla era una escena extraña. «Ciertamente, el teniente tiene razón», pensó. «No estoy en absoluto acostumbrado a ver cómo una persona es asesinada a golpes de bate». El joven soldado mantuvo durante largo tiempo el bate en alto, como suspendido en el aire. El extremo del bate temblaba.

El teniente le hizo al soldado un signo afirmativo. Éste echó el bate hacia atrás, respiró hondo y golpeó con todas sus fuerzas la base del cráneo del chino. Fue un golpe sorprendente, magnífico. Su cintura rotó tal como le había enseñado el teniente, con el grueso extremo del bate golpeó el cráneo directamente detrás de las orejas. Había blandido el bate hasta completar su trayectoria. El cráneo reventó con un ruido sordo. El chino ni siquiera lanzó un gemido. Se quedó inmóvil, erguido, en una postura extraña y, luego, como si recordara de repente algo, se desplomó hacia delante. Estaba tumbado con la mejilla contra el suelo, la sangre le manaba por las orejas. El teniente miró su reloj de pulsera. El soldado joven, todavía con el bate en la mano, miraba hacia el cielo con la boca abierta.

El teniente era una persona cautelosa. Esperó un minuto. Tras comprobar que el chino no se movía, le dijo al veterinario:

—Siento molestarle, pero ¿podría comprobar si está muerto?

El veterinario asintió, se acercó al chino, se agachó, le quitó la venda. Tenía los ojos abiertos, desorbitados, las pupilas miraban hacia lo alto, de las orejas manaba, roja, la sangre. La lengua la tenía contraída al fondo del paladar. A causa del impacto, el cuello estaba torcido en un ángulo extraño, de los orificios de la nariz salían coágulos de sangre oscura que teñían el suelo de negro. Una mosca grande, previsora, se introdujo en la nariz para desovar. El veterinario le tomó la muñeca, palpó con el pulgar la arteria, comprobó el pulso. Había desaparecido. Por lo menos no se percibían los latidos. El soldado joven había matado de un solo golpe de bate (siendo, además, la primera vez en su vida que blandía uno) a aquel hombre tan robusto. El veterinario miró al teniente y asintió con la cabeza indicando que estaba muerto. Intentó incorporarse despacio. Sintió que los rayos del sol que abrasaban su espalda cobraban, de repente, más intensidad.

Y, justo en aquel instante, como si despertara de repente, el cuarto bateador chino se incorporó sin vacilar —así lo vieron los otros— y agarró al veterinario por la muñeca. Ocurrió en un instante. El veterinario estaba perplejo. Este hombre está muerto, sin duda alguna. Pero el chino, gracias a un último soplo de vida que aún le restaba, le aferraba la muñeca con la fuerza de un torno. Con los ojos abiertos, desorbitados, las pupilas mirando hacia lo alto, se derrumbó en la fosa arrastrando consigo al veterinario. El veterinario cayó sobre el cuerpo del chino. Se oyó cómo, debajo, se rompían sus costillas. Pero ni entonces soltó el chino la mano del veterinario. Los soldados vieron, petrificados de estupor, todo lo que ocurría ante sus ojos. Fue el teniente el primero en volver en sí, saltó dentro de la fosa, desenfundó su pistola automática, disparó dos veces a bocajarro contra la cabeza del chino. Resonaron dos estampidos secos, uno tras otro; en la sien se vio entonces un boquete enorme. Estaba muerto, bien muerto. Pero aún no le soltaba la mano. El teniente, agachado, empuñando todavía la pistola, fue doblando, a la fuerza, uno tras otro, despacio, los dedos de la mano del cadáver. El veterinario yacía en el fondo de la fosa entre los cadáveres mudos de los ocho chinos vestidos con el uniforme del equipo de béisbol. Allí abajo, el chirrido de las cigarras sonaba muy distinto a como se oía fuera de la fosa.

Cuando el veterinario pudo librarse al fin de la mano del cadáver, los soldados los sacaron, a él y al teniente, de la fosa. El veterinario se puso en cuclillas sobre la hierba, respiró hondo unas cuantas veces, se miró la muñeca. Los dedos del chino habían dejado cinco marcas rojas claramente impresas en su piel. Aquella calurosa tarde de agosto, el veterinario sintió un frío tan intenso que hasta le helaba la médula de los huesos. Pensó: «Jamás podré expulsar este frío de mi interior. Aquel hombre intentaba, de verdad, realmente, llevarme con él a algún lugar».

El teniente volvió a ponerle el seguro a la pistola y la enfundó despacio. Era la primera vez que le disparaba a un hombre. Pero procuró no pensar en ello. La guerra continuaría al menos durante un tiempo, las personas seguirían muriendo. Sería mejor dejar las reflexiones para cuando todo hubiese acabado. Se secó el sudor de la palma de la mano derecha en los pantalones, ordenó a los soldados que no habían participado en la ejecución que cubrieran la fosa donde yacían los cuerpos. Una incalculable cantidad de moscas se había adueñado de los cadáveres.

El soldado joven permanecía de pie, aturdido, sujetaba el bate con fuerza. No podía soltarlo. Ni el teniente ni el cabo le dijeron nada. Había presenciado, sin verlo realmente, cómo el chino, que debía de estar muerto, aferraba de pronto la muñeca del veterinario y, juntos, caían al agujero, cómo saltaba el teniente a la fosa y lo remataba, cómo sus compañeros, más tarde, cubrían la fosa con las palas. En realidad, no había visto nada. Sólo había estado pendiente del chirrido del pájaro-que-da-cuerda. Igual que la tarde anterior, en algún rincón de la arboleda, el pájaro chirriaba, ric-ric-ric, como si le diera cuerda a algo. Alzó el rostro, miró a su alrededor, intentó localizar la dirección de donde provenía el chirrido. No pudo ver el pájaro por ninguna parte. Sintió una ligera náusea en el fondo de la garganta, pero no tan intensa como las del día anterior.

Mientras escuchaba el chirrido aparecieron ante sus ojos imágenes fragmentarias que luego desaparecieron. Después de que el ejército soviético derrotara al ejército japonés, vio cómo el joven teniente de intendencia era entregado a China y ahorcado como responsable de esta ejecución. El cabo moría a causa de una epidemia de peste en un campo de concentración en Siberia. Encerrado en una barraca aislada, abandonado allí hasta la muerte. El cabo, de hecho, fallecía de inanición, porque él no había contraído la peste —al menos no antes de que lo encerraran allí—. El veterinario con la mancha en la cara moría en un accidente un año después. Aunque era civil, el ejército soviético le detenía por colaboración con los soldados y le enviaba a un campo de concentración de Siberia. Trabajaba en un profundo pozo en una mina de carbón, donde cumplía condena a trabajos forzados, y de repente se producía una inundación y moría ahogado junto con muchos otros soldados. ¿Y yo?…, pensó el joven soldado, pero no logró vislumbrar su futuro. No era sólo el futuro. Por alguna razón, ni siquiera le parecía real lo que había ocurrido ante sus propios ojos. Cerró los párpados, aguzó el oído para escuchar el chirrido del pájaro-que-da-cuerda.

Luego pensó en el mar. En el mar que él sólo había visto desde la cubierta del barco que lo llevaba desde Japón a Manchuria. Fue la primera y última vez que vio el mar. Hacía ocho años. Podía recordar el olor de la brisa marina. El mar le parecía una de las cosas más maravillosas que había visto hasta entonces. Era grande y profundo, mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Cambiaba de color, de forma, de expresión según la hora, el tiempo y el lugar. El mar le despertaba una tristeza profunda en el corazón y, al mismo tiempo, le sosegaba con dulzura. Pensó: «Si pudiera volver a ver algún día el mar». Luego dejó caer el bate. El bate chocó contra el suelo con un ruido seco. Al soltar el bate, la sensación de náusea se hizo más intensa que antes.

El pájaro-que-da-cuerda todavía chirriaba. Pero el chirrido no llegó a oídos de nadie más.

Aquí terminaba la «Crónica del pájaro-que-da-cuerda» #8.